Elena Virginia Chumpitazi Castillo
Era una tarde fría de noviembre cuando Rowena decidió
alejarse de su hogar. Escribió una nota y salió rumbo a la estación de tren.
Vivía en Dean Village, una villa antigua y
pintoresca, enclavada en el corazón de Edimburgo, en la Escocia vibrante de los
años sesenta. Las casas de piedra, ennegrecidas por el hollín y el paso del
tiempo, se alineaban en silencio junto a las orillas del Water of Leith,
donde los sauces llorones dejaban caer sus ramas sobre el agua.
El aire estaba impregnado de olor a piedra húmeda y
carbón quemado que escapaba de las chimeneas cercanas, mientras la neblina
persistente y los cielos casi siempre nublados envolvían el lugar en una
atmósfera única: una calma serena atravesada por una melancolía suave, como si
el tiempo allí transcurriera de otro modo.
Casada con Douglas desde los veintiún años, compartían
una vida ordenada. Él era amable, correcto, trabajador. Nunca discutían.
Tampoco reían demasiado.
—¿Recuerdas que el sábado iremos a casa de mis padres?
Mamá quiere que probemos su nuevo estofado.
—Sí… lo recuerdo —Rowena asiente sin levantar la
mirada.
El reloj marcaba los segundos, el hervidor silbaba en
la estufa, y aun así parecía que el tiempo no avanzaba. Rowena dejó las tazas
sobre la mesa y se sentó frente a él, jugando con la cucharilla entre los
dedos.
—Hoy el río estaba hermoso con la neblina… parecía
otro lugar.
Douglas levantó la mirada apenas un instante y sonrió
con cortesía.
—Hmm… suena bien. ¿Te ocupaste de llamar al sastre
para el traje?
—Aún no… —titubeó Rowena.
—Siempre dejas todo para último momento, Rowena.
Rowena había sido educada dentro de parámetros claros.
Su padre un contador que había trabajado en la misma
empresa desde que terminó su carrera, esperaba que ella tuviera una vida estable.
—Rowena, deberías pensar más en el futuro. Los tiempos
cambian, y uno tiene que asegurarse de tener estabilidad.
—Lo sé, papá…, pero a veces siento que la estabilidad
no es suficiente.
—La estabilidad lo es todo. Una casa, un matrimonio
sólido, cuentas ordenadas… eso da paz. Los sueños, la poesía… eso está bien
mientras no interfiera con lo real.
—¿Y si lo «real» no alcanza?
—Lo real siempre alcanza. Es lo que te mantiene de
pie. Los sentimientos son pasajeros, Rowena. No dejes que te arrastren.
Rowena baja la mirada, consciente de que, para su
padre, todo debía tener lógica y estructura.
Su madre, por otro lado, era una artista, pintaba
acuarela en sus ratos libre, pero, también tenía bien adentrados los principios
de seguir las reglas y hacer caso a quienes «sabían del tema».
—Ven, mira este cielo… ¿ves cómo las luces cambian
sobre el agua? Tienes que aprender a observar los matices, incluso en lo
cotidiano.
—Es hermoso, mamá…, pero todo parece tan… perfecto.
—La perfección es armonía. La pintura necesita reglas,
proporciones, equilibrio. Si no, se convierte en caos.
—¿Y no te tienta romperlas, aunque sea un poco?
—Alguna vez lo pensé…, pero hay formas establecidas
por una razón. Los grandes pintores también empezaron respetando las normas
antes de inventar las suyas.
Rowena escribía poemas acerca de su monótona vida en
la villa que la vio crecer.
Empezó a hacer caminatas alrededor del Water of Leith,
lo hacía como ejercicio, para disipar la monotonía y como fuente de inspiración.
Un día se encontró en el camino a Margaret, amiga de la infancia, a la que no veía
hacía mucho, se saludaron y en unos minutos se contaron sobre sus vidas. Margaret,
quien andaba en busca de un mundo más espiritual, le hablo de Arun y la invitó
a que los acompañe en las reuniones semanales que mantenía.
—Nos reunimos los jueves —dijo Margaret, bajando la
voz, como si compartiera un secreto—. No es religión, ni nada raro… es más bien
aprender a escuchar el silencio. Hay alguien… Arun… que guía las meditaciones.
No sé cómo explicarlo, pero lo que dice te cambia algo por dentro.
Rowena no buscaba nada nuevo, solo quería salir un
poco de «eso» en lo que se había convertido su vida, pero aceptó la invitación.
Ese jueves durante su caminata se dirigió a la
dirección que le había dado Margaret. Subió la escalera de piedra despacio,
insegura, siguiendo el aroma tenue a sándalo que flotaba en el aire. El pasillo
la llevó hasta una puerta entreabierta. Al entrar, la envolvió un silencio
denso y cálido. Varias personas estaban sentadas en círculo sobre cojines de
lino. En el centro, un pequeño altar de madera sostenía un cuenco tibetano y un
cristal de cuarzo que reflejaba la luz temblorosa de las velas.
Fue entonces cuando lo vio. Arun. No dijo nada, pero
su mirada tranquila y profunda le indicó un lugar junto a la ventana. Rowena se
sentó, incómoda al principio, consciente del latido acelerado de su corazón.
Arun habló con voz serena, sin grandilocuencias:
—No estamos aquí para cambiar nada… solo para escuchar
lo que ya somos.
La frase entró en Rowena como agua tibia deslizándose
por la piel. No entendía por qué, pero su respiración cambió, su pecho se
expandió como si tuviera más espacio. Sintió que el tiempo se detenía, y por
primera vez en años, el silencio no le pesaba.
Cuando terminó la reunión, caminó de regreso a casa
por las callejuelas húmedas de Dean Village. El aire fresco llenaba sus
pulmones, pero dentro de ella algo distinto, todavía indefinido, empezaba a
despertar. Al cruzar la puerta, todo se volvió más denso: los muebles, el reloj
de péndulo, el olor a sopa, la voz tranquila de Douglas.
—¿Dónde estabas? —preguntó él con tono neutro.
—Caminando, respirando.
Douglas sonrió con ternura. Le acarició la mejilla y
cambió de tema. Pero Rowena no olvidó esa palabra: respirando.
Pasaron días. Ella no regresó. Algo la retenía: el
miedo a lo que pudiera cambiar si seguía yendo. Se dijo a sí misma que era una
curiosidad pasajera, que su vida estaba bien como estaba. Retomó sus rutinas. Sacó
su cuaderno con los poemas que escribía. Limpió la casa con más esmero. Se
obligó a sentir paz.
Pero no podía dejar de escuchar el eco de la voz de
Arun, las miradas silenciosas, la música que no buscaba aplausos. No era lo que
hacían, era lo que eran. Serenos. Presentes.
Una tarde, dos semanas después, mientras miraba su
cuaderno de poemas sin verlo, el hervidor silbó y ella no lo oyó hasta que el
agua se evaporó y dejó olor a metal quemado. Cerró el cuaderno. «No estoy
aquí», pensó. Tomó el abrigo y volvió.
La recibieron sin preguntas. Arun le hizo un gesto
para que se sentara en el círculo. Lo hizo, esta vez sin dudar.
Aquel día practicaron pratyahara, el arte de
retraer los sentidos hacia adentro. Un muchacho de rostro suave explicó:
—Los ojos siempre están mirando afuera. La piel busca
estímulos. El oído, ruido. Hoy vamos a apagar todo eso, sin forzar. Solo
observar cómo se retrae la atención.
Rowena cerró los ojos. Al principio solo escuchaba sus
pensamientos: «Estoy aquí otra vez. Douglas no lo sabe. ¿Y si alguien me ve?».
Pero poco a poco, el murmullo se fue diluyendo. Sintió
su respiración como nunca. Escuchó sus propios latidos. Sintió una lágrima
tibia cruzarle la mejilla sin emoción clara. No era tristeza. Era algo más profundo.
Al final, Arun se acercó. Le ofreció un té caliente y
le dijo en voz baja:
«Cuando uno empieza a recordar quién es, todo lo que
no lo es empieza a doler».
Rowena no respondió, pero asintió.
Su poesía cambió de forma. Ya no rimaba. Ya no buscaba
belleza. Solo verdad.
Ya no me explico.
Me siento.
Ya no rimo.
Respiro.
Cuando estaba con ellos, ya reconocía los rostros, los
gestos, los silencios. Cada uno parecía vivir sin resistencia, con una dignidad
serena que a ella le costaba comprender.
Una tarde, no fue Arun quien la recibió, sino Mira,
una mujer de cabello corto y risa tranquila. Le ofreció un cuenco de té de
jengibre y le habló en voz baja:
«Hoy vamos a cantar mantras. No es necesario que los
entiendas. Solo deja que el sonido te atraviese».
Se sentaron en círculo, y poco a poco las voces
comenzaron a entonarse al unísono. Era un canto grave, ondulante, en un idioma
desconocido. Rowena cerró los ojos y al principio se sintió ridícula. ¿Qué
estaba haciendo ahí, entre extraños que murmuraban palabras que no entendía?
Pero pronto su cuerpo dejó de resistirse. El mantra no
era solo sonido: era vibración. Entraba por el pecho, resonaba con su corazón,
aflojaba los hombros, despertaba zonas dormidas. Y poco a poco empezó a sentir
que se transportaba a una dimensión llena de paz y regocijo.
Cuando el canto cesó, quedó un silencio espeso, lleno,
vivo.
—¿Qué significa eso que cantábamos? —le preguntó a
Mira, mientras recogían las mantas.
—Om mani padme hum —respondió ella—. Es
tibetano, significa algo como: «La joya del loto está en el corazón».
—¿Y por qué lo cantamos?
—Para recordarlo.
Rowena caminó a casa con esa frase palpitándole en el
pecho. Esa noche, escribió en su cuaderno:
No necesito entender lo sagrado.
Lo reconozco por dentro.
La verdad no se grita.
Canta sola.
En las siguientes semanas, Rowena se entregó con más
profundidad. Practicaban meditación en silencio, en sesiones guiadas por Arun o
Mira. A veces en medio del campo, a pesar del frío que empezaba a hacer. Otras,
bajo el cobijo de un gran sauce que iba perdiendo sus hojas.
Aprendió a observar su mente sin atraparse. A escuchar
sin reaccionar. A no llenar los vacíos con ruido. Por primera vez, el silencio
no le pesaba. Le daba forma.
Douglas servía el vino mientras Rowena miraba la llama
de la vela que oscilaba sobre la mesa. La cena estaba lista, pero el ambiente
se sentía más frío de lo habitual.
—Llegaste tarde otra vez.
—Sí… perdí la noción del tiempo.
—Desde hace semanas sales cada jueves. Caminatas,
dices. Pero vuelves distinta, como si te quedaras en otro lugar.
Rowena jugueteó con la cuchara evitando su mirada.
—No es nada, Douglas. Solo… me gusta respirar un poco.
Él levantó la cabeza despacio, clavando los ojos en
ella.
—Antes respirabas aquí.
Douglas cortó la carne con movimientos meticulosos,
sin responder. El sonido de los cubiertos contra la porcelana llenó el vacío.
Rowena, en cambio, sentía la mente aún impregnada por las palabras de Arun: «No
hay nada que cambiar… solo aprender a escuchar lo que ya eres». La frase
vibraba en ella como un eco persistente.
Esa noche, al mirarse a los ojos, supieron que algo
entre ellos comenzaba a transformarse. No era visible, ni definido… pero estaba
ahí.
Un día, Arun propuso una práctica nueva:
—Hoy no hablaremos hasta el anochecer —dijo—.
Observaremos el mundo sin intervenir. Si surge algo, escríbanlo. Pero no lo
digan.
Rowena pasó horas sentada en la orilla de un pequeño
manantial. El sonido del agua la iba tranquilizando, vio el vuelo de las aves,
el movimiento de la hierba, a Mira recogiendo flores sin prisa. Descubrió
pensamientos que no sabía que tenía, y debajo de ellos, una paz sin nombre.
Escribió:
Hoy no hablé.
Estuve presente.
De camino a casa, sola con sus pensamientos, sintió
tristeza por lo que estaba pasando con Douglas y alegría por lo que empezaba a
recordar.
Al día siguiente escribió:
No puedo arrastrar a nadie conmigo.
Solo puedo vivirlo.
Y si eso me separa de quienes amo,
quizás nunca los amé desde mi verdad.
Esa noche tuvo un sueño vívido. Estaba caminando de
regreso a casa después de haberse reunido con el grupo de Arun, cuando en medio
de unos árboles vio sobre una piedra plana, una pequeña figura de bronce: una
diosa con múltiples brazos, serena, imponente, con una flor de loto en una
mano. Rowena se acercó lentamente, cuando extendió la mano hacia la figura,
sintió un leve hormigueo en la punta de los dedos. Cerró los ojos, y escuchó:
No has venido hasta aquí para quedarte a medio camino.
El río fluye hacia la fuente. La sabiduría te llama
donde nació.
El sueño la despertó y en lo profundo de su ser sintió
que debía buscar el origen de lo que había empezado a recordar.
Por la tarde, el cielo estaba cubierto, pero no
llovía. El aire olía a tierra húmeda. Rowena caminó hacia la casa de reunión
semanal a buscar a sus nuevos amigos.
Arun estaba sentado sobre un cojín. Al verla llegar,
no se levantó. Solo inclinó la cabeza, y la invitó a sentarse a su lado. Rowena
se sentó sin hablar.
—He venido a despedirme —dijo al fin.
Arun la miró, sereno.
—¿De nosotros?
—De Rowena… la que fui.
—¿Y qué harás con la que eres ahora?
Ella respiró profundo.
—Regresaré al origen.
Arun asintió.
—No te enseñamos nada que no supieras, ¿verdad?
Ella sonrió, con los ojos húmedos.
—Solo me ayudaron a recordar.
Se quedaron en silencio. Los demás miembros del grupo
empezaban a llegar. Rowena se levantó, abrazó a Arun y luego a Mira.
Al llegar a casa, Douglas no estaba. Había salido a
caminar, como solía hacer cuando algo lo inquietaba. Rowena dejó una nota
breve, sin justificaciones:
No me voy por falta de amor,
me voy por fidelidad a mi alma.
Gracias por acompañarme hasta aquí.
Recogió su cuaderno, acomodó su ropa en una pequeña
maleta y cerró la puerta con suavidad.
Mientras caminaba por las calles de Dean Village hacia
la estación Edinburgh Waverley, una ráfaga de viento la envolvió por completo.
No como un golpe, sino como un susurro. Y en él, Rowena creyó escuchar las
palabras que desde hacía tiempo no necesitaba leer ni escribir:
Lo que eres ya te espera.
Camina.
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