María Paz Navea Tolmos
Cuentan los
cuentos —de esos que todos hemos escuchado alguna vez— que, cuando el mundo
todavía era joven, se le confió a un pequeño ratón una misión muy especial:
recolectar los dientes de los niños y dejarles a cambio una moneda. Nadie
imaginaba que, detrás de ese tierno gesto, se escondía una de las tareas más
importantes del mundo mágico: proteger la magia más poderosa del universo, la
que habitaba en cada diente de leche.
Pero lo que no muchos
se atreven a contar es la razón de su desaparición.
La época en la
que el Ratón Pérez recolectaba los dientes de los niños para proteger su magia
había quedado atrás. Ahora, los vendía en el mercado negro, al mejor
postor.
Villanos de
todos los rincones del universo pagaban fortunas por un solo ejemplar, pues bastaba
uno solo de ellos para realizar los más poderosos conjuros, capaces de
desaparecer galaxias enteras o dar vida a lo que nunca existió.
Y Pérez lo sabía.
Lo hacía con plena conciencia. Pero su corazón se había endurecido demasiado.
Tanto, que ahora era el prófugo intergaláctico más buscado por la
justicia. Ya casi nadie lo recordaba como el héroe de antes. Incluso muchos
niños temían pronunciar su nombre y ser despojados de sus dientes de leche.
Una noche, su nuevo
objetivo lo llevó a una casa en el planeta Tierra. En ella, una niña
llamada Samantha dormía profundamente en su habitación. Debajo de su
almohada, guardado con ternura en una bolsita de tela, estaba su primer diente.
Tan mágico como poderoso y perfecto.
Pérez programó su
nave para hacerse diminuta y no despertar la más mínima sospecha. Al llegar a
la habitación, aterrizó suavemente sobre una repisa y se deslizó como una
sombra hacia la cama… sin saber que alguien lo esperaba.
Antonio Pablo
Malévolo, un hada recluta de la Policía Intergaláctica de Protección Dental
Infantil, mejor conocida como la PIPDI, se había escondido con el corazón
agitado y su varita en posición de ataque. ¡Esta era su oportunidad!
Así que, cuando Pérez alargó la pata
para tomar el diente, «¡ZAAAZ!» —una ráfaga mágica iluminó la habitación.
El hada saltó desde su escondite y
el ratón reaccionó al instante, tirando de la almohada con tanta fuerza que, sin
querer, lanzó a la niña fuera de la cama. El diente ya estaba en su
cinturón, pero la pelea apenas comenzaba.
Pérez desenfundó
su espada de energía con un destello azul. Malévolo alzó su varita y en un
abrir y cerrar de ojos, la habitación se convirtió en un campo de batalla. De
pronto, la niña, con los ojos cansados y la cabellera despeinada, preguntó sin
poder creer lo que veía: «¿Eres el Ratón Pérez?»
Ambos se congelaron
en pleno combate. Por la expresión de la niña, parecía ser que era de las pocas
terrícolas que aún no sabía que ese ratón ya no era el mismo de antes.
Al verla con la
boca entreabierta, Pérez notó otro diente flojo. Y, como si fuera parte del
plan, saltó directo hacia ella, lo arrancó y se lanzó por la ventana sin miedo
alguno. No le preocupaba la caída, pues su nave —cual cómplice fiel— estaba
programada para seguir cada uno de sus movimientos.
—¡Nos vemos
pronto, Malévolo! —gritó mientras desaparecía en el cielo estrellado.
Esa noche, Pérez
se llevó dos dientes al riesgo de uno. Dos nuevos ejemplares que vendería
en el mercado negro.
La desdichada
niña fue testigo de todo y no hizo más que quedarse en el suelo, confundida y
apenada, a punto de llorar. No por el dolor de haber perdido un diente —pues
Pérez era un experto sacándolos—, sino por haber visto el verdadero rostro del
ratón. Y él lo sabía, lo habría sabido incluso sin ver sus ojos, pues muchos
años antes, al convertirse en guardián de los dientes, le otorgaron el poder de
leer los sentimientos de los niños que visitaba.
Por décadas,
cumplió su deber con dedicación y honor. Cada noche, se deslizaba por
habitaciones silenciosas, esquivando sombras y peligros. Pero no se detenía a
observar; no quería sentir demasiado, y no dejaría que nada entorpeciera su
misión. Hasta que conoció a Hugo.
Ese encuentro lo
cambió todo. Él era un niño distinto. Bastante soñador y valiente, con una
curiosidad tan viva que parecía chispearle en la mirada. La noche en que se le
cayó su primer diente, no se durmió como los demás. Se quedó despierto,
escondido bajo las sábanas, esperando al ser mágico del que todos hablaban,
pero no muchos habían podido ver.
Cuando Pérez
entró a su habitación, dos ojos enormes lo atraparon con ternura.
—¡Eres real!
—exclamó Hugo, con la voz temblando de emoción—. ¿Qué haces con nuestros
dientes?
Le contó a Hugo
la verdad tras los dientes de leche y sin dudarlo le explicó también cuál era
su misión: proteger su magia de las criaturas más oscuras del universo.
Hugo no
interrumpió. No hizo más preguntas. Solo escuchó, como si cada palabra fuera un
secreto que había estado esperando oír desde siempre, y cuando por fin el sueño
lo vencía, apenas susurró:
—Gracias por
cuidarnos, señor Pérez. Ojalá nos volvamos a ver.
Pérez se quedó un momento más
observando su rostro tranquilo y, movido por una ternura repentina, le concedió
a Hugo un don mágico. Para proteger su curiosidad, eligió el don de la verdad.
Con este, podría saciar siempre su necesidad de encontrar respuestas
verdaderas, sin importar cuán ocultas o difíciles fueran.
El ratón sabía que una
criatura como él no podía regalar su magia así como así, pues esta solo sería
soportada por las almas más puras. Aun conociendo este detalle, estaba
convencido de que el alma de Hugo era una de ellas. Así que, además de
entregarle el don, se despidió rociando polvo mágico sobre su cuerpo para
sellar, con más poder, el don en su alma.
Una vez en su nave, una nueva
sensación empezó a nacer en su pecho. No era rutina ni deber. Era algo más
profundo: propósito.
Entonces dejó de
ver su misión como una labor y comenzó a sentir que era su razón de existir. Para
los niños, él no era solo un recolector de dientes. Era un guardián, su
protector.
Pero no hay héroe
invencible y el trabajo de Pérez estaba agotándolo. Llevaba noches enteras
recorriendo el mundo, sin dormir ni detenerse y su fatiga había comenzado a
notarse físicamente. Fue en ese momento que aparecieron las hadas: brillantes,
elegantes y misteriosas, flotando entre suaves luces y promesas dulces. Al
frente de todas, Livia, su líder, con una sonrisa encantadora y palabras que
parecían música: «Querido Pérez, nosotras podemos ayudarte.»
Sin cuestionarlas mucho, por el cansancio y
la necesidad de apoyo, el ratón aceptó. Al principio, todo fue maravilloso. Las
hadas, vanidosas y ostentosas como siempre, usaron su magia para convertir esta
misión en un acto de fantasía. Sin embargo, pronto descubrieron que los dientes
poseían una magia mucho más poderosa que la suya.
—¿Por qué
compartir esta misión con un ratón? —murmuraban entre ellas—. Nosotras somos
las verdaderas criaturas mágicas.
Mientras tanto,
la salud de Pérez empeoraba con los días. Su cuerpo, antes ágil y ligero, ahora
apenas respondía. Incluso su magia —esa chispa interior que lo había sostenido
durante años— empezaba a desvanecerse. Y una noche, agonizando en su
habitación, recibió la visita de Livia. Sus pasos no hicieron ruido. Solo su
voz, dulce como veneno, rompió el silencio.
—Eres solo
un ratón —le dijo, con una sonrisa vacía—. Ahora que los niños nos prefieren y
tú estás casi moribundo, nosotras nos encargaremos de esta misión.
Evidentemente, no fuiste tan mágico como para soportarla.
Y así
comenzó la traición. Poco después, Livia lo acusó públicamente de robar la
magia de los dientes. Lo difamó ante todas las criaturas encantadas, convirtiendo
la verdad en una fábula que todos quisieron creer.
El juicio
fue una farsa. En medio de sus delirios febriles, Pérez escuchó la sentencia:
«Culpable. Desterrado».
Poco después, fue despojado
de su honor y expulsado de su planeta. Pérez se ocultó durante años en los
rincones más oscuros del universo, como una sombra que alguna vez fue luz. Y
cuando por fin regresó a la Tierra, buscando un último refugio de esperanza,
descubrió la peor de las traiciones: los niños ya no esperaban su visita, ahora
le temían. Las hadas habían torcido la historia, reescribiendo los cuentos,
borrando las memorias y cambiando su nombre por el de un monstruo.
Al enterarse de esto, una
ira incontrolable empezó a brotar en su corazón y cuando alcanzó el punto más
alto, Pérez cambió para siempre. Decidió que todos los dientes recogidos serían
vendidos en el mercado negro. No por necesidad ni codicia, sino como un acto de
desafío y venganza. Sabía que entregar la magia de aquellos ejemplares a otras
criaturas era la única forma de desafiar el poder de las hadas.
Una vez
recuperado por completo, el ratón volvió a hacer lo que mejor sabía: recolectar
dientes. Se movía con precisión, rapidez y una astucia que ninguna otra
criatura podía igualar, siempre un paso adelante. Y las hadas… ni siquiera lo
veían venir.
Después de
cincuenta visitas sin éxito en la recolección de dientes, Livia empezó a
preocuparse y tomó una decisión drástica. Si no podía vencerlo con magia, lo
cazaría con fuerza. Le encomendó la misión a Antonio Pablo Malévolo, el mejor
agente de la PIPDI. Implacable, preciso y con alma de mercenario.
Malévolo lo
enfrentó muchas veces. Demasiadas. En distintos planetas, estaciones espaciales
y dormitorios olvidados por el tiempo. Pero en cada encuentro, sin importar la
estrategia, Pérez siempre lograba escapar una y otra vez. Esto consumía a
Malévolo por dentro, y con cada derrota, la furia en su interior crecía. Tanto,
que ya no planeaba atraparlo… sino destruirlo.
La última batalla
había sido en la habitación de Samantha, una misión que terminó con dos dientes
robados y otro fracaso para el hada cazador. Y ahora, mientras la policía intergaláctica
revisaba escenas vacías y rastros de magia en el aire, Pérez volaba rumbo al
mercado negro, donde lo esperaban criaturas de otras galaxias listas para
comprar los mágicos elementos.
Pero el ratón no
contaba con que sus sentimientos lo traicionarían. No había podido dejar de
pensar en la tristeza de la pequeña durante todo el camino: recordaba su rostro
confundido, sus grandes ojos abiertos y su voz pronunciando su nombre. Y aunque
intentaba ignorarlo, la culpa lo atormentaba.
Cuando aterrizó en la plataforma
flotante del mercado, él bajó de la nave distraído, con la mirada perdida y las patas temblorosas. Fue su
error. Malévolo solo lo aprovechó.
—Sabía que no te
resistirías a vender los dientes de esa niña —le dijo, tras golpearlo con su
varita.
Pérez cayó, el
maletín se le soltó y los dos dientes rodaron sobre el suelo.
—¿Así es como
terminas, Pérez? —preguntó Malévolo, caminando hacia él—. ¿Vendiendo los
recuerdos de quienes alguna vez creyeron en ti? Eres peor que un villano. Eres
una decepción.
El ratón se quedó
en silencio. Esas palabras dolieron más que cualquier hechizo. Intentó
levantarse, pero su cuerpo aún resentía el último combate.
Malévolo, al
verlo callado y adolorido, lo dio por vencido y se giró, apuntando al maletín
con su varita. Este se cerró de golpe y voló directo a sus manos. Pérez
aprovechó el instante y lanzó una nube de polvo dental cegadora.
El hada quedó
desorientada y, entre los gritos de los mercaderes y el caos desatado a su
alrededor, el ratón escapó rodando con dificultad, con el cuerpo maltrecho y el
orgullo aún más herido. Era la primera vez que Pérez huía de una batalla; sin
dientes, sin gloria… y con algo que lo atormentaba mucho más que la derrota: su
conciencia.
No pasó mucho
hasta su próximo enfrentamiento. Uno o dos días como máximo. Pérez se refugiaba
en la Estación Lunar Alfa, un puerto clandestino donde se reunían mercenarios y
contrabandistas de magia. Allí intentó descansar, pero Malévolo no estaba
dispuesto a darle una tregua.
Apenas se sentó
en una mesa del bar, la puerta principal explotó. El hada irrumpió, con su
varita brillando como un sable de luz.
—Se acabó el
juego, Pérez.
El ratón se lanzó
hacia atrás antes de que cortara su mesa en dos. Con esfuerzo, saltó por encima
de un androide borracho y rodó por el suelo, esquivando otra ráfaga de
hechizos. Malévolo lo persiguió, lanzando conjuros que destruían cada rincón
del lugar.
J. Pérez sacó un
pequeño dispositivo cargado de destellos de polvo dental y lo arrojó al suelo.
Cegó momentáneamente al hada y aprovechó la distracción para huir hasta una
vieja estación abandonada.
Pensó que podría
recuperarse, pero en la penumbra, un chasquido heló su sangre.
—Esta vez no
habrá escapatoria —dijo Malévolo, amenazante.
El ratón intentó
moverse, pero una cadena de luz atrapó su pierna, paralizándolo. Malévolo
avanzó con calma, disfrutando de su victoria.
—¿Sabes qué es lo
peor de ti, Pérez? —preguntó Malévolo con tono burlón—. Sigues creyendo que los
niños te recuerdan. Que aún les importas.
Pérez gruñó,
tratando de liberarse, pero las cadenas lo apretaron aún más, manteniéndolo
inmovilizado. Malévolo sacó un pequeño frasco de su bolsillo y le mostró un
diente que brillaba con una luz imposible.
—Este diente… es
especial —dijo, sosteniéndolo frente a él—. Pertenece al único niño que aún
cree en ti.
El corazón de
Pérez se detuvo. Era imposible. Todos los niños lo habían olvidado. Pero
entonces, el recuerdo de una mirada infantil volvió a su mente. ¡Era Hugo! O al
menos eso creía.
Con un último
esfuerzo, Pérez se liberó de las cadenas y se impulsó con fuerza para golpear a
Malévolo. En ese momento, no le importaron las heridas ni el dolor; estaba
decidido a arrebatarle el diente al hada. Haría lo que sea por Hugo. Porque si
ese pequeño aún creía en él, entonces su misión no había terminado.
Con el diente en
sus manos, se embarcó en su nave y puso rumbo a la Tierra. Una vez allí, visitó
la casa en la que Hugo solía vivir, pero para su sorpresa encontró a otro niño
durmiendo en su habitación. Al instante se dio cuenta de que el diente no podía
ser de Hugo... porque ¿cómo podría serlo, si habían pasado décadas? Hugo ya no
era un niño, tal vez ni siquiera recordaba su nombre, ni aquella noche en la
que se conocieron, pensó Pérez.
En esa misma casa
vivía Emilio, un pequeño tan lleno de curiosidad por conocer a Pérez que, al
sentir su primer diente flojo, no dudó en usar el truco del hilo en la puerta
para arrancárselo. Esa misma noche, después de colocar el tesoro bajo la
almohada, se fingió dormido. El ratón, sin embargo, no estaba allí por su
diente; su verdadera intención era encontrar a Hugo, y al no verlo, decidió
marcharse.
Emilio, movido
por una mezcla de audacia y curiosidad, siguió a Pérez hasta el patio de su
casa. Al ver la nave estacionada, no lo dudó: esperó el momento justo, se
escabulló a bordo y se escondió en un compartimento trasero. La nave, como si
lo intuyera, creció un poco más para darle espacio.
El pequeño reunió
aún más valor y, minutos después del despegue, salió de su escondite, decidido
a enfrentar al ratón.
—¡Señor Pérez!
—dijo Emilio, con la voz más firme que un niño de seis años podía poner.
El ratón quedó
paralizado, incapaz de apartar la vista del niño.
—¿Quién eres tú?
¿Qué haces aquí? —preguntó Pérez, pensando que quizás las hadas estaban usando
al niño para atraparlo.
—Soy Emilio,
señor. Mi abuelo me contó sobre usted… sobre quién era realmente. Yo sé que
todavía es el guardián que protege nuestra magia. Solo quería verlo con mis
propios ojos —respondió, mientras avanzaba un paso hacia adelante.
—¡No soy lo que solía ser, Emilio!
—exclamó, lleno de dolor y arrepentimiento—. No después de lo que me hicieron
las hadas.
Emilio salió por
completo de la oscuridad y se acercó a él. Pérez, al mirarlo a los ojos, supo
de inmediato que ese niño poseía destellos de su propia magia.
—¡Hugo es tu
abuelo! —exclamó, atónito, el ratón.
Emilio asintió
con la cabeza y sonrió.
—Así es. Él me ha
contado mucho sobre usted, señor. Yo sé que, en el fondo, sigue siendo el ratón
que alguna vez lo visitó, aunque muchos digan lo contrario.
Las palabras de
Emilio iluminaron los ojos de Pérez. Durante años, el ratón había creído que
todos los niños lo rechazaban, y que solo podía permanecer en sus memorias como
una figura temida. Pero ahí estaba Emilio, mirándolo sin miedo, con los mismos
ojos inocentes y confiados que tenía Hugo.
El ratón se
acercó lentamente a Emilio y él lo tomó entre sus manos con delicadeza. Los
ojos del ratón comenzaron a humedecerse, mientras una mezcla de dolor y
arrepentimiento se abría paso en su corazón.
—Yo nunca quise
convertirme en esto, Emilio. Yo juré ser su guardián, pero las hadas me
traicionaron y arrebataron mi propósito.
Emilio, con una
mirada intensa y sin temor, acercó su rostro al del pequeño ratón.
—Señor Pérez, yo
sé que el ratón que cuidaba nuestra magia sigue aquí. —Le tocó el corazón con
un dedo—. Por favor, no deje que le quiten eso también.
Casi al instante,
un rayo de esperanza atravesó el corazón del ratón. Por primera vez en mucho
tiempo, sintió que aún había un camino de regreso.
En ese momento,
el radar de su nave pitó más fuerte que nunca. J. Pérez supo que Antonio Pablo
Malévolo estaba a punto de alcanzarlo. Miró al pequeño y, con una mezcla de
agradecimiento y tristeza en sus ojos, le dijo: «Emilio, vuelve a casa.
Cuéntales a todos que nunca quise convertirme en un villano. Diles que sigo
siendo su guardián y, aunque no lo crean, los cuidaré hasta mi último aliento».
Rápidamente, el
ratón guio al niño hacia la cápsula de escape, asegurándose de que regresara a
casa sano y salvo. Emilio se despidió del ratón con los ojos llenos de lágrimas
pero a la vez con una sonrisa de esperanza.
La cápsula
despegó y J. Pérez giró su nave hacia las estrellas, preparándose para
enfrentar a Malévolo una vez más. Esta vez, sin embargo, no corría solo. Las
palabras de Emilio resonaban en sus oídos, recordándole todas las fuerzas que
había olvidado que poseía.