jueves, 11 de septiembre de 2025

El recuerdo de quién eres

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Era una tarde fría de noviembre cuando Rowena decidió alejarse de su hogar. Escribió una nota y salió rumbo a la estación de tren.

Vivía en Dean Village, una villa antigua y pintoresca, enclavada en el corazón de Edimburgo, en la Escocia vibrante de los años sesenta. Las casas de piedra, ennegrecidas por el hollín y el paso del tiempo, se alineaban en silencio junto a las orillas del Water of Leith, donde los sauces llorones dejaban caer sus ramas sobre el agua.

El aire estaba impregnado de olor a piedra húmeda y carbón quemado que escapaba de las chimeneas cercanas, mientras la neblina persistente y los cielos casi siempre nublados envolvían el lugar en una atmósfera única: una calma serena atravesada por una melancolía suave, como si el tiempo allí transcurriera de otro modo.

Casada con Douglas desde los veintiún años, compartían una vida ordenada. Él era amable, correcto, trabajador. Nunca discutían. Tampoco reían demasiado.

—¿Recuerdas que el sábado iremos a casa de mis padres? Mamá quiere que probemos su nuevo estofado.

—Sí… lo recuerdo —Rowena asiente sin levantar la mirada.

El reloj marcaba los segundos, el hervidor silbaba en la estufa, y aun así parecía que el tiempo no avanzaba. Rowena dejó las tazas sobre la mesa y se sentó frente a él, jugando con la cucharilla entre los dedos.

—Hoy el río estaba hermoso con la neblina… parecía otro lugar.

Douglas levantó la mirada apenas un instante y sonrió con cortesía.

—Hmm… suena bien. ¿Te ocupaste de llamar al sastre para el traje?

—Aún no… —titubeó Rowena.

—Siempre dejas todo para último momento, Rowena.

Rowena había sido educada dentro de parámetros claros.

Su padre un contador que había trabajado en la misma empresa desde que terminó su carrera, esperaba que ella tuviera una vida estable.

—Rowena, deberías pensar más en el futuro. Los tiempos cambian, y uno tiene que asegurarse de tener estabilidad.

—Lo sé, papá…, pero a veces siento que la estabilidad no es suficiente.

—La estabilidad lo es todo. Una casa, un matrimonio sólido, cuentas ordenadas… eso da paz. Los sueños, la poesía… eso está bien mientras no interfiera con lo real.

—¿Y si lo «real» no alcanza?

—Lo real siempre alcanza. Es lo que te mantiene de pie. Los sentimientos son pasajeros, Rowena. No dejes que te arrastren.

Rowena baja la mirada, consciente de que, para su padre, todo debía tener lógica y estructura.

Su madre, por otro lado, era una artista, pintaba acuarela en sus ratos libre, pero, también tenía bien adentrados los principios de seguir las reglas y hacer caso a quienes «sabían del tema».

—Ven, mira este cielo… ¿ves cómo las luces cambian sobre el agua? Tienes que aprender a observar los matices, incluso en lo cotidiano.

—Es hermoso, mamá…, pero todo parece tan… perfecto.

—La perfección es armonía. La pintura necesita reglas, proporciones, equilibrio. Si no, se convierte en caos.

—¿Y no te tienta romperlas, aunque sea un poco?

—Alguna vez lo pensé…, pero hay formas establecidas por una razón. Los grandes pintores también empezaron respetando las normas antes de inventar las suyas.

Rowena escribía poemas acerca de su monótona vida en la villa que la vio crecer.

Empezó a hacer caminatas alrededor del Water of Leith, lo hacía como ejercicio, para disipar la monotonía y como fuente de inspiración. Un día se encontró en el camino a Margaret, amiga de la infancia, a la que no veía hacía mucho, se saludaron y en unos minutos se contaron sobre sus vidas. Margaret, quien andaba en busca de un mundo más espiritual, le hablo de Arun y la invitó a que los acompañe en las reuniones semanales que mantenía.

—Nos reunimos los jueves —dijo Margaret, bajando la voz, como si compartiera un secreto—. No es religión, ni nada raro… es más bien aprender a escuchar el silencio. Hay alguien… Arun… que guía las meditaciones. No sé cómo explicarlo, pero lo que dice te cambia algo por dentro.

Rowena no buscaba nada nuevo, solo quería salir un poco de «eso» en lo que se había convertido su vida, pero aceptó la invitación.

Ese jueves durante su caminata se dirigió a la dirección que le había dado Margaret. Subió la escalera de piedra despacio, insegura, siguiendo el aroma tenue a sándalo que flotaba en el aire. El pasillo la llevó hasta una puerta entreabierta. Al entrar, la envolvió un silencio denso y cálido. Varias personas estaban sentadas en círculo sobre cojines de lino. En el centro, un pequeño altar de madera sostenía un cuenco tibetano y un cristal de cuarzo que reflejaba la luz temblorosa de las velas.

Fue entonces cuando lo vio. Arun. No dijo nada, pero su mirada tranquila y profunda le indicó un lugar junto a la ventana. Rowena se sentó, incómoda al principio, consciente del latido acelerado de su corazón.

Arun habló con voz serena, sin grandilocuencias:

—No estamos aquí para cambiar nada… solo para escuchar lo que ya somos.

La frase entró en Rowena como agua tibia deslizándose por la piel. No entendía por qué, pero su respiración cambió, su pecho se expandió como si tuviera más espacio. Sintió que el tiempo se detenía, y por primera vez en años, el silencio no le pesaba.

Cuando terminó la reunión, caminó de regreso a casa por las callejuelas húmedas de Dean Village. El aire fresco llenaba sus pulmones, pero dentro de ella algo distinto, todavía indefinido, empezaba a despertar. Al cruzar la puerta, todo se volvió más denso: los muebles, el reloj de péndulo, el olor a sopa, la voz tranquila de Douglas.

—¿Dónde estabas? —preguntó él con tono neutro.

—Caminando, respirando.

Douglas sonrió con ternura. Le acarició la mejilla y cambió de tema. Pero Rowena no olvidó esa palabra: respirando.

Pasaron días. Ella no regresó. Algo la retenía: el miedo a lo que pudiera cambiar si seguía yendo. Se dijo a sí misma que era una curiosidad pasajera, que su vida estaba bien como estaba. Retomó sus rutinas. Sacó su cuaderno con los poemas que escribía. Limpió la casa con más esmero. Se obligó a sentir paz.

Pero no podía dejar de escuchar el eco de la voz de Arun, las miradas silenciosas, la música que no buscaba aplausos. No era lo que hacían, era lo que eran. Serenos. Presentes.

Una tarde, dos semanas después, mientras miraba su cuaderno de poemas sin verlo, el hervidor silbó y ella no lo oyó hasta que el agua se evaporó y dejó olor a metal quemado. Cerró el cuaderno. «No estoy aquí», pensó. Tomó el abrigo y volvió.

La recibieron sin preguntas. Arun le hizo un gesto para que se sentara en el círculo. Lo hizo, esta vez sin dudar.

Aquel día practicaron pratyahara, el arte de retraer los sentidos hacia adentro. Un muchacho de rostro suave explicó:

—Los ojos siempre están mirando afuera. La piel busca estímulos. El oído, ruido. Hoy vamos a apagar todo eso, sin forzar. Solo observar cómo se retrae la atención.

Rowena cerró los ojos. Al principio solo escuchaba sus pensamientos: «Estoy aquí otra vez. Douglas no lo sabe. ¿Y si alguien me ve?».

Pero poco a poco, el murmullo se fue diluyendo. Sintió su respiración como nunca. Escuchó sus propios latidos. Sintió una lágrima tibia cruzarle la mejilla sin emoción clara. No era tristeza. Era algo más profundo.

Al final, Arun se acercó. Le ofreció un té caliente y le dijo en voz baja:

«Cuando uno empieza a recordar quién es, todo lo que no lo es empieza a doler».

Rowena no respondió, pero asintió.

Su poesía cambió de forma. Ya no rimaba. Ya no buscaba belleza. Solo verdad.

Ya no me explico.

Me siento.

Ya no rimo.

Respiro.

Cuando estaba con ellos, ya reconocía los rostros, los gestos, los silencios. Cada uno parecía vivir sin resistencia, con una dignidad serena que a ella le costaba comprender.

Una tarde, no fue Arun quien la recibió, sino Mira, una mujer de cabello corto y risa tranquila. Le ofreció un cuenco de té de jengibre y le habló en voz baja:

«Hoy vamos a cantar mantras. No es necesario que los entiendas. Solo deja que el sonido te atraviese».

Se sentaron en círculo, y poco a poco las voces comenzaron a entonarse al unísono. Era un canto grave, ondulante, en un idioma desconocido. Rowena cerró los ojos y al principio se sintió ridícula. ¿Qué estaba haciendo ahí, entre extraños que murmuraban palabras que no entendía?

Pero pronto su cuerpo dejó de resistirse. El mantra no era solo sonido: era vibración. Entraba por el pecho, resonaba con su corazón, aflojaba los hombros, despertaba zonas dormidas. Y poco a poco empezó a sentir que se transportaba a una dimensión llena de paz y regocijo.

Cuando el canto cesó, quedó un silencio espeso, lleno, vivo.

—¿Qué significa eso que cantábamos? —le preguntó a Mira, mientras recogían las mantas.

Om mani padme hum —respondió ella—. Es tibetano, significa algo como: «La joya del loto está en el corazón».

—¿Y por qué lo cantamos?

—Para recordarlo.

Rowena caminó a casa con esa frase palpitándole en el pecho. Esa noche, escribió en su cuaderno:

No necesito entender lo sagrado.

Lo reconozco por dentro.

La verdad no se grita.

Canta sola.

En las siguientes semanas, Rowena se entregó con más profundidad. Practicaban meditación en silencio, en sesiones guiadas por Arun o Mira. A veces en medio del campo, a pesar del frío que empezaba a hacer. Otras, bajo el cobijo de un gran sauce que iba perdiendo sus hojas.

Aprendió a observar su mente sin atraparse. A escuchar sin reaccionar. A no llenar los vacíos con ruido. Por primera vez, el silencio no le pesaba. Le daba forma.

Douglas servía el vino mientras Rowena miraba la llama de la vela que oscilaba sobre la mesa. La cena estaba lista, pero el ambiente se sentía más frío de lo habitual.

—Llegaste tarde otra vez.

—Sí… perdí la noción del tiempo.

—Desde hace semanas sales cada jueves. Caminatas, dices. Pero vuelves distinta, como si te quedaras en otro lugar.

Rowena jugueteó con la cuchara evitando su mirada.

—No es nada, Douglas. Solo… me gusta respirar un poco.

Él levantó la cabeza despacio, clavando los ojos en ella.

—Antes respirabas aquí.

Douglas cortó la carne con movimientos meticulosos, sin responder. El sonido de los cubiertos contra la porcelana llenó el vacío. Rowena, en cambio, sentía la mente aún impregnada por las palabras de Arun: «No hay nada que cambiar… solo aprender a escuchar lo que ya eres». La frase vibraba en ella como un eco persistente.

Esa noche, al mirarse a los ojos, supieron que algo entre ellos comenzaba a transformarse. No era visible, ni definido… pero estaba ahí.

Un día, Arun propuso una práctica nueva:

—Hoy no hablaremos hasta el anochecer —dijo—. Observaremos el mundo sin intervenir. Si surge algo, escríbanlo. Pero no lo digan.

Rowena pasó horas sentada en la orilla de un pequeño manantial. El sonido del agua la iba tranquilizando, vio el vuelo de las aves, el movimiento de la hierba, a Mira recogiendo flores sin prisa. Descubrió pensamientos que no sabía que tenía, y debajo de ellos, una paz sin nombre.

Escribió:

Hoy no hablé.

Estuve presente.

De camino a casa, sola con sus pensamientos, sintió tristeza por lo que estaba pasando con Douglas y alegría por lo que empezaba a recordar.

Al día siguiente escribió:

No puedo arrastrar a nadie conmigo.

Solo puedo vivirlo.

Y si eso me separa de quienes amo,

quizás nunca los amé desde mi verdad.

Esa noche tuvo un sueño vívido. Estaba caminando de regreso a casa después de haberse reunido con el grupo de Arun, cuando en medio de unos árboles vio sobre una piedra plana, una pequeña figura de bronce: una diosa con múltiples brazos, serena, imponente, con una flor de loto en una mano. Rowena se acercó lentamente, cuando extendió la mano hacia la figura, sintió un leve hormigueo en la punta de los dedos. Cerró los ojos, y escuchó:

No has venido hasta aquí para quedarte a medio camino.

El río fluye hacia la fuente. La sabiduría te llama donde nació.

El sueño la despertó y en lo profundo de su ser sintió que debía buscar el origen de lo que había empezado a recordar.

Por la tarde, el cielo estaba cubierto, pero no llovía. El aire olía a tierra húmeda. Rowena caminó hacia la casa de reunión semanal a buscar a sus nuevos amigos.

Arun estaba sentado sobre un cojín. Al verla llegar, no se levantó. Solo inclinó la cabeza, y la invitó a sentarse a su lado. Rowena se sentó sin hablar.

—He venido a despedirme —dijo al fin.

Arun la miró, sereno.

—¿De nosotros?

—De Rowena… la que fui.

—¿Y qué harás con la que eres ahora?

Ella respiró profundo.

—Regresaré al origen.

Arun asintió.

—No te enseñamos nada que no supieras, ¿verdad?

Ella sonrió, con los ojos húmedos.

—Solo me ayudaron a recordar.

Se quedaron en silencio. Los demás miembros del grupo empezaban a llegar. Rowena se levantó, abrazó a Arun y luego a Mira.

Al llegar a casa, Douglas no estaba. Había salido a caminar, como solía hacer cuando algo lo inquietaba. Rowena dejó una nota breve, sin justificaciones:

No me voy por falta de amor,

me voy por fidelidad a mi alma.

Gracias por acompañarme hasta aquí.

Recogió su cuaderno, acomodó su ropa en una pequeña maleta y cerró la puerta con suavidad.

Mientras caminaba por las calles de Dean Village hacia la estación Edinburgh Waverley, una ráfaga de viento la envolvió por completo. No como un golpe, sino como un susurro. Y en él, Rowena creyó escuchar las palabras que desde hacía tiempo no necesitaba leer ni escribir:

Lo que eres ya te espera.

Camina.

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