Enrique Daniel Rohde
"Serás lo que debes ser o no serás nada ". J.de S. M.
Luego el susurro se hizo voz;
“Tranquilo, soy una especie de compañero
que estará siempre contigo”.
“¿Disculpa… ¿Quién sos? ¿De dónde
saliste? ¿Qué querés?”
“Soy quién soy, estoy donde estoy, no
ocupo lugar, sé que es raro pero es así, fuiste tú quién se durmió debajo del
pino y yo estaba allí”.
“¿Y que se supone que yo debo hacer con
esto?”
“ Nada especial,
simplemente hacer de cuenta que tienes una especie de ángel de la guarda”
I
El coronel recorrió
el terreno sigilosamente. La arboleda que crecía a ambos lados de la planicie
era frondosa y a esa hora del atardecer se poblaba de pájaros bulliciosos, tan
bulliciosos que apagaban el retumbar de sus botas. A lo lejos el río se había
vuelto metálico, igual que el color del
cobre con el que se hacen las monedas baratas, el espacio llano que se extendía
desde el convento hasta el río le pareció militarmente perfecto, podría aprovechar con eficacia los pocos recursos
con los que contaba.
Tal como lo presumía,
las seis naves enemigas estaban fondeadas exactamente allí, allí frente a su propia nariz. Celebró para sus
adentros haber tenido semejante olfato. Él y sus soldados se encontraban en el
momento preciso y en el lugar correcto.
Pensó, que, probablemente el inminente combate ya estaba empezando a
inclinarse en su favor. Siempre creyó que las batallas estaban decididas antes
de comenzar y esta no tendría porqué ser la excepción.
Extendió el catalejo, la actividad que se veía
a bordo le proporcionó la certeza que el enemigo desembarcaría al día siguiente
ni bien rompiese el alba, al menos así lo recomendaba la lógica de la época.
Sigilosamente se
acercó a la barranca donde abruptamente terminaba la planicie. Con precaución se agazapó para asomarse al
río sin ser visto. Con satisfacción constató lo profundo y abrupto que era el
acantilado. Sopesó la estrechez del sendero que tortuosamente subía desde la
playa y tuvo la certeza que los godos sufrirían mucho para llegar donde él
ahora estaba.
Regresó con paso
cansino, por un momento dejó de lado sus preocupaciones militares y se dispuso
a disfrutar de esa noche que estaba naciendo serena. Descubrió al lucero
recostado sobre el horizonte y a la luna que
media desecha parecía querer hacerle compañía. Una vez más se maravilló
con la creación y se le hizo cierto que esa noche era más apropiada para amar
que para velar las armas. Pensó en Dios pero no quiso encomendarse a él, estaba
convencido que no debía molestarlo por las cosas de la guerra.
Al llegar al convento
repuso su aire recio, ya sabía exactamente lo que debía hacer. Podía ver el
combate danzando en su cabeza, lo que imaginaba era tan real que sentía como
que ya estuviese ocurriendo, la niebla que comenzaba a levantarse tenía algo de
humo de cañón.
Percibió que el ruido
sordo que producía el alistamiento de las armas se mezclaba con ese olor fuerte
que emana de los hombres antes del combate y se sintió en su oficio. Camino
entre los soldados, se unió a varias ruedas de mate, fumó con ellos un tabaco
pobre, pasó sus manos por encima de algunos hombros y por último hizo un aparte
con sus oficiales de confianza.
Les explicó entonces
el plan de combate, inicialmente no habría disparos, solo una vigorosa carga de
caballería por los flancos aprovechando la sorpresa, el desgaste y el desorden
que tendría el enemigo después de haber subido aquella barranca cargado de pertrechos. La cosa parecía tan
clara que casi no mediaron preguntas, serian dos columnas las que al galope
tendido caerían sobre los realistas y
decidirían el combate.
Dejó luego que ellos
mismos, la mayoría veteranos, terminasen los preparativos del ataque. Se
alejó del grupo para recostarse debajo del pino que dominaba el patio del
convento. Entrecerró los ojos intentando
dormir, estaba en paz, a esa altura ya tenía la certeza que al día siguiente
escribiría el parte de la victoria.
II
El interior de la
nave olía francamente mal y eso para ti era cada día más intolerable. Ya
llevabas varios días navegando y se te hacia hora de tocar tierra firme de una
vez. Además te habían informado que por allí
podrías hacerte de ganado sin mayor resistencia. En verdad para esa
pampa desolada tus doscientos hombres con sus pertrechos eran más que suficientes.
El grueso de tu ejército, inmóvil aguas abajo, necesitaba víveres y era parte de tu misión facilitarles
la vida.
Cuando mandaste a
anclar, el crujir de las cadenas te hizo doler los dientes y maldecir la mierda
que era estar sitiado, la suma de privaciones que te acarrea vivir de esa
manera te arruina el carácter y te vuelve más belicoso de lo aconsejable. Los
insultos se acumulan muy cerquita de la boca.
Entonces, mientras el
atardecer volvía al río de cobre, te dedicaste a putear a los cretinos
lugareños que los querían, a ustedes los realistas, sacárselos de encima.
Extendiste el insulto a tu padre que te hizo militar en contra de tu voluntad y
al propio rey que te había mandado a esos lugares infames.
Sentiste que esos
atardeceres eran otra mierda y que solo servían para echar de menos a la
familia. Recorriste con la mirada la cubierta de los navíos que conformaban tu
expedición, observaste el ajetreo de tus hombres y tuviste compasión de ellos,
la llevaban peor que tú.
Tu gente una vez más
debía prepararse para la acción, aunque ésta fuera improbable igual te tomabas
la cuestión en serio y les hacías sudar la gota gorda. Caminaste entre ellos
hasta acodarte en la baranda de estribor, desde allí escudriñaste la orilla,
evaluaste la altura de los acantilados, calculaste el tamaño del sendero que te
llevaría a la planicie y suspiraste aliviado imaginando que no tendrías que
combatir en esas condiciones.
Llamaste a tus
segundos y les pediste que se alistaran a desembarcar con el amanecer, decidiste
la secuencia de la maniobra y cumpliste con las instrucciones de rigor, si bien
no esperabas desenvainar tu sable, de todas maneras era menester mantener el
orden y lucir como lo que eran; el ejército del Rey.
Te retiraste a tu
camarote y pretendiendo dormir te bebiste el ron que traías escondido, no
quisiste rezar esa noche, estabas de malas con Dios.
Apoyaste tu cabeza en
la almohada y te dijiste a ti mismo, "Mañana será otro día".
Mientras tanto con la palma de tu mano y sin
darte cuenta aplastaste al zancudo que en ese momento te estaba contagiando el
paludismo, tampoco te habías percatado antes que desde la planicie por la que
pretendías avanzar al día siguiente te estaban observando.
Te dormiste pensando
que debería haber otra manera de hacer las cosas, para ti esta guerra no tenía sentido. Al final todo
termina siendo como debe ser y por lo tanto no hacía falta sentirse sabio para
saber que, más tarde o más temprano, los tuyos serían derrotados.
III
Pocas horas
después la mañana comenzó a subir por detrás del Paraná, el agua se volvió de
oro y la abundante floresta de la ribera recuperó el violento verde de febrero.
El coronel
subió al campanario, vio la flota enemiga y a sus soldados desembarcando. Los
observó trepar las barrancas por aquellos senderos húmedos y mal hechos. Los
vio esforzarse con los cañones, los vio cansarse. Dedujo que sus balas no
podrían ser certeras.
Miró hacia
al cielo sin nubes y pensó que era hora de arengar a sus huestes. Al momento de
bajar descubrió un hornero afanándose en construir su nido, pensó que pronto
huiría por el estruendo del combate. El coronel, esa mañana, había decidido
interrumpir la apacible rutina de los días.
Sintió que
sus soldados tenían un corazón de niño, el corazón de los obreros que
construyen una patria. Se arrepintió enseguida de haber pensado una metáfora
tan vulgar. Sintió amor y piedad por ellos, tuvo miedo de su esperanza. Tuvo
miedo de haber soñado un país que quizás nunca llegaría a existir.
Fue de eso
que les habló, de hacer suya esa tierra pródiga, de ser lo que uno debía ser.
En esos momentos ya la batalla está
girando en su cabeza, ya alza su voz hasta volverla metálica, ya está
listo para la guerra.
Divididos
en dos columnas y al galope tendido los
soldados del coronel dejan el cobijo del convento y lanzan sus caballos sobre
la planicie. Los cascos apenas rozan el suelo y los sables en ristre solo por
un instante conservaran el brillo extraído del metal en la noche previa, lo
apagará la sangre que tienen por destino.
En solo
quince minutos de locura febril el enemigo fue derrotado, no pudo evitar ser
empujado otra vez hacia las barrancas del río que en la desesperación de la
retirada fueron al mismo tiempo abismo y trinchera. A duras penas algunos de
sus hombres lograron regresar al refugio de las naves, madres artilladas que
protegían con fuego el regreso de sus vástagos agobiados. Otros quedaron en la
planicie con esa mirada perdida que traen las derrotas o con la mirada apagada
que inmutable impone la muerte.
Es ese prado que se despliega entre las barrancas
del río y el convento el que ve al coronel regresar sereno, sangre en el cuerpo
y compasión en la mirada. Parece haber olvidado que esa mañana su vida estuvo
corriendo hacia la muerte a la que solo un valiente de los suyos detuvo en el
umbral. Sospecho que para él todo lo ocurrido no habrá sido más que gajes del
oficio. Oficio que le llevó a escribir un escueto pero preciso parte de guerra:
TENGO el
honor de decir à V. E. que en el dia 3 de febrero los granaderos de mi mando en su primer
ensayo han agregado un nuevo triunfo à las armas de la patria. Los
enemigos en número de 250 hombres desembarcaron á las 5 y media de la mañana en
el puerto de San Lorenzo, y se dirigieron sin oposicion al colegio de San
Carlos conforme al plan que tenia meditado en dos divisiones de à 60 hombres
cada una: los ataquè por derecha è izquierda, hicieron no obstante una
esforzada resistencia sostenida por los fuegos de los buques, pero no capaz de
contener el intrèpido arrojo con que los granaderos cargaron sobre ellos sable
en mano: al punto se replegaron en fuga à las baxadas dexando en el campo de
batalla 40 muertos, 14 prisioneros de ellos, 12 heridos sin incluir los que se
desplomaron, y llevaron consigo, que por los regueros de sangre, que se ven en
las barrancas considero mayor número. Dos cañones, 40 fusiles, 4
bayonetas, y una bandera que pongo en manos de V. E. y la arrancó con la vida
al abanderado el valiente oficial D. Hipolito Bouchard. De nuestra parte
se han perdido 26 hombres, 6 muertos, y los demas heridos, de este número son:
el capitan D. Justo Berinudez, y el teniente D. Manuel Diaz Velez, que
abanzandose con energía hasta el bordo de la barranca cayó este recomendable
oficial en manos del enemigo.
El valor è intrepidèz que han manifestado la oficialidad y tropa d emi mando
los hace acreedores à los respetos de la patria, y atenciones de V. E.; cuento
entre estos al esforzado y benemerito parroco Dr. D. Julian Navarro, que se
presentó con valor animando con su voz, y suministrando los auxîlios
espirituales en el campo de batalla: igualemente lo han contraido los oficiales
voluntarios D. Vicente Marmol, y D. Julian Corvera, que à la par de los mios
permanecieron con denuedo en todos los peligros.
Dios guarde à V. E.
muchos años. San Lorenzo Febrero 3 de 1813.-Jose de San Martin.
Dicen que el coronel escribió sentado a
la sombra de aquel hermoso pino del patio del convento. Lo hizo con el ánimo tranquilo y la mirada
luminosa, tal vez intuyera que su gran historia comenzaba aquí. La mía, si bien
insignificante, creo que también.
IV
Unos cien años después de aquel día y no
lejos de allí, mi abuelo comenzó su vida de inmigrante. Lo hizo junto con
muchos otros que se parecían a él en la pobreza y la esperanza. Es difícil saber cómo se enteró que en el sur
del mundo había una tierra buena y deshabitada, cómo fue que decidió dejar todo
sin siquiera saber de qué manera serían allí los amaneceres, los ocasos, las
estaciones y hasta la propia lluvia.
La cuestión es que el nono se subió a un
buque y viajó incómodo por más de un mes en tercera clase. Compartió pan y
penurias con otros hombres tan solitarios como él. Se dejó distraer por otros
paisanos que entretenían sus días junto a sus familias, las que, enteritas se
habían animado a la aventura. Era
difícil saber si los unía la esperanza de una vida mejor o la resignación ante
la miseria, quizás ambas cosas.
En todo el viaje no pudo deshacer el
nudo que tenía en el estómago, gastó los pañuelos que traía con las lágrimas
que no pudo tragarse, al fin de cuentas era poco más que un adolescente. Descubrió con pudor que los hombres también
lloran cuando se hacen a la mar y saben que no deben mirar atrás. Para muchos
de aquellos viajeros esa travesía era un salto irreversible, no llevaban pasaje de regreso.
Le gustaba pasar horas fumando en la
cubierta, dejaba que el desierto ondulante y líquido que lo rodeaba lo fuera
cubriendo lentamente de sal, el nono entonces pensaba cuanta lluvia de la nueva
tierra sería necesaria para lavar su piel.
Finalmente el barco atracó en un puerto
extraño. Lo hizo el día que se celebraba la fiesta patria de un país lejano del
que ni siquiera conocía la bandera. Una vez me contó que,
inesperadamente, al saber que había llegado se le iluminó la cara sin que
pudiera explicárselo muy bien porqué, fue entonces que me dijo; “Giulio, era come se mi fosse stato toccato
da un angelo, lo so che non capisco perché vi sono ancora bambino, ma un giorno
si avrà la stessa, non vi è un angelo che mai viene a noi, quando si passa è
che essa non sfugge a me, se si vuole, si sente troppo solo". Desde
entonces, se me impregnó el recuerdo y siempre estuve atento a la llegada del
ángel.
Sé que el nono se sorprendió con las
luces que engalanaban las grúas de los muelles. Sé que se ni bien llegó
percibió un provocador aroma a carne asada. El apetito lo llevó a descubrir a
lo lejos fuego sobre la calle y mucha gente reunida. Le pareció que eran
obreros portuarios que estaban de fiesta. Los vio que comían y bebían entre
risotadas estridentes y se le ocurrió que eran algo salvajes, de todos modos lo
cierto es que no se sintió intimidado.
Creo que se hubiese atrevido a acercarse a ellos para ver si le
convidaban algo, sin embargo debió conformarse con lo que quedaba en el barco,
solo le permitieron descender al otro día.
Cuando lo hizo, tenía en claro que ese
instante empezaba una nueva etapa de su vida, quizás por eso al ser interrogado
por el funcionario de inmigraciones le pareció atinado cambiar un par de letras
a su apellido.
Intuía que empezaría siendo nadie y ese nadie necesitaba de otro nombre. Si le
iba bien, al regresar pondría las cosas en su lugar, volvería al pueblo tan
Tricasse como salió, solo que decente y rico. Mientras tanto para esa nueva tierra
comenzó a llamarse Ricassi, lo encontró
fonéticamente inmejorable; “Piacere, Io
sono Giuseppe Ricasssi”.
Intencionalmente alargaba las dos eses porque creía que denotaba mejor
estirpe.
A la semana un tren lo llevaba pampa
adentro, iba absorto mirando la tierra tan verde como vacía, buscaba sin éxito
alguna montaña en el horizonte que le recordara su casa. El paisano que tenía enfrente viajaba con la
cara pegada al cristal de la ventana, de
vez en cuando giraba la cabeza, miraba al nono y le decía... “ Má che e questo paisano, tutto e vacuo”.El
nono apenas le contestaba, movía las
manos de mala gana y emitía un insulso; “Espeta”.
V
El centro de la provincia de Santa Fé es
un lugar pródigo. Cuando el nono llegó se dio cuenta que allí había mucho por
hacer, tanto, como en casi todo el resto de la patria. Sin embargo aquella
patria que había desvelado al glorioso coronel de San Lorenzo jamás podrá
hacerlo con el nono. Lo tentará de mil formas pero ninguna lo ayudará a amarla.
En el pueblo en el que se acomodó y en
parte ayudo a construir crecían con cierta facilidad
una variedad de cosas; cultivos, fortunas, amores, hijos y por cierto también
rencores. Cosas propias de una tierra nueva que promete futuro mientras garantiza envidias. Allí más mal que bien
convivían, en cantidades más o menos iguales, tres tipos de personas; los que
parecían estar allí desde siempre, los que habían llegado no hacía tanto y los
hijos de ambos. No
tenían en común más que las preocupaciones por lo cotidiano, en los demás cada
uno hacia la suya.
Fue allí donde el nono se casó, lo hizo
sin amor porque para él era necesario armar familia con alguien parecido, si
era rubiecita tanto mejor, eso
de mezclar las sangres no le caía bien.
Creo que los ojos claros de María fue todo lo que supo ver de ella.
Seguramente por eso, aquellos ojos
fueron lo único vivo que preservó la abuela, el resto se resecó sin emitir
queja. Allí nacieron, mi madre, mis tíos, mis hermanos y finalmente yo, quién a
la postre sería el último de la serie del desamor.
El pueblo, como todos los pueblos de esa
zona, estaba lleno de gringos inmigrantes como mi abuelo y por ende de fantasmas que vagaban por esa pampa desolada alimentándose de
nostalgia y soledad.
Flotaban en el humo del toscano,
hablaban en los gritos de los naipes arrojados con violencia sobre la mesa.
Solo se esfumaban cuando acabada la grapa las cabezas embotadas caían en sueños
tristes apoyadas sobre la mesa del bar.
Eran sueños poblados de adioses de madres en pueblos sin puerto. Eran
puertos sin retorno ni últimos besos. Eran
pañuelos agitados que se borraban con el humo del tren que se perdía a
lo lejos.
Eran novias abandonadas en el desamparo
junto con amigos que se hacían más amigos en la ausencia. Eran caras que se
borraban, arrugas que crecían sin que nadie se detuviese a mirarlas.
Eran la voz de Caruso cantando en la
vitrola a cuerda. Eran los ladrillos que se apilaban con prolijo empeño para
construir el teatro que algún día mereciera recibirlo. Eran el traje del
domingo y la vuelta del perro por la
plaza.
Eran la nona y el nono caminando sin
amor tomados del brazo. Ellos adelante
saludando a sus paisanos y nosotros atrás con los zapatos nuevos siguiendolos
en un cortejo bullicioso cargado de
provocaciones y risas. Por entonces, los pibes como yo, no sabíamos
mucho de la vida, todavía
el futuro nos quedaba lejos.
Llanura de fantasmas y espanto, diría de
ella alguna vez mi abuelo, eran pocas las cosas de este nuevo mundo que atraían su
mirar. La pampa tiene eso, es difícil ver algo en esa tierra plana e
interminable, para el nono era como cuando en el medio de la travesía observaba
el mar, lo
que veía era solo un desolado desierto verde.
Apenas el trigo en invierno, el
maíz en verano y las insaciables
langostas que hambrientas y perseverantes pretendían hipotecar el futuro de todos. Siempre los
fantasmas de la nostalgia, que cada
noche, al nono le comían un pedazo del alma.
Por allí
también, además del padre de mi madre, gastaba su vida el padre de mi padre con su
costumbre de hacer hijos y entenados. Por allí se tejían las historias secretas
de mis tíos. Por allí también andaba yo, hijo de entenado, con mis amigos de
entonces, apenas unos pendejos hábiles para huir de los mayores en las tórridas
horas de la siesta.
VI
Fue por ese entonces que a José, el más
irreverente de mis tíos, se le ocurrió fundar un club. Los que lo conocían bien
cuentan que muy seriamente dijo: “El pueblo necesita un club porque hay que
domesticar las pasiones inútiles, hay que sacudirse la nostalgia. Hace falta un
lugar para que se junten los que nacieron acá y todavía no saben quiénes son,
tienen que aprender que existe una patria a la que querer, vamos… acaso no fue por nosotros que guerreó San
Martín”.
Fue en ese tiempo que comenzó a hablar
más conmigo, parecía que se hubiese asignado la misión de avivarme. En ese
menester fue que un día me dijo, mientras señalaba con la cabeza a un grupo de
gringos que discutían en su lengua cocoliche sobre los caprichos del tiempo y
la incertidumbre de la cosecha; “Gringos jodidos, no quieren ni saben hacer una
patria, se ve que nunca hicieron una, se criaron sin esmero en la que les dio
Garibaldi”.
Yo lo miré con cara rara, nunca se me
había pasado por la cabeza eso de hacer una patria, además entre los gringos jodidos
estaba mi nono, o sea su padre y eso no estaba en mi repertorio de comentarios
posibles.
“Tío ¿Qué dice?”
“Que estos gringos de mierda no saben
hacer una patria, incluido tu abuelo.”
“¿Qué pasa con el nono?”
“Pibe… abuelo, conmigo hablá como los
que somos de acá.”
“Bueno… con el abuelo.”
“Que a tu abuelo, como todos los demás
tanos, no les importa esta patria, solo les importa la que tienen en la cabeza
y que no es la tuya.”
“Tío, el abuelo trabaja todos los días,
es un buen hombre ¿Que tiene de malo ser italiano?”
“Bueno… digamos que trabaja aquí, como
lo haría en cualquier lado, vos sabés que le gusta amarrocar, que ama la guita,
que solo se interesa por el soldi, la cancioneta y las putas."
No me mirés con esa cara, dije putas,
andá aprendiendo la palabra. Somos los tíos los que llevamos a los pibes a
debutar cuando les llega la hora y se ponen los largos”.
“Tío, mamá no me deja decir malas
palabras.”
“Tu mamá es una nenita malcriada,
chupacirios, que cree que porque es maestra está haciendo patria. No viste con
que tonito habla de los negritos de la escuela.”
“Tío está hablando de su hermana.”
“Mi hermana es bien hijita de tu abuelo,
encuentra intachable al dueño del almacén de ramos generales de este pueblo y,
como corresponde, presidente de la honorable comisión de fomento del pueblo.
Con lo mal habido se hace la tonta, total la basura desaparece con las
comuniones.”
“Tío, cálmese, me hace sentir mal.”
“Si te sentís mal te la aguantás, sabé
que el bueno de tu abuelo es un señor de dudosa nobleza quién cree que
contribuye a la grandeza de la patria juntando plata a mano llena. Un señor que
tiene el berretín de construir en este pueblo de mierda un teatro para que
cante Caruso. Un señor que ha fundado el prostíbulo del pueblo trayendo
veteranas de Rosario, putitas francesas de segunda mano, polaquitas buscavidas
y alguna que otra criollita inexperta y ambiciosa, eso sí... italianitas ninguna.”
“¿Tío, usted va allí”?
¿Adónde?
“Allí, donde dijo”
“Dije prostíbulo, vamos repetílo, p r o s t í
b u l o”
“Ya le dije, mamá no me deja hablar de
esa manera.”
“Pibe, sos muy boludo, hasta parecés
rarito. Puta madre… a ver si todavía tu viejo no te saca hombrecito. Voy tener
que hablar con él.”
“¿Qué le va a decir… tío? ¿Qué es eso de
no ser hombrecito?”
“Nada… nada, le voy a hablar de la
patria, de lo lenta que viene la juventud, de cómo joden las madres llenas de
rosarios, no te preocupes él me va a entender. ¿Alguna vez te pegó?”
“¿Mi papá?... Nunca tío.”
“¿Y tu mamá?”
“Siempre.”
“¿Ves la diferencia? Tu mamá es gringa y
tu viejo no. Con tu papá se puede hacer la patria y con tu mamá no ¿Entendés a
lo que voy?”
“No.”
"Tu mamá es unitaria y tu papá
federal. ¿Ahora?"
“Tampoco…”
“A ver… si tu mamá hubiese tratado de
hacer la patria le hubiese hecho caso a
Sarmiento y habría teñido el país con sangre de gauchos, mientras que tu papá
se hubiese opuesto a eso. ¿ Giulio… Alora
capice?”
“Niente
tío.”
“Giulio, tu mamá es como el nono, aman
al Duce.”
“¿Y eso que es?”
“Que tu papá escribe en el diario a
favor de la huelga de los obreros de la quesería mientras que a tu abuelo junto
a tu mamá, al párroco y al quesero les gustaría quemarle la imprenta. Quiero
decir que tu viejo es mejor que ellos y vos a él no le das bola.”
“El nono dice que mi papá es poca cosa,
muchos sueños, pero que la familia la mantiene él.”
“Giulio… pará con esa historia, te están
llenando la cabeza, tu viejo es un buen tipo y el nono tiene más boca que
corazón.”
“Tío, mamá está de acuerdo con el nono.”
“Giulio.”
“¿Que tío?”
“Anda a la mierda.”
VII
Así es que lo hace, el tío José funda el
club; Atlético, Mutual, Social y Biblioteca. Actividades que se resumían en las
siglas del pórtico de entrada en A M S y B, es decir era una especie de club de
propósitos generales como el negocio del nono pero en otro rubro. Intencionalmente
elige
hacerlo al lado del cementerio, transformando en vecinos mal avenidos a lo que
viene de lo que fue, el regocijo desafiando al recogimiento.
Para que no hubiesen dudas que se
trataba de acercar la patria al pueblo el tío decide que sus colores
distintivos sean los de la bandera, es más lo pinta completo de celeste y
blanco, celestes las paredes y blancos
los techos.
Pobre tío, siempre sufriendo por la
patria. Siente que la pobre está tan diluida, tan espectral, tan tenue, tan
perdida en esa pampa poblada de gringos llenos de fantasmas, gringos inmóviles
por los recuerdos, gringos indiferentes.
Por la patria un día mi tío decide ir
hasta San Lorenzo, en
unas horas puede estar allí. Quiere visitar el convento, inspirarse en San Martín, capturar cosas de
él, sentir lo que dejó el general en
ese lugar, tal vez en los muros, quizás entre la maleza, a lo mejor en el aire.
Llega y se sienta debajo del pino
histórico e imita al entonces coronel escribiendo el parte de la victoria, lo
evoca y sonríe, cree
saber exactamente lo que pensaba, siente que lo comprende integralmente, habla
con él sin emitir palabras.
Entonces como acatando una orden,
furtivamente roba un brote joven del
viejo pino, lo protege entre sus ropas y feliz regresa al pueblo.
Esa misma noche lo planta en la entrada
del club y lo cuida como un centinela de las traiciones de la intemperie.
Increíblemente el pino crece y mi tío feliz le pone una placa al pié
que reproduce aquella frase que alguna vez salió de la boca del General y que todos aprendimos en la escuela
"Serás lo que debes ser o no serás nada". No hubo nadie en el pueblo
que hubiese dejado de leerla. Yo por primera vez me sentí de verdad orgulloso
de mi tío y también por primera vez sentí un escalofrío mirando mi bandera.
VIII
Pasaron algunos años, eran en las épocas
en las que yo, ya cerca de los veinte, por fin había abdicado de mi vieja pero
seguía sin encontrarme con mi viejo, andaba medio en banda por la vida.
Un domingo de esos en que no tenía otra
cosa que hacer sino joder con mis amigos, decidimos ir a almorzar al club. Ya
por entonces le dábamos con empeño al tinto y comíamos en forma desmedida, a
esa altura del siglo la vida en esos pueblos tenía muy poco de interesante, la
modernidad era perezosa y prefería no
salir mucho de las capitales.
Fue por eso de la desmesura, que
mientras fumaba eructando el postre, me bajó un sueño de siesta brutal. Ese que
deviene de la combinación del vino mendocino con el calor Santa Fe y de las
ganas de soñar con el beso que la noche anterior le había robado a la Beatriz. Pobre Bea, no sabía si
apartarse o no cuando sintió que se me había puesto dura mientras la apretaba
al son de un bolero con el paso lento, el brazo firme y el deseo urgente.
Ocurrió entonces, que obnubilado por el
sueño y la calentura residual me acosté debajo del pino que había plantado el
tío y me dormí bajo su sombra
protectora. Era delicioso sentir el arrullo del viento cálido danzando acogedor
sobre mi cuerpo.
Ni sé si al final me encamé o no con Bea
en el sueño, sí recuerdo que cuando desperté estaba agitado, sentía como que yo
no era el mismo, que algo me había pasado. Al rato percibí que mi vista se había vuelto notablemente firme y
mi cabeza completamente lúcida, me sentía poseedor de nuevas certezas.
Me costaba reconocerme, yo no solía ser así, más bien vivía a los tumbos y me costaba
mucho separar la realidad de la fantasía. Mi madre y mi maestra siempre dudaron
entre llamarme indulgentemente distraído o simplemente burro como quizá lo
merecía.
Pase el día confundido esperando que la
noche hiciera su trabajo, deseaba que al día siguiente al levantarme de la cama
yo volviera ser quién había sido hasta antes de dormirme debajo del pino.
Sin embargo desperté de madrugada, no sospeché
de nada porque eso de cuando en cuando me solía ocurrir, por lo tanto, traté de
retomar el sueño mas me fue imposible. Di vueltas y vueltas en la cama, conté
todas las ovejas del mundo, volví a pensar en Bea … pero nada.
Extrañamente en mi cabeza resonaba
implacable el: “Febo asoma… ya sus rayos…
iluminan el histórico convento… tras los muros oír se dejan… sordos ruidos de corceles y de acero… son las
huestes que prepara… San Martin para
luchar en San Lorenzo y el clarín… estridente sonó y la vos del gran jefe a la
carga ordenó”. Pasaban los minutos y dale con la musiquita, la marcha de
san Lorenzo tantas veces cantada a lo largo de mi vida escolar, no se iba, esa
perseverancia parecía quererme anticipar algo.
A diferencia de otras ocasiones esa
noche no me quedé acostado. Me levanté y me fui al estar, me serví una copa de
vino, puse música, me desparramé en el diván y me fui de viaje con mis
preocupaciones.
Fue entonces que escuché un susurro, un
susurro que no entraba por los oídos sino que llegaba desde dentro mío. Al inicio
pareció indescifrable y tan sobrecogedor que me puso la piel de gallina.
Quedé paralizado como cuando de niño
creía ver fantasmas que se desplazaban amenazantes por el cuarto impidiéndome
cualquier huída, entonces yo solo atinaba a esconderme debajo de las sábanas
esperando con el corazón en la boca a que se marcharan.
Luego el susurro se hizo voz:
“Tranquilo, soy una especie de
compañero, que estará siempre contigo”.
“¿Quién sos?... ¿De donde saliste?... ¿Que querés?”
“Soy quién soy, estoy donde estoy, no
ocupo lugar, sé que es raro pero es así, fuiste tú quién se durmió debajo del
pino y yo estaba allí”.
“¿Y yo que debo hacer con esto?”
“Tú… Nada. Simplemente aceptarme de a
poco, acostumbrarte al hecho que ya no estas solo y por último, dado el caso,
no negarme ante la gente”.
“No negar ¿A quién? Si no se quién sos”.
“No negarme a mí, al general, a don José
de San Martín. Es elemental, que habiendo sido tú criado esta tierra, no puedes
negar al santo de la espada. Por cierto, sabe que estoy aquí para ayudarte.
¿Acaso conoces otro estratega mejor?”
“¿Vos sos el padre de la patria? … No
jodas, soy lerdo pero no boludo”
“Bueno, soy parte… soy lo que dejé de mí
en el pino”. Ese que plantó tu tío en el club del pueblo.”
“Entonces, lo que yo debería hacer es ir
por las calles del pueblo contándole a todos que San Martín esta dentro mío y que de madrugada
conversamos amablemente”
“Bueno, no van a ser todas las madrugadas, solo cuando te
encuentres en problemas y necesites de un estratega”.
“Entonces…repasando, voy por el pueblo y digo que cuando tengo un
problema, el general San Martín, que está dentro mío, me proporciona una
solución en la medida de su talento. Con el debido respeto que merecés como
prócer, permitime discrepar… Me van a decir que soy un loco de mierda”
“Tú vas y los ignoras… y esperas a que
vean lo bien que te salen las cosas. Entonces con cuidado les dices que te
ayudé yo, el general y padre de la patria. ¿D'accord?
(Me gusta el francés tengo nostalgias de Bulogne Sur Mer). Además ya de por sí
eres un poco loco. ¿O no lo has notado? Fuiste el primer tipo en ciento
cincuenta años de independencia que durmió debajo del pino de San Lorenzo… Ya
se… en un brote que plantó tu tío… pero genéticamente es lo mismo.”
“¿De verdad me vas a ayudar? Mirá que
por más competente que seas vas a tener que trabajar mucho, tengo quilombos en
todos los frentes que quieras, no acierto una”
“¿Te olvidas que crucé los andes
enfermo? Qué solo me distraje en Chancha Rayada. Que llevé la llama de la
libertad por media América y qué, a
pesar de ser quién soy, nunca me sumé a
los conflictos internos. Deberías tener presente qué poseo cantidad de calles
que me recuerdan, cientos de estatuas, una plaza y un caballo que son solo míos
en cada capital americana”
Quise interrumpirlo diciendo; “ya se general, ya sé todo eso”, pero no me
escuchó y siguió sin detenerse siquiera a
respirar.
“Varios equipos de fútbol, estampillas,
billetes devaluados, biografías. Estoy en la boca de buenas personas y
lamentablemente también en la de cretinos que como tú me niegan. La verdad que
como el mejor prócer de la patria he tenido poca fortuna… fue justo uno como
tú el que se acostó debajo el pino.”
IX
Finalmente el general recobró la calma y
me convenció que no había más remedio, las cosas eran como eran y no tenían
vuelta, así es que voy por la vida con él dentro aunque lo disimule. A decir
verdad don José cumple, cada vez que tengo un problema me despierto de
madrugada y su voz aparece dándome el consejo preciso.
Lamentablemente su presencia no me
alcanzó para llevar adelante ningún gran sueño, creo que nunca tuve ninguno que
fuera mucho más allá de la frontera de la mediocridad, simplemente terminé
siendo un buen tipo cuyo mayor pecado ha sido y aún es desperdiciar el talento
de un buen general.
Por mi trabajo recorro las grandes
ciudades de lo que él llama su patria grande y a veces es él quien me despierta
para hablarme de su vida. Le gusta contarme anécdotas del lugar en el que me
encuentro; habla de Santiago, de Lima, de Guayaquil. Se ríe de sí mismo y de
todos nosotros con sabiduría. Tiene gracia el general aunque nunca en ningún
símbolo le haya sido pintada una sonrisa por pura solemnidad de los artistas.
Una vez me hizo saber que con el capitán Zabala, aquel español que comandaba a
los realistas en San Lorenzo, terminaron amigos al punto que el hombre acabó
siendo oficial del Ejército de los Andes. Otra, empezó a hablarme de un
furibundo amor que lo envolvió en Lima, pero cuando muerto de curiosidad empecé
a pedirle detalles, decidió cerrar en tema, lacónicamente dijo: “En Lima
terminaron muchas cosas”. Comprendí a regañadientes que en su época la gente
como él era mucho más discreta que nosotros.
Eso sí, yo le hago trampa, a todos les
cuento que soy un tipo afortunado mas nunca aclaro que a lo que yo llamo suerte
en verdad se trata de la ayuda del mismísimo San Martín. Simplemente digo que
la suerte es mérito de mi ángel de la guarda. Después de todo ¿Quién no cree
que tiene uno?
Él prefiere no opinar al respecto, mas
bien se resignó a que yo no sea capaz de hacer ninguna patria, creo que a él
tampoco le interesa ya hacer otra después de ver lo que pasa con la que hizo.
Le basta con que de vez en cuando, ora por aquí ora por allá, pueda contribuir
a hacer pequeños milagros que pongan contentos a los paisanos.
Yo igual tengo una duda que me carcome
el alma ¿Porqué en lugar de viajar a Francia don José no quemó las naves?
Quizás, en ese caso, la historia hubiese sido otra. Lamentablemente mi ángel de
la guarda tampoco quiere hablar de esto.
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