jueves, 1 de mayo de 2025

Luigi Fantino: una verdadera historia de ficción

Luis Orellana Díaz


A simple vista, escribir puede ser tan natural como respirar. Sentarse frente a un bloc armado con una pluma, acudir al pasado por algunos recuerdos, mezclarlos con algo de fantasía, cocerlos con una pizca de humor o de nostalgia, cosas por el estilo. —Se entiende que posees de antemano competencias necesarias como el lenguaje y la pericia para llenar folios con tu puño y letra—. Fantino, en su juventud un escritor galardonado, ahora era historia. Habían pasado tres décadas desde que retornó de Europa en medio de halagos y celebraciones. La diosa de la fama lo acogió en sus brazos antes de cumplir la mayoría de edad. No podía ser de otro modo: poseía una mente prodigiosa volcada sobre los libros desde la infancia, era apuesto y de verbo fácil, con ese… no sé qué, que la gente llama carisma. 

Su padre, un marino mercante italiano que recaló en un puerto del Pacífico ecuatorial huyendo de la guerra, terminó como dueño de la piscifactoría más grande de la zona. Su madre, una aristócrata porteña hija de un magnate bananero, lloró a mares cuando a su pequeño Luigi lo arrancaron de sus brazos y lo enviaron a estudiar en Florencia. Pero ¿quién se acuerda de ello? Hoy es un obscuro habitante, uno más, de la pujante ciudad porteña. Su encarnizada batalla con la heroína lo volvió silencioso y desconfiado. 

De aquel largo y fatídico romance con la diosa de la amapola, quedaban los escombros: un yonqui reciclado de barba canosa y rala, de nariz protuberante, con profundas entradas en la frente, alto y delgado, pero ventrudo. Sus ojos perdidos bajo unos párpados lívidos parecen mirarte desde el fondo del averno. Solo cuando sonríe se deja ver en él una veta de humanidad, el último rastro de aquel joven prodigio que llegó una tarde soleada a Cabo Azul, su tierra natal, con la fama de novelista laureado. 

Ahora que andaba limpio, tras décadas sobreviviendo en el marasmo de las drogas; ahora que estaba a flote, pero «sin ningún puerto a la vista» —como solía decir con sarcástica sonrisa—, buscaba el sentido de su vida. Lo «rifó» casi todo: familia, fortuna, por no hablar de los cientos de historias regadas en cuadernos carcomidos por la humedad, o en sucias servilletas extraviadas entre bares y fondas de mala muerte. Excepto su casa, un chalet semivacío, de paredes desnudas, con amplias habitaciones llenas de luz que hacían más grande su soledad, no le quedaba mucho: el bote en el que laboraba y cientos de libros desperdigados por los rincones. Había vendido o empeñado lo que podía tener valor en el mercado: pinturas, muebles, incluso las medallas y diplomas recibidos por su novela.  

La casa estaba encaramada en lo alto de un acantilado, a un costado de la bahía. El flanco derecho, expuesto constantemente a la brisa que procedía del mar, le daba a la construcción el aspecto de un viejo navío corroído por el salitre. En otros tiempos —vivos aún sus padres— fue escenario de fiestas y celebraciones; luego, el nido de un hogar con dos «gaviotas» que volaron muy temprano. Tras el abandono de su esposa, se convirtió en guarida de adictos y hotel de paso para mujeres de turno que compartieron con él vicios y fortuna. Hace rato que la hubiese vendido, de no ser un bien patrimonial. En varias ocasiones intentó restaurarla, pero los fondos después de su caída nunca fueron suficientes. 

Ya derrotado, en sus períodos de sobriedad —cuando el «mono» de la abstinencia no lo poseía— probó oficios varios: bisutero, repartidor, ayudante de cocina siempre expuesto a las burlas de aquellos que alguna vez envidiaron sus dones y su fama. Vagando por los muelles conoció el mundo de la pesca. Se inició como ayudante en botes de viejos pescadores. Con el tiempo el mar lo redimió: su silencio, su paz, la calma con que a veces le mecía vaciaban su mente de remordimientos, solo entonces podía escuchar el susurro de sus personajes y, de a poco, adivinar el fondo de sus historias. Porque nunca se olvidó de escribir, de cuando en cuando, algo suyo aparecía en la gaceta local bajo un seudónimo que mantenía su anonimato. 

Su rutina era levantarse antes del alba, preparar las líneas, cargar los señuelos, remendar las redes conforme iba rumiando sus teorías, descubriendo a sus personajes, conociéndolos a fondo hasta enamorarse de ellos. Sentir que sus sufrimientos eran su propio sufrimiento: «Si no conoces a tu personaje, si no lo ves desnudo, si no amas sus virtudes ni odias sus defectos, no lo ubiques en el teatro de la historia, porque el escenario y la trama emanan de ellos como la energía de la materia». Tenía sus fórmulas, a veces elocuentes, a veces enigmáticas. Mar adentro, lejos de los dealers, en el paraje de su soledad, prefería el sonido de las olas, el murmullo de la brisa a las voces de los hombres. «De la rosa —de ayer— solo nos queda el nombre», parodiaba a Eco recordando el runrún de la muchedumbre en sus tiempos de gloria. 

Construyó su propio bote para evitar las contingencias de sus antiguos patrones, los pagos miserables y los malos tratos de algunos pescadores que lo conocieron en el vicio. Se echaba al mar temprano iluminado por los faros de la avenida que bordeaba la rivera y regresaba después del mediodía. Vendía la pesca en hoteles o restaurantes esparcidos a lo largo de la playa. A veces almorzaba en alguno de ellos algo frugal, cuando no llevaba una pieza de bonito o de bacalao para cocinar en casa. La humilde labor de un pescador era lo justo para sus aspiraciones, disponía de la tarde y de la noche para escribir: el único antídoto contra el sinsentido de su vida.  

Una idea persistía en sus cavilaciones: escribir una última obra. Algo catastrófico que, «acabara con esta humanidad absurda… aunque sea en el papel», solía repetir para sus adentros. Una guerra, una epidemia, quizá un apocalipsis tecnológico —en un mundo enganchado en las redes sociales, la imagen de los humanos agonizando como los peces que atrapaba en sus mallas de pesca le parecía premonitoria—, era lo que estaba de moda. Pero no sabía de tecnologías, es más, las detestaba. Cuando le hablaban de las bondades de los móviles, los ordenadores y la web, opinaba que ya había tenido suficiente con las drogas como para descender al abismo inhumano de los algoritmos. «Salir de las llamas para caer en las brasas», sonreía. 

Como escritor de descubrimiento decidió partir de personajes simples e irlos conflictuando según el argumento fuese tomando cuerpo. Un argumento que consistiera en múltiples arcos de tramas, que, sucediéndose al unísono en el orbe, confluyeran en un momento y circunstancia común para todos ellos. Según él, en este cruce de caminos debían terminar las narrativas individuales y comenzar la historia colectiva, algo así como un plot point general que diera un giro sorpresivo a todas y cada una de las narraciones iniciales. Un deseo sería el norte para la totalidad de sus personajes: sobrevivir al apocalipsis. El escenario aún estaba por verse: la tercera guerra mundial, la rebelión de las máquinas o el día del juicio final. Debía escribirla, ya no por vocación, sino para reafirmar el sentido de su vida frente a quienes un día lo amaron; incluso por venganza, por silenciar las burlas y desprecios de aquellos que habían sido sus «amigos». 

Después de cada faena de pesca, entre el café de la tarde y los antiácidos de la noche, trabajaba en su nuevo manuscrito. Siempre fascinado por el inagotable despliegue de imágenes que emergen de un párrafo, en esa ecuación cuasi alquímica entre dos mentes: la fija en el papel y la caleidoscópica mente del lector, era allí donde sucedía la magia. Pasaba las horas más gratas de su vida sumergido en el mundo de la tinta y la celulosa. Cada noche antes de acostarse dejaba a mano los aperos para la pesca del día siguiente y ordenaba su escritorio. Se aferraba a sus rutinas sin desviarse un ápice, sabiendo que, al romperlas, podía deslizarse hacia el abismo de su antiguo vicio. 

Cuando tomó la decisión de comenzar a escribirla, se apoyó en los oráculos. Estos le brindarían a su novela esa atmósfera de presagio que tanto gusta al lector. Desempolvó el libro de Nostradamus: Las Profecías y lo puso junto con el Nuevo Testamento sobre una parva de periódicos que yacían en su mesa de trabajo. Al día siguiente después de la pesca, buscaría con la precisión de un relojero esa fecha de inicio. Se acostó tarde hojeando periódicos, algunas cuartetas de Las Profecías y repasando versículos del Apocalipsis de san Juan; llevándose ideas y personajes en la mente para rumiarlos durante la faena de pesca. Sabía que gran parte del proceso de escribir historias no ocurría frente al escritorio. 

A la mañana siguiente, con el mar en calma, navegaba tras un banco de albacoras. Con la mano tensa en el sedal, su mente tejía posibles escenarios: «El 11-S, la caída de las Torres Gemelas, es un buen punto de partida hacia una catástrofe mundial», especulaba.  Disponía de todo el legado de Osama bin Laden para desarrollar una línea argumental que condujera hasta la explosión de una bomba nuclear. Sus personajes estarían desperdigados en los diarios a partir de esa fecha. Había que sumergirse en los montones de periódicos que le regalaban en la gaceta para la que escribía desde hace años y que se arrumaban en los rincones de la casa. Esa tarde averiguó que el 11-S cayó en martes. 

Así se pasó semanas combinando escenarios y personajes, trazando diferentes arcos de tramas y urdiéndolos, pero se sentía atascado. Se volvió supersticioso por influencia de premoniciones y epifanías. Un buen día despertó con la certeza de que una mala energía rondaba en la casa. Machete en mano taló unas matas de «guanto» que crecían silvestres en la entrada, había leído sobre ellas y sobre el poder maléfico que duerme en sus flores. Abrió las ventanas y aireó los cuartos. Cubrió el único espejo que tenía en el baño para no enfrentarse a su mirada siniestra. Estaba decidido a eliminar todo influjo que pudiera interferir en su clarividencia. Tuvo la precaución de levantarse con el pie derecho como solía recomendarle su madre y antes de ir a la cama repetir mantras indescifrables con la esperanza de que le infundieran sueños reveladores. 

La temporada alta de turismo estaba por comenzar, los hoteles y restaurantes se abastecían de provisiones. La demanda de frutos de mar crecía, pero los aguajes de inicios de diciembre lo tenían varado en tierra. Mañanas grises se sucedían entre aguaceros y lloviznas. Tardes plúmbeas, ventosas, con oleajes que amenazaban devorar las cabañas a lo largo de la playa. El puerto y la ciudad, al otro lado de la bahía, seguían su rumbo. Él solía bajar al centro los fines de semana a dotarse de lo necesario y se marchaba tan pronto como llegaba. Sin poder hacerse al mar, esa mañana se adentró en la ciudad evitando, claro está, esos lugares manidos donde los dealers y los «tiburones» de las drogas merodeaban. 

Sentado en el parque de la Unión, contempló a la gente apresurada, absorta en asuntos triviales. La cantinela de los voceadores y el ruido de los autos que se apretujaban por acceder a un mercado cercano lo distrajeron de sus meditaciones. Se levantó y siguió la avenida que bordeaba los acantilados hasta la parte más saliente del cabo, donde se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Desde esa atalaya miró hacia el sur: el mar embravecido devoraba las rocas del acantilado ya resignadas a su carácter voluble. Más allá, hacia el sur profundo, la gran bahía, otra ora luminosa de un turquesa transparente, permanecía sumergida en un banco de nubes amenazantes. Algunas gaviotas extraviadas volaban bajo buscando refugio. 

Acostumbrado al mar, conocía la inclemencia de los elementos y la aceptaba, porque detrás de ella no había más voluntad que las leyes naturales. El oportunismo, la ingratitud, la «inclemencia» de la gente era lo que no podía perdonar. Mirando al norte, contemplando la ciudad, sintió como el rencor le enturbiaba la mirada pensando en los miles de seres que poblaban esa colmena sucia y humeante, en las tantas historias truculentas que se incubaban bajo cada tejado, detrás de cada ventana… Ignorando las protervas intenciones de nuestro personaje, la metrópoli se extendía turbulenta tierra adentro hacia la base de la montaña, hasta unas tres millas de la playa. Era un puerto de aguas poco profundas donde florecía el comercio de la pesca. 

Esa tarde, sus planes cambiaron. Un apocalipsis atómico no bastaba para hacer justicia, debía ser un mal gradual, una lenta agonía, porque la humanidad merecía eso y más. Largas horas ojeando revistas y periódicos le sugirieron diferentes argumentos y todo tipo de personajes y tramas. Pero fantasear contra el marco de la historia era demasiado alambicado. Los hechos ya estaban cristalizados en las noticias y a sus personajes le quedaba poco o ningún margen para la imaginación. Luego de tantas horas de comerse el «coco», decidió empezar in medias res, con la certeza de que algo apocalíptico se cernía en el aire: guerras, calentamiento global, corrupción mundial… No en vano los predicadores sabatinos anunciaban el fin de los tiempos. La mañana del veintisiete de diciembre del dos mil diecinueve descubrió en un puesto de revistas una noticia de portada: era lo que estaba esperando. 

«Varios casos de neumonía atípica se reportan en los hospitales de Wuhan, China. Las autoridades sanitarias aseguran tener todo bajo control…». 

¡Un virus respiratorio! La leyó meticulosamente, y sin tiempo que perder, se puso manos a la obra. A pesar de su reticencia para ir a la ciudad acudió a la biblioteca. Investigó lo que había disponible sobre la influenza española de mil novecientos dieciocho, el cólera, la peste negra y las plagas que azotaron a la humanidad desde la Edad Media. Lo hizo para tomarle el pulso al fenómeno: ¿Cuáles podrían ser las variaciones psicológicas de los individuos?, ¿cuáles las socio-antropológicas? Todo para medir los comportamientos del grupo humano y las modificaciones culturales que una epidemia podría provocar. Descubrió que, en el noventa y siete en China y en el veinte y dos en México, se hablaba de un virus aviar con la potencialidad de desatar una pandemia: el H5N1. «¿Quizá era el mismo?  Comenzó a redactar: 

                 Las metrópolis del siglo XXI se desplazaban hacia el futuro a una velocidad de vértigo. La humanidad había alcanzado el Fin de la Historia vaticinada por Fukuyama. La Aldea Global de McLuhan florecía bajo un cielo con más satélites que estrellas y en los ciclotrones se trituraba el átomo hasta tocar a la partícula de Dios. Eran días de grandes promesas: El mapa del genoma se exponía obscenamente en los laboratorios y una nueva raza de programadores diseñaba un cerebro universal al cual llamaba: Inteligencia Artificial. Se habían superado las especulaciones más audaces de la ciencia ficción. Pero adentro, en el mundo de carne y hueso, en el mundo de a pie; la humanidad agonizaba de soledad, de mezquindad, de injusticia. Eran todos contra todos envueltos en el celofán de lo políticamente correcto. Sin saberlo, el mito de Sísifo latía en cada hombre o mujer que se explotaba a sí mismo hasta el cansancio, sin sentido alguno. 

                 Una madrugada, a fines de diciembre del dos mil diecinueve, Jiang Xiao despertó empapado en sudor. Emergió de un sueño absurdo: se ahogaba en una gigantesca piscina llena de sangre. Su madre fallecida, le llamaba desde el borde con los brazos abiertos como invitándole. El rostro de la mujer emanaba paz, pero Xiao la miraba desconfiado. La sentía extraña, como una impostora que le atraía con engaños. Ella chapoteaba con los pies el líquido sanguinolento y entre salmos indescifrables repetía el nombre de su hijo: «Xiao, mi pequeño Xiao…» Continuaba delirando aún despierto. Tenía la impresión de que alguien lo estaba observando. Unas lágrimas, como de lava, le quemaron las mejillas recordando a la madre que solía despertarle para ir a la escuela. Era la fiebre… La sensación de ahogarse no lo abandonaría hasta que falleció unas semanas después. 

                 Fue un ingeniero genético, trabajaba para el Instituto de Virología de Wuhan manipulando secciones de genomas virales, una labor tipificada como secreta. Días antes del extraño sueño se había reunido con sus amigos en un bar y por la noche fue al teatro de la ópera con su compañera sentimental, sin contar las veces que acudió a un mercado cercano a consumir mariscos… 

La teoría del virus escapado del laboratorio era la más atractiva y para nada peregrina en el mundo de la conspiranoia. Continuó su historia describiendo al personaje y ubicándole en los posibles escenarios desde donde se desarrollarían las nuevas líneas de contagio. 

Antes del fin de año, el buen clima regresó a Cabo Azul y Luigi se hizo al mar, y aunque esa mañana la pesca no fue generosa, atrapó una albacora de tamaño regular. No sé lamentó de su suerte como otras veces, tenía suficiente para su consumo. Las redes de arrastre de un barco factoría chino había peinado la zona durante la noche y aún se lo podía divisar alejándose hacia el horizonte. Mientras desarrollaba sus teorías apocalípticas y dialogaba con sus personajes, se dejó ir persiguiendo a una familia de jorobadas que saltaban a unas cuantas brazas del bote jugando con su ternero. Al mediodía detuvo la marcha para almorzar, y ojeando el periódico de la tarde anterior descubrió una noticia: 

«Clausuran mercado de mariscos en Wuhan. Veinte y siete casos de enfermedad respiratoria están relacionados con este mercado de productos húmedos…». 

En ese instante cobró conciencia de que un corazón latía en su pecho. «¡Eureka!», gritó poniéndose de pie —como cuentan que un día lo hizo Arquímedes—. Las páginas que llevaba escritas iban bien encaminadas. De vuelta a su escritorio ubicó a nuevos personajes en el Mercado de Wuhan: 

                 Domingo veinte y nueve de diciembre del dos mil diecinueve, cuatro con cuarenta y cinco. Liao se levantó adolorido y con el pecho cerrado. La noche anterior su esposa le preparó una infusión de té con jengibre para combatir un resfriado. Tenía la esperanza de amanecer mejor. Afuera, la fina llovizna le imprime una pátina charolada a la calzada bajo el influjo de una marquesina color rosa. Su bicicleta es suficiente para salvar la distancia de seis kilómetros que separa su departamento del Mercado Mayorista de Mariscos de Huanan en Wuhan donde laboraba. Esa mañana, por precaución, su esposa le recomendó tomar un Uber. Iba tosiendo dentro del auto mientras charlaba con el conductor. 

                 Una luz intensa deslumbra los cuerpos gelatinosos de pulpos, serpientes y murciélagos que Liao acomoda en las vitrinas de su puesto de ventas. Aún enfermo, tenía que atender el negocio, su mujer estaba sin trabajo y su niño pequeño requería cuidados especiales. En la tienda vecina, bandejas con todo tipo de insectos son ordenadas en sus respectivos estantes. Los camiones repartidores hacen una lenta fila en la entrada de carga. Un inspector, con casco y chaleco naranja, revisa meticulosamente los productos que se venderán… 

Para fin de año el gobierno chino tuvo que reconocer que la epidemia respiratoria se le fue de las manos y no le quedó más remedio que hacerlo público. Para entonces, Fantino había desarrollado varias de sus líneas y sus personajes se distribuían por el mundo llevando el virus letal. Aeropuertos, terminales terrestres eran los escenarios que describía en ese momento.  En los medios y en las redes comenzaba a sonar la noticia de una epidemia. Él iba un paso adelante, en su historia, Wuhan ya estaba en cuarentena y la enfermedad era una pandemia. Había descrito casos en Alemania en Francia y otros países de Europa. Días después describió contagios en Norte América y luego en América del Sur.   

Las primeras imágenes de ciudades desiertas, hospitales abarrotados y operadores de salud embutidos en trajes de protección dieron la vuelta al mundo. Para Fantino, mirar en la realidad aquello que había descrito a la perfección apenas unos días antes, ya no le causó asombro. Se convencía cada vez más de que su pluma era la que vaticinaba el destino de la humanidad. Se metió de lleno a descifrar Las Profecías. Describió con lujo de detalles la paranoia de la gente encerrada en sus casas, levantando muros, desinfectando hasta los víveres que llegaban a sus puertas. Describió relaciones sociales fracturadas y cómo el pánico a la muerte diluía amistades y familias.   

Cuando redactaba los primeros contagiados en Cabo azul, dejó la pesca y se dedicó a su novela de lleno, adelantándose a los acontecimientos. Es más, tratando de dirigirlos según sus designios. Días después la alarma llegó a Cabo Azul y comenzaron a surgir los primeros contagios entre sus coterráneos, Fantino estaba desatado llenando páginas como un iluminado. Sus personajes hacían fila en los hospitales consumidos por fiebres y tosiendo sin control, o colmaban las salas de cuidados intensivos conectados a los respiradores. Otros, por fin, desbordaban las morgues y yacían en los corredores embalados en fundas negras con solo una etiqueta numerada que hacía referencia a sus fichas de identificación. En su imaginación la epidemia reptaba bajo las puertas, se deslizaba por los tragaluces y las chimeneas como un ente con voluntad propia.  El miedo a la muerte, convertido en recelo hacia propios y extraños, se   volvió la norma. 

Los días pasaron y una realidad dantesca se apoderó de Cabo Azul. Se decretó el toque de queda y se militarizó las calles del puerto. Para entonces la cepa viral ya tenía nombre: COVID 19. Los borborigmos de la urbe, que como una masa indigesta se extendía sobre el cabo, quedaron en silencio. De vez en cuando, esa quietud hipnótica se interrumpía con el sonido de alguna ambulancia. Desde la terraza de su casa, en lo alto del acantilado, Fantino contemplaba la zona posterior de la ciudad, que se extendía como un cáncer infiltrándose en las colinas. Cuando el viento cambiaba de dirección, le llegaban de lleno el bramido de las olas y ese olor a salmuera de los bacalaos amontonados en las bodegas por el cierre de los mercados. Una alegría velada encendió su mente, aunque luego se transformó en vergüenza. 

Cansado de escribir, se detenía a contemplar Cabo Azul tomado por la plaga. Convencido más que nunca de la labor profética de su novela, veía a la ciudad con los ojos de un Nerón mirando arder Roma. Pero este paisaje, a simple vista, no tenía nada de catástrofe, más bien, lucía como una bendición para la naturaleza. Los botes artesanales varados en la playa, cubiertos de arena por el viento, reverdecían con una alfombra de fino pasto. La ruta del Spondylus, la arteria principal que recorría el puerto, libre de tráfico, desolada, semejaba una cinta gris cosida con puntadas blancas y amarillas a los bordes sinuosos de la bahía. Por la mañana, las iguanas se calentaban sobre el asfalto sin temor a los autos y, a veces, se veía cruzar a algún venado de cola blanca por la carretera. Unos gatos, acicateados por el hambre, invadían en las noches su cocina. Como nunca antes un grupo de lobos marinos descansaban sobre la arena. Los más jóvenes, incluso, se aventuraban por las calles cercanas a la playa. 

Aunque desde su terraza no podía contemplar los muelles, los adivinaba quietos: no más sirenas de barcos, ni ruido de máquinas, ni esmog escapando de las fábricas.  Convencido de que era cuestión de tiempo para que no quede un solo miembro de la estirpe humana, regresaba a su escritorio para desquitarse con los últimos personajes que agonizaban aferrados a sus afectos. No tenía compasión de niños ni mujeres y se ensañaba con los ancianos. A los más afortunados, a los justos, los dejaba morir en salas aisladas sin más compañía que el sonido de los respiradores. A los crueles, los describía muriendo solos en habitaciones inmundas sin que nadie les brinde un sorbo de agua. 

Habría transcurrido algunas semanas desde que comenzó la cuarentena. Una noche escuchó la sirena de una ambulancia acercarse por la vía de acceso a la ciudadela en la que se encontraba su casa. Dejó de escribir para asomarse. Protegido por el cristal de la ventana, vio detenerse al furgón blanco, que deslumbraba intermitentemente con su coctelera luminosa la fachada de la casa vecina. Vio bajar a hombres cubiertos con trajes obscuros de pies a cabeza. Semejaban a astronautas, tan parecidos a como él los había descrito en las líneas de su novela —para ese instante ya no discernía entre la ficción de sus escritos y la realidad—.  Los vio tirar abajo la puerta, abrir las ventanas y ventilar la casa. 

Pudo más la curiosidad y salió a la terraza. Luego de un tiempo que le pareció eterno, los vio salir empujando una camilla que portaba un bulto negro del tamaño de una persona de mediana estatura. Sintió por primera vez la realidad de su juego, cuando un olor nauseabundo le llegó de la villa contigua. No sabía el nombre de la persona fallecida, o a lo mejor lo había olvidado, pero la conocía de siempre. Era una mujer mayor que vivía con sus gatos, usaba lentes sin montura y cuidaba de palmeras y cactus como si fuesen sus nietos. Los sábados por la tarde se reunía con sus amigas a tomar el té y a jugar cartas en el jardín. Recordó que tenía un esposo, un señor alto y huesudo que manejaba un Land Rover. Ese momento se percató que hace años no veía a su esposo por la casa. «¿Quizá la abandonó, quizá murió?». 

De vuelta, frente a la madera resquebrajada de su escritorio, Fantino detuvo su pluma. Ordenó los papeles. Tiró al cesto de basura las notas de sus historias. Volvió a pensar en la muerte. Revisó el capítulo dedicado a ella. Analizó una vez más las razones esgrimidas para exponerla como un evento natural, desnudo de sentimentalismos, y estuvo de acuerdo con sus conclusiones. En verdad, él no la temía. Pero había algo más: una angustia densa que se apretujaba en su pecho al contemplar ante sí un océano de soledad. Su novela era impecable, igual que la realidad y ninguna de las dos dejaba escape. Pensó en sus hijos como una tabla de salvación, como una alternativa al abandono, pero tuvo el efecto contrario: su angustia creció. ¿Dónde se encontraban ahora? ¿En algún hospital? ¿En alguna morgue como la mujer que se llevó la ambulancia? No había reparado en ello desde que dejaron de escribirse, de eso hace mucho tiempo. Tampoco estaban dentro de sus líneas.   

La experiencia le impactó, esa noche no tuvo valor para escribir, se acostó con un ardor en el esófago. Se percató que no había tomado sus antiácidos desde hacía algunos días. Se levantó y fue a la cocina con la intención de poner algo en su estómago. Con la luz apagada, y tanteando la mesa, dio con una caja de leche y la bebió. Un sabor agrio le obligó a regurgitarla en el pozo de lavar los platos. «¿Esta semana no ha venido el repartidor de los víveres, habrá enfermado, habrá muerto quizá?», se preguntó. La realidad comenzaba a filtrase en su mente. Bebió abundante agua y regresó a la cama perseguido por una bandada de espectros. Se vio abandonado, descomponiéndose en su habitación convertido en gusanos; se imaginó revoloteando contra los cristales, transformado en gigantescas moscas necrófagas. 

Conforme pasaban las horas, los hechos se imponían a su conciencia. ¡La pandemia era real!, estaba aquí, estaba en la casa de alado y a punto de tocar su puerta. Meditó: «Morir en soledad como un lobo que se aleja de la manada cuando se siente enfermo». No era temor, era indignación contra su destino y el de la humanidad. Sintió misericordia por él, por todos.  Se contempló a sí mismo construyendo universos simbólicos para explicarse el mundo, para sostenerse a flote en este inmenso recipiente vacío de sentido. «Al menos los lobos no se cuentan historias ni escriben novelas, no aspiran la inmortalidad», pensó con tristeza.  

Un día espléndido se pintó detrás de su ventana, como una marina de colores cálidos sobre el lienzo vaporoso del espacio. Amaneció flotando en la luz del nuevo día cual un náufrago rescatado de la noche más obscura. Tenía que deshacer el conjuro, nadie se merecía tanta soledad. En las páginas que siguieron dio un giro a los sucesos, creó una vacuna, encontró una cura. Pero en Cabo Azul la enfermedad seguía su curso y aumentaban los fallecidos. Algunas familias quemaban a sus muertos en las calles ante la desatención de las autoridades que estaban desbordadas por la voracidad de la pandemia. Escribía hasta muy tarde en la noche y temprano en la mañana se despertaba con la esperanza de encontrar una ciudad redimida. 

Se llenó de fe y se ofreció al mundo. Comenzó a cuidar a los gatos de la casa contigua, recibía a los repartidores de alimentos dentro de la suya sin barbijos ni trajes de protección. Estaba convencido de que su redención se replicaría en el mundo. En las páginas finales de su novela no ocurrían más muertes. La humanidad había aprendido a vivir en armonía. Unos días después se contagió. Los mantras no lo protegieron, pero tenía la compañía de algunos felinos que ronroneaban a su alrededor. Luigi Fantino, delirando por la fiebre y hostigado por la tos, insistía tozudamente con los mantras para la salud eterna. Sobre la morgue de Cabo Azul, una oscura nube de buitres se sostenía casi inmóvil en el aire caliginoso del puerto.

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