Silvia Martínez Rondanelli
Omar y Amira
residían en el barrio El Prado con sus hijos Leila, Hassan y Eman en una casa
de madera vieja y yeso. Al pisar el zaguán, el eco tardaba en morir. La
baranda, fría, dejaba polvo en los dedos; el jardín, siempre húmedo, olía a
buganvilias. Omar y Amira la compraron por esa belleza quieta, convencidos de
que allí habría paz, pero la casa tenía otros planes.
Eman, simpático,
rumbero y enamoradizo de las compañeras de Universidad, cursaba su último año
cuando el insomnio empezó a vaciarle la mirada. La puerta abría y cerraba con
un chirrido limpio, como si alguien probara la bisagra, Leila aceitó la chapa y
goznes; nada cambió.
Con el paso de los
días, el chirrido se escuchaba cada vez más fuerte, especialmente entre las
tres y cinco de la madrugada, cuando se cree es mayor la conexión entre el
mundo físico y espiritual,
El martes entregó
un plano con líneas corridas y recibió una anotación en rojo.
—Está torcido —le
dijo el profesor—. ¿Qué le pasa?
—Nada —mintió
Eman.
En casa, el
temblor de su mano volcó el café sobre el cuaderno; se cortó el dedo con la
esquina de la escuadra y la sangre manchó la portada. Al día siguiente, un
compañero le dijo en el pasillo que tenía pinta de no haber dormido. Esa noche,
a las tres en punto, la puerta volvió a llamarlo por su nombre.
Pasaron unos tres
meses. Hassan, exitoso profesional, había trabajado hasta altas horas de la
noche en un proyecto arquitectónico que debía presentar a la junta directiva al
día siguiente. Estaba profundamente dormido cuando de pronto sintió que caían
varios elementos metálicos, como herramientas. En el mismo momento empezó a
gritar Omar y se sentó en la cama.
Hassan entró al cuarto de sus padres y Omar le dijo:
—He sentido que me
halaron la pierna. Me despertaron y me asusté mucho. —Amira con su rostro
desencajado parecía a punto de gritar.
—¿Papá, no has
sentido el ruido de las cosas que cayeron?
—Solo he sentido
que me halaron la pierna bruscamente.
Omar y Hassan recorrieron
la casa, no encontraron nada que se hubiese caído, se quedaron toda la noche
sin pegar los ojos.
Durante varios
días al amanecer seguían escuchando ruidos cada vez más fuertes de objetos que
se desplomaban y a Omar le continuaban halando la pierna.
Leila contactó a
través de una compañera de trabajo de la alcaldía donde se desempeñaba como
jefa de planeación a Tobita, quien en esos momentos estaba pasando por una
crítica situación económica ya que tenía una sobrina con una grave enfermedad y
al no tener una buena póliza de salud toda la familia le estaba colaborando con
el costoso tratamiento.
Lelia abrió y dejó
pasar a Tobita, que, sin mediar más palabra, se situó en el centro de la sala.
«Una botella de
licor» —pidió.
Amira la trajo.
Tobita olió, hizo buches, escupió alrededor suyo en abanico.
Entraron a la
cocina. Se detuvo. Otro sorbo, buches y escupidos.
Fueron a la alcoba
de Eman.
«Pesa» —susurró, y escupió en las cuatro esquinas y en la
ventana.
En la habitación
de los padres, un lugar amplio, con poca iluminación por cuanto las cortinas de
tela pesada estaban cerradas, se escuchaba el paso de los vehículos y los
anuncios de los vendedores ambulantes, tocó la cabecera y expresó:
—Aquí está una
mujer mayor, delgada, que a lo largo de su vida sufrió, se consideraba una
persona inútil a la sociedad.
Se miraron unos a
otros, y con gestos disimulados parecían coincidir en que se trataba de la tía
Celmira a quien la familia menospreció durante muchos años.
«También aquí».
Escupió las
almohadas, las sábanas, incluso dentro de los cajones de las mesas de noche.
Quedó inmóvil unos segundos antes de añadir.
«Sigamos. Aún queda
mucho por hacer».
Al pasar por uno
de los salones le dice a la familia:
—Siento que en
este lugar puede haber un espíritu, percibo las energías de algún ser joven que
sufre, siente angustia y dolor, al parecer ha fallecido en forma trágica.
Al dirigirse a la
alcoba de Eman, un cuarto con muebles modernos y equipos de última tecnología,
lleno de afiches de colores vivos de bandas musicales y una colección de motos,
manifestó:
—Veo un espíritu
maligno, que debió dejar una persona joven, agraciada, con hermosa figura, quien
después de tener una relación amorosa durante varios años queda embarazada, él
decide terminar la relación y ella aborta la criatura.
Padres e hijos se
miraban sin palabras, atrapados entre el espanto y la certeza. Lo que Tobita
había dicho sobre la ex novia de Eman y la tía Celmira no podía ser invención.
Algo debía realizarse.
Al día siguiente decidieron llamar a Tobita
para que, a través de un ritual, expulsara los espíritus que perturbaban a la
familia.
Tobita coloca en
las esquinas de la casa paquetes de sal, realiza un riego con agua bendita,
prende velas blancas e incienso.
La sala pareció
contener el aire. Las velas se apagaron de golpe salvo una; la mecha se inclinó
y empezó a llorar, pero las gotas no parecían de cera, sino de sangre.
Del pasillo llegó
un ambiente helado, húmedo, y un chirrido como si alguien afilara una navaja en
la oscuridad.
Después recorrió
toda la casa realizando diferentes conjuros e implorándole a los espíritus que
abandonaran los lugares donde se habían aposentado; les pidió que se liberaran
y entendieran que no debían estar allí. Finalmente les recordó que para ser
felices y descansar en la paz eterna debían aceptar su muerte.
Al retirarse Tobita la familia realizó con
devoción una oración:
«Santísimo
confesor del Señor; Padre y jefe de los monjes, intercede por nuestra santidad,
por nuestra salud del alma, cuerpo y mente, destierra de nuestra vida, de
nuestra casa las acechanzas del maligno. Líbranos de funestas herejías, de
malas lenguas y hechicerías».
A los tres días
percibieron que el ambiente estaba más tranquilo; la puerta de dejó de
chirriar; a Omar le halaban la pierna, pero cada vez menos. Consideraron que el
espíritu de la tía Celmira se había desvanecido con el tiempo.
Pasado más de un año
Hassan escucha el timbre de la puerta, abre y se encuentra con Jairo, alto,
delgado con profundos ojos brillantes. Dice ser el hijo de los anteriores
dueños de la casa, Hassan lo hace entrar a la espaciosa sala en la que la clara
luz entraba a raudales por las ventanas; llama a sus padres. Jairo saluda a
Omar y Amira, les manifiesta que se había enterado de la presencia de algunos
espíritus en la casa y les quería contar algo:
—Juan Carlos, su
hermano mayor que trabajó varios años en otra ciudad, los fines de semana
permanecía en la casa, se sentaba en uno de los salones a escuchar música, ver
televisión y recibía a sus amigos. A él lo habían asesinado unos seis meses
antes de producirse la venta de la casa. Cuando eran pequeños compartían la
alcoba y Juan Carlos esperaba que él se durmiera para halarle la pierna.
Omar, Amira y
Hassan le comentan a Jairo los sucesos vividos en algunos lugares de la casa,
las afugias pasadas, la manera como las habían radicado completamente y le
agradecen la visita.
La familia de nuevo empieza a revivir los momentos del pasado, con el menor ruido se alarman, deciden acudir a la parroquia del barrio y el sacerdote es quien realiza la ceremonia de la expiación o arrepentimiento suplicando con infinita devoción por Juan Carlos para que reciba la gloria eterna y asegurándoles que ha llegado a su lugar de descanso y felicidad.
Muy agradable el cuento
ResponderEliminarTiene intriga y suspenso ,q me encantan!!!
ResponderEliminarSuper!!!!!!Doña Silva me encantó, felicitaciones.
ResponderEliminarEl cuento tiene una atmósfera envolvente!
ResponderEliminarLogra transmitir muy bn el misterio y la tensión. Me gustó mucho 👌🏻😀
Me gusto muchísimo felicitaciones está súper
ResponderEliminarMuy buen cuento!
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