jueves, 4 de septiembre de 2025

Una de policías (segunda parte)

Luis Orellana Díaz


Los días posteriores a la detención de Avico, las cuadrillas buscaron el cuerpo de Ligia río abajo siguiendo las riberas del Tomebamba. Desde el puente del vado, donde el carbonero aseguró haberlo arrojado esa noche lluviosa, se fueron internando kilómetro tras kilómetro en sentido de la corriente; por cañadas, barrancos intransitables y bosques densos. La búsqueda infructuosa fortalecía en la mente de los vecinos la idea de que el chico era inocente. Mi padre también dudaba al ver cómo se iban desarrollando los hechos. Sin embargo, tenía que seguir los protocolos al pie de la letra. ¿Qué más se podía hacer? El carbonero había confesado. Quizá dijo la verdad, quizá lo inventó por la presión de los investigadores. Su mente era un enigma que nadie intentó comprender hasta el día en que resultó incriminado.

Los calendarios se deshojaban como los álamos añosos    que, inclinados hacia la orilla del río, sumergían sus raíces en el agua, donde días atrás, Ligia nadaba junto a sus amigas. Las clases retomaron su rumbo, la escuela estaba absurdamente vacía; sin ella, los números y las palabras perdieron su significado. El maestro me tiraba de las patillas con frecuencia, cuando me sorprendía divagando en sus charlas de historia. Poco me importaba la guerra entre Huáscar y Atahualpa, ni el cuarto lleno de oro que le ofrecieron a Pizarro. Parecía que todos la habían olvidado y que solo mi mente la retenía con la porfía de un niño fascinado.

Cuando regresamos de vacaciones, mis hermanos y mi madre, intentamos retomar las relaciones con nuestros vecinos. Pero las amigas de mamá dejaron de visitarla con la frecuencia acostumbrada y terminaron por alejarse del todo. Papá, buscando tranquilizarla, le dijo que quizá se debía a al hecho de que su investigación estaba removiendo viejos secretos, e importunando a mucha gente. Ella sospechaba que los vecinos sabían algo que nosotros ignorábamos.

Nuestro grupo también había sufrido una desbandada, ya no jugábamos en las calles como antes. El estricto control de los padres nos mantenía puertas adentro. En nuestra ausencia, Manuel había conocido a una chica en el oratorio y el poco tiempo que disponía, entre el pan y los libros, viajaba raudo sobre su bicicleta hacia el norte de la ciudad. Los contados ratos que compartíamos, platicábamos sobre la hermosura de su niña y sobre el beso que le había robado. No volvimos a ver a Alfonso desde esa soleada tarde en el tejado, cuando estuvo a punto de revelarnos un secreto y fue interrumpido por la llegada inesperada de su padre a la bodega de sombreros. Carlitos era el único que se reunía conmigo en el tejado para hablar de Ligia.

A fines de octubre comenzó el juicio al carbonero. Me angustiaba al pensar que todos se habían olvidado de él y por ende de ella. En la gaceta del domingo una noticia lo anunciaba en no más de un centenar de palabras redactadas en una de sus páginas interiores. En casa el tema nunca dejó de estar presente:

—¿Fue él, el que lo hizo?, ¿por qué la dañó?, ¿por qué cortó sus trenzas y marcó su vestido? —preguntaba incrédula mi madre.

—Quizá nunca se sepa con certeza. El idiota no logra urdir frases coherentes, mucho menos, explicar las profundas desviaciones que pueden motivar a un asesino —comentó mi padre moviendo la cabeza.

—No podría creerlo ni viéndolo con mis propios ojos —aseveraba mamá, mientras unas lágrimas incipientes transformaban el azul de sus ojos en un océano de tristeza.

Papá fumaba un Chesterfield y miraba a través de la ventana como buscando las verdaderas causas de la desaparición. Sin volver la vista hacia mi madre, le dijo: «La investigación tiene muchas fallas y el coronel me está presionando para que dé el asunto por finiquitado. Mientras tanto, Soriano insiste en que pongamos todas las evidencias sobre la mesa: “Estos hechos sacrílegos no pueden quedar impunes”», imitaba sin darse cuenta la voz severa del cura: Mientras su mano viajaba una y otra vez entre sus labios y el cenicero, la habitación se impregnaba con el olor picante del cigarrillo, a pesar de que mamá mantenía las ventanas abiertas cuando él fumaba dentro de casa.

La delgadez de mi padre realzaba su talla, llevaba el bigote al estilo handlebar, con los extremos encerados, apuntando hacia arriba en dirección a las niñas de sus ojos. Era callado, severo, pero nunca cruel. Cuando bebía algunas copas, que era de vez en cuando, se ponía cariñoso y nos regalaba el dinero que llevaba en sus bolsillos. Mamá tenía que controlarnos para que no lo dejásemos limpio. Llegaba antes del anochecer con su uniforme beige y un casco blanco que semejaba una bacinilla con un borde negro en su base y un escudo en su parte frontal, sobre el cual, descansaba un cóndor —el buitre más grande del reino animal—. Nada que ver con los policías de la televisión. Yo no le ponía tanta fe, seguramente Simón Templar ya la hubiese encontrado.

Los vecinos que aceptaban las versiones policiales creían que la había dañado por accidente, que lo del vestido y la trenza dejados en la iglesia, eran solamente una manera de buscar el perdón divino, un simple ritual de un bobo arrepentido. Para mi padre, no pasaba de ser una movida de terceros que lo usaban como chivo expiatorio. El testimonio de una beata madrugadora, que vio al muchacho abandonar la iglesia a una hora en que la sacra nave se encontraba casi vacía, justo antes de que Soriano hallase la ofrenda macabra, fue lo que llevó a la policía a catear el quiosco en el que dormía Avico. El resto ya lo sabemos. Lo que allí se encontró terminó de sepultarlo… sin ninguna duda.

Pocos días después de apresado Avico, el sargento Orejuela había allanado la cabaña de las hermanas Gualpa en busca de Ligia o de algún indicio que ayudara a dar con su paradero. La noche que retornamos de Alausí, casi a la madrugada, mi padre le comentaba a mamá las cosas extrañas que allí encontró. Esa noche no pude dormir a causa de su terrible relato. Al día siguiente les conté a los chicos lo que mi padre encontró allí. Un sábado por la mañana, seguros de que las hermanas atendían sus negocios, invadimos la cabaña en secreto. Manuel se unió a la aventura. Era tanta la curiosidad que pospuso la cita con su chica. No es que hicieran mayor cosa: jugaban al monopolio, a las cartas y bebían jugo de limón. Las pocas veces que quedaban a solas, la tomaba de la mano y le robaba un beso. Eso era todo, aunque para nosotros… era todo lo que podíamos imaginar.

La cabaña se encontraba al sur, donde terminaba la ciudad y comenzaba el descampado, a unos pocos metros de un vertedero de basura que se llenaba de moscas durante el día y de ratas al caer la noche. Al mediodía el olor se ponía insoportable, sobre todo, cuando el sol golpeaba de lleno.

Era una casa de adobe, de paredes empapeladas con periódicos de hace varias décadas. Detrás de la cabaña había un largo galpón construido con cantos de eucalipto que desembocaba al fondo en un pasillo tenebroso con la forma de un túnel. Estaba cubierta de paja, era una bodega con estantes llenos de frascos de cristal. Los había de todos los tamaños, desde recipientes de perfume que contenían pequeños insectos, hasta grandes pomos con fetos humanos conservados en alcohol. Algunos guardaban reptiles, murciélagos y ponzoñas enormes como la mano de un hombre adulto.

Manuel me daba valor, de tanto en tanto, para que no abandonara la macabra escena. Más allá de los estantes, sobre una vieja mesa de tablones apolillados, descubrimos un arcón custodiado por aldabas corroídas. Parecía recién desenterrado, tenía lodo impregnado en sus paredes. Estoy seguro de que mi padre no lo descubrió en su incursión —lo habría mencionado en su relato—. La situación se volvía más tensa cada vez, y yo sentía que me fallaban las rodillas. Extrañas osamentas, fémures humanos y cráneos de perro yacían en su interior entreverados con una colección de pañuelos anudados. Algunos guardaban mechones de cabello, otros, anillos, e incluso ropa interior usada. Manuel los profanó con toda la sangre fría.

Removiéndolo descubrimos en el fondo un manuscrito grabado con tinta negra. Una pareja de perros con cabeza humana nos miraba desde su carátula. Mientras lo hojeábamos Manuel exclamó: «¡Son reales, los “gagones” son reales!». El chiflido de Carlitos anunciando la cercanía de las hermanas nos sacó del asombro. Se había quedado en el mercado con la bicicleta de Manuel para servirnos de «campana». No tuvimos tiempo de salir por donde ingresamos. A volandas atravesamos la larga bodega y cruzamos el obscuro pasillo que terminaba en el borde del barranco, en sus paredes vimos plantas secándose con las raíces hacia arriba. Por la prisa que llevábamos, resbalamos y caímos como dos bultos en la hondonada del río. La curiosidad —y luego el miedo— pudieron más que la prudencia.

Unos cuantos metros abajo alcanzamos la orilla opuesta. Jadeantes, empapados y sin aliento, nos escondimos en un maizal. Manuel sacó de sus pantalones el manuscrito. Era una sopa de papel y tinta, pero había partes de información aún legibles. Lo pusimos a secar. Nos llevó días desentrañar la poca información que no se había borrado con el agua. En la pasta, bajo la figura vigilante de los perros-humanos, decía: «Inimicos Casti Connubii». En la portada había una escena a colores que representaba las penas del purgatorio. Las palabras que más resonaban en mi mente, eran: concubinato, carne, alma, pecados; y frases como: «…perros apareándose con madres, hijas y hermanas... Inobservancia del celibato».

No dormimos durante varias noches pensando en los humanos convertidos en perros a causa de sus pecados o de los pecados de sus ancestros. Escondimos el manuscrito en una casa abandonada en medio del bosque. Nadie quería correr el riesgo de guardarlo en la suya. Al fin, lo terminamos quemando en un ritual improvisado, con la esperanza de que el humo expiara nuestras culpas.

Huíamos de los confesionarios y sentíamos que las hermanas nos pisaban los talones. Carlitos no quería dejar la cama y faltó a la escuela. Manuel se alejó de su amiga, él que era tan valiente tenía miedo de cruzar a solas la ciudad. Una noche soñó con Aguirre y con doña Elena que, transformados en perros, rondaban la panadería en busca del manuscrito. Cuando despertó juraba que eran reales.

El día en que la doña falleció a causa de un infarto, unos días después de que quemáramos el manuscrito, yo ardía en fiebres. El médico me había subministrado un vermífugo y un purgante. Al marcharse recomendó un enema con agua de manzanilla. No había nada más humillante que te introdujeran una sonda rectal, pero al día siguiente estaba aliviado. Al abrir los ojos me encontré cara a cara con Alfonso, Carlitos lo acompañaba al lado derecho de mi cabecera. Un sonido extraño me llamó la atención desde el otro lado de la cama: «Bee, bee, bee…», era Manuel haciendo vibrar sus labios y simulando el balido de una oveja. Yo usaba un mono que mi madre me había tejido con lana de borrego y que incluía una gorra con unas orejitas de cordero. Me alegré al comprobar que mi amigo había recuperado su buen humor.

La información que Alfonso poseía podía ser crucial para resolver el caso y llegó justo cuando estábamos convencidos de que algo sobrenatural se había llevado a Ligia. Teníamos que actuar con urgencia, las vacaciones de Alfonso estaban por terminar, en unos días regresaría al internado donde su padre lo recluyó para alejarlo del barrio. Otra vez sobre los tejados volvíamos a conspirar como en las mejores series policiales. La noche de aquel día en el que desapareció la niña, Alfonso había asistido en secreto a una asamblea satánica en el sótano de su casa, al cual tenía prohibido llegar cuando los invitados de su padre se reunían bajo llave.

Alfonso nos lo contó con la voz rota. Yo lo escribo como lo recuerdo: En los primeros días que siguieron a la terrorífica vivencia, Alfonso anduvo como un zombi que no lograba distinguir la diferencia entre el sueño y la realidad. La causa, un amargo brebaje que su padre le obligó a beber esa misma noche después de que todos se marcharon y él tiritaba de miedo de regreso en su cama. Con el paso del tiempo y la sumatoria de los sucesos que se volvieron públicos, fue recuperando poco a poco los detalles de aquella experiencia que ahora les comparto:

Venciendo el terror que le infundía su progenitor, Alfonso se coló por un amplio respiradero que comenzaba en lo alto del sótano y daba hacia el bosque de eucaliptos. Atraído por el ruido de cánticos y rezos, se asomó detrás de unas rejillas de hierro carcomidas por la humedad para contemplar con los ojos desorbitados aquella escena barroca en la que: Hombres colocados sobre las aristas de un pentagrama marcado en el piso del sótano, inclinaban y levantaban sus cabezas ocultas por sendas capuchas. Balanceaban incensarios de los que emanaba un humo dulce y picante que por poco lo hacía estornudar. 

Este ritual duró algunos minutos que a él le parecieron eternos. Conforme la sesión avanzaba, se sentía mareado a causa del humo y del eco de los mantras. Luego de un tiempo el sótano quedó en silencio. Se apagaron los inciensos. Los hombres se quitaron las capuchas y se acostaron boca abajo a lo largo de los brazos de la estrella juntando sus cabezas en el centro de la misma. Detrás de una cortina apareció un individuo pequeño de caminar desgarbado, vestía como el joker de las barajas francesas. Con parsimonia fue colocando y encendiendo velas alrededor del pentagrama. Al cerrar el círculo, se retiró caminando hacia atrás con la cabeza inclinada, mirando al suelo como haciendo una reverencia.

Los hombres se irguieron lentamente y cantaron en un extraño idioma. La cortina se volvió a abrir y apareció el joker junto a una niña desnuda. Llevaba una corona de flores. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Parecía hipnotizada, caminaba como sonámbula guiada por la mano del joker quien la condujo hasta el centro del círculo y la dejó allí. La máscara negra no tenía aberturas, solamente unos soles pintados que simulaban ojos y una media luna que hacía las veces de boca. La comitiva comenzó a rezar en voz alta. Después de un tiempo se hizo silencio y el joker volvió a aparecer detrás de la cortina, pero esta vez traía una cabra con grandes cornamentas enrolladas. La llevó hasta donde esperaba la niña, la amarró a una estaca en el centro de la estrella. El animal la olfateó de pies a cabeza y lamió partes de su cuerpo. Ella se mostraba ajena a todo.

Cuando parecía que el sótano se había congelado, la luz de un reflector alumbró el centro de la estrella desterrando la semioscuridad de las velas. Alfonso pudo distinguir con claridad los tonos blanquinegros de la cabra y el cuerpo de la niña que resplandecía como el nácar. El círculo donde los hombres esperaban de pie se mantenía en penumbra. De pronto, el joker penetró en el cono de luz con toda la parafernalia para una boda. Procedió a lavar el cuerpo de la niña, para luego calzarle un vestido blanco con lentejuelas de plata y puso un ramo de azares en sus manos. Por fin adornó a la cabra con un collar de flores y colmó de azares su cornamenta.

Los participantes cantaron en voz alta, incluido el joker. Solo entonces, Alfonso lo reconoció por su cabello ensortijado y su dentadura destartalada: era el carbonero. Terminada su labor, el joker se retiró repitiendo las mismas reverencias. El silencio volvió a reinar, uno de los hombres del círculo se acercó a la niña con un cáliz en su mano y le untó la frente con una sustancia aceitosa de color rojo bermellón. Procedió de manera similar con la frente del carnero. Acto seguido, se puso de bruces en actitud adoratriz, el resto de participantes lo imitaron.

Luego de un tiempo prolongado se levantó y sacando una daga bajo su manto marcó una cruz invertida en la mano diestra de la niña. Ella seguía impasible, no emitía sonido alguno, ni mostraba gestos de dolor. Tomando la mano herida untó con la sangre de la niña los cuernos de la cabra.

A la luz de la lámpara, la identidad del oficiante se hizo patente: era Aguirre. Llevaba un manto de liturgia con una cruz invertida que brillaba como el oro. Alfonso lo identificó inequívocamente por su rostro anguloso de color cetrino y su cabeza tonsurada. Lo que siguió heló la sangre de nuestro amigo:

Con una violencia repentina el satánico cura procedió a degollar al animal. Un balido grave retumbó en el macabro espacio. El joker, que sostenía al carnero agonizante por los cuernos, emitía un sonido electrizante, una mescla de risas y de llanto. La sangre esparcida por los movimientos estertóreos de la víctima mancilló el vestido de plata de la niña y la librea del cura. Con el animal silenciado, Aguirre puso la daga en el cuello de la niña.

Sin poder contenerse, Alfonso gritó y empujó los barrotes corroídos. Estos se desprendieron de la húmeda pared cayendo dentro del sótano. El asombro se apoderó de macabro aquelarre, mientras nuestro amigo huía arrastrándose en sentido contrario por el canal de ventilación. Iba tiritando bajo un aguacero infernal, no sentía las piernas y le faltaba el aire.

No paró de correr hasta llegar a su cama. Allí permaneció encorvado y en posición fetal, cubierto con las mantas hasta la cabeza. Las imágenes de terror se repetían una y otra vez en su mente sin permitirle conciliar el sueño, hasta que llegó su padre más enfurecido que nunca y le obligó a tomar aquel brebaje amargo. Lo último que recuerda de esa noche: el rostro siniestro de don Alfonso marcado por la furia y esa mueca de desdén en los labios del viejo, que comenzó a notarse a partir del día en que su madre los abandonó.

Con Avico tras las rejas, don Alfonso bajó la guardia y le permitió más libertad a su hijo. El último fin de semana que compartimos con Alfonso nos lo pasamos sobre los tejados, reviviendo al detalle su experiencia sobrecogedora hasta rescatarla de su memoria lo más nítida posible. El paso siguiente era compartirla con mi padre. ¿Cómo lo haríamos? Le dimos mil vueltas al asunto, lo más fácil era que lo relatáramos directamente. No obstante, decírselo, así como así, sería como sacar a la luz los oscuros asuntos en los que andábamos metidos. Temíamos por su reacción, lo menos que podía sucedernos era terminar encerrados en un internado como lo hizo don Alfonso con su hijo.

Una vez más, Manuel encontró una manera idónea de hacerlo sin comprometernos en forma directa. Había que dejar la información en su escritorio, algo fidedigno que lo incitara a investigar el sótano en cuestión. Escribimos una nota con letras recortadas de revistas y periódicos, pegadas sobre un papel en blanco; como lo vimos ejecutar a un secuestrador en una serie de televisión. La nota tenía la forma de un acertijo, parecida a las que usaba el Enigma —el archi enemigo de Batman en la serie televisiva de la ABC—: «Si debajo de un sombrero puede surgir un conejo, ¿por qué no podría surgir una niña debajo de cien sombreros?».

Alfonso partió un lunes gris, amenazantes nubarrones se condensaban sobre los Andes, un empleado de su padre lo llevó al terminal. Cargaba un morralito de cuero con tapas de madera, usaba una boina negra y un saco azul marino con una escarapela del instituto en la solapa. Agitando su escuálida mano tras la sucia ventana del micro se despidió de nosotros. Tenía los ojos vidriosos, como presintiendo que sería la última vez que nos veríamos. Con su puño en alto, en señal de fuerza, Manuel lo persiguió en su bicicleta por un largo trecho, mientras el bus desaparecía tras las curvas de la carretera. Una rara enfermedad lo fue menguando. Años después me enteré que falleció, los médicos no estaban seguros si fue la tisis. Cursaba el penúltimo ciclo del instituto.

Ese mismo día, a la hora del almuerzo, la nota apareció en la estación de policía sobre el escritorio mi padre. Yo la dejé allí con el pretexto de entregarle la vianda que le enviaba mi madre. Por la noche, papá estaba tan distraído que mamá tenía que preguntarle dos veces las mismas cosas. Iba y venía de la sala al comedor, se detenía frente a la venta y, extrañamente, no fumaba. Algo tramaba. Yo estaba seguro que descubrió la nota, me picaba la lengua por preguntarle al respecto, pero me contuve recordando las advertencias de Manuel. Por fin, cuando fueron a la cama, habló sobre la nota con mi madre. No tuvo que atar muchos cabos, el acertijo le remitía directamente al sombrerero. Don Alfonso Ortega era un próspero comerciante, el primero en exportar sombreros de paja toquilla a Panamá.

El sargento Orejuela sospechaba desde hace tiempo que don Alfonso era miembro de una cofradía, lo que no sabía, a ciencia cierta, era el carácter de aquella hermandad. Su mansión, contigua a la iglesia, ostentaba un frente con amplios ventanales y balcones, desde donde se divisaba la zona residencial de la ciudad, a su margen derecho había un pequeño bosque de eucaliptos que terminaba en el rio. La parte posterior de la casa, un inmenso bloque de ladrillo visto, se erguía imponente como dando la espalda a la pobreza que reinaba en nuestro barrio. Adosado al bloque se levantaba un galpón en el que se trataba y secaba los sombreros.

Mamá insistió que comentara la nota con el coronel, él se mostraba reticente, pensaba que su superior no estaba interesado en averiguar el asunto a fondo, es más, le había conminado a que dejara el caso como estaba. Mamá lamentaría por años el consejo que le dio esa noche: «Comparte la nota con el coronel, ¡es tu deber!». Solo unos días después de aquello, mi padre fue transferido como apoyo a una cuadrilla de guardas de estanco para controlar el contrabando de alcohol. Allí encontraría la muerte a manos de uno de los propios guardias que alegó un accidente.

Nadie en el barrio se solidarizó con nosotros, había un miedo oculto en cada vecino. Parecía que todos sabían algo que ignorábamos. Soriano ofició una sentida liturgia a la que asistieron la abuela y una hermana de mi padre que vino de la costa. Carlitos y Manuel me saludaron desde la última banca de la iglesia y se marcharon antes de que terminara el oficio. Nunca más supe se ellos. Con mi padre bajo tierra, partimos para Alausí junto con la abuela.

Esta historia comenzó a redactarse a modo de una carta dirigida al policía más integró que había conocido hasta entonces: Agustín Orejuela. No era tan apuesto como Moore, ni vestía en Savile Rou, pero tenía un sentido del deber a toda prueba. Adolescente aún, trabajé esta crónica como una catarsis por la memoria de mi padre. Se convirtió en un relato cuando cursaba mi carrera de periodismo en la capital, a donde fuimos a parar con mi madre y mis hermanos buscando mejores días.

Crecí con la culpa de haber propiciado la muerte de papá. Un día, siendo ya un profesional del periodismo, yo mismo enfrente a la muerte por publicar la verdad de ciertos hechos que por ahora no vienen al caso. Allí comprendí que el destino y el deber son inseparables.

Inconclusa y rezagada, esta narración habitaba el limbo de los cuadernos olvidados en uno de los tantos cajones de la casa materna; hasta un día, en el que, por ese extraño azar que nos aguarda en algún cruce de caminos, conocí a Eva María del Espíritu Santo vicaria del convento de las Madres Agustinas de la Encarnación. Un agosto veinte y siete, día de Santa Mónica de Hipona —era domingo y hacía mucho frío en la capital—, una llamada me sacó de la cama, donde yacía embutido entre mantas mirando la televisión.

La voz del jefe de redacción, con ese timbre de barítono, me conminó:

—Necesito que entrevistes a la priora del convento de las agustinas. Hoy inauguran una de las bibliotecas más completas de la ciudad.

La orden me tomó por sorpresa y me quedé en silencio. Estaba por preguntarle sobre la reportera de cultura, cuando él se adelantó a decirme:

—Patricia amaneció afónica, estos días tan fríos han minado su salud.

—Si no hay otra alternativa, por mí no hay problema —respondí a regañadientes.

A las nueve estábamos, el camarógrafo y yo, en el despacho de la madre superiora. La entrevista duró un cuarto de hora aproximadamente. Al concluir, la priora nos dejó a cargo de la vicaria para que nos guiara a través de la biblioteca.

Eva María del Espíritu Santo era una monja distinguida, de vivaces ojos negros, de tez blanca, un tanto sonrosada. Hablaba de forma pausada, pero arrastrando las erres. Bajo su hábito marrón, levemente ajustado por un cinturón de cuero, podía imaginarme su cuerpo espigado. Caminaba erguida y en todo momento llevaba los brazos cruzados a la altura del abdomen, con las manos ocultas dentro de las anchas mangas de su túnica. Siguiendo sus pasos a lo largo de la biblioteca, atento a las metódicas descripciones que nos proporcionaba, fui haciéndome una idea de su refinada cultura. Conforme pasaba los minutos en su compañía un aire familiar iba surgiendo de sus formas y sus modos. No fue hasta que extendí mi mano para despedirme, que pude ver una gruesa cicatriz en forma de cruz en la palma de la suya.

Una extraña sensación me acompañó el resto de la tarde. Cuando obscureció necesité más que nunca de un amigo, pero un domingo por la noche, un amigo es el bien más escaso. En la oscuridad de una sala de cine, esa sensación iba y venía entre los pistoletazos de los vaqueros y el relinchar de los caballos, hasta que una imagen se consolidó en mi mente: «¡Ligia…como no, era Ligia!, ¡la vicaria era Ligia! ¿Quién más, sino ella?». Abandoné el cine e hice a pie el largo camino de regreso a casa, tratando de barajar las infinitas posibilidades de que algo así estuviese sucediendo. Toda mi infancia se convirtió en un sueño, en algo falaz, en un espejismo.

A primera hora del lunes estuve de vuelta en la biblioteca para hablar con la vicaria. Una cita con ella era imposible. Sin darme por vencido continúe yendo los momentos que tenía libre. Hasta que una mañana, a primera hora, al ingresar a la biblioteca la vi. Estaba sentada con un gran tomo abierto frente a ella y rodeada de jóvenes. Fui directo y me ubiqué entre el grupo. Impartía lecciones de la Suma Teológica de Santo Tomas. Inmediatamente notó mi presencia, seguro reconoció al periodista, aunque no a su compañero de escuela. Luego de un tiempo prudente, aprovechando la tanda de preguntas hice la mía, pero tuve la audacia de llamarle: Ligia. Por unos segundos su rostro se puso tenso y frunció su ceño, cuando recobró la compostura contestó mi pregunta con una claridad meridiana y dio por terminada la lección.

Las semanas que siguieron visité la biblioteca con frecuencia. Las contadas veces que coincidíamos intentaba abordarla, pero ella me evitaba en todo momento. Un buen día, quizá convencida de que no me daría por vencido, me recibió en su despacho con la condición de que sería la única vez que hablaría conmigo. Ligia escuchó en silencio toda la versión de mi historia. Su rostro, al principio calmado, pasaba del asombro a la tristeza según crecía mi relato.

«Lo siento por tu padre», me dijo cuando quedé en silencio. «Lo siento por Alfonso, pero más lo siento por el pobre Avico, ¡él sí que fue un alma noble! Después de mi Señor —se persignó—, a ellos les debo la vida». Con las manos juntas a la altura de sus labios hizo una oración en su nombre. Así, en actitud contrita, era la Ligia que yo conocía y lucía más hermosa que nunca.

Me confió su historia bajo el juramento de mantenerla en reserva hasta que pereciera el último miembro de aquel diabólico aquelarre. A parte de Aguirre; don Alfonso, el coronel Sanches, el boticario Sojos y el diputado Ledesma eran miembros del partido liberal y bajo la guía del cura formaban la secta masónica de los «Pentas». Para esa fecha, Aguirre, el mayor de todos, agonizaba en una clinica privada; los otros ya se encontraban bajo tierra, a él le faltaba dos años para cumplir la centuria.

En palabras de Ligia, el ritual de esa noche pretendía ser una boda y un sacrifico. La boda se consumó, pero el sacrificio fue interrumpido por todo el alboroto que causó Alfonso. Temiendo que se tratase de las autoridades, que ya buscaban a la niña, los miembros del pentagrama se dispersaron en diferentes direcciones; dejando a Ligia bajo la custodia del carbonero, quien debía esconderla en un lugar predeterminado hasta nuevo aviso.

Con Ligia en brazos y contrariando las órdenes de Aguirre, que le tenía a su servicio por unas simples monedas; el carbonero, que no era el «shunsho» que simulaba ser, apareció con la niña aún sedada en casa de Maruja. La yerbatera, al tanto de las prácticas de los «Pentas», a los que ocasionalmente servía; reconoció en la niña el efecto de la adormidera que le administró el boticario. Sin pérdida de tiempo preparó un brebaje que le devolvió la conciencia y la bañó con una infusión de «carne humana» —una yerba de gran poder cicatrizante—. Vendó su mano que aún sangraba, le cortó las trenzas que las llevaba recogidas sobre la cabeza y la vistió con las ropas de un muchacho.

Arriesgándose a sufrir la ira de sus poderosos aliados, Maruja montó a Ligia en la mula del chico, camuflada entre sacos de carbón. Le dio a Avico las instrucciones precisas para que llegaran a su destino y le hizo repetir a la niña la frase que le serviría de santo y seña. Salieron de la ciudad protegidos de los curiosos por un aguacero inclemente.

Avanzaron una noche y un día sin detenerse más que para comer unas tortillas de maíz con agua de panela. Una íntima de Maruja la recibió en un pueblo lejano al norte de los Andes y la trasladó a un convento de la capital. La clave que le abriría las puertas decía así: «Aunque es la esposa del ángel caído, sigue siendo la primogénita de Dios».

Su relato le devolvió el sentido a mi vida.

Cuando me despedí, asegurándole que cumpliría mi promesa, me extendió la mano. En lugar de estrecharla como se acostumbra, me incliné y posé mis labios sobre su cicatriz en señal de reverencia. Al abandonar su despacho me regaló una frase para el camino: «Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat veritas». Al notar mi confusión, la repitió en castellano: «No busques fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad». Una máxima de San Agustín que desde entonces me ha servido las veces que he extraviado mi camino.

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