Clara Pawlikowski
La escultura está hecha de madera y representa a José Gregorio Hernández, un médico venezolano con fama de sanador. No sé mucho de él. Me acompaña algunos años entre peines, ruleros y tijeras en mi mesa de trabajo. Por esto último, ya habrán adivinado mi profesión: soy peluquero. Elegí este oficio porque no hay mucho que escoger cuando uno es homosexual. Ser homosexual y pobre nos limita en todo.
Ahora vivo sólo con mi madre. He conseguido un departamento pequeño en Villa María del Triunfo, lejos de mi trabajo pero con el tren eléctrico me demoro menos tiempo en llegar.
La peluquería está en un barrio populoso, con edificios a medio construir, bodegas y carretillas de frutas por todas partes. Al medio día me cruzo con los vecinos que vienen a comprar mientras yo almuerzo alguna fruta o cualquier cosa que me apetece. Así fui conociendo a la mayoría. Muchas veces he escuchado comentar a los vendedores que por ahí viven muchos homosexuales. Por las tardes un grupo de ellos se reúne en una esquina por donde paso para tomar el autobús. Visten en forma estrafalaria, llaman la atención con sus risas y contoneos. Yo ni los miro.
A José Gregorio siempre lo figuran con traje negro y sombrero de tarro. Con él tengo una amistad silenciosa y lo respeto. Cada mañana nos miramos y él sonríe. Antes creía ver visiones pero no es así. Sus ojos esculpidos redondeados y pintados de blanco con un puntito negro en su interior parecen diminutos huevos fritos que se achinan, acompañados de movimientos de sus labios y bigotes, en una discreta mueca. No recuerdo como llegó esta figura a mis manos, sin embargo puedo dar fe que me ha curado y por eso mi testimonio ojalá sirva en las gestiones para elevarlo a la categoría de santo.
Me enamoré perdidamente de Rafael, un muchacho guapo que se animó a compartir mi piso a pesar del rechazo de mi madre. Duró poco la relación. Lo conocí dos semanas antes de un incidente que ocurrió cuando salía a solas de la peluquería. Me di de bruces con una batida de los policías municipales. Me envolví sin querer en el lio y recibí varazos por todo mi cuerpo, insultos de todo calibre: maricones por aquí, maricones por allá y otros más subidos de tono. Nos metieron a patadas en una camioneta cerrada y nos llevaron a la comisaría. Éramos como diez; entre nosotros habían unas tres mujeres que a la legua, por lo pintarrajeadas que iban, supuse que eran prostitutas.
Cuando llegamos le escuche decir al jefe:
─ ¿Y ahora qué hacemos con estos “cabros”?. Están deshechos, aquí no hay espacio para más y después nos vamos a ver en problemas con esa gente de los derechos humanos. Suéltenlos y que se vayan.
Luego de dar mi nombre y el número de mi documento de identidad pude salir. Era cerca de media noche. Fui caminando adolorido tratando de encontrar un taxi.
Un día que llegué tarde del trabajo encontré a Rafael con un vecino en la cama. Un tiempo después que terminamos, en una noche oscura sin luna ni estrellas cogí la escultura de José Gregorio y le supliqué llorando que aplaque mis penas.
No se demoró en ayudarme, esa noche tan pronto me quedé dormido, vi a un hombre vestido de negro con sombrero del mismo color, que se acercaba a mi cama. Abrió mi tórax de un solo corte, sentí que me inundaba la sangre. Extrajo entre sus manos mi corazón, lo zurció cuidadosamente y después de cortar el hilo, lo colocó en su sitio. Me vendó el torso oprimiéndome el pecho. Casi no podía respirar.
A la mañana siguiente, yo era otro. Me sentí aliviado.
Tomé una ducha para limpiarme los rezagos de la operación.
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