jueves, 22 de mayo de 2025

El guardián olvidado

María Paz Navea Tolmos


Cuentan los cuentos —de esos que todos hemos escuchado alguna vez— que, cuando el mundo todavía era joven, se le confió a un pequeño ratón una misión muy especial: recolectar los dientes de los niños y dejarles a cambio una moneda. Nadie imaginaba que, detrás de ese tierno gesto, se escondía una de las tareas más importantes del mundo mágico: proteger la magia más poderosa del universo, la que habitaba en cada diente de leche.

Pero lo que no muchos se atreven a contar es la razón de su desaparición.

La época en la que el Ratón Pérez recolectaba los dientes de los niños para proteger su magia había quedado atrás. Ahora, los vendía en el mercado negro, al mejor postor.

Villanos de todos los rincones del universo pagaban fortunas por un solo ejemplar, pues bastaba uno solo de ellos para realizar los más poderosos conjuros, capaces de desaparecer galaxias enteras o dar vida a lo que nunca existió.

Y Pérez lo sabía. Lo hacía con plena conciencia. Pero su corazón se había endurecido demasiado. Tanto, que ahora era el prófugo intergaláctico más buscado por la justicia. Ya casi nadie lo recordaba como el héroe de antes. Incluso muchos niños temían pronunciar su nombre y ser despojados de sus dientes de leche.

Una noche, su nuevo objetivo lo llevó a una casa en el planeta Tierra. En ella, una niña llamada Samantha dormía profundamente en su habitación. Debajo de su almohada, guardado con ternura en una bolsita de tela, estaba su primer diente. Tan mágico como poderoso y perfecto.

Pérez programó su nave para hacerse diminuta y no despertar la más mínima sospecha. Al llegar a la habitación, aterrizó suavemente sobre una repisa y se deslizó como una sombra hacia la cama… sin saber que alguien lo esperaba.

Antonio Pablo Malévolo, un hada recluta de la Policía Intergaláctica de Protección Dental Infantil, mejor conocida como la PIPDI, se había escondido con el corazón agitado y su varita en posición de ataque. ¡Esta era su oportunidad!

Así que, cuando Pérez alargó la pata para tomar el diente, «¡ZAAAZ!» —una ráfaga mágica iluminó la habitación.

El hada saltó desde su escondite y el ratón reaccionó al instante, tirando de la almohada con tanta fuerza que, sin querer, lanzó a la niña fuera de la cama. El diente ya estaba en su cinturón, pero la pelea apenas comenzaba.

Pérez desenfundó su espada de energía con un destello azul. Malévolo alzó su varita y en un abrir y cerrar de ojos, la habitación se convirtió en un campo de batalla. De pronto, la niña, con los ojos cansados y la cabellera despeinada, preguntó sin poder creer lo que veía: «¿Eres el Ratón Pérez?»

Ambos se congelaron en pleno combate. Por la expresión de la niña, parecía ser que era de las pocas terrícolas que aún no sabía que ese ratón ya no era el mismo de antes.

Al verla con la boca entreabierta, Pérez notó otro diente flojo. Y, como si fuera parte del plan, saltó directo hacia ella, lo arrancó y se lanzó por la ventana sin miedo alguno. No le preocupaba la caída, pues su nave —cual cómplice fiel— estaba programada para seguir cada uno de sus movimientos.

—¡Nos vemos pronto, Malévolo! —gritó mientras desaparecía en el cielo estrellado.

Esa noche, Pérez se llevó dos dientes al riesgo de uno. Dos nuevos ejemplares que vendería en el mercado negro.

La desdichada niña fue testigo de todo y no hizo más que quedarse en el suelo, confundida y apenada, a punto de llorar. No por el dolor de haber perdido un diente —pues Pérez era un experto sacándolos—, sino por haber visto el verdadero rostro del ratón. Y él lo sabía, lo habría sabido incluso sin ver sus ojos, pues muchos años antes, al convertirse en guardián de los dientes, le otorgaron el poder de leer los sentimientos de los niños que visitaba.

Por décadas, cumplió su deber con dedicación y honor. Cada noche, se deslizaba por habitaciones silenciosas, esquivando sombras y peligros. Pero no se detenía a observar; no quería sentir demasiado, y no dejaría que nada entorpeciera su misión. Hasta que conoció a Hugo.

Ese encuentro lo cambió todo. Él era un niño distinto. Bastante soñador y valiente, con una curiosidad tan viva que parecía chispearle en la mirada. La noche en que se le cayó su primer diente, no se durmió como los demás. Se quedó despierto, escondido bajo las sábanas, esperando al ser mágico del que todos hablaban, pero no muchos habían podido ver.

Cuando Pérez entró a su habitación, dos ojos enormes lo atraparon con ternura.

—¡Eres real! —exclamó Hugo, con la voz temblando de emoción—. ¿Qué haces con nuestros dientes?

Pérez se paralizó. Nadie lo había mirado de esa forma. Sin miedo. Sin duda.
Solo con asombro y mucho interés. En ese instante, casi sin darse cuenta, rompió la única regla que le habían impuesto. Y habló.

Le contó a Hugo la verdad tras los dientes de leche y sin dudarlo le explicó también cuál era su misión: proteger su magia de las criaturas más oscuras del universo.

Hugo no interrumpió. No hizo más preguntas. Solo escuchó, como si cada palabra fuera un secreto que había estado esperando oír desde siempre, y cuando por fin el sueño lo vencía, apenas susurró:

—Gracias por cuidarnos, señor Pérez. Ojalá nos volvamos a ver.

Pérez se quedó un momento más observando su rostro tranquilo y, movido por una ternura repentina, le concedió a Hugo un don mágico. Para proteger su curiosidad, eligió el don de la verdad. Con este, podría saciar siempre su necesidad de encontrar respuestas verdaderas, sin importar cuán ocultas o difíciles fueran.

El ratón sabía que una criatura como él no podía regalar su magia así como así, pues esta solo sería soportada por las almas más puras. Aun conociendo este detalle, estaba convencido de que el alma de Hugo era una de ellas. Así que, además de entregarle el don, se despidió rociando polvo mágico sobre su cuerpo para sellar, con más poder, el don en su alma.

Una vez en su nave, una nueva sensación empezó a nacer en su pecho. No era rutina ni deber. Era algo más profundo: propósito.

Entonces dejó de ver su misión como una labor y comenzó a sentir que era su razón de existir. Para los niños, él no era solo un recolector de dientes. Era un guardián, su protector.

Pero no hay héroe invencible y el trabajo de Pérez estaba agotándolo. Llevaba noches enteras recorriendo el mundo, sin dormir ni detenerse y su fatiga había comenzado a notarse físicamente. Fue en ese momento que aparecieron las hadas: brillantes, elegantes y misteriosas, flotando entre suaves luces y promesas dulces. Al frente de todas, Livia, su líder, con una sonrisa encantadora y palabras que parecían música: «Querido Pérez, nosotras podemos ayudarte.»

Sin cuestionarlas mucho, por el cansancio y la necesidad de apoyo, el ratón aceptó. Al principio, todo fue maravilloso. Las hadas, vanidosas y ostentosas como siempre, usaron su magia para convertir esta misión en un acto de fantasía. Sin embargo, pronto descubrieron que los dientes poseían una magia mucho más poderosa que la suya.

—¿Por qué compartir esta misión con un ratón? —murmuraban entre ellas—. Nosotras somos las verdaderas criaturas mágicas.

Mientras tanto, la salud de Pérez empeoraba con los días. Su cuerpo, antes ágil y ligero, ahora apenas respondía. Incluso su magia —esa chispa interior que lo había sostenido durante años— empezaba a desvanecerse. Y una noche, agonizando en su habitación, recibió la visita de Livia. Sus pasos no hicieron ruido. Solo su voz, dulce como veneno, rompió el silencio.

—Eres solo un ratón —le dijo, con una sonrisa vacía—. Ahora que los niños nos prefieren y tú estás casi moribundo, nosotras nos encargaremos de esta misión. Evidentemente, no fuiste tan mágico como para soportarla.

Y así comenzó la traición. Poco después, Livia lo acusó públicamente de robar la magia de los dientes. Lo difamó ante todas las criaturas encantadas, convirtiendo la verdad en una fábula que todos quisieron creer.

El juicio fue una farsa. En medio de sus delirios febriles, Pérez escuchó la sentencia: «Culpable. Desterrado».

Poco después, fue despojado de su honor y expulsado de su planeta. Pérez se ocultó durante años en los rincones más oscuros del universo, como una sombra que alguna vez fue luz. Y cuando por fin regresó a la Tierra, buscando un último refugio de esperanza, descubrió la peor de las traiciones: los niños ya no esperaban su visita, ahora le temían. Las hadas habían torcido la historia, reescribiendo los cuentos, borrando las memorias y cambiando su nombre por el de un monstruo.

Al enterarse de esto, una ira incontrolable empezó a brotar en su corazón y cuando alcanzó el punto más alto, Pérez cambió para siempre. Decidió que todos los dientes recogidos serían vendidos en el mercado negro. No por necesidad ni codicia, sino como un acto de desafío y venganza. Sabía que entregar la magia de aquellos ejemplares a otras criaturas era la única forma de desafiar el poder de las hadas.  

Una vez recuperado por completo, el ratón volvió a hacer lo que mejor sabía: recolectar dientes. Se movía con precisión, rapidez y una astucia que ninguna otra criatura podía igualar, siempre un paso adelante. Y las hadas… ni siquiera lo veían venir.

Después de cincuenta visitas sin éxito en la recolección de dientes, Livia empezó a preocuparse y tomó una decisión drástica. Si no podía vencerlo con magia, lo cazaría con fuerza. Le encomendó la misión a Antonio Pablo Malévolo, el mejor agente de la PIPDI. Implacable, preciso y con alma de mercenario.

Malévolo lo enfrentó muchas veces. Demasiadas. En distintos planetas, estaciones espaciales y dormitorios olvidados por el tiempo. Pero en cada encuentro, sin importar la estrategia, Pérez siempre lograba escapar una y otra vez. Esto consumía a Malévolo por dentro, y con cada derrota, la furia en su interior crecía. Tanto, que ya no planeaba atraparlo… sino destruirlo.

La última batalla había sido en la habitación de Samantha, una misión que terminó con dos dientes robados y otro fracaso para el hada cazador. Y ahora, mientras la policía intergaláctica revisaba escenas vacías y rastros de magia en el aire, Pérez volaba rumbo al mercado negro, donde lo esperaban criaturas de otras galaxias listas para comprar los mágicos elementos.

Pero el ratón no contaba con que sus sentimientos lo traicionarían. No había podido dejar de pensar en la tristeza de la pequeña durante todo el camino: recordaba su rostro confundido, sus grandes ojos abiertos y su voz pronunciando su nombre. Y aunque intentaba ignorarlo, la culpa lo atormentaba.

Cuando aterrizó en la plataforma flotante del mercado, él bajó de la nave distraído, con la mirada perdida y las patas temblorosas. Fue su error. Malévolo solo lo aprovechó.

—Sabía que no te resistirías a vender los dientes de esa niña —le dijo, tras golpearlo con su varita.

Pérez cayó, el maletín se le soltó y los dos dientes rodaron sobre el suelo.

—¿Así es como terminas, Pérez? —preguntó Malévolo, caminando hacia él—. ¿Vendiendo los recuerdos de quienes alguna vez creyeron en ti? Eres peor que un villano. Eres una decepción.

El ratón se quedó en silencio. Esas palabras dolieron más que cualquier hechizo. Intentó levantarse, pero su cuerpo aún resentía el último combate.

Malévolo, al verlo callado y adolorido, lo dio por vencido y se giró, apuntando al maletín con su varita. Este se cerró de golpe y voló directo a sus manos. Pérez aprovechó el instante y lanzó una nube de polvo dental cegadora.

El hada quedó desorientada y, entre los gritos de los mercaderes y el caos desatado a su alrededor, el ratón escapó rodando con dificultad, con el cuerpo maltrecho y el orgullo aún más herido. Era la primera vez que Pérez huía de una batalla; sin dientes, sin gloria… y con algo que lo atormentaba mucho más que la derrota: su conciencia.

No pasó mucho hasta su próximo enfrentamiento. Uno o dos días como máximo. Pérez se refugiaba en la Estación Lunar Alfa, un puerto clandestino donde se reunían mercenarios y contrabandistas de magia. Allí intentó descansar, pero Malévolo no estaba dispuesto a darle una tregua.

Apenas se sentó en una mesa del bar, la puerta principal explotó. El hada irrumpió, con su varita brillando como un sable de luz.

—Se acabó el juego, Pérez.

El ratón se lanzó hacia atrás antes de que cortara su mesa en dos. Con esfuerzo, saltó por encima de un androide borracho y rodó por el suelo, esquivando otra ráfaga de hechizos. Malévolo lo persiguió, lanzando conjuros que destruían cada rincón del lugar.

J. Pérez sacó un pequeño dispositivo cargado de destellos de polvo dental y lo arrojó al suelo. Cegó momentáneamente al hada y aprovechó la distracción para huir hasta una vieja estación abandonada.

Pensó que podría recuperarse, pero en la penumbra, un chasquido heló su sangre.

—Esta vez no habrá escapatoria —dijo Malévolo, amenazante.

El ratón intentó moverse, pero una cadena de luz atrapó su pierna, paralizándolo. Malévolo avanzó con calma, disfrutando de su victoria.

—¿Sabes qué es lo peor de ti, Pérez? —preguntó Malévolo con tono burlón—. Sigues creyendo que los niños te recuerdan. Que aún les importas.

Pérez gruñó, tratando de liberarse, pero las cadenas lo apretaron aún más, manteniéndolo inmovilizado. Malévolo sacó un pequeño frasco de su bolsillo y le mostró un diente que brillaba con una luz imposible.

—Este diente… es especial —dijo, sosteniéndolo frente a él—. Pertenece al único niño que aún cree en ti.

El corazón de Pérez se detuvo. Era imposible. Todos los niños lo habían olvidado. Pero entonces, el recuerdo de una mirada infantil volvió a su mente. ¡Era Hugo! O al menos eso creía.

Con un último esfuerzo, Pérez se liberó de las cadenas y se impulsó con fuerza para golpear a Malévolo. En ese momento, no le importaron las heridas ni el dolor; estaba decidido a arrebatarle el diente al hada. Haría lo que sea por Hugo. Porque si ese pequeño aún creía en él, entonces su misión no había terminado.

Con el diente en sus manos, se embarcó en su nave y puso rumbo a la Tierra. Una vez allí, visitó la casa en la que Hugo solía vivir, pero para su sorpresa encontró a otro niño durmiendo en su habitación. Al instante se dio cuenta de que el diente no podía ser de Hugo... porque ¿cómo podría serlo, si habían pasado décadas? Hugo ya no era un niño, tal vez ni siquiera recordaba su nombre, ni aquella noche en la que se conocieron, pensó Pérez.

En esa misma casa vivía Emilio, un pequeño tan lleno de curiosidad por conocer a Pérez que, al sentir su primer diente flojo, no dudó en usar el truco del hilo en la puerta para arrancárselo. Esa misma noche, después de colocar el tesoro bajo la almohada, se fingió dormido. El ratón, sin embargo, no estaba allí por su diente; su verdadera intención era encontrar a Hugo, y al no verlo, decidió marcharse.

Emilio, movido por una mezcla de audacia y curiosidad, siguió a Pérez hasta el patio de su casa. Al ver la nave estacionada, no lo dudó: esperó el momento justo, se escabulló a bordo y se escondió en un compartimento trasero. La nave, como si lo intuyera, creció un poco más para darle espacio.

El pequeño reunió aún más valor y, minutos después del despegue, salió de su escondite, decidido a enfrentar al ratón.

—¡Señor Pérez! —dijo Emilio, con la voz más firme que un niño de seis años podía poner.

El ratón quedó paralizado, incapaz de apartar la vista del niño.

—¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? —preguntó Pérez, pensando que quizás las hadas estaban usando al niño para atraparlo.

—Soy Emilio, señor. Mi abuelo me contó sobre usted… sobre quién era realmente. Yo sé que todavía es el guardián que protege nuestra magia. Solo quería verlo con mis propios ojos —respondió, mientras avanzaba un paso hacia adelante.

—¡No soy lo que solía ser, Emilio! —exclamó, lleno de dolor y arrepentimiento—. No después de lo que me hicieron las hadas.

Emilio salió por completo de la oscuridad y se acercó a él. Pérez, al mirarlo a los ojos, supo de inmediato que ese niño poseía destellos de su propia magia. 

—¡Hugo es tu abuelo! —exclamó, atónito, el ratón.

Emilio asintió con la cabeza y sonrió.

—Así es. Él me ha contado mucho sobre usted, señor. Yo sé que, en el fondo, sigue siendo el ratón que alguna vez lo visitó, aunque muchos digan lo contrario.

Las palabras de Emilio iluminaron los ojos de Pérez. Durante años, el ratón había creído que todos los niños lo rechazaban, y que solo podía permanecer en sus memorias como una figura temida. Pero ahí estaba Emilio, mirándolo sin miedo, con los mismos ojos inocentes y confiados que tenía Hugo.

El ratón se acercó lentamente a Emilio y él lo tomó entre sus manos con delicadeza. Los ojos del ratón comenzaron a humedecerse, mientras una mezcla de dolor y arrepentimiento se abría paso en su corazón.

—Yo nunca quise convertirme en esto, Emilio. Yo juré ser su guardián, pero las hadas me traicionaron y arrebataron mi propósito.

Emilio, con una mirada intensa y sin temor, acercó su rostro al del pequeño ratón.

—Señor Pérez, yo sé que el ratón que cuidaba nuestra magia sigue aquí. —Le tocó el corazón con un dedo—. Por favor, no deje que le quiten eso también.

Casi al instante, un rayo de esperanza atravesó el corazón del ratón. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que aún había un camino de regreso.

En ese momento, el radar de su nave pitó más fuerte que nunca. J. Pérez supo que Antonio Pablo Malévolo estaba a punto de alcanzarlo. Miró al pequeño y, con una mezcla de agradecimiento y tristeza en sus ojos, le dijo: «Emilio, vuelve a casa. Cuéntales a todos que nunca quise convertirme en un villano. Diles que sigo siendo su guardián y, aunque no lo crean, los cuidaré hasta mi último aliento».

Rápidamente, el ratón guio al niño hacia la cápsula de escape, asegurándose de que regresara a casa sano y salvo. Emilio se despidió del ratón con los ojos llenos de lágrimas pero a la vez con una sonrisa de esperanza.

La cápsula despegó y J. Pérez giró su nave hacia las estrellas, preparándose para enfrentar a Malévolo una vez más. Esta vez, sin embargo, no corría solo. Las palabras de Emilio resonaban en sus oídos, recordándole todas las fuerzas que había olvidado que poseía.

Con una última mirada hacia la Tierra, el ratón se prometió a sí mismo que recuperaría su misión original, limpiaría su nombre y haría que los niños creyeran en él una vez más.

En su corazón, J. Pérez había renacido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario