Luis Orellana Díaz
A simple vista, escribir
puede ser tan natural como respirar. Sentarse frente a un bloc armado con una
pluma, acudir al pasado por algunos recuerdos, mezclarlos con algo de fantasía,
cocerlos con una pizca de humor o de nostalgia, cosas por el estilo. —Se
entiende que posees de antemano competencias necesarias como el lenguaje y la
pericia para llenar folios con tu puño y letra—. Fantino, en su juventud un
escritor galardonado, ahora era historia. Habían pasado tres décadas desde que
retornó de Europa en medio de halagos y celebraciones. La diosa de la fama lo
acogió en sus brazos antes de cumplir la mayoría de edad. No podía ser de otro
modo: poseía una mente prodigiosa volcada sobre los libros desde la infancia,
era apuesto y de verbo fácil, con ese… no sé qué, que la gente llama carisma.
Su padre, un marino
mercante italiano que recaló en un puerto del Pacífico ecuatorial huyendo de la
guerra, terminó como dueño de la piscifactoría más grande de la zona. Su madre,
una aristócrata porteña hija de un magnate bananero, lloró a mares cuando a su
pequeño Luigi lo arrancaron de sus brazos y lo enviaron a estudiar en
Florencia. Pero ¿quién se acuerda de ello? Hoy es un obscuro habitante, uno
más, de la pujante ciudad porteña. Su encarnizada batalla con la heroína lo
volvió silencioso y desconfiado.
De aquel largo y
fatídico romance con la diosa de la amapola, quedaban los escombros: un yonqui
reciclado de barba canosa y rala, de nariz protuberante, con profundas entradas
en la frente, alto y delgado, pero ventrudo. Sus ojos perdidos bajo unos párpados
lívidos parecen mirarte desde el fondo del averno. Solo cuando sonríe se deja
ver en él una veta de humanidad, el último rastro de aquel joven prodigio que
llegó una tarde soleada a Cabo Azul, su tierra natal, con la fama de novelista
laureado.
Ahora que andaba limpio,
tras décadas sobreviviendo en el marasmo de las drogas; ahora que estaba a
flote, pero «sin ningún puerto a la vista» —como solía decir con sarcástica
sonrisa—, buscaba el sentido de su vida. Lo «rifó» casi todo: familia, fortuna,
por no hablar de los cientos de historias regadas en cuadernos carcomidos por
la humedad, o en sucias servilletas extraviadas entre bares y fondas de mala
muerte. Excepto su casa, un chalet semivacío, de paredes desnudas, con amplias
habitaciones llenas de luz que hacían más grande su soledad, no le quedaba
mucho: el bote en el que laboraba y cientos de libros desperdigados por los
rincones. Había vendido o empeñado lo que podía tener valor en el mercado:
pinturas, muebles, incluso las medallas y diplomas recibidos por su
novela.
La casa estaba
encaramada en lo alto de un acantilado, a un costado de la bahía. El flanco
derecho, expuesto constantemente a la brisa que procedía del mar, le daba a la
construcción el aspecto de un viejo navío corroído por el salitre. En otros
tiempos —vivos aún sus padres— fue escenario de fiestas y celebraciones; luego,
el nido de un hogar con dos «gaviotas» que volaron muy temprano. Tras el
abandono de su esposa, se convirtió en guarida de adictos y hotel de paso para
mujeres de turno que compartieron con él vicios y fortuna. Hace rato que la
hubiese vendido, de no ser un bien patrimonial. En varias ocasiones intentó
restaurarla, pero los fondos después de su caída nunca fueron suficientes.
Ya derrotado, en sus
períodos de sobriedad —cuando el «mono» de la abstinencia no lo poseía— probó
oficios varios: bisutero, repartidor, ayudante de cocina siempre expuesto a las
burlas de aquellos que alguna vez envidiaron sus dones y su fama. Vagando por
los muelles conoció el mundo de la pesca. Se inició como ayudante en botes de
viejos pescadores. Con el tiempo el mar lo redimió: su silencio, su paz, la
calma con que a veces le mecía vaciaban su mente de remordimientos, solo
entonces podía escuchar el susurro de sus personajes y, de a poco, adivinar el
fondo de sus historias. Porque nunca se olvidó de escribir, de cuando en
cuando, algo suyo aparecía en la gaceta local bajo un seudónimo que mantenía su
anonimato.
Su rutina era levantarse
antes del alba, preparar las líneas, cargar los señuelos, remendar las redes
conforme iba rumiando sus teorías, descubriendo a sus personajes, conociéndolos
a fondo hasta enamorarse de ellos. Sentir que sus sufrimientos eran su propio
sufrimiento: «Si no conoces a tu personaje, si no lo ves desnudo, si no amas
sus virtudes ni odias sus defectos, no lo ubiques en el teatro de la historia,
porque el escenario y la trama emanan de ellos como la energía de la materia».
Tenía sus fórmulas, a veces elocuentes, a veces enigmáticas. Mar adentro, lejos
de los dealers, en el paraje de su soledad, prefería el sonido de las olas, el
murmullo de la brisa a las voces de los hombres. «De la rosa —de ayer— solo nos
queda el nombre», parodiaba a Eco recordando el runrún de la muchedumbre en sus
tiempos de gloria.
Construyó su propio bote
para evitar las contingencias de sus antiguos patrones, los pagos miserables y
los malos tratos de algunos pescadores que lo conocieron en el vicio. Se echaba
al mar temprano iluminado por los faros de la avenida que bordeaba la rivera y
regresaba después del mediodía. Vendía la pesca en hoteles o restaurantes
esparcidos a lo largo de la playa. A veces almorzaba en alguno de ellos algo
frugal, cuando no llevaba una pieza de bonito o de bacalao para cocinar en
casa. La humilde labor de un pescador era lo justo para sus aspiraciones,
disponía de la tarde y de la noche para escribir: el único antídoto contra el
sinsentido de su vida.
Una idea persistía en
sus cavilaciones: escribir una última obra. Algo catastrófico que, «acabara con
esta humanidad absurda… aunque sea en el papel», solía repetir para sus
adentros. Una guerra, una epidemia, quizá un apocalipsis tecnológico —en un
mundo enganchado en las redes sociales, la imagen de los humanos agonizando
como los peces que atrapaba en sus mallas de pesca le parecía premonitoria—,
era lo que estaba de moda. Pero no sabía de tecnologías, es más, las detestaba.
Cuando le hablaban de las bondades de los móviles, los ordenadores y la web,
opinaba que ya había tenido suficiente con las drogas como para descender al
abismo inhumano de los algoritmos. «Salir de las llamas para caer en las
brasas», sonreía.
Como escritor de
descubrimiento decidió partir de personajes simples e irlos conflictuando según
el argumento fuese tomando cuerpo. Un argumento que consistiera en múltiples
arcos de tramas, que, sucediéndose al unísono en el orbe, confluyeran en un
momento y circunstancia común para todos ellos. Según él, en este cruce de
caminos debían terminar las narrativas individuales y comenzar la historia
colectiva, algo así como un plot point general que diera un giro sorpresivo a
todas y cada una de las narraciones iniciales. Un deseo sería el norte para la
totalidad de sus personajes: sobrevivir al apocalipsis. El escenario aún estaba
por verse: la tercera guerra mundial, la rebelión de las máquinas o el día del
juicio final. Debía escribirla, ya no por vocación, sino para reafirmar el
sentido de su vida frente a quienes un día lo amaron; incluso por venganza, por
silenciar las burlas y desprecios de aquellos que habían sido sus «amigos».
Después de cada faena de
pesca, entre el café de la tarde y los antiácidos de la noche, trabajaba en su
nuevo manuscrito. Siempre fascinado por el inagotable despliegue de imágenes
que emergen de un párrafo, en esa ecuación cuasi alquímica entre dos mentes: la
fija en el papel y la caleidoscópica mente del lector, era allí donde sucedía
la magia. Pasaba las horas más gratas de su vida sumergido en el mundo de la
tinta y la celulosa. Cada noche antes de acostarse dejaba a mano los aperos
para la pesca del día siguiente y ordenaba su escritorio. Se aferraba a sus
rutinas sin desviarse un ápice, sabiendo que, al romperlas, podía deslizarse
hacia el abismo de su antiguo vicio.
Cuando tomó la decisión
de comenzar a escribirla, se apoyó en los oráculos. Estos le brindarían a su
novela esa atmósfera de presagio que tanto gusta al lector. Desempolvó el libro
de Nostradamus: Las Profecías y lo puso junto con el Nuevo Testamento sobre una
parva de periódicos que yacían en su mesa de trabajo. Al día siguiente después
de la pesca, buscaría con la precisión de un relojero esa fecha de inicio. Se
acostó tarde hojeando periódicos, algunas cuartetas de Las Profecías y
repasando versículos del Apocalipsis de san Juan; llevándose ideas y personajes
en la mente para rumiarlos durante la faena de pesca. Sabía que gran parte del
proceso de escribir historias no ocurría frente al escritorio.
A la mañana siguiente,
con el mar en calma, navegaba tras un banco de albacoras. Con la mano tensa en
el sedal, su mente tejía posibles escenarios: «El 11-S, la caída de las Torres
Gemelas, es un buen punto de partida hacia una catástrofe mundial», especulaba. Disponía de todo el legado de Osama bin Laden
para desarrollar una línea argumental que condujera hasta la explosión de una
bomba nuclear. Sus personajes estarían desperdigados en los diarios a partir de
esa fecha. Había que sumergirse en los montones de periódicos que le regalaban
en la gaceta para la que escribía desde hace años y que se arrumaban en los
rincones de la casa. Esa tarde averiguó que el 11-S cayó en martes.
Así se pasó semanas
combinando escenarios y personajes, trazando diferentes arcos de tramas y
urdiéndolos, pero se sentía atascado. Se volvió supersticioso por influencia de
premoniciones y epifanías. Un buen día despertó con la certeza de que una mala
energía rondaba en la casa. Machete en mano taló unas matas de «guanto» que
crecían silvestres en la entrada, había leído sobre ellas y sobre el poder
maléfico que duerme en sus flores. Abrió las ventanas y aireó los cuartos.
Cubrió el único espejo que tenía en el baño para no enfrentarse a su mirada
siniestra. Estaba decidido a eliminar todo influjo que pudiera interferir en su
clarividencia. Tuvo la precaución de levantarse con el pie derecho como solía
recomendarle su madre y antes de ir a la cama repetir mantras indescifrables
con la esperanza de que le infundieran sueños reveladores.
La temporada alta de
turismo estaba por comenzar, los hoteles y restaurantes se abastecían de
provisiones. La demanda de frutos de mar crecía, pero los aguajes de inicios de
diciembre lo tenían varado en tierra. Mañanas grises se sucedían entre
aguaceros y lloviznas. Tardes plúmbeas, ventosas, con oleajes que amenazaban
devorar las cabañas a lo largo de la playa. El puerto y la ciudad, al otro lado
de la bahía, seguían su rumbo. Él solía bajar al centro los fines de semana a
dotarse de lo necesario y se marchaba tan pronto como llegaba. Sin poder
hacerse al mar, esa mañana se adentró en la ciudad evitando, claro está, esos
lugares manidos donde los dealers y los «tiburones» de las drogas merodeaban.
Sentado en el parque de
la Unión, contempló a la gente apresurada, absorta en asuntos triviales. La
cantinela de los voceadores y el ruido de los autos que se apretujaban por
acceder a un mercado cercano lo distrajeron de sus meditaciones. Se levantó y siguió
la avenida que bordeaba los acantilados hasta la parte más saliente del cabo,
donde se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Desde esa atalaya
miró hacia el sur: el mar embravecido devoraba las rocas del acantilado ya
resignadas a su carácter voluble. Más allá, hacia el sur profundo, la gran
bahía, otra ora luminosa de un turquesa transparente, permanecía sumergida en
un banco de nubes amenazantes. Algunas gaviotas extraviadas volaban bajo
buscando refugio.
Acostumbrado al mar,
conocía la inclemencia de los elementos y la aceptaba, porque detrás de ella no
había más voluntad que las leyes naturales. El oportunismo, la ingratitud, la
«inclemencia» de la gente era lo que no podía perdonar. Mirando al norte, contemplando
la ciudad, sintió como el rencor le enturbiaba la mirada pensando en los miles
de seres que poblaban esa colmena sucia y humeante, en las tantas historias
truculentas que se incubaban bajo cada tejado, detrás de cada ventana…
Ignorando las protervas intenciones de nuestro personaje, la metrópoli se
extendía turbulenta tierra adentro hacia la base de la montaña, hasta unas tres
millas de la playa. Era un puerto de aguas poco profundas donde florecía el
comercio de la pesca.
Esa tarde, sus planes
cambiaron. Un apocalipsis atómico no bastaba para hacer justicia, debía ser un
mal gradual, una lenta agonía, porque la humanidad merecía eso y más. Largas
horas ojeando revistas y periódicos le sugirieron diferentes argumentos y todo
tipo de personajes y tramas. Pero fantasear contra el marco de la historia era
demasiado alambicado. Los hechos ya estaban cristalizados en las noticias y a
sus personajes le quedaba poco o ningún margen para la imaginación. Luego de
tantas horas de comerse el «coco», decidió empezar in medias res, con la
certeza de que algo apocalíptico se cernía en el aire: guerras, calentamiento
global, corrupción mundial… No en vano los predicadores sabatinos anunciaban el
fin de los tiempos. La mañana del veintisiete de diciembre del dos mil
diecinueve descubrió en un puesto de revistas una noticia de portada: era lo
que estaba esperando.
«Varios casos de
neumonía atípica se reportan en los hospitales de Wuhan, China. Las autoridades
sanitarias aseguran tener todo bajo control…».
¡Un virus respiratorio!
La leyó meticulosamente, y sin tiempo que perder, se puso manos a la obra. A
pesar de su reticencia para ir a la ciudad acudió a la biblioteca. Investigó lo
que había disponible sobre la influenza española de mil novecientos dieciocho,
el cólera, la peste negra y las plagas que azotaron a la humanidad desde la
Edad Media. Lo hizo para tomarle el pulso al fenómeno: ¿Cuáles podrían ser las
variaciones psicológicas de los individuos?, ¿cuáles las socio-antropológicas?
Todo para medir los comportamientos del grupo humano y las modificaciones
culturales que una epidemia podría provocar. Descubrió que, en el noventa y
siete en China y en el veinte y dos en México, se hablaba de un virus aviar con
la potencialidad de desatar una pandemia: el H5N1. «¿Quizá era el mismo? Comenzó a redactar:
Las metrópolis del siglo XXI
se desplazaban hacia el futuro a una velocidad de vértigo. La humanidad había
alcanzado el Fin de la Historia vaticinada por Fukuyama. La Aldea Global de
McLuhan florecía bajo un cielo con más satélites que estrellas y en los
ciclotrones se trituraba el átomo hasta tocar a la partícula de Dios. Eran días
de grandes promesas: El mapa del genoma se exponía obscenamente en los
laboratorios y una nueva raza de programadores diseñaba un cerebro universal al
cual llamaba: Inteligencia Artificial. Se habían superado las especulaciones
más audaces de la ciencia ficción. Pero adentro, en el mundo de carne y hueso,
en el mundo de a pie; la humanidad agonizaba de soledad, de mezquindad, de
injusticia. Eran todos contra todos envueltos en el celofán de lo políticamente
correcto. Sin saberlo, el mito de Sísifo latía en cada hombre o mujer que se
explotaba a sí mismo hasta el cansancio, sin sentido alguno.
Una madrugada, a fines de
diciembre del dos mil diecinueve, Jiang Xiao despertó empapado en sudor.
Emergió de un sueño absurdo: se ahogaba en una gigantesca piscina llena de
sangre. Su madre fallecida, le llamaba desde el borde con los brazos abiertos
como invitándole. El rostro de la mujer emanaba paz, pero Xiao la miraba
desconfiado. La sentía extraña, como una impostora que le atraía con engaños.
Ella chapoteaba con los pies el líquido sanguinolento y entre salmos
indescifrables repetía el nombre de su hijo: «Xiao, mi pequeño Xiao…»
Continuaba delirando aún despierto. Tenía la impresión de que alguien lo estaba
observando. Unas lágrimas, como de lava, le quemaron las mejillas recordando a
la madre que solía despertarle para ir a la escuela. Era la fiebre… La
sensación de ahogarse no lo abandonaría hasta que falleció unas semanas
después.
Fue un ingeniero genético,
trabajaba para el Instituto de Virología de Wuhan manipulando secciones de
genomas virales, una labor tipificada como secreta. Días antes del extraño
sueño se había reunido con sus amigos en un bar y por la noche fue al teatro de
la ópera con su compañera sentimental, sin contar las veces que acudió a un
mercado cercano a consumir mariscos…
La teoría del virus
escapado del laboratorio era la más atractiva y para nada peregrina en el mundo
de la conspiranoia. Continuó su historia describiendo al personaje y ubicándole
en los posibles escenarios desde donde se desarrollarían las nuevas líneas de
contagio.
Antes del fin de año, el
buen clima regresó a Cabo Azul y Luigi se hizo al mar, y aunque esa mañana la
pesca no fue generosa, atrapó una albacora de tamaño regular. No sé lamentó de
su suerte como otras veces, tenía suficiente para su consumo. Las redes de
arrastre de un barco factoría chino había peinado la zona durante la noche y
aún se lo podía divisar alejándose hacia el horizonte. Mientras desarrollaba
sus teorías apocalípticas y dialogaba con sus personajes, se dejó ir
persiguiendo a una familia de jorobadas que saltaban a unas cuantas brazas del
bote jugando con su ternero. Al mediodía detuvo la marcha para almorzar, y
ojeando el periódico de la tarde anterior descubrió una noticia:
«Clausuran mercado de
mariscos en Wuhan. Veinte y siete casos de enfermedad respiratoria están
relacionados con este mercado de productos húmedos…».
En ese instante cobró
conciencia de que un corazón latía en su pecho. «¡Eureka!», gritó poniéndose de
pie —como cuentan que un día lo hizo Arquímedes—. Las páginas que llevaba
escritas iban bien encaminadas. De vuelta a su escritorio ubicó a nuevos personajes
en el Mercado de Wuhan:
Domingo veinte y nueve de
diciembre del dos mil diecinueve, cuatro con cuarenta y cinco. Liao se levantó
adolorido y con el pecho cerrado. La noche anterior su esposa le preparó una
infusión de té con jengibre para combatir un resfriado. Tenía la esperanza de
amanecer mejor. Afuera, la fina llovizna le imprime una pátina charolada a la
calzada bajo el influjo de una marquesina color rosa. Su bicicleta es
suficiente para salvar la distancia de seis kilómetros que separa su
departamento del Mercado Mayorista de Mariscos de Huanan en Wuhan donde
laboraba. Esa mañana, por precaución, su esposa le recomendó tomar un Uber. Iba
tosiendo dentro del auto mientras charlaba con el conductor.
Una luz intensa deslumbra los
cuerpos gelatinosos de pulpos, serpientes y murciélagos que Liao acomoda en las
vitrinas de su puesto de ventas. Aún enfermo, tenía que atender el negocio, su
mujer estaba sin trabajo y su niño pequeño requería cuidados especiales. En la
tienda vecina, bandejas con todo tipo de insectos son ordenadas en sus
respectivos estantes. Los camiones repartidores hacen una lenta fila en la
entrada de carga. Un inspector, con casco y chaleco naranja, revisa
meticulosamente los productos que se venderán…
Para fin de año el
gobierno chino tuvo que reconocer que la epidemia respiratoria se le fue de las
manos y no le quedó más remedio que hacerlo público. Para entonces, Fantino
había desarrollado varias de sus líneas y sus personajes se distribuían por el mundo
llevando el virus letal. Aeropuertos, terminales terrestres eran los escenarios
que describía en ese momento. En los
medios y en las redes comenzaba a sonar la noticia de una epidemia. Él iba un
paso adelante, en su historia, Wuhan ya estaba en cuarentena y la enfermedad
era una pandemia. Había descrito casos en Alemania en Francia y otros países de
Europa. Días después describió contagios en Norte América y luego en América
del Sur.
Las primeras imágenes de
ciudades desiertas, hospitales abarrotados y operadores de salud embutidos en
trajes de protección dieron la vuelta al mundo. Para Fantino, mirar en la
realidad aquello que había descrito a la perfección apenas unos días antes, ya
no le causó asombro. Se convencía cada vez más de que su pluma era la que
vaticinaba el destino de la humanidad. Se metió de lleno a descifrar Las
Profecías. Describió con lujo de detalles la paranoia de la gente encerrada en
sus casas, levantando muros, desinfectando hasta los víveres que llegaban a sus
puertas. Describió relaciones sociales fracturadas y cómo el pánico a la muerte
diluía amistades y familias.
Cuando redactaba los
primeros contagiados en Cabo azul, dejó la pesca y se dedicó a su novela de
lleno, adelantándose a los acontecimientos. Es más, tratando de dirigirlos
según sus designios. Días después la alarma llegó a Cabo Azul y comenzaron a
surgir los primeros contagios entre sus coterráneos, Fantino estaba desatado
llenando páginas como un iluminado. Sus personajes hacían fila en los
hospitales consumidos por fiebres y tosiendo sin control, o colmaban las salas
de cuidados intensivos conectados a los respiradores. Otros, por fin,
desbordaban las morgues y yacían en los corredores embalados en fundas negras
con solo una etiqueta numerada que hacía referencia a sus fichas de
identificación. En su imaginación la epidemia reptaba bajo las puertas, se deslizaba
por los tragaluces y las chimeneas como un ente con voluntad propia. El miedo a la muerte, convertido en recelo
hacia propios y extraños, se volvió la
norma.
Los días pasaron y una
realidad dantesca se apoderó de Cabo Azul. Se decretó el toque de queda y se
militarizó las calles del puerto. Para entonces la cepa viral ya tenía nombre:
COVID 19. Los borborigmos de la urbe, que como una masa indigesta se extendía
sobre el cabo, quedaron en silencio. De vez en cuando, esa quietud hipnótica se
interrumpía con el sonido de alguna ambulancia. Desde la terraza de su casa, en
lo alto del acantilado, Fantino contemplaba la zona posterior de la ciudad, que
se extendía como un cáncer infiltrándose en las colinas. Cuando el viento
cambiaba de dirección, le llegaban de lleno el bramido de las olas y ese olor a
salmuera de los bacalaos amontonados en las bodegas por el cierre de los
mercados. Una alegría velada encendió su mente, aunque luego se transformó en
vergüenza.
Cansado de escribir, se
detenía a contemplar Cabo Azul tomado por la plaga. Convencido más que nunca de
la labor profética de su novela, veía a la ciudad con los ojos de un Nerón
mirando arder Roma. Pero este paisaje, a simple vista, no tenía nada de catástrofe,
más bien, lucía como una bendición para la naturaleza. Los botes artesanales
varados en la playa, cubiertos de arena por el viento, reverdecían con una
alfombra de fino pasto. La ruta del Spondylus, la arteria principal que
recorría el puerto, libre de tráfico, desolada, semejaba una cinta gris cosida
con puntadas blancas y amarillas a los bordes sinuosos de la bahía. Por la
mañana, las iguanas se calentaban sobre el asfalto sin temor a los autos y, a
veces, se veía cruzar a algún venado de cola blanca por la carretera. Unos
gatos, acicateados por el hambre, invadían en las noches su cocina. Como nunca
antes un grupo de lobos marinos descansaban sobre la arena. Los más jóvenes,
incluso, se aventuraban por las calles cercanas a la playa.
Aunque desde su terraza
no podía contemplar los muelles, los adivinaba quietos: no más sirenas de
barcos, ni ruido de máquinas, ni esmog escapando de las fábricas. Convencido de que era cuestión de tiempo para
que no quede un solo miembro de la estirpe humana, regresaba a su escritorio
para desquitarse con los últimos personajes que agonizaban aferrados a sus
afectos. No tenía compasión de niños ni mujeres y se ensañaba con los ancianos.
A los más afortunados, a los justos, los dejaba morir en salas aisladas sin más
compañía que el sonido de los respiradores. A los crueles, los describía
muriendo solos en habitaciones inmundas sin que nadie les brinde un sorbo de
agua.
Habría transcurrido
algunas semanas desde que comenzó la cuarentena. Una noche escuchó la sirena de
una ambulancia acercarse por la vía de acceso a la ciudadela en la que se
encontraba su casa. Dejó de escribir para asomarse. Protegido por el cristal de
la ventana, vio detenerse al furgón blanco, que deslumbraba intermitentemente
con su coctelera luminosa la fachada de la casa vecina. Vio bajar a hombres
cubiertos con trajes obscuros de pies a cabeza. Semejaban a astronautas, tan
parecidos a como él los había descrito en las líneas de su novela —para ese
instante ya no discernía entre la ficción de sus escritos y la realidad—. Los vio tirar abajo la puerta, abrir las
ventanas y ventilar la casa.
Pudo más la curiosidad y
salió a la terraza. Luego de un tiempo que le pareció eterno, los vio salir
empujando una camilla que portaba un bulto negro del tamaño de una persona de
mediana estatura. Sintió por primera vez la realidad de su juego, cuando un
olor nauseabundo le llegó de la villa contigua. No sabía el nombre de la
persona fallecida, o a lo mejor lo había olvidado, pero la conocía de siempre.
Era una mujer mayor que vivía con sus gatos, usaba lentes sin montura y cuidaba
de palmeras y cactus como si fuesen sus nietos. Los sábados por la tarde se
reunía con sus amigas a tomar el té y a jugar cartas en el jardín. Recordó que
tenía un esposo, un señor alto y huesudo que manejaba un Land Rover. Ese
momento se percató que hace años no veía a su esposo por la casa. «¿Quizá la
abandonó, quizá murió?».
De vuelta, frente a la
madera resquebrajada de su escritorio, Fantino detuvo su pluma. Ordenó los
papeles. Tiró al cesto de basura las notas de sus historias. Volvió a pensar en
la muerte. Revisó el capítulo dedicado a ella. Analizó una vez más las razones
esgrimidas para exponerla como un evento natural, desnudo de sentimentalismos,
y estuvo de acuerdo con sus conclusiones. En verdad, él no la temía. Pero había
algo más: una angustia densa que se apretujaba en su pecho al contemplar ante
sí un océano de soledad. Su novela era impecable, igual que la realidad y
ninguna de las dos dejaba escape. Pensó en sus hijos como una tabla de
salvación, como una alternativa al abandono, pero tuvo el efecto contrario: su
angustia creció. ¿Dónde se encontraban ahora? ¿En algún hospital? ¿En alguna
morgue como la mujer que se llevó la ambulancia? No había reparado en ello
desde que dejaron de escribirse, de eso hace mucho tiempo. Tampoco estaban
dentro de sus líneas.
La experiencia le
impactó, esa noche no tuvo valor para escribir, se acostó con un ardor en el
esófago. Se percató que no había tomado sus antiácidos desde hacía algunos
días. Se levantó y fue a la cocina con la intención de poner algo en su
estómago. Con la luz apagada, y tanteando la mesa, dio con una caja de leche y
la bebió. Un sabor agrio le obligó a regurgitarla en el pozo de lavar los
platos. «¿Esta semana no ha venido el repartidor de los víveres, habrá
enfermado, habrá muerto quizá?», se preguntó. La realidad comenzaba a filtrase
en su mente. Bebió abundante agua y regresó a la cama perseguido por una
bandada de espectros. Se vio abandonado, descomponiéndose en su habitación
convertido en gusanos; se imaginó revoloteando contra los cristales, transformado
en gigantescas moscas necrófagas.
Conforme pasaban las
horas, los hechos se imponían a su conciencia. ¡La pandemia era real!, estaba
aquí, estaba en la casa de alado y a punto de tocar su puerta. Meditó: «Morir
en soledad como un lobo que se aleja de la manada cuando se siente enfermo». No
era temor, era indignación contra su destino y el de la humanidad. Sintió
misericordia por él, por todos. Se
contempló a sí mismo construyendo universos simbólicos para explicarse el
mundo, para sostenerse a flote en este inmenso recipiente vacío de sentido. «Al
menos los lobos no se cuentan historias ni escriben novelas, no aspiran la
inmortalidad», pensó con tristeza.
Un día espléndido se
pintó detrás de su ventana, como una marina de colores cálidos sobre el lienzo
vaporoso del espacio. Amaneció flotando en la luz del nuevo día cual un
náufrago rescatado de la noche más obscura. Tenía que deshacer el conjuro,
nadie se merecía tanta soledad. En las páginas que siguieron dio un giro a los
sucesos, creó una vacuna, encontró una cura. Pero en Cabo Azul la enfermedad
seguía su curso y aumentaban los fallecidos. Algunas familias quemaban a sus
muertos en las calles ante la desatención de las autoridades que estaban
desbordadas por la voracidad de la pandemia. Escribía hasta muy tarde en la
noche y temprano en la mañana se despertaba con la esperanza de encontrar una
ciudad redimida.
Se llenó de fe y se
ofreció al mundo. Comenzó a cuidar a los gatos de la casa contigua, recibía a
los repartidores de alimentos dentro de la suya sin barbijos ni trajes de
protección. Estaba convencido de que su redención se replicaría en el mundo. En
las páginas finales de su novela no ocurrían más muertes. La humanidad había
aprendido a vivir en armonía. Unos días después se contagió. Los mantras no lo
protegieron, pero tenía la compañía de algunos felinos que ronroneaban a su
alrededor. Luigi Fantino, delirando por la fiebre y hostigado por la tos,
insistía tozudamente con los mantras para la salud eterna. Sobre la morgue de
Cabo Azul, una oscura nube de buitres se sostenía casi inmóvil en el aire
caliginoso del puerto.