Luis Orellana Díaz
Los días
posteriores a la detención de Avico, las cuadrillas buscaron el cuerpo de Ligia
río abajo siguiendo las riberas del Tomebamba. Desde el puente del vado, donde
el carbonero aseguró haberlo arrojado esa noche lluviosa, se fueron internando
kilómetro tras kilómetro en sentido de la corriente; por cañadas, barrancos
intransitables y bosques densos. La búsqueda infructuosa fortalecía en la mente
de los vecinos la idea de que el chico era inocente. Mi padre también dudaba al
ver cómo se iban desarrollando los hechos. Sin embargo, tenía que seguir los
protocolos al pie de la letra. ¿Qué más se podía hacer? El carbonero había
confesado. Quizá dijo la verdad, quizá lo inventó por la presión de los
investigadores. Su mente era un enigma que nadie intentó comprender hasta el
día en que resultó incriminado.
Los calendarios se
deshojaban como los álamos añosos que,
inclinados hacia la orilla del río, sumergían sus raíces en el agua, donde días
atrás, Ligia nadaba junto a sus amigas. Las clases retomaron su rumbo, la
escuela estaba absurdamente vacía; sin ella, los números y las palabras
perdieron su significado. El maestro me tiraba de las patillas con frecuencia,
cuando me sorprendía divagando en sus charlas de historia. Poco me importaba la
guerra entre Huáscar y Atahualpa, ni el cuarto lleno de oro que le ofrecieron a
Pizarro. Parecía que todos la habían olvidado y que solo mi mente la retenía
con la porfía de un niño fascinado.
Cuando regresamos
de vacaciones, mis hermanos y mi madre, intentamos retomar las relaciones con
nuestros vecinos. Pero las amigas de mamá dejaron de visitarla con la
frecuencia acostumbrada y terminaron por alejarse del todo. Papá, buscando
tranquilizarla, le dijo que quizá se debía a al hecho de que su investigación
estaba removiendo viejos secretos, e importunando a mucha gente. Ella
sospechaba que los vecinos sabían algo que nosotros ignorábamos.
Nuestro grupo
también había sufrido una desbandada, ya no jugábamos en las calles como antes.
El estricto control de los padres nos mantenía puertas adentro. En nuestra
ausencia, Manuel había conocido a una chica en el oratorio y el poco tiempo que
disponía, entre el pan y los libros, viajaba raudo sobre su bicicleta hacia el
norte de la ciudad. Los contados ratos que compartíamos, platicábamos sobre la
hermosura de su niña y sobre el beso que le había robado. No volvimos a ver a
Alfonso desde esa soleada tarde en el tejado, cuando estuvo a punto de
revelarnos un secreto y fue interrumpido por la llegada inesperada de su padre
a la bodega de sombreros. Carlitos era el único que se reunía conmigo en el
tejado para hablar de Ligia.
A fines de octubre
comenzó el juicio al carbonero. Me angustiaba al pensar que todos se habían
olvidado de él y por ende de ella. En la gaceta del domingo una noticia lo
anunciaba en no más de un centenar de palabras redactadas en una de sus páginas
interiores. En casa el tema nunca dejó de estar presente:
—¿Fue él, el que
lo hizo?, ¿por qué la dañó?, ¿por qué cortó sus trenzas y marcó su vestido?
—preguntaba incrédula mi madre.
—Quizá nunca se
sepa con certeza. El idiota no logra urdir frases coherentes, mucho menos,
explicar las profundas desviaciones que pueden motivar a un asesino —comentó mi
padre moviendo la cabeza.
—No podría creerlo
ni viéndolo con mis propios ojos —aseveraba mamá, mientras unas lágrimas
incipientes transformaban el azul de sus ojos en un océano de tristeza.
Papá fumaba un
Chesterfield y miraba a través de la ventana como buscando las verdaderas
causas de la desaparición. Sin volver la vista hacia mi madre, le dijo: «La
investigación tiene muchas fallas y el coronel me está presionando para que dé
el asunto por finiquitado. Mientras tanto, Soriano insiste en que pongamos
todas las evidencias sobre la mesa: “Estos hechos sacrílegos no pueden quedar
impunes”», imitaba sin darse cuenta la voz severa del cura: Mientras su mano
viajaba una y otra vez entre sus labios y el cenicero, la habitación se
impregnaba con el olor picante del cigarrillo, a pesar de que mamá mantenía las
ventanas abiertas cuando él fumaba dentro de casa.
La delgadez de mi
padre realzaba su talla, llevaba el bigote al estilo handlebar, con
los extremos encerados, apuntando hacia arriba en dirección a las niñas de sus
ojos. Era callado, severo, pero nunca cruel. Cuando bebía algunas copas, que
era de vez en cuando, se ponía cariñoso y nos regalaba el dinero que llevaba en
sus bolsillos. Mamá tenía que controlarnos para que no lo dejásemos limpio.
Llegaba antes del anochecer con su uniforme beige y un casco blanco que
semejaba una bacinilla con un borde negro en su base y un escudo en su parte
frontal, sobre el cual, descansaba un cóndor —el buitre más grande del reino
animal—. Nada que ver con los policías de la televisión. Yo no le ponía tanta
fe, seguramente Simón Templar ya la hubiese encontrado.
Los vecinos que
aceptaban las versiones policiales creían que la había dañado por accidente,
que lo del vestido y la trenza dejados en la iglesia, eran solamente una manera
de buscar el perdón divino, un simple ritual de un bobo arrepentido. Para mi
padre, no pasaba de ser una movida de terceros que lo usaban como chivo
expiatorio. El testimonio de una beata madrugadora, que vio al muchacho
abandonar la iglesia a una hora en que la sacra nave se encontraba casi vacía,
justo antes de que Soriano hallase la ofrenda macabra, fue lo que llevó a la
policía a catear el quiosco en el que dormía Avico. El resto ya lo sabemos. Lo
que allí se encontró terminó de sepultarlo… sin ninguna duda.
Pocos días después
de apresado Avico, el sargento Orejuela había allanado la cabaña de las
hermanas Gualpa en busca de Ligia o de algún indicio que ayudara a dar con su
paradero. La noche que retornamos de Alausí, casi a la madrugada, mi padre le
comentaba a mamá las cosas extrañas que allí encontró. Esa noche no pude dormir
a causa de su terrible relato. Al día siguiente les conté a los chicos lo que
mi padre encontró allí. Un sábado por la mañana, seguros de que las hermanas
atendían sus negocios, invadimos la cabaña en secreto. Manuel se unió a la
aventura. Era tanta la curiosidad que pospuso la cita con su chica. No es que
hicieran mayor cosa: jugaban al monopolio, a las cartas y bebían jugo de limón.
Las pocas veces que quedaban a solas, la tomaba de la mano y le robaba un beso.
Eso era todo, aunque para nosotros… era todo lo que podíamos imaginar.
La cabaña se
encontraba al sur, donde terminaba la ciudad y comenzaba el descampado, a unos
pocos metros de un vertedero de basura que se llenaba de moscas durante el día
y de ratas al caer la noche. Al mediodía el olor se ponía insoportable, sobre
todo, cuando el sol golpeaba de lleno.
Era una casa de
adobe, de paredes empapeladas con periódicos de hace varias décadas. Detrás de
la cabaña había un largo galpón construido con cantos de eucalipto que
desembocaba al fondo en un pasillo tenebroso con la forma de un túnel. Estaba
cubierta de paja, era una bodega con estantes llenos de frascos de cristal. Los
había de todos los tamaños, desde recipientes de perfume que contenían pequeños
insectos, hasta grandes pomos con fetos humanos conservados en alcohol. Algunos
guardaban reptiles, murciélagos y ponzoñas enormes como la mano de un hombre
adulto.
Manuel me daba
valor, de tanto en tanto, para que no abandonara la macabra escena. Más allá de
los estantes, sobre una vieja mesa de tablones apolillados, descubrimos un
arcón custodiado por aldabas corroídas. Parecía recién desenterrado, tenía lodo
impregnado en sus paredes. Estoy seguro de que mi padre no lo descubrió en su
incursión —lo habría mencionado en su relato—. La situación se volvía más tensa
cada vez, y yo sentía que me fallaban las rodillas. Extrañas osamentas, fémures
humanos y cráneos de perro yacían en su interior entreverados con una colección
de pañuelos anudados. Algunos guardaban mechones de cabello, otros, anillos, e
incluso ropa interior usada. Manuel los profanó con toda la sangre fría.
Removiéndolo
descubrimos en el fondo un manuscrito grabado con tinta negra. Una pareja de
perros con cabeza humana nos miraba desde su carátula. Mientras lo hojeábamos
Manuel exclamó: «¡Son reales, los “gagones” son reales!». El chiflido de
Carlitos anunciando la cercanía de las hermanas nos sacó del asombro. Se había
quedado en el mercado con la bicicleta de Manuel para servirnos de «campana».
No tuvimos tiempo de salir por donde ingresamos. A volandas atravesamos la
larga bodega y cruzamos el obscuro pasillo que terminaba en el borde del
barranco, en sus paredes vimos plantas secándose con las raíces hacia arriba.
Por la prisa que llevábamos, resbalamos y caímos como dos bultos en la
hondonada del río. La curiosidad —y luego el miedo— pudieron más que la
prudencia.
Unos cuantos
metros abajo alcanzamos la orilla opuesta. Jadeantes, empapados y sin aliento,
nos escondimos en un maizal. Manuel sacó de sus pantalones el manuscrito. Era
una sopa de papel y tinta, pero había partes de información aún legibles. Lo
pusimos a secar. Nos llevó días desentrañar la poca información que no se había
borrado con el agua. En la pasta, bajo la figura vigilante de los
perros-humanos, decía: «Inimicos Casti Connubii». En la portada había
una escena a colores que representaba las penas del purgatorio. Las palabras
que más resonaban en mi mente, eran: concubinato, carne, alma, pecados; y
frases como: «…perros apareándose con madres, hijas y hermanas...
Inobservancia del celibato».
No dormimos
durante varias noches pensando en los humanos convertidos en perros a causa de
sus pecados o de los pecados de sus ancestros. Escondimos el manuscrito en una
casa abandonada en medio del bosque. Nadie quería correr el riesgo de guardarlo
en la suya. Al fin, lo terminamos quemando en un ritual improvisado, con la
esperanza de que el humo expiara nuestras culpas.
Huíamos de los
confesionarios y sentíamos que las hermanas nos pisaban los talones. Carlitos
no quería dejar la cama y faltó a la escuela. Manuel se alejó de su amiga, él
que era tan valiente tenía miedo de cruzar a solas la ciudad. Una noche soñó
con Aguirre y con doña Elena que, transformados en perros, rondaban la
panadería en busca del manuscrito. Cuando despertó juraba que eran reales.
El día en que la
doña falleció a causa de un infarto, unos días después de que quemáramos el
manuscrito, yo ardía en fiebres. El médico me había subministrado un vermífugo
y un purgante. Al marcharse recomendó un enema con agua de manzanilla. No había
nada más humillante que te introdujeran una sonda rectal, pero al día siguiente
estaba aliviado. Al abrir los ojos me encontré cara a cara con Alfonso,
Carlitos lo acompañaba al lado derecho de mi cabecera. Un sonido extraño me
llamó la atención desde el otro lado de la cama: «Bee, bee, bee…», era Manuel
haciendo vibrar sus labios y simulando el balido de una oveja. Yo usaba un mono
que mi madre me había tejido con lana de borrego y que incluía una gorra con
unas orejitas de cordero. Me alegré al comprobar que mi amigo había recuperado
su buen humor.
La información que
Alfonso poseía podía ser crucial para resolver el caso y llegó justo cuando
estábamos convencidos de que algo sobrenatural se había llevado a Ligia.
Teníamos que actuar con urgencia, las vacaciones de Alfonso estaban por
terminar, en unos días regresaría al internado donde su padre lo recluyó para
alejarlo del barrio. Otra vez sobre los tejados volvíamos a conspirar como en
las mejores series policiales. La noche de aquel día en el que desapareció la
niña, Alfonso había asistido en secreto a una asamblea satánica en el sótano de
su casa, al cual tenía prohibido llegar cuando los invitados de su padre se
reunían bajo llave.
Alfonso nos lo
contó con la voz rota. Yo lo escribo como lo recuerdo: En los primeros días que
siguieron a la terrorífica vivencia, Alfonso anduvo como un zombi que no
lograba distinguir la diferencia entre el sueño y la realidad. La causa, un
amargo brebaje que su padre le obligó a beber esa misma noche después de que
todos se marcharon y él tiritaba de miedo de regreso en su cama. Con el paso
del tiempo y la sumatoria de los sucesos que se volvieron públicos, fue
recuperando poco a poco los detalles de aquella experiencia que ahora les
comparto:
Venciendo el
terror que le infundía su progenitor, Alfonso se coló por un amplio respiradero
que comenzaba en lo alto del sótano y daba hacia el bosque de eucaliptos.
Atraído por el ruido de cánticos y rezos, se asomó detrás de unas rejillas de
hierro carcomidas por la humedad para contemplar con los ojos desorbitados
aquella escena barroca en la que: Hombres colocados sobre las aristas de un
pentagrama marcado en el piso del sótano, inclinaban y levantaban sus cabezas
ocultas por sendas capuchas. Balanceaban incensarios de los que emanaba un humo
dulce y picante que por poco lo hacía estornudar.
Este ritual duró
algunos minutos que a él le parecieron eternos. Conforme la sesión avanzaba, se
sentía mareado a causa del humo y del eco de los mantras. Luego de un tiempo el
sótano quedó en silencio. Se apagaron los inciensos. Los hombres se quitaron las
capuchas y se acostaron boca abajo a lo largo de los brazos de la estrella
juntando sus cabezas en el centro de la misma. Detrás de una cortina apareció
un individuo pequeño de caminar desgarbado, vestía como el joker de las barajas
francesas. Con parsimonia fue colocando y encendiendo velas alrededor del
pentagrama. Al cerrar el círculo, se retiró caminando hacia atrás con la cabeza
inclinada, mirando al suelo como haciendo una reverencia.
Los hombres se
irguieron lentamente y cantaron en un extraño idioma. La cortina se volvió a
abrir y apareció el joker junto a una niña desnuda. Llevaba una corona de
flores. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Parecía hipnotizada,
caminaba como sonámbula guiada por la mano del joker quien la condujo hasta el
centro del círculo y la dejó allí. La máscara negra no tenía aberturas,
solamente unos soles pintados que simulaban ojos y una media luna que hacía las
veces de boca. La comitiva comenzó a rezar en voz alta. Después de un tiempo se
hizo silencio y el joker volvió a aparecer detrás de la cortina, pero esta vez
traía una cabra con grandes cornamentas enrolladas. La llevó hasta donde
esperaba la niña, la amarró a una estaca en el centro de la estrella. El animal
la olfateó de pies a cabeza y lamió partes de su cuerpo. Ella se mostraba ajena
a todo.
Cuando parecía que
el sótano se había congelado, la luz de un reflector alumbró el centro de la
estrella desterrando la semioscuridad de las velas. Alfonso pudo distinguir con
claridad los tonos blanquinegros de la cabra y el cuerpo de la niña que resplandecía
como el nácar. El círculo donde los hombres esperaban de pie se mantenía en
penumbra. De pronto, el joker penetró en el cono de luz con toda la
parafernalia para una boda. Procedió a lavar el cuerpo de la niña, para luego
calzarle un vestido blanco con lentejuelas de plata y puso un ramo de azares en
sus manos. Por fin adornó a la cabra con un collar de flores y colmó de azares
su cornamenta.
Los participantes
cantaron en voz alta, incluido el joker. Solo entonces, Alfonso lo reconoció
por su cabello ensortijado y su dentadura destartalada: era el carbonero.
Terminada su labor, el joker se retiró repitiendo las mismas reverencias. El
silencio volvió a reinar, uno de los hombres del círculo se acercó a la niña
con un cáliz en su mano y le untó la frente con una sustancia aceitosa de color
rojo bermellón. Procedió de manera similar con la frente del carnero. Acto
seguido, se puso de bruces en actitud adoratriz, el resto de participantes lo
imitaron.
Luego de un tiempo
prolongado se levantó y sacando una daga bajo su manto marcó una cruz invertida
en la mano diestra de la niña. Ella seguía impasible, no emitía sonido alguno,
ni mostraba gestos de dolor. Tomando la mano herida untó con la sangre de la
niña los cuernos de la cabra.
A la luz de la
lámpara, la identidad del oficiante se hizo patente: era Aguirre. Llevaba un
manto de liturgia con una cruz invertida que brillaba como el oro. Alfonso lo
identificó inequívocamente por su rostro anguloso de color cetrino y su cabeza
tonsurada. Lo que siguió heló la sangre de nuestro amigo:
Con una violencia
repentina el satánico cura procedió a degollar al animal. Un balido grave
retumbó en el macabro espacio. El joker, que sostenía al carnero agonizante por
los cuernos, emitía un sonido electrizante, una mescla de risas y de llanto. La
sangre esparcida por los movimientos estertóreos de la víctima mancilló el
vestido de plata de la niña y la librea del cura. Con el animal silenciado,
Aguirre puso la daga en el cuello de la niña.
Sin poder
contenerse, Alfonso gritó y empujó los barrotes corroídos. Estos se
desprendieron de la húmeda pared cayendo dentro del sótano. El asombro se
apoderó de macabro aquelarre, mientras nuestro amigo huía arrastrándose en
sentido contrario por el canal de ventilación. Iba tiritando bajo un aguacero
infernal, no sentía las piernas y le faltaba el aire.
No paró de correr
hasta llegar a su cama. Allí permaneció encorvado y en posición fetal, cubierto
con las mantas hasta la cabeza. Las imágenes de terror se repetían una y otra
vez en su mente sin permitirle conciliar el sueño, hasta que llegó su padre más
enfurecido que nunca y le obligó a tomar aquel brebaje amargo. Lo último que
recuerda de esa noche: el rostro siniestro de don Alfonso marcado por la furia
y esa mueca de desdén en los labios del viejo, que comenzó a notarse a partir
del día en que su madre los abandonó.
Con Avico tras las
rejas, don Alfonso bajó la guardia y le permitió más libertad a su hijo. El
último fin de semana que compartimos con Alfonso nos lo pasamos sobre los
tejados, reviviendo al detalle su experiencia sobrecogedora hasta rescatarla de
su memoria lo más nítida posible. El paso siguiente era compartirla con mi
padre. ¿Cómo lo haríamos? Le dimos mil vueltas al asunto, lo más fácil era que
lo relatáramos directamente. No obstante, decírselo, así como así, sería como
sacar a la luz los oscuros asuntos en los que andábamos metidos. Temíamos por
su reacción, lo menos que podía sucedernos era terminar encerrados en un
internado como lo hizo don Alfonso con su hijo.
Una vez más,
Manuel encontró una manera idónea de hacerlo sin comprometernos en forma
directa. Había que dejar la información en su escritorio, algo fidedigno que lo
incitara a investigar el sótano en cuestión. Escribimos una nota con letras
recortadas de revistas y periódicos, pegadas sobre un papel en blanco; como lo
vimos ejecutar a un secuestrador en una serie de televisión. La nota tenía la
forma de un acertijo, parecida a las que usaba el Enigma —el archi enemigo de
Batman en la serie televisiva de la ABC—: «Si debajo de un sombrero puede
surgir un conejo, ¿por qué no podría surgir una niña debajo de cien
sombreros?».
Alfonso partió un
lunes gris, amenazantes nubarrones se condensaban sobre los Andes, un empleado
de su padre lo llevó al terminal. Cargaba un morralito de cuero con tapas de
madera, usaba una boina negra y un saco azul marino con una escarapela del
instituto en la solapa. Agitando su escuálida mano tras la sucia ventana del
micro se despidió de nosotros. Tenía los ojos vidriosos, como presintiendo que
sería la última vez que nos veríamos. Con su puño en alto, en señal de fuerza,
Manuel lo persiguió en su bicicleta por un largo trecho, mientras el bus
desaparecía tras las curvas de la carretera. Una rara enfermedad lo fue
menguando. Años después me enteré que falleció, los médicos no estaban seguros
si fue la tisis. Cursaba el penúltimo ciclo del instituto.
Ese mismo día, a
la hora del almuerzo, la nota apareció en la estación de policía sobre el
escritorio mi padre. Yo la dejé allí con el pretexto de entregarle la vianda
que le enviaba mi madre. Por la noche, papá estaba tan distraído que mamá tenía
que preguntarle dos veces las mismas cosas. Iba y venía de la sala al comedor,
se detenía frente a la venta y, extrañamente, no fumaba. Algo tramaba. Yo
estaba seguro que descubrió la nota, me picaba la lengua por preguntarle al
respecto, pero me contuve recordando las advertencias de Manuel. Por fin,
cuando fueron a la cama, habló sobre la nota con mi madre. No tuvo que atar
muchos cabos, el acertijo le remitía directamente al sombrerero. Don Alfonso
Ortega era un próspero comerciante, el primero en exportar sombreros de paja
toquilla a Panamá.
El sargento
Orejuela sospechaba desde hace tiempo que don Alfonso era miembro de una
cofradía, lo que no sabía, a ciencia cierta, era el carácter de aquella
hermandad. Su mansión, contigua a la iglesia, ostentaba un frente con amplios
ventanales y balcones, desde donde se divisaba la zona residencial de la
ciudad, a su margen derecho había un pequeño bosque de eucaliptos que terminaba
en el rio. La parte posterior de la casa, un inmenso bloque de ladrillo visto,
se erguía imponente como dando la espalda a la pobreza que reinaba en nuestro
barrio. Adosado al bloque se levantaba un galpón en el que se trataba y secaba
los sombreros.
Mamá insistió que
comentara la nota con el coronel, él se mostraba reticente, pensaba que su
superior no estaba interesado en averiguar el asunto a fondo, es más, le había
conminado a que dejara el caso como estaba. Mamá lamentaría por años el consejo
que le dio esa noche: «Comparte la nota con el coronel, ¡es tu deber!». Solo
unos días después de aquello, mi padre fue transferido como apoyo a una
cuadrilla de guardas de estanco para controlar el contrabando de alcohol. Allí
encontraría la muerte a manos de uno de los propios guardias que alegó un
accidente.
Nadie en el barrio
se solidarizó con nosotros, había un miedo oculto en cada vecino. Parecía que
todos sabían algo que ignorábamos. Soriano ofició una sentida liturgia a la que
asistieron la abuela y una hermana de mi padre que vino de la costa. Carlitos y
Manuel me saludaron desde la última banca de la iglesia y se marcharon antes de
que terminara el oficio. Nunca más supe se ellos. Con mi padre bajo tierra,
partimos para Alausí junto con la abuela.
Esta historia
comenzó a redactarse a modo de una carta dirigida al policía más integró que
había conocido hasta entonces: Agustín Orejuela. No era tan apuesto como Moore,
ni vestía en Savile Rou, pero tenía un sentido del deber a toda
prueba. Adolescente aún, trabajé esta crónica como una catarsis por la memoria
de mi padre. Se convirtió en un relato cuando cursaba mi carrera de periodismo
en la capital, a donde fuimos a parar con mi madre y mis hermanos buscando
mejores días.
Crecí con la culpa
de haber propiciado la muerte de papá. Un día, siendo ya un profesional del
periodismo, yo mismo enfrente a la muerte por publicar la verdad de ciertos
hechos que por ahora no vienen al caso. Allí comprendí que el destino y el
deber son inseparables.
Inconclusa y
rezagada, esta narración habitaba el limbo de los cuadernos olvidados en uno de
los tantos cajones de la casa materna; hasta un día, en el que, por ese extraño
azar que nos aguarda en algún cruce de caminos, conocí a Eva María del Espíritu
Santo vicaria del convento de las Madres Agustinas de la Encarnación. Un agosto
veinte y siete, día de Santa Mónica de Hipona —era domingo y hacía mucho frío
en la capital—, una llamada me sacó de la cama, donde yacía embutido entre
mantas mirando la televisión.
La voz del jefe de
redacción, con ese timbre de barítono, me conminó:
—Necesito que
entrevistes a la priora del convento de las agustinas. Hoy inauguran una de las
bibliotecas más completas de la ciudad.
La orden me tomó
por sorpresa y me quedé en silencio. Estaba por preguntarle sobre la reportera
de cultura, cuando él se adelantó a decirme:
—Patricia amaneció
afónica, estos días tan fríos han minado su salud.
—Si no hay otra
alternativa, por mí no hay problema —respondí a regañadientes.
A las nueve
estábamos, el camarógrafo y yo, en el despacho de la madre superiora. La
entrevista duró un cuarto de hora aproximadamente. Al concluir, la priora nos
dejó a cargo de la vicaria para que nos guiara a través de la biblioteca.
Eva María del
Espíritu Santo era una monja distinguida, de vivaces ojos negros, de tez
blanca, un tanto sonrosada. Hablaba de forma pausada, pero arrastrando las
erres. Bajo su hábito marrón, levemente ajustado por un cinturón de cuero,
podía imaginarme su cuerpo espigado. Caminaba erguida y en todo momento llevaba
los brazos cruzados a la altura del abdomen, con las manos ocultas dentro de
las anchas mangas de su túnica. Siguiendo sus pasos a lo largo de la
biblioteca, atento a las metódicas descripciones que nos proporcionaba, fui
haciéndome una idea de su refinada cultura. Conforme pasaba los minutos en su
compañía un aire familiar iba surgiendo de sus formas y sus modos. No fue hasta
que extendí mi mano para despedirme, que pude ver una gruesa cicatriz en forma
de cruz en la palma de la suya.
Una extraña sensación me acompañó el resto de la tarde. Cuando obscureció
necesité más que nunca de un amigo, pero un domingo por la noche, un amigo es
el bien más escaso. En la oscuridad de una sala de cine, esa sensación iba y
venía entre los pistoletazos de los vaqueros y el relinchar de los caballos,
hasta que una imagen se consolidó en mi mente: «¡Ligia…como no, era Ligia!, ¡la
vicaria era Ligia! ¿Quién más, sino ella?». Abandoné el cine e hice a pie el
largo camino de regreso a casa, tratando de barajar las infinitas posibilidades
de que algo así estuviese sucediendo. Toda mi infancia se convirtió en un
sueño, en algo falaz, en un espejismo.
A primera hora del
lunes estuve de vuelta en la biblioteca para hablar con la vicaria. Una cita
con ella era imposible. Sin darme por vencido continúe yendo los momentos que
tenía libre. Hasta que una mañana, a primera hora, al ingresar a la biblioteca
la vi. Estaba sentada con un gran tomo abierto frente a ella y rodeada de
jóvenes. Fui directo y me ubiqué entre el grupo. Impartía lecciones de la Suma
Teológica de Santo Tomas. Inmediatamente notó mi presencia, seguro reconoció al
periodista, aunque no a su compañero de escuela. Luego de un tiempo prudente,
aprovechando la tanda de preguntas hice la mía, pero tuve la audacia de
llamarle: Ligia. Por unos segundos su rostro se puso tenso y frunció su ceño,
cuando recobró la compostura contestó mi pregunta con una claridad meridiana y
dio por terminada la lección.
Las semanas que
siguieron visité la biblioteca con frecuencia. Las contadas veces que
coincidíamos intentaba abordarla, pero ella me evitaba en todo momento. Un buen
día, quizá convencida de que no me daría por vencido, me recibió en su despacho
con la condición de que sería la única vez que hablaría conmigo. Ligia escuchó
en silencio toda la versión de mi historia. Su rostro, al principio calmado,
pasaba del asombro a la tristeza según crecía mi relato.
«Lo siento por tu
padre», me dijo cuando quedé en silencio. «Lo siento por Alfonso, pero más lo
siento por el pobre Avico, ¡él sí que fue un alma noble! Después de mi Señor
—se persignó—, a ellos les debo la vida». Con las manos juntas a la altura de
sus labios hizo una oración en su nombre. Así, en actitud contrita, era la
Ligia que yo conocía y lucía más hermosa que nunca.
Me confió su
historia bajo el juramento de mantenerla en reserva hasta que pereciera el
último miembro de aquel diabólico aquelarre. A parte de Aguirre; don Alfonso,
el coronel Sanches, el boticario Sojos y el diputado Ledesma eran miembros del
partido liberal y bajo la guía del cura formaban la secta masónica de los
«Pentas». Para esa fecha, Aguirre, el mayor de todos, agonizaba en una clinica
privada; los otros ya se encontraban bajo tierra, a él le faltaba dos años para
cumplir la centuria.
En palabras de
Ligia, el ritual de esa noche pretendía ser una boda y un sacrifico. La boda se
consumó, pero el sacrificio fue interrumpido por todo el alboroto que causó
Alfonso. Temiendo que se tratase de las autoridades, que ya buscaban a la niña,
los miembros del pentagrama se dispersaron en diferentes direcciones; dejando a
Ligia bajo la custodia del carbonero, quien debía esconderla en un lugar
predeterminado hasta nuevo aviso.
Con Ligia en
brazos y contrariando las órdenes de Aguirre, que le tenía a su servicio por
unas simples monedas; el carbonero, que no era el «shunsho» que simulaba
ser, apareció con la niña aún sedada en casa de Maruja. La yerbatera, al tanto
de las prácticas de los «Pentas», a los que ocasionalmente servía; reconoció en
la niña el efecto de la adormidera que le administró el boticario. Sin pérdida
de tiempo preparó un brebaje que le devolvió la conciencia y la bañó con una
infusión de «carne humana» —una yerba de gran poder cicatrizante—. Vendó su
mano que aún sangraba, le cortó las trenzas que las llevaba recogidas sobre la
cabeza y la vistió con las ropas de un muchacho.
Arriesgándose a
sufrir la ira de sus poderosos aliados, Maruja montó a Ligia en la mula del
chico, camuflada entre sacos de carbón. Le dio a Avico las instrucciones
precisas para que llegaran a su destino y le hizo repetir a la niña la frase
que le serviría de santo y seña. Salieron de la ciudad protegidos de los
curiosos por un aguacero inclemente.
Avanzaron una
noche y un día sin detenerse más que para comer unas tortillas de maíz con agua
de panela. Una íntima de Maruja la recibió en un pueblo lejano al norte de los
Andes y la trasladó a un convento de la capital. La clave que le abriría las
puertas decía así: «Aunque es la esposa del ángel caído, sigue siendo la
primogénita de Dios».
Su relato le
devolvió el sentido a mi vida.
Cuando me despedí,
asegurándole que cumpliría mi promesa, me extendió la mano. En lugar de
estrecharla como se acostumbra, me incliné y posé mis labios sobre su cicatriz
en señal de reverencia. Al abandonar su despacho me regaló una frase para el
camino: «Noli foras ire, in teipsum reddi; in interiore homine habitat
veritas». Al notar mi confusión, la repitió en castellano: «No busques
fuera, entra en ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad». Una
máxima de San Agustín que desde entonces me ha servido las veces que he
extraviado mi camino.