lunes, 5 de mayo de 2025

Hueso quemado

Rosario Sánchez Infantas

 

¡Uf! Las piernas me tiemblan como gelatina. 

¡Estos incas eran hinchas de las escaleras! 

¡Y no vamos ni a la mitad! 

José Luis, de ocho años, subía con dificultad las escaleras de piedra; un poco más adelante sus padres cargaban a sus hermanas de cinco y cuatro años. La pequeña familia se había ilusionado con llegar a la cima de la colina. El guía turístico al promocionar el centro arqueológico Arwaturo, cuyo nombre significa «hueso quemado», lo describió como grandes almacenes de los incas, preparados para contener alimentos, tejidos, herramientas y armas de guerra. 

El muchachito consideraba esta subida como una mortificación conferida inmerecidamente por sus padres. ¡En la cima lo iban a escuchar! Para argumentar mejor su reclamo, mientras rezongaba, llevaba la cuenta de los escalones subidos. De tramo en tramo, donde hacían sombra unos cipreses, se sentaban a descansar y contemplaban hacia atrás, cada vez más pequeña, la hondonada cubierta de terrenos agrícolas de diferentes colores, bosquecillos de eucaliptos y una hermosa laguna en la que se reflejaba el cielo azul matizado de grandes nubes blancas. Cantaban las avecitas silvestres, una ligera brisa refrescaba la soleada mañana y traía algún balido lejano. 

Superado el peldaño doscientos catorce accedieron a la cima, una angosta y alargada planicie desde donde, hacia derecha e izquierda, vieron un gran valle, pequeñas poblaciones, cultivos multicolores y algunas colinas cubiertas de árboles. En la montaña más alejada destacaba una cordillera nevada resplandeciente por el sol. Jamás habían visto todo el valle del Mantaro desde tan alto. Acostumbrado a la ciudad gris en la que vivía desde que nació, José Luis quedó deslumbrado, aunque agitado al borde del colapso. Caminaron todavía unos trescientos metros hacia las construcciones pétreas.  

—¿Por dónde, estos, son almacenes? —refunfuñó José Luis. 

Entre la grama silvestre había casi una veintena de construcciones rectangulares de piedra y barro, ubicadas una al lado de otra, carentes de techo y algunas con sus paredes semiderruidas. Los restos de una pared pétrea y aromáticos cipreses rodeaban el conjunto.

—Aprecien los almacenes construidos por la etnia Wanka que habitó el valle antes de ser conquistada por los incas. Estos continuaron utilizándolos e incluso los mejoraron. Tienen más de quinientos años de antigüedad. Aprecien la técnica de refrigeración natural de los alimentos: en esta cima circula mucho viento, al igual que en todas las colpas del imperio incaico —explicaba entusiasta el guía turístico. 

—Bueeeno. Siendo tan antiguas, se entiende que estén así, vacías. El guía hubiera dicho que nos iba a mostrar almacenes viejitos… o unas bodegas de los incas… o un minimarket de Pachacútec… 

José Luis se sentó sobre el pasto, a la sombra de un árbol, a descansar. Descargó su mochila, bebió agua, se quitó las zapatillas y las lanzó cerca. Una cayó a su derecha y la otra detrás de él.

 —¿Recién llegas y molestas? —le dice un niño de su edad, mejillas coloradas, el ceño fruncido y una polera negra con la figura impresa de un fémur a medio quemar. Había estado apoyado en el lado opuesto del árbol.

—¡Uy! Disculpa. No te vi. ¿De dónde saliste? —pregunta a su vez José Luis sorprendido.

—¡Qué pregunta tan tonta! Yo no te pregunto, ¿de dónde entraste? No sé qué hago aquí. Cuidaba a un par de ovejitas traviesas que me encargaron, me aburrí, me dormí un poquito y tú me despiertas con un zapatillazo.

—¡Sorry! ¡Qué polera tan chévere!

—¡Gracias!¡Tu camiseta también está locaza! 

—Por cierto, me llamo José Luis. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Fernando. Y ¿tienes hermanos?

—Dos latosas, Rosita y Carlita —dijo José Luis con voz afectada.

—Las mías se llaman Gabrielita y Pochita —señala Fernando haciendo muecas de repulsa. 

Luis se sintió muy bien con este nuevo amigo. Empezaron a hacerse confidencias.  Compartían la molestia de ser hermanos mayores en sus respectivas familias.

—¡Es un raspón en la rodilla!

—¡Avena caliente en el verano!

—¡Un jarabe amargo que huele a fresa!

—¡Un lápiz sin punta!

—¡Una pepa de aceituna que muerdes sin darte cuenta!

—¡El kion que masticas creyendo que era papita!

—El celu con cuatro por ciento de batería.

—¡Eso!

No es tan malo ser el mayor. Conmigo hablan mis papás de cosas importantes, no con las enanas. Pero, hay que sacrificar el juego, los gustos, hay que cuidarlas, ¡ni que fueran nuestras hijas!

¡Préstale, invítale, enséñale, ayúdale, perdónale!

Da el ejemplo, muéstrales cómo se hace, no te portes así que te están mirando tus hermanitas.

¡Pasar de hijo único a padrecito!

¡Tú sí me entiendes! Ojalá fueras mi hermano.

Y maestro. Tómale la lección a tu hermanita, ayúdale con su tarea a la chiquita.

Te muerden los lápices, destapan tus plumones, ¡pintan tus cuadernos!

Yo quería unos plumones chéveres. Como no hay mucho dinero en casa, comprarían un estuche para cada hijo, mes a mes. Pero ¡cómo no!, «primero para tus hermanitas, luego para ti» —parodió José Luis.

Se acabó pasarse a la cama de los papás cuando tienes miedo o cuando quieres hacer creer que tienes miedo.

Je, je, je. Yo también hacía lo mismo. 

Conforme iban contrastando sus experiencias como hermanos mayores, Fernando y José Luis destacaban todo lo negativo que tenía esa condición en la familia. De pronto escucharon los gritos. Un becerro pardo que ramoneaba los brotes tiernos de un sauce, había entrado en pánico ante los gritos de Rosita y Carlita al verlo. El torito empezó a correr para escaparse de ellas, pero se encontró con la mamá de José Luis que daba gritos de terror, giró y comenzó a correr en la misma dirección que Carlita.

Fernando y José Luis empezaron a perseguirlo y dar gritos tratando de atraer su atención. Lo lograron, el animalito se detuvo y viró hacia ellos. A pesar del miedo, los muchachos seguían gritando para asegurarse que la niña estuviera a salvo. De pronto, detrás de una de las construcciones de piedra, salió una enorme vaca que corría en dirección de su ternero…, ¡y de los chicos!

Los niños no pararon hasta encaramarse en las primeras ramas de un árbol de ciprés, cerraron los ojos para no ver lo que iba a suceder. José Luis empezó a sentir sacudidas en su hombro derecho, luego en su cabeza. Pensó que iba a quedar como un hueso quemado. ¡Era el fin! Cuando se atrevió a abrir lentamente los ojos vio a su padre, arrodillado a su lado, instándolo a despertarse. 

Todo había «pasado» tan rápido. A José Luis lo inundó una sensación de satisfacción y orgullo de sí mismo; sin embargo, empezó a refunfuñar por la «inmadurez» de sus padres. De seguro iban a contar su hazaña con el becerro a los abuelos, a sus padrinos, a sus amigos y, por los siglos de los siglos, a Rosita y Carlita.  

«¡Qué bobo! Solo fue un sueño». Sonrió al reconocer que había sido muy agradable quejarse con Fernando. También se dio cuenta de que siempre haría lo que pudiera por cuidar a las enanas. ¡No está mal ser el hermano mayor! 

Felizmente se bajaba del centro arqueológico a través de una rampa. 

Un suculento almuerzo los esperaba en la ciudad.

jueves, 1 de mayo de 2025

Luigi Fantino: una verdadera historia de ficción

Luis Orellana Díaz


A simple vista, escribir puede ser tan natural como respirar. Sentarse frente a un bloc armado con una pluma, acudir al pasado por algunos recuerdos, mezclarlos con algo de fantasía, cocerlos con una pizca de humor o de nostalgia, cosas por el estilo. —Se entiende que posees de antemano competencias necesarias como el lenguaje y la pericia para llenar folios con tu puño y letra—. Fantino, en su juventud un escritor galardonado, ahora era historia. Habían pasado tres décadas desde que retornó de Europa en medio de halagos y celebraciones. La diosa de la fama lo acogió en sus brazos antes de cumplir la mayoría de edad. No podía ser de otro modo: poseía una mente prodigiosa volcada sobre los libros desde la infancia, era apuesto y de verbo fácil, con ese… no sé qué, que la gente llama carisma. 

Su padre, un marino mercante italiano que recaló en un puerto del Pacífico ecuatorial huyendo de la guerra, terminó como dueño de la piscifactoría más grande de la zona. Su madre, una aristócrata porteña hija de un magnate bananero, lloró a mares cuando a su pequeño Luigi lo arrancaron de sus brazos y lo enviaron a estudiar en Florencia. Pero ¿quién se acuerda de ello? Hoy es un obscuro habitante, uno más, de la pujante ciudad porteña. Su encarnizada batalla con la heroína lo volvió silencioso y desconfiado. 

De aquel largo y fatídico romance con la diosa de la amapola, quedaban los escombros: un yonqui reciclado de barba canosa y rala, de nariz protuberante, con profundas entradas en la frente, alto y delgado, pero ventrudo. Sus ojos perdidos bajo unos párpados lívidos parecen mirarte desde el fondo del averno. Solo cuando sonríe se deja ver en él una veta de humanidad, el último rastro de aquel joven prodigio que llegó una tarde soleada a Cabo Azul, su tierra natal, con la fama de novelista laureado. 

Ahora que andaba limpio, tras décadas sobreviviendo en el marasmo de las drogas; ahora que estaba a flote, pero «sin ningún puerto a la vista» —como solía decir con sarcástica sonrisa—, buscaba el sentido de su vida. Lo «rifó» casi todo: familia, fortuna, por no hablar de los cientos de historias regadas en cuadernos carcomidos por la humedad, o en sucias servilletas extraviadas entre bares y fondas de mala muerte. Excepto su casa, un chalet semivacío, de paredes desnudas, con amplias habitaciones llenas de luz que hacían más grande su soledad, no le quedaba mucho: el bote en el que laboraba y cientos de libros desperdigados por los rincones. Había vendido o empeñado lo que podía tener valor en el mercado: pinturas, muebles, incluso las medallas y diplomas recibidos por su novela.  

La casa estaba encaramada en lo alto de un acantilado, a un costado de la bahía. El flanco derecho, expuesto constantemente a la brisa que procedía del mar, le daba a la construcción el aspecto de un viejo navío corroído por el salitre. En otros tiempos —vivos aún sus padres— fue escenario de fiestas y celebraciones; luego, el nido de un hogar con dos «gaviotas» que volaron muy temprano. Tras el abandono de su esposa, se convirtió en guarida de adictos y hotel de paso para mujeres de turno que compartieron con él vicios y fortuna. Hace rato que la hubiese vendido, de no ser un bien patrimonial. En varias ocasiones intentó restaurarla, pero los fondos después de su caída nunca fueron suficientes. 

Ya derrotado, en sus períodos de sobriedad —cuando el «mono» de la abstinencia no lo poseía— probó oficios varios: bisutero, repartidor, ayudante de cocina siempre expuesto a las burlas de aquellos que alguna vez envidiaron sus dones y su fama. Vagando por los muelles conoció el mundo de la pesca. Se inició como ayudante en botes de viejos pescadores. Con el tiempo el mar lo redimió: su silencio, su paz, la calma con que a veces le mecía vaciaban su mente de remordimientos, solo entonces podía escuchar el susurro de sus personajes y, de a poco, adivinar el fondo de sus historias. Porque nunca se olvidó de escribir, de cuando en cuando, algo suyo aparecía en la gaceta local bajo un seudónimo que mantenía su anonimato. 

Su rutina era levantarse antes del alba, preparar las líneas, cargar los señuelos, remendar las redes conforme iba rumiando sus teorías, descubriendo a sus personajes, conociéndolos a fondo hasta enamorarse de ellos. Sentir que sus sufrimientos eran su propio sufrimiento: «Si no conoces a tu personaje, si no lo ves desnudo, si no amas sus virtudes ni odias sus defectos, no lo ubiques en el teatro de la historia, porque el escenario y la trama emanan de ellos como la energía de la materia». Tenía sus fórmulas, a veces elocuentes, a veces enigmáticas. Mar adentro, lejos de los dealers, en el paraje de su soledad, prefería el sonido de las olas, el murmullo de la brisa a las voces de los hombres. «De la rosa —de ayer— solo nos queda el nombre», parodiaba a Eco recordando el runrún de la muchedumbre en sus tiempos de gloria. 

Construyó su propio bote para evitar las contingencias de sus antiguos patrones, los pagos miserables y los malos tratos de algunos pescadores que lo conocieron en el vicio. Se echaba al mar temprano iluminado por los faros de la avenida que bordeaba la rivera y regresaba después del mediodía. Vendía la pesca en hoteles o restaurantes esparcidos a lo largo de la playa. A veces almorzaba en alguno de ellos algo frugal, cuando no llevaba una pieza de bonito o de bacalao para cocinar en casa. La humilde labor de un pescador era lo justo para sus aspiraciones, disponía de la tarde y de la noche para escribir: el único antídoto contra el sinsentido de su vida.  

Una idea persistía en sus cavilaciones: escribir una última obra. Algo catastrófico que, «acabara con esta humanidad absurda… aunque sea en el papel», solía repetir para sus adentros. Una guerra, una epidemia, quizá un apocalipsis tecnológico —en un mundo enganchado en las redes sociales, la imagen de los humanos agonizando como los peces que atrapaba en sus mallas de pesca le parecía premonitoria—, era lo que estaba de moda. Pero no sabía de tecnologías, es más, las detestaba. Cuando le hablaban de las bondades de los móviles, los ordenadores y la web, opinaba que ya había tenido suficiente con las drogas como para descender al abismo inhumano de los algoritmos. «Salir de las llamas para caer en las brasas», sonreía. 

Como escritor de descubrimiento decidió partir de personajes simples e irlos conflictuando según el argumento fuese tomando cuerpo. Un argumento que consistiera en múltiples arcos de tramas, que, sucediéndose al unísono en el orbe, confluyeran en un momento y circunstancia común para todos ellos. Según él, en este cruce de caminos debían terminar las narrativas individuales y comenzar la historia colectiva, algo así como un plot point general que diera un giro sorpresivo a todas y cada una de las narraciones iniciales. Un deseo sería el norte para la totalidad de sus personajes: sobrevivir al apocalipsis. El escenario aún estaba por verse: la tercera guerra mundial, la rebelión de las máquinas o el día del juicio final. Debía escribirla, ya no por vocación, sino para reafirmar el sentido de su vida frente a quienes un día lo amaron; incluso por venganza, por silenciar las burlas y desprecios de aquellos que habían sido sus «amigos». 

Después de cada faena de pesca, entre el café de la tarde y los antiácidos de la noche, trabajaba en su nuevo manuscrito. Siempre fascinado por el inagotable despliegue de imágenes que emergen de un párrafo, en esa ecuación cuasi alquímica entre dos mentes: la fija en el papel y la caleidoscópica mente del lector, era allí donde sucedía la magia. Pasaba las horas más gratas de su vida sumergido en el mundo de la tinta y la celulosa. Cada noche antes de acostarse dejaba a mano los aperos para la pesca del día siguiente y ordenaba su escritorio. Se aferraba a sus rutinas sin desviarse un ápice, sabiendo que, al romperlas, podía deslizarse hacia el abismo de su antiguo vicio. 

Cuando tomó la decisión de comenzar a escribirla, se apoyó en los oráculos. Estos le brindarían a su novela esa atmósfera de presagio que tanto gusta al lector. Desempolvó el libro de Nostradamus: Las Profecías y lo puso junto con el Nuevo Testamento sobre una parva de periódicos que yacían en su mesa de trabajo. Al día siguiente después de la pesca, buscaría con la precisión de un relojero esa fecha de inicio. Se acostó tarde hojeando periódicos, algunas cuartetas de Las Profecías y repasando versículos del Apocalipsis de san Juan; llevándose ideas y personajes en la mente para rumiarlos durante la faena de pesca. Sabía que gran parte del proceso de escribir historias no ocurría frente al escritorio. 

A la mañana siguiente, con el mar en calma, navegaba tras un banco de albacoras. Con la mano tensa en el sedal, su mente tejía posibles escenarios: «El 11-S, la caída de las Torres Gemelas, es un buen punto de partida hacia una catástrofe mundial», especulaba.  Disponía de todo el legado de Osama bin Laden para desarrollar una línea argumental que condujera hasta la explosión de una bomba nuclear. Sus personajes estarían desperdigados en los diarios a partir de esa fecha. Había que sumergirse en los montones de periódicos que le regalaban en la gaceta para la que escribía desde hace años y que se arrumaban en los rincones de la casa. Esa tarde averiguó que el 11-S cayó en martes. 

Así se pasó semanas combinando escenarios y personajes, trazando diferentes arcos de tramas y urdiéndolos, pero se sentía atascado. Se volvió supersticioso por influencia de premoniciones y epifanías. Un buen día despertó con la certeza de que una mala energía rondaba en la casa. Machete en mano taló unas matas de «guanto» que crecían silvestres en la entrada, había leído sobre ellas y sobre el poder maléfico que duerme en sus flores. Abrió las ventanas y aireó los cuartos. Cubrió el único espejo que tenía en el baño para no enfrentarse a su mirada siniestra. Estaba decidido a eliminar todo influjo que pudiera interferir en su clarividencia. Tuvo la precaución de levantarse con el pie derecho como solía recomendarle su madre y antes de ir a la cama repetir mantras indescifrables con la esperanza de que le infundieran sueños reveladores. 

La temporada alta de turismo estaba por comenzar, los hoteles y restaurantes se abastecían de provisiones. La demanda de frutos de mar crecía, pero los aguajes de inicios de diciembre lo tenían varado en tierra. Mañanas grises se sucedían entre aguaceros y lloviznas. Tardes plúmbeas, ventosas, con oleajes que amenazaban devorar las cabañas a lo largo de la playa. El puerto y la ciudad, al otro lado de la bahía, seguían su rumbo. Él solía bajar al centro los fines de semana a dotarse de lo necesario y se marchaba tan pronto como llegaba. Sin poder hacerse al mar, esa mañana se adentró en la ciudad evitando, claro está, esos lugares manidos donde los dealers y los «tiburones» de las drogas merodeaban. 

Sentado en el parque de la Unión, contempló a la gente apresurada, absorta en asuntos triviales. La cantinela de los voceadores y el ruido de los autos que se apretujaban por acceder a un mercado cercano lo distrajeron de sus meditaciones. Se levantó y siguió la avenida que bordeaba los acantilados hasta la parte más saliente del cabo, donde se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Desde esa atalaya miró hacia el sur: el mar embravecido devoraba las rocas del acantilado ya resignadas a su carácter voluble. Más allá, hacia el sur profundo, la gran bahía, otra ora luminosa de un turquesa transparente, permanecía sumergida en un banco de nubes amenazantes. Algunas gaviotas extraviadas volaban bajo buscando refugio. 

Acostumbrado al mar, conocía la inclemencia de los elementos y la aceptaba, porque detrás de ella no había más voluntad que las leyes naturales. El oportunismo, la ingratitud, la «inclemencia» de la gente era lo que no podía perdonar. Mirando al norte, contemplando la ciudad, sintió como el rencor le enturbiaba la mirada pensando en los miles de seres que poblaban esa colmena sucia y humeante, en las tantas historias truculentas que se incubaban bajo cada tejado, detrás de cada ventana… Ignorando las protervas intenciones de nuestro personaje, la metrópoli se extendía turbulenta tierra adentro hacia la base de la montaña, hasta unas tres millas de la playa. Era un puerto de aguas poco profundas donde florecía el comercio de la pesca. 

Esa tarde, sus planes cambiaron. Un apocalipsis atómico no bastaba para hacer justicia, debía ser un mal gradual, una lenta agonía, porque la humanidad merecía eso y más. Largas horas ojeando revistas y periódicos le sugirieron diferentes argumentos y todo tipo de personajes y tramas. Pero fantasear contra el marco de la historia era demasiado alambicado. Los hechos ya estaban cristalizados en las noticias y a sus personajes le quedaba poco o ningún margen para la imaginación. Luego de tantas horas de comerse el «coco», decidió empezar in medias res, con la certeza de que algo apocalíptico se cernía en el aire: guerras, calentamiento global, corrupción mundial… No en vano los predicadores sabatinos anunciaban el fin de los tiempos. La mañana del veintisiete de diciembre del dos mil diecinueve descubrió en un puesto de revistas una noticia de portada: era lo que estaba esperando. 

«Varios casos de neumonía atípica se reportan en los hospitales de Wuhan, China. Las autoridades sanitarias aseguran tener todo bajo control…». 

¡Un virus respiratorio! La leyó meticulosamente, y sin tiempo que perder, se puso manos a la obra. A pesar de su reticencia para ir a la ciudad acudió a la biblioteca. Investigó lo que había disponible sobre la influenza española de mil novecientos dieciocho, el cólera, la peste negra y las plagas que azotaron a la humanidad desde la Edad Media. Lo hizo para tomarle el pulso al fenómeno: ¿Cuáles podrían ser las variaciones psicológicas de los individuos?, ¿cuáles las socio-antropológicas? Todo para medir los comportamientos del grupo humano y las modificaciones culturales que una epidemia podría provocar. Descubrió que, en el noventa y siete en China y en el veinte y dos en México, se hablaba de un virus aviar con la potencialidad de desatar una pandemia: el H5N1. «¿Quizá era el mismo?  Comenzó a redactar: 

                 Las metrópolis del siglo XXI se desplazaban hacia el futuro a una velocidad de vértigo. La humanidad había alcanzado el Fin de la Historia vaticinada por Fukuyama. La Aldea Global de McLuhan florecía bajo un cielo con más satélites que estrellas y en los ciclotrones se trituraba el átomo hasta tocar a la partícula de Dios. Eran días de grandes promesas: El mapa del genoma se exponía obscenamente en los laboratorios y una nueva raza de programadores diseñaba un cerebro universal al cual llamaba: Inteligencia Artificial. Se habían superado las especulaciones más audaces de la ciencia ficción. Pero adentro, en el mundo de carne y hueso, en el mundo de a pie; la humanidad agonizaba de soledad, de mezquindad, de injusticia. Eran todos contra todos envueltos en el celofán de lo políticamente correcto. Sin saberlo, el mito de Sísifo latía en cada hombre o mujer que se explotaba a sí mismo hasta el cansancio, sin sentido alguno. 

                 Una madrugada, a fines de diciembre del dos mil diecinueve, Jiang Xiao despertó empapado en sudor. Emergió de un sueño absurdo: se ahogaba en una gigantesca piscina llena de sangre. Su madre fallecida, le llamaba desde el borde con los brazos abiertos como invitándole. El rostro de la mujer emanaba paz, pero Xiao la miraba desconfiado. La sentía extraña, como una impostora que le atraía con engaños. Ella chapoteaba con los pies el líquido sanguinolento y entre salmos indescifrables repetía el nombre de su hijo: «Xiao, mi pequeño Xiao…» Continuaba delirando aún despierto. Tenía la impresión de que alguien lo estaba observando. Unas lágrimas, como de lava, le quemaron las mejillas recordando a la madre que solía despertarle para ir a la escuela. Era la fiebre… La sensación de ahogarse no lo abandonaría hasta que falleció unas semanas después. 

                 Fue un ingeniero genético, trabajaba para el Instituto de Virología de Wuhan manipulando secciones de genomas virales, una labor tipificada como secreta. Días antes del extraño sueño se había reunido con sus amigos en un bar y por la noche fue al teatro de la ópera con su compañera sentimental, sin contar las veces que acudió a un mercado cercano a consumir mariscos… 

La teoría del virus escapado del laboratorio era la más atractiva y para nada peregrina en el mundo de la conspiranoia. Continuó su historia describiendo al personaje y ubicándole en los posibles escenarios desde donde se desarrollarían las nuevas líneas de contagio. 

Antes del fin de año, el buen clima regresó a Cabo Azul y Luigi se hizo al mar, y aunque esa mañana la pesca no fue generosa, atrapó una albacora de tamaño regular. No sé lamentó de su suerte como otras veces, tenía suficiente para su consumo. Las redes de arrastre de un barco factoría chino había peinado la zona durante la noche y aún se lo podía divisar alejándose hacia el horizonte. Mientras desarrollaba sus teorías apocalípticas y dialogaba con sus personajes, se dejó ir persiguiendo a una familia de jorobadas que saltaban a unas cuantas brazas del bote jugando con su ternero. Al mediodía detuvo la marcha para almorzar, y ojeando el periódico de la tarde anterior descubrió una noticia: 

«Clausuran mercado de mariscos en Wuhan. Veinte y siete casos de enfermedad respiratoria están relacionados con este mercado de productos húmedos…». 

En ese instante cobró conciencia de que un corazón latía en su pecho. «¡Eureka!», gritó poniéndose de pie —como cuentan que un día lo hizo Arquímedes—. Las páginas que llevaba escritas iban bien encaminadas. De vuelta a su escritorio ubicó a nuevos personajes en el Mercado de Wuhan: 

                 Domingo veinte y nueve de diciembre del dos mil diecinueve, cuatro con cuarenta y cinco. Liao se levantó adolorido y con el pecho cerrado. La noche anterior su esposa le preparó una infusión de té con jengibre para combatir un resfriado. Tenía la esperanza de amanecer mejor. Afuera, la fina llovizna le imprime una pátina charolada a la calzada bajo el influjo de una marquesina color rosa. Su bicicleta es suficiente para salvar la distancia de seis kilómetros que separa su departamento del Mercado Mayorista de Mariscos de Huanan en Wuhan donde laboraba. Esa mañana, por precaución, su esposa le recomendó tomar un Uber. Iba tosiendo dentro del auto mientras charlaba con el conductor. 

                 Una luz intensa deslumbra los cuerpos gelatinosos de pulpos, serpientes y murciélagos que Liao acomoda en las vitrinas de su puesto de ventas. Aún enfermo, tenía que atender el negocio, su mujer estaba sin trabajo y su niño pequeño requería cuidados especiales. En la tienda vecina, bandejas con todo tipo de insectos son ordenadas en sus respectivos estantes. Los camiones repartidores hacen una lenta fila en la entrada de carga. Un inspector, con casco y chaleco naranja, revisa meticulosamente los productos que se venderán… 

Para fin de año el gobierno chino tuvo que reconocer que la epidemia respiratoria se le fue de las manos y no le quedó más remedio que hacerlo público. Para entonces, Fantino había desarrollado varias de sus líneas y sus personajes se distribuían por el mundo llevando el virus letal. Aeropuertos, terminales terrestres eran los escenarios que describía en ese momento.  En los medios y en las redes comenzaba a sonar la noticia de una epidemia. Él iba un paso adelante, en su historia, Wuhan ya estaba en cuarentena y la enfermedad era una pandemia. Había descrito casos en Alemania en Francia y otros países de Europa. Días después describió contagios en Norte América y luego en América del Sur.   

Las primeras imágenes de ciudades desiertas, hospitales abarrotados y operadores de salud embutidos en trajes de protección dieron la vuelta al mundo. Para Fantino, mirar en la realidad aquello que había descrito a la perfección apenas unos días antes, ya no le causó asombro. Se convencía cada vez más de que su pluma era la que vaticinaba el destino de la humanidad. Se metió de lleno a descifrar Las Profecías. Describió con lujo de detalles la paranoia de la gente encerrada en sus casas, levantando muros, desinfectando hasta los víveres que llegaban a sus puertas. Describió relaciones sociales fracturadas y cómo el pánico a la muerte diluía amistades y familias.   

Cuando redactaba los primeros contagiados en Cabo azul, dejó la pesca y se dedicó a su novela de lleno, adelantándose a los acontecimientos. Es más, tratando de dirigirlos según sus designios. Días después la alarma llegó a Cabo Azul y comenzaron a surgir los primeros contagios entre sus coterráneos, Fantino estaba desatado llenando páginas como un iluminado. Sus personajes hacían fila en los hospitales consumidos por fiebres y tosiendo sin control, o colmaban las salas de cuidados intensivos conectados a los respiradores. Otros, por fin, desbordaban las morgues y yacían en los corredores embalados en fundas negras con solo una etiqueta numerada que hacía referencia a sus fichas de identificación. En su imaginación la epidemia reptaba bajo las puertas, se deslizaba por los tragaluces y las chimeneas como un ente con voluntad propia.  El miedo a la muerte, convertido en recelo hacia propios y extraños, se   volvió la norma. 

Los días pasaron y una realidad dantesca se apoderó de Cabo Azul. Se decretó el toque de queda y se militarizó las calles del puerto. Para entonces la cepa viral ya tenía nombre: COVID 19. Los borborigmos de la urbe, que como una masa indigesta se extendía sobre el cabo, quedaron en silencio. De vez en cuando, esa quietud hipnótica se interrumpía con el sonido de alguna ambulancia. Desde la terraza de su casa, en lo alto del acantilado, Fantino contemplaba la zona posterior de la ciudad, que se extendía como un cáncer infiltrándose en las colinas. Cuando el viento cambiaba de dirección, le llegaban de lleno el bramido de las olas y ese olor a salmuera de los bacalaos amontonados en las bodegas por el cierre de los mercados. Una alegría velada encendió su mente, aunque luego se transformó en vergüenza. 

Cansado de escribir, se detenía a contemplar Cabo Azul tomado por la plaga. Convencido más que nunca de la labor profética de su novela, veía a la ciudad con los ojos de un Nerón mirando arder Roma. Pero este paisaje, a simple vista, no tenía nada de catástrofe, más bien, lucía como una bendición para la naturaleza. Los botes artesanales varados en la playa, cubiertos de arena por el viento, reverdecían con una alfombra de fino pasto. La ruta del Spondylus, la arteria principal que recorría el puerto, libre de tráfico, desolada, semejaba una cinta gris cosida con puntadas blancas y amarillas a los bordes sinuosos de la bahía. Por la mañana, las iguanas se calentaban sobre el asfalto sin temor a los autos y, a veces, se veía cruzar a algún venado de cola blanca por la carretera. Unos gatos, acicateados por el hambre, invadían en las noches su cocina. Como nunca antes un grupo de lobos marinos descansaban sobre la arena. Los más jóvenes, incluso, se aventuraban por las calles cercanas a la playa. 

Aunque desde su terraza no podía contemplar los muelles, los adivinaba quietos: no más sirenas de barcos, ni ruido de máquinas, ni esmog escapando de las fábricas.  Convencido de que era cuestión de tiempo para que no quede un solo miembro de la estirpe humana, regresaba a su escritorio para desquitarse con los últimos personajes que agonizaban aferrados a sus afectos. No tenía compasión de niños ni mujeres y se ensañaba con los ancianos. A los más afortunados, a los justos, los dejaba morir en salas aisladas sin más compañía que el sonido de los respiradores. A los crueles, los describía muriendo solos en habitaciones inmundas sin que nadie les brinde un sorbo de agua. 

Habría transcurrido algunas semanas desde que comenzó la cuarentena. Una noche escuchó la sirena de una ambulancia acercarse por la vía de acceso a la ciudadela en la que se encontraba su casa. Dejó de escribir para asomarse. Protegido por el cristal de la ventana, vio detenerse al furgón blanco, que deslumbraba intermitentemente con su coctelera luminosa la fachada de la casa vecina. Vio bajar a hombres cubiertos con trajes obscuros de pies a cabeza. Semejaban a astronautas, tan parecidos a como él los había descrito en las líneas de su novela —para ese instante ya no discernía entre la ficción de sus escritos y la realidad—.  Los vio tirar abajo la puerta, abrir las ventanas y ventilar la casa. 

Pudo más la curiosidad y salió a la terraza. Luego de un tiempo que le pareció eterno, los vio salir empujando una camilla que portaba un bulto negro del tamaño de una persona de mediana estatura. Sintió por primera vez la realidad de su juego, cuando un olor nauseabundo le llegó de la villa contigua. No sabía el nombre de la persona fallecida, o a lo mejor lo había olvidado, pero la conocía de siempre. Era una mujer mayor que vivía con sus gatos, usaba lentes sin montura y cuidaba de palmeras y cactus como si fuesen sus nietos. Los sábados por la tarde se reunía con sus amigas a tomar el té y a jugar cartas en el jardín. Recordó que tenía un esposo, un señor alto y huesudo que manejaba un Land Rover. Ese momento se percató que hace años no veía a su esposo por la casa. «¿Quizá la abandonó, quizá murió?». 

De vuelta, frente a la madera resquebrajada de su escritorio, Fantino detuvo su pluma. Ordenó los papeles. Tiró al cesto de basura las notas de sus historias. Volvió a pensar en la muerte. Revisó el capítulo dedicado a ella. Analizó una vez más las razones esgrimidas para exponerla como un evento natural, desnudo de sentimentalismos, y estuvo de acuerdo con sus conclusiones. En verdad, él no la temía. Pero había algo más: una angustia densa que se apretujaba en su pecho al contemplar ante sí un océano de soledad. Su novela era impecable, igual que la realidad y ninguna de las dos dejaba escape. Pensó en sus hijos como una tabla de salvación, como una alternativa al abandono, pero tuvo el efecto contrario: su angustia creció. ¿Dónde se encontraban ahora? ¿En algún hospital? ¿En alguna morgue como la mujer que se llevó la ambulancia? No había reparado en ello desde que dejaron de escribirse, de eso hace mucho tiempo. Tampoco estaban dentro de sus líneas.   

La experiencia le impactó, esa noche no tuvo valor para escribir, se acostó con un ardor en el esófago. Se percató que no había tomado sus antiácidos desde hacía algunos días. Se levantó y fue a la cocina con la intención de poner algo en su estómago. Con la luz apagada, y tanteando la mesa, dio con una caja de leche y la bebió. Un sabor agrio le obligó a regurgitarla en el pozo de lavar los platos. «¿Esta semana no ha venido el repartidor de los víveres, habrá enfermado, habrá muerto quizá?», se preguntó. La realidad comenzaba a filtrase en su mente. Bebió abundante agua y regresó a la cama perseguido por una bandada de espectros. Se vio abandonado, descomponiéndose en su habitación convertido en gusanos; se imaginó revoloteando contra los cristales, transformado en gigantescas moscas necrófagas. 

Conforme pasaban las horas, los hechos se imponían a su conciencia. ¡La pandemia era real!, estaba aquí, estaba en la casa de alado y a punto de tocar su puerta. Meditó: «Morir en soledad como un lobo que se aleja de la manada cuando se siente enfermo». No era temor, era indignación contra su destino y el de la humanidad. Sintió misericordia por él, por todos.  Se contempló a sí mismo construyendo universos simbólicos para explicarse el mundo, para sostenerse a flote en este inmenso recipiente vacío de sentido. «Al menos los lobos no se cuentan historias ni escriben novelas, no aspiran la inmortalidad», pensó con tristeza.  

Un día espléndido se pintó detrás de su ventana, como una marina de colores cálidos sobre el lienzo vaporoso del espacio. Amaneció flotando en la luz del nuevo día cual un náufrago rescatado de la noche más obscura. Tenía que deshacer el conjuro, nadie se merecía tanta soledad. En las páginas que siguieron dio un giro a los sucesos, creó una vacuna, encontró una cura. Pero en Cabo Azul la enfermedad seguía su curso y aumentaban los fallecidos. Algunas familias quemaban a sus muertos en las calles ante la desatención de las autoridades que estaban desbordadas por la voracidad de la pandemia. Escribía hasta muy tarde en la noche y temprano en la mañana se despertaba con la esperanza de encontrar una ciudad redimida. 

Se llenó de fe y se ofreció al mundo. Comenzó a cuidar a los gatos de la casa contigua, recibía a los repartidores de alimentos dentro de la suya sin barbijos ni trajes de protección. Estaba convencido de que su redención se replicaría en el mundo. En las páginas finales de su novela no ocurrían más muertes. La humanidad había aprendido a vivir en armonía. Unos días después se contagió. Los mantras no lo protegieron, pero tenía la compañía de algunos felinos que ronroneaban a su alrededor. Luigi Fantino, delirando por la fiebre y hostigado por la tos, insistía tozudamente con los mantras para la salud eterna. Sobre la morgue de Cabo Azul, una oscura nube de buitres se sostenía casi inmóvil en el aire caliginoso del puerto.

viernes, 25 de abril de 2025

Benji y Nico visitan a los duendes

Silvia Martínez Rondanelli


Juampa y Ana Sofía son médicos, él ortopedista y ella anestesióloga, trabajan en una clínica, tienen dos hijos Benjamín de seis años y Nicolás de cuatro. Juampa es aficionado a las maratones, ha participado en diferentes ciudades, en ocasiones entrena en compañía de alguno de sus chicos. A los padres les encanta leer uno o más libros al mismo tiempo. Nunca se imaginaron que los chicos pasarían una tarde con los duendes.

Terminada la jornada lectiva Benjamín y Nicolás realizan actividades extracurriculares en algunos deportes; a veces pasan tiempo con sus abuelas, armando rompecabezas, legos y pintando.

Benjamín sabe mucho sobre dinosaurios, los planetas, el espacio; le agrada aprender sobre cosas nuevas como también leer, sobresale en la clase de matemáticas; en cambio Nicolás es más extrovertido, disfruta las historias que le cuenta Juampa, inventa canciones, le agrada la música, contar chistes y recorrer zonas verdes.

Los fines de semana con frecuencia están en la casa de campo de sus abuelos paternos, en plena cordillera. Construida al filo de una quebrada, la altitud es tal que a veces parece faltar el aire.

En las montañas cercanas, a su derecha e izquierda, se observan bosques con árboles en diferentes tonalidades de verde y casas entre ellos, floresta que se extiende en la lejanía hasta perderse en la niebla.

Se percibe una combinación de aromas terrosos, herbáceos y de maderas suaves, olores secos y seductores que huelen a vida, naturaleza y hogar; con frecuencia el trinar de las aves interrumpe el silencio prolongado.

Un domingo de agosto estuvieron en la casa de Dapa desde tempranas horas de la mañana, los niños jugaron, almorzaron y a eso de las cuatro de la tarde, cuando empezó el viento fuerte en la zona, Juampa los invitó a elevar una cometa. Pudieron sostenerla durante varios minutos a una altura de unos veinte metros hasta que llegó una brisa fuerte y la derribó, cayendo sobre una de las casas de la vecindad.

Juampa se dedicó a rescatar la cometa y Ana Sofía permaneció en un sillón dedicada a la lectura. Benji y Nico quisieron seguir el recorrido, continuaron detrás de un perro hasta llegar a un bosque nativo, avanzaron en la profundidad de la floresta, internándose cada vez más.

Estaban llegando a una quebrada cuando vieron algo que se movía, Benji le dice a Nico:

Mira, Nico, ahí hay dos niños muy chiquitos vamos a ver si podemos jugar con ellos.

Benji les dice:

¿Ustedes son los duendes que aparecen en los cuentos de niños?

El mayor responde:

Benji y Nico, somos criaturas mágicas, podemos estar un rato con ustedes, porque cuando empiece a oscurecer, si no estamos en la copa del árbol, tendremos una maldición y podríamos causarles algún daño.

Benji les pregunta:

¿Cómo sabes nuestros nombres si nunca nos has visto antes?

El duende pequeño les dice:

Sabemos todo desde el momento que entran al bosque, a Benji le gusta comer empanadas, jugar fútbol, pescar, su color favorito es el verde y a Nico le encantan los sándwiches, sus mejores amigos son Alicia y Agustín y está aprendiendo a contar.

Benji y Nico muy sorprendidos sonríen, a la vez que se maravillan al estar con los duendes, quienes se comprometen a alejar de ellos las energías negativas y enviarles apoyo en momentos de necesidad.

Entre los cuatro se dedican a meter en un costal las hojas secas de los árboles, recogen algunos frutos, retiran las ramas de la orilla de la quebrada y tiran las piedras que están por los alrededores al arroyo.

Cuando empieza a oscurecer los duendes dicen a los chicos que deben regresar a su casa, podrán volver a visitarlos cuando quieran solamente ellos dos, se les permitirá por ser niños buenos, educados y que están conscientes de cuidar y proteger el medio ambiente y han demostrado que realizan las tareas de la mejor forma lo que contribuirá a tener un mundo mejor, los felicitan, se despiden con abrazos y besos, enseñándoles el camino de regreso a su morada.

jueves, 24 de abril de 2025

Ingenuidad

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


En el fondo, Saúl era un soñador romántico, ingenuo y hambriento de afecto en un mundo que no se apiada de quienes aman sin medida.

Había empezado un nuevo trabajo en una empresa de venta de autos. Quería tomarse la oportunidad en serio, por eso, en las noches, después del trabajo, asistía a un curso de marketing, en un instituto de prestigio.

Cercano a los treinta, su vida había sido inestable. Aún vivía con su madre, quien siempre había trabajado para mantenerlo. No estudió en la universidad, debido a que no priorizó el estudio en su vida, por lo que empezó a trabajar bastante joven.

En el instituto conoció a una hermosa chica de unos veinte años, de quien se sintió atraído desde el primer momento. Ella era un poco tímida y le respondía con amabilidad, aunque sin mucho interés. Lo único que llamaba su atención era que él era mayor y distinto a los chicos de su edad.

Físicamente Saúl era apuesto, varonil, alto y en buena forma física ya que jugaba futbol los fines de semana con amigos. Ella tenía un tipo más bien desenfadado, su cabello crespo y abundante enmarcaba un rostro bonito aceitunado, era baja de estatura y delgada.

Ese aire juvenil, indomable y distinto lo cautivó. No lo sabía aún, pero sería su perdición.

—Hola, Miriam, ¿cómo estás? —le susurró al oído con una voz envolvente.

—Bien, ¡me sorprendiste Saúl!, eres muy sigiloso a veces.

—Solo cuando me siento como un gatito curioso —bromeó Saúl, forzando una sonrisa que intentaba ser seductora, aunque delataba más bien vulnerabilidad.

Pronto la invitó a salir. Miriam se sentía importante a su lado. Los chicos de su edad la aburrían, y salir con Saúl le daba cierto encanto ante los demás.

Pasaron algunas semanas, y Saúl se enamoraba más de Miriam. A veces, ella se mostraba como una joven inocente, casi ingenua; otras, lo desconcertaba con una actitud que sugería que sabía demasiado sobre la vida y el amor.

Saúl quería estar con ella, pero ella le había dado a entender que nunca había estado con un hombre, y que necesitaba un poco de tiempo para conocerlo mejor. Esto lo cautivaba aún más, ya que, a pesar de considerarse un joven moderno, en el fondo todavía conservaba preceptos machistas, por ejemplo, que la mujer debía llegar virgen al matrimonio.

Decidió creer que su futura esposa era virgen y que sería él quien la desfloraría la noche de bodas.

La carne pudo más que el idílico deseo, y una noche que regresaban de una celebración de la oficina de Saúl, pararon en un hotel para entregarse el uno al otro en una noche de pasión.

Saúl sintió que estaba cruzando un umbral, como si aquel momento lo acercara a la vida que siempre había soñado. Pero en medio del deseo, hubo un instante mínimo, fugaz, en el que Miriam pareció distinta. Tuvo la impresión de que ella ya había estado ahí antes.

Esta nueva etapa de su relación se tornó intensa, apasionada, enigmática, ya que los encuentros variaban uno al otro, los días buenos eran mágicos. Miriam reía, lo abrazaba con dulzura y le susurraba promesas al oído. Pero en los días malos, su mirada se volvía fría, distante. A veces, explotaba sin razón. Como si una sombra del pasado la persiguiera.

A pesar de todo, Miriam creyó que era el momento de llevarlo a su casa y presentarle a su familia. Ellos vivían en el Callao, en una zona populosa, donde la seguridad no existía.

Saúl se sorprendió al ver el lugar, ya que si bien es cierto su situación económica no era la mejor, siempre había vivido en distritos de clase media.

Su amor por ella era más grande que cualquier prejuicio. Cuando conoció a su madre y a su hermana menor, entendió de dónde venía parte de su variabilidad. La madre, una mujer divorciada con una vida social muy activa, había llevado a varios de sus amantes a vivir con ellas. Esa casa había sido, más que un hogar, un campo de batalla silencioso.

Pasaron un par de años, de amores, encuentros, desencuentros y conflictos con su mamá, que no aprobaba la relación, hasta que Saúl animó a Miriam a que se presente a la empresa donde él trabajaba.

Con su cartón bajo el brazo, Miriam podía postular a un puesto de ventas en la empresa a pesar de que no contaba con experiencia, su carisma y juventud la ayudaron a hacerse de la plaza.

Saúl no tomaba conciencia de lo que estaba haciendo, ella inmadura aún, empezó a portarse diferente, coqueteaba con algunos, lo celaba con compañeras haciéndole la vida a cuadritos.

Pronto, Miriam tuvo que renunciar por el bien de ambos, ya que las molestias ocasionadas en el centro de labores trascendieron a los jefes.

En ese momento de su relación, la situación se hacía insostenible, Saúl mismo lo comentaba, no soportaba sus berrinches, sus arremetidas violentas sin mayor razón de ser, los exabruptos de la familia que empezaba a ser protagonista en la relación.

La madre y familiares de Saúl querían que terminase ya la relación, no la veían con buenos ojos, y solo esperaban el desenlace, pero no llegaba, fueron meses de espera, hasta que finalmente Saúl anunció que se iba a casar porque Miriam estaba embarazada y solo quedaba corregir el desliz con un matrimonio.

Así que un buen día de junio se realizó la ceremonia de matrimonio, los invitados eran solo la familia de ella y de él, quienes después del matrimonio pasaron a la casa de la mamá de Miriam. La madre de Saúl había decidido no ir al matrimonio, sin embargo, su abuelo le aconsejó a que fuera, pues era la voluntad de su nieto, aunque estuviese equivocado.

Saúl creyó que con el matrimonio todo cambiaría. Que el amor lo curaba todo. Pero Miriam solo mostró lo que siempre había estado oculto bajo su sonrisa inocente. Se quedaron a vivir en la casa de la mamá de Miriam, ya que su economía no les permitía vivir solos.

Así llegó el primer bebé, las peleas seguían, a veces estaban bien, otras no tanto, la madre de Saúl observaba desde lejos, cuando él recurría a ella, lo escuchaba y aconsejaba, esta situación se mantuvo todo el tiempo, con efectos nocivos.

Miriam se quejaba constantemente de que el sueldo no les alcanzaba. Diego crecía rápido y, con él, los gastos. Gracias al padre de Miriam, consiguieron una pequeña casa en Ventanilla. Quedaba lejos del trabajo de Saúl, pero no había otra opción. Fue en ese contexto que Miriam tomó una decisión inesperada: irse a trabajar al Cuzco.

—¿Por qué tienes que irte tan lejos para trabajar?

—La oportunidad está allá, me voy con Carolina, ya consiguió trabajo para ambas, serán dos semanas, pero me pagarán bien, es en marketing.

—Cómo haré con Diego, ¿no piensas en tu hijo?

—Porque pienso en él es que me voy, ya que tú no eres capaz de cubrir nuestras necesidades.

El viaje de Miriam duró un mes, regresó con una buena cantidad de dinero que no supo explicar cómo había conseguido, él no estaba tranquilo con sus respuestas.

—¡Basta, Saúl! —gritó ella, harta de sus preguntas—. ¿Quieres saber la verdad? ¡Fui al Cuzco a prostituirme! Lo planeamos desde el principio. No había trabajo, y esto era lo más rápido. ¡Ahí tienes tu explicación!

Saúl sintió que el aire le faltaba. Se quedó mudo, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. La mujer a la que había idealizado, la madre de su hijo… ¿lo había engañado así?

Aún en shock solo atinaba a seguir trabajando, pasar un tiempo con su hijo, no entendía lo que pasaba por la cabeza de Miriam, las peleas continuaban. Saúl la perdonó, aunque ella nunca se lo pidió. Se convenció de que su actitud era solo consecuencia de la falta de dinero en casa.

Saúl la veía cada vez más distante. Había algo en su mirada, en su actitud, que le decía que tarde o temprano ella se iría. No podía permitirlo. Si tenía otro hijo, quizás todo cambiaría. Tal vez se quedaría.

Pasó lo inevitable y Miriam estaba molesta por estar nuevamente embarazada, la idea ingenua de Saúl nuevamente no surtió efecto y ahora tenían dos niños.

Miriam después de dar a luz se dio al abandono, dormía hasta tarde, no atendía a sus hijos, Saúl debía dejar de trabajar para ir a atenderlos, darles sus alimentos, lo que le generaba problemas en su trabajo. Su rendimiento bajó.

Las peleas eran diarias. Al principio, eran solo discusiones. Luego, gritos. Con el tiempo, Miriam dejó de gritar y simplemente lo ignoraba. Lo que más le dolía a Saúl no eran las palabras hirientes, sino la frialdad. Ella ya no estaba ahí. No con él.

Miriam estrechó su amistad con Carolina, quien frecuentaba una comunidad feminista del Callao, que además acogía a la comunidad LGTB, empezó a ir a las reuniones. Sentía en carne propia los abusos que los hombres ejercían sobre las mujeres, en su trastornada psique, Saúl la maltrataba, tanto en forma verbal como emocional. Pero esa confusión entre percepción y realidad tenía raíces profundas: durante su infancia o adolescencia había sufrido abuso sexual de su propio padre.

Saúl ignoraba esta parte de su historia, creía que estaba desequilibrada, más no sabía el motivo.

Un día mientras se alistaban para salir a visitar a la madre de Saúl, Miriam le recriminó su condición de hombre a Saúl.

—¡Estoy harta de que te creas superior a mí! —gritó Miriam, con los ojos encendidos de furia.

—¿De qué hablas, Miriam? —Saúl frunció el ceño, sin entender qué había detonado su enojo esta vez.

—¡Crees que porque eres hombre tienes el control de todo, pero te equivocas! —escupió las palabras con desprecio.

—¿Qué te pasa? Ahora sí empiezo a creer que te volviste loca —dijo Saúl, cruzándose de brazos.

—También me han advertido que intentarás hacerme ver como loca para salirte con la tuya —dijo ella, con una sonrisa amarga.

—No sé de qué me hablas, creo que tus nuevas amigas te han llenado la cabeza de ideas absurdas —respondió Saúl, cansado.

—¡Ellas son las únicas que me entienden! —Miriam lo miró con desprecio—. Con ellas me siento completa. Los hombres solo sirven para engendrar hijos. ¡La vida sería mejor sin ustedes!  

Saúl sintió un escalofrío. Algo se había roto para siempre.

En su nueva comunidad, Miriam se sentía como pez en el agua. Estaba rodeada de mujeres que compartían no solo sus ideales, sino también una libertad sexual que ya había explorado y un abierto desprecio hacia los hombres. Fue en ese entorno donde conoció a Stephanie, una mujer de apariencia muy femenina que no tardó en coquetear con ella de forma directa. Al principio, Miriam lo tomó como un juego, una experiencia novedosa. Pero, con el tiempo, la atracción fue creciendo, volviéndose cada vez más irresistible. Así fue como descubrió una faceta desconocida de sí misma y comenzó una relación con Stephanie.

En ocasiones la llevaba a su casa, no le importaba que sus hijos estuvieran allí. Solo daba rienda suelta a sus deseos.

Finalmente, a Stephanie se le presentó la oportunidad de migrar a Italia, ya que tenía familiares que vivían allá, le contó a Miriam, ella vio la solución de su vida, ya no tendría que seguir atrapada en esa pequeña casa que detestaba, ya no tendría que soportar a Saúl y tampoco a sus hijos.

Miriam aceptó la propuesta, empezaron a planificar el viaje, lo harían en verano. Cuando la fecha llegó, le informó a Saúl que ahora mantenía una relación con Stephanie y que se iba con ella fuera del país.

—¿Te vas? ¿Así, sin más? —preguntó Saúl, incapaz de creerlo.

—Me voy porque quiero. Porque ya no te debo nada.

—¿Y nuestros hijos?

—Son tuyos ahora. Yo necesito vivir mi vida.

Saúl se puso fuera de sí, sintió un calor rabioso subirle por la espalda. Su corazón latía con violencia.

—Si te vas, te mato —susurró, con los dientes apretados.

Miriam rio. Un sonido hueco, casi ajeno, emergió de su garganta.

—No me busques. No me llames. Ya no existes para mí —dijo antes de cerrar la puerta.

Miriam se había encargado de convencer a su padre de que botara a Saúl con sus hijos de su casa pues ya no estaría allí.

Totalmente devastado no le quedaba más chance que recurrir a su madre, para que lo acogiera con sus hijos. Ese mismo día se comunicó con ella. Regresó cabizbajo, derrotado, en estado de shock. No entendía nada, todo había sido muy rápido. Su madre no le hizo preguntas, solo lo recibió.

Saúl siguió en su rutina mecánica: trabajar, volver a casa, ver a sus hijos desde la distancia mientras su madre se encargaba de todo. No tenía energía para discutir con ella, ni para luchar contra la sensación de vacío que lo devoraba por dentro.

Las noches eran las peores. Se quedaba despierto hasta tarde, con el celular en la mano, revisando la última conexión de Miriam. Nunca le escribía. Nunca llamaba. Pero tampoco la olvidaba.

Una tarde, mientras terminaba su jornada, el jefe lo llamó a la oficina.

—Saúl, me preocupa tu rendimiento —dijo con voz neutra—. Estás distraído, llegas tarde. No eres el mismo de antes.

Saúl bajó la mirada. Sabía que era cierto.

—¿Necesitas tiempo? —preguntó el jefe—. ¿Un cambio? ¿Algo?

Saúl no respondió de inmediato. No sabía qué necesitaba. ¿Tiempo? ¿Para qué? ¿Para seguir viviendo como un fantasma en la casa de su madre?

Esa noche, al llegar a casa, encontró a su madre en la cocina, dándole la cena a los niños. Ella lo miró con cansancio.

—Hoy lloraron por ti —dijo—. Querían que los llevaras al parque.

Saúl no supo qué responder.

Subió a su habitación y cerró la puerta. Se miró en el espejo. Estaba más delgado, con ojeras profundas. Parecía un hombre mayor, alguien que había renunciado a todo.

Buscó su teléfono y, sin pensarlo demasiado, escribió un mensaje: Miriam.

El cursor parpadeó en la pantalla. Las palabras le pesaban. ¿Qué quería decirle? ¿Preguntarle si alguna vez lo extrañó? ¿Pedirle que volviera? ¿O simplemente insultarla por todo lo que había hecho?

Borró el mensaje. Se dejó caer en la cama y cerró los ojos.

«Un mañana sin Miriam»…

No sabía si podría hacerlo. No sabía si quería hacerlo.

Pero, por primera vez, la idea estuvo ahí.

lunes, 7 de abril de 2025

Una vida, muchas vidas

Lucía Yolanda Alonso Olvera

 

No me queda mucho tiempo, por ello, me he propuesto escribir mi historia. Tal vez no sea interesante para todos, pero he tenido experiencias emocionantes y plenas y quisiera dejar testimonio de cómo cambié mi destino.

Nací en una familia mexicana de clase media, mis padres, docentes, daban clases en el Colegio Americano de la capital del país, ahí se habían conocido y después de varios años de noviazgo y de ahorrar para comprar su departamento, se casaron. A los pocos años vine al mundo, fui su única hija.  

Cuando tenía seis años mis padres compraron un coche último modelo y para estrenarlo nos escapamos un puente de vacaciones a Acapulco, recuerdo todavía estar en el mar con mi papá jugando con la pelota y el castillo de arena que construimos en la playa, esas son las únicas imágenes que tengo de estar juntos los tres. Cada vez que estoy cerca del mar y me llega la brisa con su inconfundible olor y escucho la cadencia de las olas vienen a mi memoria estas escenas familiares que siguen siendo entrañables.

Al volver, un camión nos arrolló en la carretera provocando un accidente espeluznante y mis padres murieron ipso facto. Nunca he podido acordarme de nada después del accidente, solo la imagen del camión que se nos vino encima y los gritos de mis padres.  Después, la película de mi vida se borra hasta que despierto en una cama de hospital y veo a mi abuela Estela a mi lado con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar.

Tampoco me acuerdo de cómo me dio la noticia de que había quedado huérfana, solo tengo en la memoria que salí del hospital de la mano de mi abuela, con muchos arañazos en el cuerpo y el brazo derecho enyesado porque sufrí una fractura de radio distal. Esa fractura fue el inicio de una infancia trastocada y todo indicaba que no habría buenos augurios.

Tela, mi abuela materna, se hizo cargo de mí y me llevó a vivir a su casa que estaba muy lejos del Colegio Americano, donde empecé la primaria y que me ofreció una beca de orfandad para cursar mi educación básica.

Todas las mañanas pasaba muy temprano el autobús a recogerme. Por las tardes me recibía en la parada, Catita, una vecina que me hizo el favor durante toda la primaria, de recibirme en su casa, darme de comer y ayudarme a hacer las tareas, porque mi abuela trabajaba de enfermera en un hospital y llegaba hasta las siete de la noche a recogerme.

Fueron unos años de tristeza y soledad, extrañaba mucho a mis padres, pero siendo honestos, Catita fue mi segunda mamá, una estupenda compañía, cariñosa y paciente conmigo. Creo que ella fue el primer ángel que mis padres me enviaron para cuidarme y apapacharme.

Con Catita lo pasé bien, era muy religiosa y ordenada, iba los fines de semana a la iglesia. Los sábados siempre tenía jolgorio con los feligreses y, como le gustaba cocinar, todos los martes empezaba a hacer planes de los platillos que iba a preparar para llevar a las fiestas. Generalmente siempre aportaba un plato fuerte y un postre.

Con Catita le tomé el gusto a la cocina, le ayudaba a pelar las zanahorias, los chícharos, las papas, los ajos, a picar la cebolla y los jitomates, a desvenar los chiles, a batir los huevos, salpimentar los platillos, a reconocer las hierbas de olor y un sinfín de secretos culinarios que me compartía. Como yo era muy pequeña, compró un banquito especial para que me subiera y alcanzara a mover los guisados en la lumbre y agregar los ingredientes. Esas tardes a su lado cocinando fueron los momentos más cálidos de mi infancia junto al fogón y la presencia alegre de Catita.

Hace unos años, cuando se puso muy enferma y me escribió, la fui a ver al hospital para despedirme de ella. Fue cuando me confesó que gracias a que me quedé huérfana y llegué a su vida se salvó de una terrible soledad, ya que dos años antes había enviudado y con mi compañía su existencia cobró de nuevo sentido.  

Ahora reparo en que, cocinando con Catita dejé de sentirme desamparada, empecé a disfrutar de los sabores y olores de la comida. Me encantaba agregar las hierbas aromáticas e ir degustando el cambio de sabor en cada guiso que preparábamos, esos recuerdos los tengo muy nítidos y cuando cierro los ojos y pienso en ello regreso de inmediato a esa cocina y puedo olfatear el aroma de la comida que condimentábamos juntas.

Mientras cocinábamos, Catita siempre ponía la radio y escuchábamos música. Le gustaba la clásica y también los boleros, era muy entonada y cantábamos juntas, así me aprendí muchas viejas canciones de aquella época y me hice melómana.

A mi abuela Tela la veía poco, me recogía en las noches muy cansada y nos íbamos a casa para cenar y dormir. Ella no era una mujer fácil, su vida fue dura, trabajaba en la mañana en un hospital público y por las tardes como enfermera de una pequeña clínica privada cerca de nuestro hogar. Necesitaba dos salarios para que pudiéramos vivir cómodas y modestamente. Nunca fue parlanchina como Catita y se le daba mal cocinar, así que los sábados comíamos, generalmente, una carne asada con ensalada y por las tardes me llevaba al cine. 

A Tela, le gustaba leer novelas y siempre fue organizada y previsora. El departamento que compraron mis padres lo alquiló y ese dinero lo ahorró para que yo pudiera vivir en caso de que ella me faltara.

Cuando acabé la primaria, el colegio me quitó la beca de orfandad y mi abuela no podía darse el lujo de pagar una colegiatura tan cara. En las vacaciones decidimos buscar una escuela secundaria pública, pero Catita influyó para que ese no fuera mi destino, le sugirió a mi abuela ir a ver una escuela de monjas que estaba relativamente cerca de casa y bastante accesible de precio y en donde podían aceptarme como interna.

Yo no tenía ni voz ni voto, pero no me pareció mala idea convivir con chicas de mi edad en el internado y las instalaciones de la escuela no estaban mal, no eran lujosas, pero eran cómodas, limpias y ordenadas. La escuela estaba entre los dormitorios y el convento. Era pequeña y austera, solo tenía tres salones, uno para cada grado de la secundaria, la biblioteca, un salón de actos, el laboratorio, un patio con una cancha de voleibol y el huerto.  La mitad de las niñas éramos internas, la otra se iba a su casa a las dos de la tarde que terminaban las clases. Después de comer, las internas hacíamos la tarea en la biblioteca y luego teníamos labores en el convento.

Desde el primer día como interna, le pedí a Sor Alicia, la madre superiora, incorporarme para ayudar en la cocina y fui aceptada de inmediato.  No tengo la menor duda de que fue ahí donde me convertí en una excelente cocinera y eso fue determinante para mi vida.

Sor Chabe era la cocinera del convento, en cuanto llegué congeniamos de inmediato y me fui haciendo poco a poco su mano derecha. Muchos de los guisados que hice con Catita se los enseñé y con eso me granjeé su cariño y aceptación. Sin embargo, con Sor Chabe aprendí a preparar miles de platillos, varios tipos de moles, tamales, chiles en nogada, cochinita pibil, pozoles y una infinidad de postres y galletas deliciosas.

Después de hacer la tarea, me pasaba a la cocina para recibir las indicaciones de Sor Chabe, luego corría al huerto a recolectar los ingredientes que íbamos a utilizar y toda la tarde cocinábamos y escuchábamos música. De aquella época, mis recuerdos son profundamente sensoriales: me persiguen los olores de los condimentos y las hierbas, el intenso calor de los fogones y las risas que nos provocaban las simpáticas ocurrencias de Sor Chabe para agregar siempre nuevos ingredientes para mejorar los platillos.

Catita, al entrar al internado, me había regalado su radio y de inmediato lo coloqué en la cocina. Ahí empezamos a escuchar un famoso programa vespertino de jazz que nos inspiraba para preparar los alimentos. Nunca he olvidado las canciones de Billy Holiday, Duke Ellington, Ella Fitzgerald y Sinatra. Estos años los recuerdo con nostalgia y alegría. Con Chabe trabajábamos tres internas huérfanas: Flora, Selma y yo. Durante este tiempo, además de aprender a cocinar muy bien, nos hicimos íntimas amigas y construimos entre las cuatro un fuerte e inquebrantable lazo de cariño y solidaridad.

En la secundaria, las monjas también nos enseñaron a coser y a bordar ya que era el único taller que había en la escuela para aprender un oficio. Sor Adriana, la maestra del taller, era la monja más joven del convento y la que nos alentó a hacernos nuestras primeras minifaldas y blusas strapless, que en esa época estaban de moda. De ella aprendí a combinar los colores para diversos tipos de prendas y distinguir, a través de la textura y el olor de las telas, la calidad de las lanas, linos y algodones. El ambiente del taller de costura era íntimamente femenino y gozábamos con ver en las revistas las últimas novedades de los más famosos diseñadores de moda en Europa.  

Recuerdo que Catita me compraba saldos de telas cuando iba al centro y los fines de semana que acudía a casa me las entregaba para mis nuevos diseños. Le tomé el gusto también a la costura y aprendí a hacer patrones. Corté y cosí muchas prendas, le hice varios uniformes de enfermera a mi abuela con su nombre delicadamente bordado.

Cuando terminé la secundaria, las monjas me convencieron de meterme a novicia. Acepté la propuesta, aunque no tenía vocación religiosa, pero también es cierto, que no sentía que tuviera un hogar cálido donde vivir. Mi abuela era distante y no habíamos construido un lazo afectivo que nos uniera. Sin embargo, ella puso como condición que me podía ir de monja, siempre y cuando estudiara el bachillerato en el sistema de educación a distancia, para que si algún día descubría mi verdadera vocación pudiera seguir estudiando.

Como era una buena alumna no puse reparos y las monjas aceptaron gustosas, pues había muy pocas muchachas que quisieran entrar al convento.

Cuando ingresé en el noviciado, empecé a desarrollarme físicamente, ya que hasta la secundaria tuve cuerpo y cara de niña. Crecí mucho, alcancé pronto a medir un metro setenta, se me formaron las curvas del cuerpo y me convertí en una mujer atractiva. Poco a poco fui descubriendo mi cuerpo y los deseos sexuales fueron despertando paulatinamente. Durante esos años seguí trabajando en la cocina con Sor Chabe, quien ya se fiaba de mí para dejarme diseñar los menús y dirigir a las ayudantas.

Además de las clases de religión, estudié el bachillerato en el sistema a distancia, por lo que tenía que ir los fines de semana a presentar exámenes fuera del convento y aprovechaba después para escaparme al cine con mis amigas o con Catita.

Creo que las monjas siempre se hicieron de la vista gorda conmigo. Sabían que no me quedaría con ellas por mucho tiempo, pero me querían porque era fresca y alegre, cocinaba bien, cosía, les hacía y les arreglaba su ropa y les ayudé a formar el coro, que unos años más tarde se hizo bastante famoso.

Fue una época en la que sentí mucho afecto, hice lazos muy estrechos con varias monjas, entendí las carencias y las limitaciones económicas y sociales que las llevaron a ponerse los hábitos y comprendí que la mayoría no tenían opción para construirse una vida independiente, lejos de la violencia y la miseria familiar.   

Cuando terminé el bachillerato decidí salirme del convento y esto fue gracias a que Flora me buscó, porque recién se había casado con Melchor, un muchacho guapo y rico y quien le ofreció invertir en un negocio para que se entretuviera mientras él se hacía millonario.

No lo dudé ni un segundo, me despedí llorando de mis queridas y adorables monjas y me fui a vivir unos meses con mi abuela, mientras arrancamos nuestro proyecto.

La suegra de Flora, doña Nuria, tenía una casa muy grande en una zona céntrica y exclusiva de la ciudad y nos propuso poner la pastelería en un local anexo a la entrada de la casa. Con el dinero que nuestro socio capitalista invirtió equipamos y abrimos nuestra hermosa pastelería «Catita».

Como estábamos ubicadas en uno de los mejores barrios del centro de la ciudad y nuestros pasteles, gelatinas y galletas eran riquísimas, tuvimos éxito muy pronto.

Doña Nuria de inmediato se unió al grupo de pasteleras, porque era una mujer rica, sola y viuda, que estaba profundamente aburrida. A los tres meses de abrir el negocio me invitó a irme a vivir a su casa porque yo no tenía coche y perdía mucho tiempo en los trayectos de la pastelería a casa de mi abuela.

Me mudé con doña Nuria y fue una de las mejores decisiones que tomé en la vida. Ella era una mujer distinguida, culta y sobre todo generosa. No solo me dio alojamiento para estar al lado del negocio, sino que me acogió en su vida, me introdujo en ese mundo sofisticado de los ricos y me impulsó a seguir estudiando.

Ella había sido profesora de inglés y francés y me planteó enseñarme ambas lenguas a cambio de que yo le diseñara y le hiciera vestidos elegantes. Me daba las clases en las noches, una vez que cerrábamos la pastelería y gracias a ella aprendí a hablar perfectamente los dos idiomas, además me asesoraba para arreglarme bien, sacarme partido y a explotar mis cualidades.  Ella tuvo dos hijos y decía que le había faltado tener una hija y yo era esa chica que tanto había deseado.

Mientras tanto, Flora y yo aprendíamos con Melchor a administrar el negocio que iba viento en popa.  Para festejar el tercer aniversario de la pastelería organizamos una fiesta y doña Nuria invitó a un amigo francés que estaba en México de vacaciones con su hijo Jacques, un muchacho un poco mayor que yo, delgado, alto, con la nariz afilada y la cara larga, parecía un pájaro. Desde que nos vimos nos gustamos y nos enamoramos.

Jacques vivía en París y durante un año vino cuatro veces a verme hasta que me convenció de irme con él. Nunca había pensado que mi vida podía dar un giro así de tremendo, pero estaba perdidamente enamorada y tenía ganas de salir volando. Flora se quedó con la pastelería al lado de doña Nuria, y les fue tan bien que ahora las hijas de Flora están a cargo de una cadena de siete sucursales en distintos puntos de la Ciudad de México.

A París llegué cuando recién cumplí veintiocho años, muy enamorada y llena de ilusiones. Pronto encontré trabajo en la Brasserie Gallopin, un histórico y reconocido restaurante situado al lado de la Place de la Bourse, en donde aprendí los secretos de la cocina burguesa tradicional francesa.

Ahí estuve tres años trabajando muy duro, hasta que un día, muy cansada, decidí que tenía que emprender algún proyecto propio en Francia, me había casado con Jacques, ya estaba asentada y quería formar una familia.

Volví a la Ciudad de México de vacaciones para ver a Tela, a Catita, a mis monjas y a mis amigas. Mi abuela me sorprendió al entregarme el dinero que había ahorrado para mí, desde que mis padres habían muerto, así como las escrituras del departamento para que hiciera con él lo que más me conviniera.  

Le dejé a mi abuela la mitad del dinero en una cuenta de inversión que Melchor le manejó hasta que ella murió y así le garanticé una vejez sin apuros. Me llevé a Francia el resto del dinero que junté con lo que me dieron por la venta del departamento y con ese capital monté una pequeña cafetería en el Barrio Latino de París, llamada L´Etoile.  Fue un éxito de inmediato con las recetas de los pasteles y galletas de Catita y de Sor Chabe. Selma, mi vieja amiga de los años de internas en el convento, acababa de terminar una especialidad en gastronomía en la L´Ecole Ducasse de París, se entusiasmó con la pastelería, se quedó trabajando a mi lado y algunos años después nos hicimos socias.

Mientras tanto, mi relación con Jaques se fue enfriando, no compartíamos muchos intereses, yo me volqué en el negocio y reconozco que no le puse mucha atención a la relación.  Nos divorciamos y nos despedimos en buenos términos y se fue a vivir al sur de Francia.

Soltera de nuevo y con un buen negocio montado en París, hice mucha vida social nocturna y me dediqué a recorrer los bares con una pandilla de amigos pachangueros. Una noche, de casualidad, llegamos al Duc des Lombards, un famoso bar de jazz parisino. Después de varias copas acabé en el foro cantando. Nunca hubiera pensado que podía dedicarme a ser cantante de jazz, pero ahí empezó una nueva fase de mi vida.

En mi nueva racha bohemia le dejé casi por completo la cafetería a Selma mientras cantaba en los mejores bares de jazz de París, hasta que me integré a una banda y organizamos varias giras para presentarnos en diversas ciudades europeas. Esta etapa fue loca, estrepitosa y muy divertida. Me alcoholicé y fumé mucho y le di vuelo a la hilacha.

Cuando cumplí cincuenta me volví a enamorar perdidamente de Saad, un famoso productor musical marroquí y me fui a vivir con él a su departamento cerca de la iglesia de La Madelaine. La cafetería seguía dejando buenos ingresos, pero yo ya no tenía interés en ese negocio y quería un cambio de vida así que decidí venderle mi parte a Selma, quien ya había formado familia y tenía dos hijos.

Unos años más tarde dejamos Francia, nos casamos y nos vinimos a Marrakech. Dejé de cantar en los bares y empecé a tener una vida más tranquila en esta bella ciudad llena de color y cultura. Ya solo canto mientras cocino, como lo hacía con mi adorada Catita. Con el dinero de la cafetería abrí, dentro de la Medina, una linda tienda de artesanías y de ropa que diseñamos varias amigas y yo.

Estoy cerca de cumplir setenta años, hace cuatro me detectaron un cáncer muy invasivo en los huesos que es doloroso y ha ido acabando conmigo. Sé que muy pronto me iré. He tenido en una vida, muchas vidas. Perdí de muy pequeña a mis padres, pero conocí infinidad de personas amables y cariñosas a las que quiero y me han querido y es importante, antes de marcharme, agradecerles a todos, porque he sido inmensamente feliz y gracias a que aproveché con toda libertad las oportunidades que me ofreció la vida pude cambiar mi destino.