Doris Verónica Martínez Méndez
La
tarde de aquel viernes marchaba sosegada siguiendo el ritmo del viejo reloj del
salón, sin prisas ni tropiezos, rompiendo con cada chasquido el silencio de mi
desahuciada concentración. Frente a la pantalla de la computadora intentaba revelar
lo inefable. Apenas las letras tomaban el valor de avanzar en palabras al suave
ritmo del péndulo, una tecla bastaba para aniquilarlas para siempre. La llamada
telefónica de aquella mañana se repetía desde todos los ángulos de mi memoria, dando
luz a nuevos detalles.
—¿Hola?
El
clic del auricular al otro extremo fue seguido del tuc-tuc-tuc de
la línea cortada. El silencio remanente se llenó de suspicacias.
No
quise darle importancia y lentamente retomé la rutina de mi hogar, pero ya no
era la misma. El breve respiro en el teléfono me halaba en un vórtice en el que
me parecía escucharlo todo: el murmullo de las gotas de lluvia golpeando el
cristal de la ventana, el rumor de los vehículos sobre la avenida, las pisadas
presurosas de la gente chapaleando en la calzada. El brillo de la pantalla de
la computadora empezaba a aturdirme. La página en blanco era la fiel
representación de mi propia mente: muda y desolada, como duna en el desierto.
«Cielo,
lluvia, calle, agua... esa cosa que sirve para cubrirse...», murmuré sin poder
siquiera parpadear por la frustración. «¿Cómo se llama...?».
Aquel
torbellino en mi cabeza crecía cada vez más, succionando de golpe todas las
palabras que hasta el momento conocía, dejando solamente un zumbido que iba
apagando todos los ruidos a mi alrededor.
«Cielo,
agua, mojado, teléfono...» repetía en algún rincón de mi cabeza mientras miraba
el cursor parpadear en la pantalla en blanco.
—¿Renata?
El
sobresalto me sacudió en un fuerte escalofrío al reconocer la figura de Rafael tocando
mi hombro.
—¿Te
encuentras bien? —preguntó y apartó los mechones de pelo de mi rostro.
—¿Cuándo
llegaste?
—Hace
un momento, te saludé, ¿no escuchaste nada de lo que te dije?
Miré
a la puerta y pude identificar aquello que se había extraviado en mi conciencia,
por lo que me levanté a prisa para tomarlo entre mis manos.
—¿Me
puedes decir qué es esto?
Rafael
frunció el ceño con extrañeza y luego esbozó una sonrisa burlona.
—Es
un paraguas, Renata. ¿Qué tienes?
—¡Paraguas!
—repetí con la misma emoción que muestra un niño al conocer una palabra
completamente nueva—. ¿Puedes creer que lo había olvidado?
Rafael
miró hacia la computadora y dio un suave suspiro.
—¿Todavía
nada?
—Nunca
me había pasado esto, Rafael, debo estar enferma...
—Lo
que estás es agotada... Trabajas demasiado últimamente —dijo en un tono que me
supo a reproche—. Es natural que se te escapen las ideas...
—Debe
ser algo más, ¿o cómo explicas que no reconozca las cosas? —insistí y miré
aquel objeto de color azul que todavía escurría las gotas de lluvia—. Paraguas,
Rafael, es tan evidente...
—Deberías
desconectarte un rato, despejar tu mente...
—No
puedo hacer eso —suspiré y dejé el paraguas sobre la mesa—. Sé que la historia está
ahí, escondida, enredada en alguna madeja invisible...
—Por
lo mismo debes distraerte —propuso y se acercó con esa calma despreocupada—. Ya
sabes, uno encuentra las cosas cuando no las está buscando. A ti en lo
particular te pasa con frecuencia.
—Esto
no es como cuando no encuentro mis llaves, Rafael.
—Es
exactamente así y tú lo sabes.
Me
bastó con mirar el negro de sus ojos para encontrar la salida del vacío en el
que me hallaba. Estaba obsesionada por acomodar las letras que se aglutinaban
en mi cabeza, descubrir el hilo suelto por donde desenredar el nudo de mis
ideas: buscar el principio, llegar a un final, en línea recta o en un bucle.
Mientras reconocía en las expresiones de Rafael ese trayecto, el perfume en su
ropa disipaba el misterio. La mezcla de ládano y gardenias que transpiraba los
poros de su piel y la humedad de la lluvia que había caído sobre sus hombros despertaban
mis aletargados sentidos, como lo hacía el aroma del café por la mañana.
Entonces
encontré en sus pupilas el dulce recuerdo del día gris en el que nos conocimos.
Colgaban de sus gruesas pestañas los hilos de una historia repasada en mis
fantasías. Un cuento suelto, fluido, transparente, como arroyo en la montaña, lleno
de todas las palabras imaginables en mi repertorio… pero que habían perdido significado.
En aquella breve epifanía me encerró un mórbido silencio, uno que me hizo
soltar toda imposición delirante de grandeza. Sin esconder mi tristeza, detuve
sus labios y cerré mis ojos.
—Serendipia
—murmuré y él, en su vanidad, fingió entenderme para negarme la realidad.
—Me
debes una —dijo suavemente y me fue soltando, aliviado.
Me
senté frente a la pantalla en blanco y mis manos trémulas se deslizaron en el
teclado como las de un músico en su piano. El clac-clac-clac de las
teclas me parecía una sinfonía perfecta. No tenía pincel ni pinturas, pero el
negro de las letras sobre la hoja en blanco era un paisaje hermoso. Las palabras
se entrelazaban una tras otra como los vagones de un tren que me llevaría a explorar
el mundo hasta descarrilarse. Noté el aroma del café que Rafael preparó para
soportar las horas negras de la noche y la suavidad de la manta que puso rápidamente
sobre mis hombros para escudarme del frío antes de irse a dormir.
Mis dedos se separaron por fin del teclado como si soltaran algo muerto y un sollozo escapó de mi pecho. Tomé un sorbo del café. Estaba tan ralo y sin cuerpo, preparado sin alma. Apenas tibio, la prisa y la indiferencia hicieron apagar la llama antes de que llegara a hervir. Sabía que Rafael había dejado un desastre en la cocina, pero lo negaría, como siempre. Pensé en la respiración que logró deslizarse por la línea telefónica, en el clic y el tuc-tuc-tuc, y ese perfume de gardenias en su piel. Estaba segura de que se encontraba hablando con ella para planear otro encuentro como el de aquella tarde de lluvia.
Entretenida historia
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