martes, 21 de octubre de 2025

Tormenta en puerto Bruma

María Paz Navea Tolmos


Amancio Fitzpatrick nunca pensó en volver a Puerto Bruma…

Había intentado ser escritor en la ciudad, pero su rutina de cafés oscuros, editoriales que nunca respondían y muchas páginas que casi nadie leía, lo habían llevado a la quiebra.

Al morir su tío —el último farero de la familia—, heredó el faro y las libretas donde los Fitzpatrick habían registrado cada tormenta durante los últimos cincuenta años. Sabía que, con una casa en la ciudad, mantener ambas propiedades sería demasiado costoso. Pero ni su corazón ni sus recuerdos le permitían vender el faro, así que, cuando el invierno empezó a cerrarse sobre Puerto Bruma, decidió instalarse allí.

A veces, cuando el viento golpeaba las ventanas, recordaba la primera vez que había cruzado aquella puerta: el chirrido metálico que le sonó como una bienvenida torcida, los muebles cubiertos por sábanas amarillentas hinchadas por la humedad, y las libretas esperándolo contra la pared norte.

Llevaba ya algún tiempo en el pueblo, estaba casi acostumbrado al frío y al silencio del faro, convenciéndose de que, si no podía vivir de la escritura, al menos podría escribir sin que nadie lo interrumpiera.

Una noche sin mucho que hacer, encendió una lámpara de aceite, arrastró una silla y alcanzó una de las libretas de su tío. No buscaba nada en particular, solo distraerse del frío; sin embargo, notó que su contenido no estaba del todo dedicado al clima: entre registros exactos de tormentas, surgían de pronto confesiones escritas como si fueran parte de la bitácora misma:

«Su piel aún guardaba el aroma del mar. Quisiera naufragar en ella cada noche».

«Si vuelve mañana, encenderé la luz solo para que ella pueda ver que la amo».

Amancio frunció el ceño; un presentimiento, como una ola contra los acantilados, le sacudió la sien.

«Después de todo, quizá mi tío no haya pasado sus últimos días solo», pensó.

Esa noche la tormenta llegó temprano: el cielo se ennegreció antes de lo previsto y el aire se volvió espeso, casi irrespirable. A Amancio le resultaba imposible conciliar el sueño; daba vueltas en la cama mientras las olas azotaban los acantilados y la lluvia golpeaba con furia el techo del faro.

Casi de madrugada, un golpe seco lo arrancó de la cama. Al principio creyó que era el viento, pero pronto escuchó el repiqueteo insistente contra la puerta metálica del faro.

—¿Quién anda ahí? —gritó, forzando la firmeza de su voz.

El golpeteo se detuvo un segundo y entonces llegó la respuesta, quebrada por el llanto y el viento:

—¡Abre la puerta! Hace muchísimo frío.

Amancio tragó saliva. La voz le golpeaba la memoria con un eco imposible de identificar del todo. Se aferró a la lámpara de aceite y, con la otra mano, liberó el cerrojo. La puerta cedió apenas un resquicio, lo suficiente para que el viento se deslizara por la abertura.

Entonces la vio. Una joven empapada lo miraba con una súplica muda. Tenía las pestañas pegadas por el agua, el pecho agitándose con dificultad, y un hilo de sangre seca en la comisura de los labios. Había en ella una belleza extraña, la clase de belleza que duele mirar demasiado tiempo.

—Por favor… —murmuró ella, con un hilo de voz—. Déjame entrar.

Amancio retrocedió sin pensar y la dejó pasar. Apenas cruzó el umbral, la muchacha se desplomó sobre el frío suelo. Él se agachó enseguida, la envolvió con una manta y la ayudó a llegar hasta el sillón junto al fuego. El resplandor de la lámpara iluminó su rostro: los pómulos afilados, la piel traslúcida, el temblor incesante en sus manos. Su fragilidad parecía absoluta, y al mismo tiempo irresistible.

—Gracias… —dijo, apenas recuperando el aliento—. Procura no tardar tanto la próxima vez.

Amancio la miró en silencio, con un nudo en la garganta tratando de recordar si la conocía. Ella acercó las manos al fuego y, tras unos segundos, giró hacia él con una sonrisa suave.

—Enciende el faro, cariño. Recuerda que durante la tormenta no podemos quedarnos a oscuras —dijo, frotándose los brazos como quien intenta recuperar el calor.

El estómago se le encogió: había leído aquella frase en una de las libretas de su tío.

—¿Quién eres? —logró preguntar, pero sonaba más a súplica que a duda.

Ella no respondió de inmediato. Se levantó despacio, todavía con la manta sobre los hombros, y caminó hacia la escalera que conducía a la linterna. El crujido de sus pasos en la madera parecía marcar un camino que ya conocía de memoria. Amancio la siguió con la lámpara temblándole en la mano. Arriba, el aire olía a hierro y a aceite rancio. El depósito esperaba, la mecha intacta, los engranajes quietos como un reloj detenido. La mujer se volvió hacia él mientras la tormenta azotaba los cristales.

—Enciende el faro —susurró—. Yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo.

Amancio respiró hondo. Cargó aceite en el depósito, dio cuerda al mecanismo y encendió la mecha. La llama prendió, y el haz del faro rasgó la noche como un cuchillo.
La mujer sonrió, y en esa sonrisa había tanto alivio como tristeza.

—Así está mejor —dijo ella, y cerró los ojos contra el vidrio empañado, mostrándose serena pese al rugido de la tormenta.

—No me has dicho quién eres…, ¿piensas responderme?

Ella sonrió con dulzura, pero sus labios temblaban.

—Solo una mujer esperando que regrese su esposo. Él siempre vuelve, con cada tormenta. 

Amancio le pidió que se sentara en el sillón. No podía apartar la vista de sus ojos: tenían una intensidad tan profunda que parecían capaces de hipnotizar a cualquiera que se cruzara con ellos.

—¿Nos conocemos? 

—De nada sirve contártelo aún, si lo hago no me creerás.

—¿De dónde vienes? —insistió Amancio.

Ella desvió la mirada hacia la ventana, donde las gotas de lluvia corrían como hilos de plata. Parecía dudar, como si cada palabra fuera un secreto que debía elegir cuidadosamente.

—No puedo explicarlo ahora… —susurró—. Él prometió que nos veríamos aquí de nuevo, aunque siempre se le olvida.

Amancio frunció el ceño.
—¿De quién hablas?

Ella lo miró con un gesto en el que se mezclaban ternura y desesperanza.
—De mi esposo. Siempre me promete que volverá. Desde entonces camino cada tormenta hasta el faro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Amancio. La frase sonaba demasiado amplia, demasiado ambigua. Como si no fuera la primera vez que repetía ese ritual. 

—Amancio… —dijo por primera vez su nombre, con un tono que le heló la sangre—. En la próxima tormenta deja la puerta abierta.

Se desprendió de la manta y cruzó el umbral sin mirar atrás. La lluvia la envolvió de inmediato, empapándole el cabello y pegándole la ropa al cuerpo. La vio avanzar entre la niebla, encorvada por el viento, hasta que su figura se perdió en la distancia. Amancio permaneció inmóvil, sobrecogido por aquella belleza imposible y consumido por el deseo de volver a verla, de arrancarle al menos una respuesta.

A la mañana siguiente, la tormenta se había desvanecido. El cielo amaneció despejado, sereno, aunque el faro aún destilaba humedad y en sus muros persistía el murmullo sordo de la lluvia. Amancio no pudo soportar la quietud entre aquellas paredes: la necesidad de respuestas lo empujaba hacia afuera. Aprovechó la calma del día para descender al pueblo.

Puerto Bruma era pequeño; casi todos se conocían, y casi todos lo conocían a él. Había pasado su infancia allí, corriendo por las mismas calles estrechas y saludando a los mismos vecinos.

En la panadería, mientras compraba un par de hogazas, se atrevió a preguntar:

—Anoche, con la tormenta… ¿vieron a alguien rondar por aquí?

El panadero lo miró con desconcierto.

—¿Alguien? No, muchacho. En noches así, nadie sale de casa. ¿Por qué lo preguntas?

No insistió. Pagó y salió con una sensación amarga. Más tarde, en la taberna, se topó con un hombre de barba cana, amigo de su tío. Este, al reconocerlo, le dio un apretón de manos firme.

—No, imposible. Tu tío no se volvió a enamorar desde Carlota. Siempre le fue fiel, incluso en soledad.

Amancio estaba más confundido que nunca. Recordaba las páginas leídas en la libreta de José Antonio, los márgenes escritos con una devoción ardiente hacia otra mujer. Aquellas palabras no podían pertenecer a alguien resignado a la soledad. Quizá ahí, en esas contradicciones, estaba la clave. No lograba sacarse de la cabeza a la dama que recorría el faro con la familiaridad de quien siempre lo había habitado. Tenían que ser más que amigos, pensó.

—Espero verlo pronto. Siempre es un placer —dijo Amancio al despedirse.

Corrió a casa y se lanzó sobre las libretas con una ansiedad enfermiza. Pasó una tras otra, buscando alguna pista que revelara si aquella mujer había sido realmente la amante de su tío. Pero las páginas no coincidían con nada que hubiese visto: eran registros de tormentas, datos precisos, anotaciones rutinarias. Nada más.

Y justo cuando estuvo a punto de rendirse, abrió un cuaderno al azar. El corazón se le detuvo al encontrar que en la última página había un mensaje escrito con la fecha de ese mismo día. Narraba, con una exactitud escalofriante, todo lo vivido en la madrugada: el golpe en la puerta, la mujer empapada, su súplica por entrar. No hablaba del resto de la jornada, solo de la tormenta, como si el tiempo que importara realmente empezara y terminara en esas horas de furia.

Amancio sintió un sudor helado recorrerle la espalda. No reconocía del todo la letra, y aun así había algo insoportablemente familiar en el trazo. Las dudas lo devoraban. Estaba desesperado; lo único que lo sostenía era la certeza de que, cuando ella regresara, le preguntaría todo. «Pobre tío José Antonio», pensó, con un nudo en la garganta. «Quisiera, al menos, saber que no se fue de este mundo en soledad».

Dos noches después, durante la siguiente tormenta, la mujer abrió la puerta sin dificultad. Amancio no había puesto el seguro: la esperaba, aunque no se atrevía a admitirlo. Se había quedado dormido en el sofá, con la lámpara encendida. Ella entró en silencio y, empapada, se acurrucó a su lado bajo la misma manta. El frío de su piel lo despertó de golpe.
—¿Qué haces? —preguntó, sobresaltado.

Ella temblaba como si el viento la atravesara entera.

—Tengo mucho frío… —susurró.

Amancio iba a apartarse, pero algo en él lo detuvo. La rodeó con los brazos, acercándola a su pecho. Su cuerpo helado lo estremeció más que el propio invierno.
—No pasa nada —dijo, mientras la cubría con otra manta.

Se levantó un momento, encendió el fuego y calentó agua. Volvió con un té humeante, ella lo observaba fijamente, como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

—No he dejado de pensar en ti —dijo él, con la voz rota. Luego bajó la mirada, arrepentido de sonar tan débil.

Ella tomó la taza con ambas manos y sonrió con una dulzura que lo desarmó.
—¿Te acordaste? Esta vez tardaste menos.

Amancio sintió que un nudo le cerraba la garganta.
—No tengo idea de quién eres, ni qué haces aquí… ¿Sabes que José Antonio ya no está? ¿Por qué sigues buscándolo?

La mujer no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó la taza sobre la mesa, se inclinó hacia él y lo miró tan profundamente que el tiempo pareció detenerse.
—No estoy aquí por él.

Cada pausa entre ellos se le hacía insoportable. Y aunque afuera el mar rugía, Amancio solo podía escuchar el latido acelerado en su pecho.

Esa noche no pudo dormir. Ella permaneció en silencio, sentada frente al fuego, con la manta resbalando por sus hombros. Había algo en su quietud que lo tenía fascinado.

Cuando el amanecer empezó a clarear, la dama se levantó sin decir palabra. Caminó hacia la puerta y, antes de salir, le rozó la mejilla con la yema de los dedos. Su piel estaba tibia, por fin tibia, como si hubiera absorbido el calor de la casa o del propio Amancio.
—No olvides encender el faro en la próxima tormenta —murmuró y se fue.

Él quedó paralizado, con la mejilla aún ardiente por el roce. Era imposible que aquello haya sido un sueño.

Los días siguientes los pasó explorando las libretas, intentando descubrir algo más sobre la misteriosa dama. Ya no le importaban las deudas ni la ciudad que había dejado atrás: solo esperaba que el cielo volviera a oscurecerse.

Cuando la tormenta regresó, no esperó dormido. Esta vez encendió la lámpara del faro y subió hasta la linterna, convencido de que la luz sería su señal. Desde allí, vio una figura avanzando entre la lluvia. Su corazón se detuvo: era ella, caminando contra el viento.

Al llegar, no pidió auxilio. Subió las escaleras del faro con paso firme y, al verlo, sonrió como si lo conociera de toda la vida.

—Gracias por encender la luz —dijo suavemente.

La voz de Amancio se atoró en su garganta. Era exactamente lo que había leído en una de las libretas de su tío, y sin embargo no se atrevió a recordárselo.

Ella avanzó despacio, sin apartar la mirada de él, y apoyó una mano en su pecho.

—Temía que me dejaras en la oscuridad —susurró.

El contacto lo paralizó. Su piel era fría, pero al mismo tiempo lo quemaba.
—No lo haría —respondió sin pensar, y se sorprendió al escucharse tan seguro.

La mujer inclinó la cabeza, como si lo estudiara.

—Últimamente tardas más en reconocerme… —murmuró.

Esa frase lo sacudió. Una ráfaga de imágenes lo atravesó: el mismo faro, la misma lámpara, la misma tormenta. Todo idéntico, repetido hasta el cansancio. Sintió, con una claridad aterradora, que ya había vivido esa escena. Sabía lo que ella iba a decir antes de que abriera la boca, conocía la forma en que apoyaría la mano en su pecho, el modo exacto en que lo miraría. Atónito, comprendió que no era la primera vez que estaba con esa mujer, sino una de muchas, demasiadas para contarlas. Y; sin embargo, presentía que ella repetía esos gestos para guiarlo, que podía elegir otras palabras, pero siempre volvía a las mismas para obligarlo a recordar.

Se llevó la mano a la sien, mareado.

—Yo… yo ya estuve aquí —balbuceó.

Entonces tropezó con una de las libretas caídas. La abrió sin querer y el corazón le dio un vuelco: reconoció por fin que los escritos estaban hechos con su propia letra, describiendo exactamente ese instante. No solo lo anticipaban, lo narraban como si hubiera ocurrido incontables veces.

Ella sonrió con una dulzura que le heló la sangre.

Amancio retrocedió un paso, pero ella lo siguió con calma, como si no tuviera prisa.

—No entiendo… ¿Quién eres?

La joven lo miró como si fuera lo más obvio del mundo.

—Yo regreso con la tormenta para encontrarte. Y tú, Amancio… tú eres el que siempre me abre la puerta.

Amancio acarició el borde de la libreta con los dedos, el corazón golpeándole como si quisiera escapar de su pecho. El trazo era suyo, no había duda, y relataba exactamente lo que estaba viviendo en ese instante. Una ola de vértigo lo partió en dos. Entonces, sintió como un rayo que lo iluminaba por dentro y lo recordó: no era la primera vez que encendía la lámpara con ella a su lado. La había visto antes, en esa misma escalera, con el rostro empapado de lluvia y las manos temblando. La había sostenido, la había amado y la había perdido.

Se llevó las manos al rostro, jadeando.

—Dios mío… —murmuró—. ¿Cuántas veces hemos hecho esto?

Ella no dijo nada. Lo miraba con esa calma que solo tienen los que no se han rendido a pesar de haber esperado demasiado. Alzó la mano y le rozó la mejilla.

—Al fin lo recuerdas —susurró—. No sabes cuánto he temido que nunca volvieras a hacerlo.

Amancio dejó escapar una risa quebrada, entre incrédula y desesperada. Le tomó la mano antes de que pudiera apartarla y la besó con una devoción febril, como si quisiera grabar su piel en la memoria.

—¿Y por qué… por qué lo olvido cada vez? —preguntó, con los labios aún rozando sus dedos.

Ella respiró hondo, como quien se prepara para decir una verdad que duele.

—Porque aquella noche no solo encendimos la luz, Amancio. Alteramos el tiempo.

—¿Alteramos… el tiempo?

—La tormenta actuó como un catalizador. El rayo cayó justo cuando la lámpara del faro alcanzó su máxima frecuencia lumínica. Esa combinación de energía eléctrica y radiación generó una distorsión en el campo electromagnético del lugar. Fue como abrir una grieta entre dos segundos.

—¿Una grieta?

—Sí. El tiempo se fracturó. Parte de esa energía nos atravesó: tú recibiste la descarga directa, y tu cerebro se reinicia con cada repetición. Por eso olvidas. En cambio, yo absorbí la resonancia del campo; quedé anclada al recuerdo. Cada tormenta nos devuelve al mismo punto, pero tú vuelves nuevo, y yo sigo cargando la memoria completa del ciclo.

—Entonces… ¿vivimos el mismo instante?

—Una y otra vez. La tormenta lo reescribe, y nosotros somos su ecuación incompleta.

Amancio la miró sin poder hablar. Ella sonrió, pero sus ojos temblaban.

—Queríamos atrapar el tiempo, y lo hicimos. Solo que el tiempo también nos atrapó a nosotros.

—¿Por qué lo hicimos? —susurró.

Ella lo miró como si esa pregunta hubiera tardado siglos en llegar.

—Porque tú no soportabas la idea de haberlo dejado morir solo —dijo en voz baja.

Amancio sintió un golpe seco en el pecho.

—Mi tío…

—Sí. Pasó años esperándote en este mismo faro, ¿recuerdas? Nunca le respondiste las cartas. Creíste que aún tenías tiempo, pero el invierno llegó antes que tú.

Amancio apretó sus manos. Lo recordaba ahora.

—Yo solo quería disculparme —murmuró.

Ella bajó la mirada.

—Y yo… yo también necesitaba despedirme —confesó—. Mi hija murió lejos de mí. Nunca pude despedirme, no llegué a tiempo.

Lo miró con un temblor en los labios.

—Te convencí de hacerlo, Amancio. Cuando hablaste de este faro y de tu tío, supe que ambos necesitábamos un momento más. No para salvarlos, sino para decir adiós sin interrupciones.

Amancio sintió sus lágrimas desplazarse por sus mejillas.

—Dediqué mi vida a estudiar el tiempo y aun así nunca supe que esto podría pasar. En concepto, entendía perfectamente cómo la luz alteraba la materia, cómo el tiempo se curva en los campos electromagnéticos. Sabía que, si lográbamos sincronizar la energía del faro con la tormenta, abriríamos un pliegue diminuto, una grieta entre segundos, y podríamos asomarnos a ese instante perdido.

—¿Y funcionó?

Ella sonrió con tristeza.

—Sí. Por un momento, lo logramos. Pero el rayo cayó antes de que pudiéramos regresar. La tormenta no nos dejó volver. Nos encerró dentro de ese mismo segundo, repitiéndolo una y otra vez.

—Y por eso olvido…

—Porque cada ciclo vuelve a empezar. La tormenta te limpia, te devuelve al punto donde aún puedes intentarlo. Yo, en cambio, no olvido nada. Te he perdido incontables veces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que no caían, suspendidas como el propio tiempo que los condenaba.

—Quizá este sea mi castigo —susurró, quebrada—. Haber querido más tiempo del que me correspondía.

En ese instante, Amancio lo entendió todo. La tormenta no era un accidente: era la trampa en la que habían quedado atrapados, el precio por desafiar al tiempo. Recordó cada bucle encerrado en esa misma noche, cada vez que ella volvía a él y cada vez que él la olvidaba. Y, pese a la condena, comprendió que lo único real en medio de todo eso era lo que sentía por ella.

Habían intentado romper el ciclo evitando encender el faro, pero era inútil. La tormenta siempre los devolvía al inicio, como si se burlara de su resistencia. En ese instante, Amancio comprendió que no había nada que repensar, ningún cálculo que rehacer: lo único que valía la pena hacer era amar a esa mujer incalculables veces.

Entonces la tomó del rostro y la besó con una desesperación feroz, como si quisiera tragarse cada tormenta, cada espera, cada vida entera. Sus labios sabían a todo lo que había olvidado y a todo lo que siempre había amado. La apretó contra su pecho, hundió los dedos en su cabello empapado y la amó como si no hubiera un después.

Ella respondió con la misma urgencia, con una entrega que parecía infinita. Afuera, los relámpagos desgarraban el cielo, pero dentro del faro solo existían ellos dos, encendidos como la verdadera luz que cortaba la noche.

No supo cuándo se quedó dormido entre sus brazos. Solo despertó al amanecer y ella ya no estaba. La manta aún guardaba su calor y en la mesa, abierta como esperándolo, en la última página de su libreta, reconoció la letra de su amada:

«Enciende el faro, cariño. No tardes tanto».

Amancio cerró los ojos y sonrió, exhausto y dichoso al mismo tiempo. Comprendió que esa vez sería distinta: había tomado la decisión de vivir en el bucle, pues si de parar el tiempo se tratase, encendería el faro y lo congelaría solo para verla de nuevo.

viernes, 26 de septiembre de 2025

El buzo

Patricio Durán


Julián Bermúdez se había levantado antes del amanecer, como siempre. La costumbre de los años docentes no lo había abandonado, aunque hacía tiempo que ya no enseñaba a nadie.

A veces se despertaba pensando que debía preparar una clase, corregir un examen, asistir a una reunión inútil. Pero la agenda estaba vacía. La jubilación le ofrecía libertad, sí, pero también silencio. Y en el silencio, los pensamientos gritaban.

Encendió la luz y se miró en el espejo. Era un ritual que había evitado los últimos meses. Había aprendido a lavarse los dientes sin levantar demasiado la cabeza, a afeitarse sin cruzar mirada con los ojos que lo contemplaban desde el otro lado del vidrio. Pero esa mañana —su cumpleaños número sesenta y cinco— sintió la necesidad de enfrentarse a lo evidente. 

Julián supo que había llegado el principio del fin. No porque el cuerpo le doliera —aunque empezaba a dolerle—, ni porque la próstata le recordara que el deseo ya no era un río torrentoso, sino un riachuelo tímido. Ya no estaba ese hombre irresistible que hacía girar cabezas en la universidad, el que amó sin culpa a muchas mujeres y se dejó amar con un ego ardiente. Ahora había piel flácida y manchada, venas marcadas, cabello ralo color plata. Y en los ojos, una tristeza que ni siquiera sabía poner en palabras. El cabello, delgado y ralo, apenas cubría el cráneo que empezaba a transparentarse. «Ya se te ve el bleris» —el caucho de los balones de antes—, le había dicho a manera de broma Manuel Estrada, un amigo y compañero de la universidad, lo que acentuó su pesimismo. Las arrugas no eran líneas: eran mapas de todos los años vividos. Y los ojos, esos ojos azules —similares a los de Paul Newman— que tantas veces hicieron suspirar a mujeres que apenas conocía, estaban apagados. No tristes. Apagados.

El deseo lo había abandonado primero. Después, el vigor. Ahora, el cuerpo. Y lo que más le molestaba no era envejecer. Era convertirse en alguien que ya no reconocía. «No quiero vivir la humillación de depender de otros —murmuró—. No nací para que me limpien otros, para que me compadezcan», se decía en voz alta al recordar los últimos días de su padre cuando Julián debió atenderlo solo porque sus hermanos brillaron por su ausencia.

La idea había empezado como un susurro meses atrás. Una lectura del libro «Meditaciones» de Marco Aurelio —emperador romano y filósofo estoico—. Con eso en mente pasó días pensando, sentado en su sillón o paseando por el parque, sobre la vida, la virtud y la aceptación del destino; la importancia de vivir de acuerdo con la razón y la naturaleza, aceptando lo que no se puede cambiar y actuando con sabiduría y serenidad. El tema sobre el suicidio estoico le llamó la atención. Poco a poco se convirtió en un pensamiento recurrente. Después en una posibilidad. Y ahora, el día de su cumpleaños, era una decisión. No era depresión, se repetía. No era tristeza. No buscó despedidas ni cartas. Solo orden: filtro nuevo, cuchillo afilado, dos lastres extra. Probó el regulador tres veces, hasta oír el mismo silbido parejo. En el cuaderno escribió la hora y dibujó una flecha hacia abajo. Los griegos lo entendieron bien: el sabio elige su salida cuando la vida ya no ofrece virtud. Morir con dignidad, con conciencia, era mejor que alargar la decadencia, aunque el suicidio es moralmente inaceptable para la Iglesia Católica —en la cual Julián fue bautizado de niño, si bien nunca fue practicante— que lo considera contrario a la dignidad humana y al respeto debido a dios.

Le aterraba imaginarse postrado, aferrado a tubos, oliendo a desinfectante y compasión. No quería terminar como un estorbo, una sombra en la vida de sus hijos. Prefería elegir su salida, como lo hacían los estoicos de la Grecia clásica que sabían que hay dignidad en despedirse antes de ser vencido. Y entonces pensó en el mar.

Las Islas Galápagos no solo eran un lugar en el mapa. Para Julián eran un símbolo: libertad, naturaleza salvaje, belleza sin artificios. Allí había buceado por primera vez, cuando todavía tenía abdominales marcados, bíceps, y las compañeras de buceo se reían de sus bromas de mal gusto. Allí quería morir. En un descenso profundo, solo, rodeado de la fauna marina que muchas veces lo acompañó en sus inmersiones, y que también le hizo pasar más de un susto, cuando fue sorprendido por la presencia de tiburones martillo, lobos marinos y manta rayas. Que su último suspiro fuera salado, azul, sereno. Que su cuerpo se convierta en refugio allá abajo, en el fondo, donde no llega la luz. Alimentaría a los peces, cangrejos, gusanos de mar. Se mimetizaría con el ecosistema. De su muerte nacería abundancia, de su silencio brotaría vida. Se convertiría en un legado.

Julián era un buzo experimentado y solitario —aunque las reglas de buceo aconsejan no bucear solo—. Viajó a las Islas Galápagos con un propósito silencioso: morir en una inmersión final, fundiéndose con el mar que amó toda su vida. Descendería hasta que lo atrape una de las fuertes corrientes marinas que surcan el mar de las Galápagos y se dejaría arrastrar hasta desaparecer en las profundidades. No era una decisión impulsiva. Era un proyecto. Su retiro no sería una decadencia: sería una despedida consciente. Un viaje hacia la disolución con los ojos abiertos.

Julián fue profesor de Teoría del Conocimiento de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central y le fascinaban los problemas filosóficos. Concordaba con aquello que los estoicos creían: «que la virtud es el único bien verdadero y que la felicidad se alcanza a través del dominio de uno mismo y la aceptación de lo que no se puede controlar». No podía controlar su envejecimiento, pero sí la forma cómo terminarían sus días.

Para los filósofos estoicos la muerte no era un mal, y uno podía dársela a sí mismo en caso extremo. Sin embargo, era la forma de liberación más demostrativa, pues más allá de la vida no había otra cosa a la que se pudiere renunciar. Zenón, Cleanthes, Antípater y otros filósofos estoicos probaron su temple moral suicidándose. Julián pensó que como el suicidio fue dignificado por aquellos, y algunos apoyaron sus ideas dándose muerte, él también podría hacerlo ya que el estoicismo había calado fuerte en su pensamiento, lo que se contraponía con sus convicciones católicas. «Soy estoico», solía decir Julián cuando tenía ganas de protestar por un día lluvioso o por estar atrapado en el tráfico o cuando algún conductor irritado le lanzaba algún insulto y quería reaccionar abruptamente. Su hija Ana Lucía, que practicaba el cristianismo, le decía: «No, papá, no eres estoico, eres un hijo de dios y debes aceptar con resignación las cosas malas de la vida». Julián debía conformarse con lo que «el hado le había dado», según la filosofía estoica. 

Julián pensaba que la muerte más dulce sería la de acostarse a dormir y que lo sorprendiera soñando mientras descendía a los abismos de las Islas Galápagos, sintiendo que su cuerpo soltaba un lastre, una carga invisible. Como si cada metro bajo el agua lo despojara de una capa innecesaria: la ansiedad, la vanidad, la soberbia, la ira… Pero las islas, como seres vivos, tenían otros planes. Lo que comenzó como una despedida, se convirtió en un redescubrimiento del océano, de la vida, y de sí mismo.

Al bajar en Baltra, observó la indiferencia del mar y pensó: «La naturaleza no juzga. La ola no pregunta si estás listo». El aire cálido le pegó la camisa a la espalda; olía a sal y a combustible reciente. El autobús vibraba con cada bache hasta llegar al canal de Itabaca. En la panga, el rocío le humedeció los labios con sabor a peces. En Puerto Ayora, el eco de olas sobre el malecón y el graznido áspero de las fragatas le siguieron hasta el hotel. Cenó liviano, con el rumor grave del generador colándose bajo la puerta.    Al día siguiente debía madrugar para viajar a Puerto Villamil en la isla Isabela, lugar escogido para su último descenso.                                                                                                                   

Al despertar, el mar estaba encrespado lo que produjo una navegación bastante agitada. Luego de tres horas de una difícil travesía, Julián llegó a su destino. Miró el reloj. Aún era temprano. Alquiló una habitación airbnb cerca de la playa. Afuera, el pueblo apenas despertaba. Fue hasta la cocina y preparó café. Bebió en silencio. Luego sacó un cuaderno nuevo de tapas negras y escribió en la primera página: «Diario de Inmersiones, Julián Bermúdez. Año del retiro. “Que el último azul me lleve, no como castigo, sino como abrazo”».

El teléfono vibró por primera vez a las siete de la mañana. Era un mensaje de voz de su hija Ana Lucía: «¡Feliz cumple, papá! Espero que lo pases bien, que celebres, que salgas, no te encierres como siempre. No te olvides de tomar tu medicina. Te quiero. Te llamo más tarde. Besos». Julián sonrió. Una sonrisa leve, mecánica, de padre sometido. A los pocos minutos, Rodrigo, su hijo mayor, escribió por WhatsApp: «Felicidades, pa. Espero que la estés pasando bien por allá. Te llamo en la noche. Abrazo». Y ya. Eso era todo. Enrique, su segundo hijo, no se había comunicado. No le dolía. Le confirmaba que su desaparición sería suave, sin grandes interferencias.

Encendió el parlante y dijo a su asistente virtual: «Alexa, reproduce mi canción favorita», y Alexa obedeció. Se escuchó la cumbia «No quiero envejecer» y la empezó a tararear. El largo viaje le había abierto el apetito. Se preparó un desayuno contundente: huevos revueltos, jugo de naranja, café cerrero y tostadas con pan integral. Había tomado una decisión: no le diría a nadie que ese sería su último cumpleaños. No por dramatismo, sino por sensibilidad. En el pasado sus cumpleaños fueron fiestas hedonistas, desenfrenadas. Julián, obviamente, era el centro de la atención. La copa en alto, mujeres alrededor, el ego inflado como vela al viento. Hoy, a solas en su pequeño cuarto de Puerto Villamil, la única presencia constante era el sonido del mar detrás de los cristales.

Salió a caminar por el malecón. Había niños corriendo, turistas en chancletas, parejas tomándose selfies con iguanas y lobos marinos. Unos cangrejos rojos con azul, conocidos como «zayapas», corrían asustados a esconderse entre las rocas. Nadie reparaba en él. Nadie imaginaba que ese hombre que caminaba solo, con la espalda algo encorvada y la barba de tres días, estaba de cumpleañero por última vez. No los celebraba, porque la palabra «celebrar» era algo que ya no entendía. Lo suyo más bien era contemplar. Ya ni siquiera la belleza del paisaje le causaba asombro como la primera vez. Simplemente observaba la vida desde el margen, como si ya no le perteneciera.

En una tienda, una mujer le ofreció una postal del volcán Alcedo y una tortuga galápago gigante.

—¿Turista? —preguntó.

—No —respondió él—. Ya casi me voy. —No mintió.

A media tarde, Julián fue hasta la Playa del Amor para estirar las piernas. El cielo estaba encapotado, la luz gris hacía que el mar pareciera más pesado. En la orilla, una niña recogía caracoles. Tendría unos ocho años, cabello revuelto, piel morena, ojos negros como basalto. Levantó la vista y lo observó un rato, luego le ofreció uno.

—Para usted, señor buzo —dijo como si lo conociera, con una sonrisa que no era de este mundo.

No supo qué decir. Solo lo tomó. Quiso preguntarle por qué. No lo hizo. Cuando levantó la mirada para agradecer, la niña ya estaba de espaldas, caminando hacia las rocas. No supo si era hija de algún turista o de algún pescador, pero su figura pequeña se perdió en el horizonte como si nunca hubiera estado allí. Se quedó un momento con el caracol en la mano. Lo giró entre los dedos, lo acercó al oído. Dentro sonaba el mar, o eso quiso creer. Metió el caracol en el bolsillo, pero la sensación de peso no era física. Pensó que a veces la vida enviaba mensajes en envases frágiles, y uno podía romperlos sin querer.

La niña tenía la misma mirada que Ana Lucía cuando tenía esa edad. La misma sonrisa suave, sin cálculo, sin artificio. Sintió algo que no sentía hace años: ternura. No deseo. No nostalgia. Algo más… indefenso. Algo que se parece a las ganas de quedarse. No estaba seguro de qué fue. Solo sabía que no lo esperaba.

De regreso a su habitación, Julián colocó el caracol en la repisa. Lo miró un rato. Era pequeño, blanco, sin valor aparente. Pero no lo tiró. No comprendía por qué había aceptado ese caracol. Podía haberlo dejado en la arena, seguir su camino y olvidarlo. Pero aquí está, sobre la repisa, mirándolo con su espiral perfecta. No le preguntó su nombre. Quizá fue una coincidencia. Quizá… aunque en estos días trató de no creer en señales, no podía negar que algo en este gesto lo perturbó.

Se quedó en silencio, escuchando las olas. Por primera vez desde que llegó al archipiélago, no pensó en morir. Vio una pareja de ancianos en la banca frente al mar. Él tenía oxígeno en la nariz. Ella le sostenía la mano. No hablaban. Solo estaban ahí. Pensó en lo que siempre había temido: depender. Ser ese hombre. Frágil. Vulnerable. Sentía un temor profundo a perder el control sobre su cuerpo, su dignidad y su deseo. Había estado hospitalizado y no le gustó sentirse inerme, sin poder sonarse ni siquiera la nariz. Pero algo lo incomodó: no los vio tristes. No había lástima entre ellos. Solo presencia. Tal vez el amor no es lo opuesto a la muerte. Tal vez es solo la forma más digna de acompañarla.

A la mañana siguiente, Julián se encontraba en el muelle. Revisaba su equipo de buceo: aletas, máscara, tubo, traje de neopreno, chaleco, botella de aire, regulador y lastre. Limpiaba el salitre que se había incrustado en las hebillas del chaleco, lo raspaba con una navaja pequeña, absorto en el sonido metálico que hacía al desprenderse. El mar a esa hora era un animal tranquilo, respirando apenas. Escuchó un golpe de pasos contra las tablas del muelle, un ritmo alegre, risas infantiles, juegos. Alzó la vista y vio un grupo de niños corriendo descalzos, las plantas de los pies curtidas como cuero nuevo. Entre ellos, la niña del caracol. Llevaba el mismo vestido azul desteñido. La misma piel tostada. Se detuvo un momento, como si algo la hubiese frenado. Miró a Julián desde la sombra de los pilotes. Sonrió, pero no fue una sonrisa abierta, sino una especie de mueca, esa media curva en los labios que no sabía si era burla o timidez. Luego siguió corriendo, y el eco de sus pisadas se mezcló con el murmullo de las olas. Siguió raspando las hebillas, pero ya no escuchaba el sonido metálico, sino el vacío que había dejado el silencio de su paso.

La tarde se volvió gris de golpe, como si alguien hubiera apagado el interruptor del cielo. El viento levantaba ráfagas de arena que se estrellaban contra el rostro de Julián, las fragatas macho exhibían su bolsa gular roja inflable, y las gaviotas graznaban con esa voz de advertencia que siempre llega tarde. Se refugió bajo el alero de un quiosco cerrado, observando cómo las olas se tragaban la playa palmo a palmo. Entre los remolinos de espuma, vio algo moverse: una silueta pequeña, de pie, sola, como si la tormenta y el mar, retorciéndose cual condenado, no le importaran. Era ella. La niña. O al menos creyó que era ella. El cabello se le pegaba a la cara, y sus manos parecían aferradas a algo invisible. No podía distinguir si era a él a quien miraba o simplemente miraba más allá, hacia ese horizonte donde la lluvia borra cualquier forma. Quiso avanzar hacia donde se encontraba la niña, pero el agua le cortó el paso. Y entonces, como si el mar hubiese decidido tragarse también su figura, desapareció detrás de una cortina de espuma. Julián se quedó allí, empapado, con la sensación de que algo —o alguien— estaba intentando decirle algo.

Al regresar de una inmersión en los islotes de las Tintoreras, Julián, desde la panga, vio a la niña en el extremo del muelle. No jugaba ni pescaba, solo miraba el agua como si esperara que algo saliera de ella. Llevaba el mismo vestido azul desteñido y estaba descalza. Cuando subió al muelle buscó su mirada, pero ya no estaba. Pensó: «Es absurdo pensar que sea la misma niña. Pero lo sé: era ella. El mismo cabello, la misma mirada fija. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no me esperó? Tengo la sensación de que quería decirme algo. ¿O será mejor que no me diga nada?».

El día señalado amaneció gris, con un viento que no suele darse en esta época. Julián caminó hasta el malecón con el equipo ya listo: traje seco, máscara, cuchillo, botella ajustada.  Sería su última inmersión. La bruma hacía desaparecer los bordes del mundo, y entonces, como si saliera de esa neblina, la vio sentada en un banco, con las piernas colgando. Tenía el mismo vestido desteñido, pero ahora sostenía en las manos el caracol que le había dado la primera vez. Cuando pasó junto a ella, lo acercó a su oído y susurró:

—Escuche.

No sé si fue el viento o el mar, pero Julián juraría que lo que escuchó no era el rumor de las olas, sino una voz meliflua que decía: «Todavía no». Levantó la mirada y la niña ya no estaba. Solo el banco vacío, la bruma y su propia respiración agitada dentro de la máscara. No hizo la inmersión. Caminó con el tanque a cuestas hasta la orilla, se sentó en la arena y se quedó mirando el horizonte. En lontananza, sus sueños se desdibujaban, como acuarela en el lienzo de la lejanía. No sabía si la niña era real o un invento de su cabeza para aplazar lo inevitable. Pero por primera vez en meses, sintió que la fecha que había elegido no era tan sagrada como creía.

viernes, 12 de septiembre de 2025

La casa fantasma

Silvia Martínez Rondanelli


Omar y Amira residían en el barrio El Prado con sus hijos Leila, Hassan y Eman en una casa de madera vieja y yeso. Al pisar el zaguán, el eco tardaba en morir. La baranda, fría, dejaba polvo en los dedos; el jardín, siempre húmedo, olía a buganvilias. Omar y Amira la compraron por esa belleza quieta, convencidos de que allí habría paz, pero la casa tenía otros planes.  

Eman, simpático, rumbero y enamoradizo de las compañeras de Universidad, cursaba su último año cuando el insomnio empezó a vaciarle la mirada. La puerta abría y cerraba con un chirrido limpio, como si alguien probara la bisagra, Leila aceitó la chapa y goznes; nada cambió.

Con el paso de los días, el chirrido se escuchaba cada vez más fuerte, especialmente entre las tres y cinco de la madrugada, cuando se cree es mayor la conexión entre el mundo físico y espiritual,

El martes entregó un plano con líneas corridas y recibió una anotación en rojo.

—Está torcido —le dijo el profesor—. ¿Qué le pasa?

—Nada —mintió Eman.

En casa, el temblor de su mano volcó el café sobre el cuaderno; se cortó el dedo con la esquina de la escuadra y la sangre manchó la portada. Al día siguiente, un compañero le dijo en el pasillo que tenía pinta de no haber dormido. Esa noche, a las tres en punto, la puerta volvió a llamarlo por su nombre.

Pasaron unos tres meses. Hassan, exitoso profesional, había trabajado hasta altas horas de la noche en un proyecto arquitectónico que debía presentar a la junta directiva al día siguiente. Estaba profundamente dormido cuando de pronto sintió que caían varios elementos metálicos, como herramientas. En el mismo momento empezó a gritar Omar y se sentó en la cama.  Hassan entró al cuarto de sus padres y Omar le dijo:

—He sentido que me halaron la pierna. Me despertaron y me asusté mucho. —Amira con su rostro desencajado parecía a punto de gritar.

—¿Papá, no has sentido el ruido de las cosas que cayeron?

—Solo he sentido que me halaron la pierna bruscamente.

Omar y Hassan recorrieron la casa, no encontraron nada que se hubiese caído, se quedaron toda la noche sin pegar los ojos.

Durante varios días al amanecer seguían escuchando ruidos cada vez más fuertes de objetos que se desplomaban y a Omar le continuaban halando la pierna.

Leila contactó a través de una compañera de trabajo de la alcaldía donde se desempeñaba como jefa de planeación a Tobita, quien en esos momentos estaba pasando por una crítica situación económica ya que tenía una sobrina con una grave enfermedad y al no tener una buena póliza de salud toda la familia le estaba colaborando con el costoso tratamiento.

Lelia abrió y dejó pasar a Tobita, que, sin mediar más palabra, se situó en el centro de la sala.

«Una botella de licor» —pidió.

Amira la trajo. Tobita olió, hizo buches, escupió alrededor suyo en abanico.

Entraron a la cocina. Se detuvo. Otro sorbo, buches y escupidos.

Fueron a la alcoba de Eman.

«Pesa» —susurró, y escupió en las cuatro esquinas y en la ventana.

En la habitación de los padres, un lugar amplio, con poca iluminación por cuanto las cortinas de tela pesada estaban cerradas, se escuchaba el paso de los vehículos y los anuncios de los vendedores ambulantes, tocó la cabecera y expresó:

—Aquí está una mujer mayor, delgada, que a lo largo de su vida sufrió, se consideraba una persona inútil a la sociedad.

Se miraron unos a otros, y con gestos disimulados parecían coincidir en que se trataba de la tía Celmira a quien la familia menospreció durante muchos años.

«También aquí».

Escupió las almohadas, las sábanas, incluso dentro de los cajones de las mesas de noche. Quedó inmóvil unos segundos antes de añadir.

«Sigamos. Aún queda mucho por hacer».

Al pasar por uno de los salones le dice a la familia:

—Siento que en este lugar puede haber un espíritu, percibo las energías de algún ser joven que sufre, siente angustia y dolor, al parecer ha fallecido en forma trágica.

Al dirigirse a la alcoba de Eman, un cuarto con muebles modernos y equipos de última tecnología, lleno de afiches de colores vivos de bandas musicales y una colección de motos, manifestó:

—Veo un espíritu maligno, que debió dejar una persona joven, agraciada, con hermosa figura, quien después de tener una relación amorosa durante varios años queda embarazada, él decide terminar la relación y ella aborta la criatura.

Padres e hijos se miraban sin palabras, atrapados entre el espanto y la certeza. Lo que Tobita había dicho sobre la ex novia de Eman y la tía Celmira no podía ser invención. Algo debía realizarse.

 Al día siguiente decidieron llamar a Tobita para que, a través de un ritual, expulsara los espíritus que perturbaban a la familia.

Tobita coloca en las esquinas de la casa paquetes de sal, realiza un riego con agua bendita, prende velas blancas e incienso.

La sala pareció contener el aire. Las velas se apagaron de golpe salvo una; la mecha se inclinó y empezó a llorar, pero las gotas no parecían de cera, sino de sangre.

Del pasillo llegó un ambiente helado, húmedo, y un chirrido como si alguien afilara una navaja en la oscuridad.

Después recorrió toda la casa realizando diferentes conjuros e implorándole a los espíritus que abandonaran los lugares donde se habían aposentado; les pidió que se liberaran y entendieran que no debían estar allí. Finalmente les recordó que para ser felices y descansar en la paz eterna debían aceptar su muerte.

 Al retirarse Tobita la familia realizó con devoción una oración:

«Santísimo confesor del Señor; Padre y jefe de los monjes, intercede por nuestra santidad, por nuestra salud del alma, cuerpo y mente, destierra de nuestra vida, de nuestra casa las acechanzas del maligno. Líbranos de funestas herejías, de malas lenguas y hechicerías».

A los tres días percibieron que el ambiente estaba más tranquilo; la puerta de dejó de chirriar; a Omar le halaban la pierna, pero cada vez menos. Consideraron que el espíritu de la tía Celmira se había desvanecido con el tiempo.

Pasado más de un año Hassan escucha el timbre de la puerta, abre y se encuentra con Jairo, alto, delgado con profundos ojos brillantes. Dice ser el hijo de los anteriores dueños de la casa, Hassan lo hace entrar a la espaciosa sala en la que la clara luz entraba a raudales por las ventanas; llama a sus padres. Jairo saluda a Omar y Amira, les manifiesta que se había enterado de la presencia de algunos espíritus en la casa y les quería contar algo:

—Juan Carlos, su hermano mayor que trabajó varios años en otra ciudad, los fines de semana permanecía en la casa, se sentaba en uno de los salones a escuchar música, ver televisión y recibía a sus amigos. A él lo habían asesinado unos seis meses antes de producirse la venta de la casa. Cuando eran pequeños compartían la alcoba y Juan Carlos esperaba que él se durmiera para halarle la pierna.

Omar, Amira y Hassan le comentan a Jairo los sucesos vividos en algunos lugares de la casa, las afugias pasadas, la manera como las habían radicado completamente y le agradecen la visita.

La familia de nuevo empieza a revivir los momentos del pasado, con el menor ruido se alarman, deciden acudir a la parroquia del barrio y el sacerdote es quien realiza la ceremonia de la expiación o arrepentimiento suplicando con infinita devoción por Juan Carlos para que reciba la gloria eterna y asegurándoles que ha llegado a su lugar de descanso y felicidad.  

jueves, 11 de septiembre de 2025

El recuerdo de quién eres

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Era una tarde fría de noviembre cuando Rowena decidió alejarse de su hogar. Escribió una nota y salió rumbo a la estación de tren.

Vivía en Dean Village, una villa antigua y pintoresca, enclavada en el corazón de Edimburgo, en la Escocia vibrante de los años sesenta. Las casas de piedra, ennegrecidas por el hollín y el paso del tiempo, se alineaban en silencio junto a las orillas del Water of Leith, donde los sauces llorones dejaban caer sus ramas sobre el agua.

El aire estaba impregnado de olor a piedra húmeda y carbón quemado que escapaba de las chimeneas cercanas, mientras la neblina persistente y los cielos casi siempre nublados envolvían el lugar en una atmósfera única: una calma serena atravesada por una melancolía suave, como si el tiempo allí transcurriera de otro modo.

Casada con Douglas desde los veintiún años, compartían una vida ordenada. Él era amable, correcto, trabajador. Nunca discutían. Tampoco reían demasiado.

—¿Recuerdas que el sábado iremos a casa de mis padres? Mamá quiere que probemos su nuevo estofado.

—Sí… lo recuerdo —Rowena asiente sin levantar la mirada.

El reloj marcaba los segundos, el hervidor silbaba en la estufa, y aun así parecía que el tiempo no avanzaba. Rowena dejó las tazas sobre la mesa y se sentó frente a él, jugando con la cucharilla entre los dedos.

—Hoy el río estaba hermoso con la neblina… parecía otro lugar.

Douglas levantó la mirada apenas un instante y sonrió con cortesía.

—Hmm… suena bien. ¿Te ocupaste de llamar al sastre para el traje?

—Aún no… —titubeó Rowena.

—Siempre dejas todo para último momento, Rowena.

Rowena había sido educada dentro de parámetros claros.

Su padre un contador que había trabajado en la misma empresa desde que terminó su carrera, esperaba que ella tuviera una vida estable.

—Rowena, deberías pensar más en el futuro. Los tiempos cambian, y uno tiene que asegurarse de tener estabilidad.

—Lo sé, papá…, pero a veces siento que la estabilidad no es suficiente.

—La estabilidad lo es todo. Una casa, un matrimonio sólido, cuentas ordenadas… eso da paz. Los sueños, la poesía… eso está bien mientras no interfiera con lo real.

—¿Y si lo «real» no alcanza?

—Lo real siempre alcanza. Es lo que te mantiene de pie. Los sentimientos son pasajeros, Rowena. No dejes que te arrastren.

Rowena baja la mirada, consciente de que, para su padre, todo debía tener lógica y estructura.

Su madre, por otro lado, era una artista, pintaba acuarela en sus ratos libre, pero, también tenía bien adentrados los principios de seguir las reglas y hacer caso a quienes «sabían del tema».

—Ven, mira este cielo… ¿ves cómo las luces cambian sobre el agua? Tienes que aprender a observar los matices, incluso en lo cotidiano.

—Es hermoso, mamá…, pero todo parece tan… perfecto.

—La perfección es armonía. La pintura necesita reglas, proporciones, equilibrio. Si no, se convierte en caos.

—¿Y no te tienta romperlas, aunque sea un poco?

—Alguna vez lo pensé…, pero hay formas establecidas por una razón. Los grandes pintores también empezaron respetando las normas antes de inventar las suyas.

Rowena escribía poemas acerca de su monótona vida en la villa que la vio crecer.

Empezó a hacer caminatas alrededor del Water of Leith, lo hacía como ejercicio, para disipar la monotonía y como fuente de inspiración. Un día se encontró en el camino a Margaret, amiga de la infancia, a la que no veía hacía mucho, se saludaron y en unos minutos se contaron sobre sus vidas. Margaret, quien andaba en busca de un mundo más espiritual, le hablo de Arun y la invitó a que los acompañe en las reuniones semanales que mantenía.

—Nos reunimos los jueves —dijo Margaret, bajando la voz, como si compartiera un secreto—. No es religión, ni nada raro… es más bien aprender a escuchar el silencio. Hay alguien… Arun… que guía las meditaciones. No sé cómo explicarlo, pero lo que dice te cambia algo por dentro.

Rowena no buscaba nada nuevo, solo quería salir un poco de «eso» en lo que se había convertido su vida, pero aceptó la invitación.

Ese jueves durante su caminata se dirigió a la dirección que le había dado Margaret. Subió la escalera de piedra despacio, insegura, siguiendo el aroma tenue a sándalo que flotaba en el aire. El pasillo la llevó hasta una puerta entreabierta. Al entrar, la envolvió un silencio denso y cálido. Varias personas estaban sentadas en círculo sobre cojines de lino. En el centro, un pequeño altar de madera sostenía un cuenco tibetano y un cristal de cuarzo que reflejaba la luz temblorosa de las velas.

Fue entonces cuando lo vio. Arun. No dijo nada, pero su mirada tranquila y profunda le indicó un lugar junto a la ventana. Rowena se sentó, incómoda al principio, consciente del latido acelerado de su corazón.

Arun habló con voz serena, sin grandilocuencias:

—No estamos aquí para cambiar nada… solo para escuchar lo que ya somos.

La frase entró en Rowena como agua tibia deslizándose por la piel. No entendía por qué, pero su respiración cambió, su pecho se expandió como si tuviera más espacio. Sintió que el tiempo se detenía, y por primera vez en años, el silencio no le pesaba.

Cuando terminó la reunión, caminó de regreso a casa por las callejuelas húmedas de Dean Village. El aire fresco llenaba sus pulmones, pero dentro de ella algo distinto, todavía indefinido, empezaba a despertar. Al cruzar la puerta, todo se volvió más denso: los muebles, el reloj de péndulo, el olor a sopa, la voz tranquila de Douglas.

—¿Dónde estabas? —preguntó él con tono neutro.

—Caminando, respirando.

Douglas sonrió con ternura. Le acarició la mejilla y cambió de tema. Pero Rowena no olvidó esa palabra: respirando.

Pasaron días. Ella no regresó. Algo la retenía: el miedo a lo que pudiera cambiar si seguía yendo. Se dijo a sí misma que era una curiosidad pasajera, que su vida estaba bien como estaba. Retomó sus rutinas. Sacó su cuaderno con los poemas que escribía. Limpió la casa con más esmero. Se obligó a sentir paz.

Pero no podía dejar de escuchar el eco de la voz de Arun, las miradas silenciosas, la música que no buscaba aplausos. No era lo que hacían, era lo que eran. Serenos. Presentes.

Una tarde, dos semanas después, mientras miraba su cuaderno de poemas sin verlo, el hervidor silbó y ella no lo oyó hasta que el agua se evaporó y dejó olor a metal quemado. Cerró el cuaderno. «No estoy aquí», pensó. Tomó el abrigo y volvió.

La recibieron sin preguntas. Arun le hizo un gesto para que se sentara en el círculo. Lo hizo, esta vez sin dudar.

Aquel día practicaron pratyahara, el arte de retraer los sentidos hacia adentro. Un muchacho de rostro suave explicó:

—Los ojos siempre están mirando afuera. La piel busca estímulos. El oído, ruido. Hoy vamos a apagar todo eso, sin forzar. Solo observar cómo se retrae la atención.

Rowena cerró los ojos. Al principio solo escuchaba sus pensamientos: «Estoy aquí otra vez. Douglas no lo sabe. ¿Y si alguien me ve?».

Pero poco a poco, el murmullo se fue diluyendo. Sintió su respiración como nunca. Escuchó sus propios latidos. Sintió una lágrima tibia cruzarle la mejilla sin emoción clara. No era tristeza. Era algo más profundo.

Al final, Arun se acercó. Le ofreció un té caliente y le dijo en voz baja:

«Cuando uno empieza a recordar quién es, todo lo que no lo es empieza a doler».

Rowena no respondió, pero asintió.

Su poesía cambió de forma. Ya no rimaba. Ya no buscaba belleza. Solo verdad.

Ya no me explico.

Me siento.

Ya no rimo.

Respiro.

Cuando estaba con ellos, ya reconocía los rostros, los gestos, los silencios. Cada uno parecía vivir sin resistencia, con una dignidad serena que a ella le costaba comprender.

Una tarde, no fue Arun quien la recibió, sino Mira, una mujer de cabello corto y risa tranquila. Le ofreció un cuenco de té de jengibre y le habló en voz baja:

«Hoy vamos a cantar mantras. No es necesario que los entiendas. Solo deja que el sonido te atraviese».

Se sentaron en círculo, y poco a poco las voces comenzaron a entonarse al unísono. Era un canto grave, ondulante, en un idioma desconocido. Rowena cerró los ojos y al principio se sintió ridícula. ¿Qué estaba haciendo ahí, entre extraños que murmuraban palabras que no entendía?

Pero pronto su cuerpo dejó de resistirse. El mantra no era solo sonido: era vibración. Entraba por el pecho, resonaba con su corazón, aflojaba los hombros, despertaba zonas dormidas. Y poco a poco empezó a sentir que se transportaba a una dimensión llena de paz y regocijo.

Cuando el canto cesó, quedó un silencio espeso, lleno, vivo.

—¿Qué significa eso que cantábamos? —le preguntó a Mira, mientras recogían las mantas.

Om mani padme hum —respondió ella—. Es tibetano, significa algo como: «La joya del loto está en el corazón».

—¿Y por qué lo cantamos?

—Para recordarlo.

Rowena caminó a casa con esa frase palpitándole en el pecho. Esa noche, escribió en su cuaderno:

No necesito entender lo sagrado.

Lo reconozco por dentro.

La verdad no se grita.

Canta sola.

En las siguientes semanas, Rowena se entregó con más profundidad. Practicaban meditación en silencio, en sesiones guiadas por Arun o Mira. A veces en medio del campo, a pesar del frío que empezaba a hacer. Otras, bajo el cobijo de un gran sauce que iba perdiendo sus hojas.

Aprendió a observar su mente sin atraparse. A escuchar sin reaccionar. A no llenar los vacíos con ruido. Por primera vez, el silencio no le pesaba. Le daba forma.

Douglas servía el vino mientras Rowena miraba la llama de la vela que oscilaba sobre la mesa. La cena estaba lista, pero el ambiente se sentía más frío de lo habitual.

—Llegaste tarde otra vez.

—Sí… perdí la noción del tiempo.

—Desde hace semanas sales cada jueves. Caminatas, dices. Pero vuelves distinta, como si te quedaras en otro lugar.

Rowena jugueteó con la cuchara evitando su mirada.

—No es nada, Douglas. Solo… me gusta respirar un poco.

Él levantó la cabeza despacio, clavando los ojos en ella.

—Antes respirabas aquí.

Douglas cortó la carne con movimientos meticulosos, sin responder. El sonido de los cubiertos contra la porcelana llenó el vacío. Rowena, en cambio, sentía la mente aún impregnada por las palabras de Arun: «No hay nada que cambiar… solo aprender a escuchar lo que ya eres». La frase vibraba en ella como un eco persistente.

Esa noche, al mirarse a los ojos, supieron que algo entre ellos comenzaba a transformarse. No era visible, ni definido… pero estaba ahí.

Un día, Arun propuso una práctica nueva:

—Hoy no hablaremos hasta el anochecer —dijo—. Observaremos el mundo sin intervenir. Si surge algo, escríbanlo. Pero no lo digan.

Rowena pasó horas sentada en la orilla de un pequeño manantial. El sonido del agua la iba tranquilizando, vio el vuelo de las aves, el movimiento de la hierba, a Mira recogiendo flores sin prisa. Descubrió pensamientos que no sabía que tenía, y debajo de ellos, una paz sin nombre.

Escribió:

Hoy no hablé.

Estuve presente.

De camino a casa, sola con sus pensamientos, sintió tristeza por lo que estaba pasando con Douglas y alegría por lo que empezaba a recordar.

Al día siguiente escribió:

No puedo arrastrar a nadie conmigo.

Solo puedo vivirlo.

Y si eso me separa de quienes amo,

quizás nunca los amé desde mi verdad.

Esa noche tuvo un sueño vívido. Estaba caminando de regreso a casa después de haberse reunido con el grupo de Arun, cuando en medio de unos árboles vio sobre una piedra plana, una pequeña figura de bronce: una diosa con múltiples brazos, serena, imponente, con una flor de loto en una mano. Rowena se acercó lentamente, cuando extendió la mano hacia la figura, sintió un leve hormigueo en la punta de los dedos. Cerró los ojos, y escuchó:

No has venido hasta aquí para quedarte a medio camino.

El río fluye hacia la fuente. La sabiduría te llama donde nació.

El sueño la despertó y en lo profundo de su ser sintió que debía buscar el origen de lo que había empezado a recordar.

Por la tarde, el cielo estaba cubierto, pero no llovía. El aire olía a tierra húmeda. Rowena caminó hacia la casa de reunión semanal a buscar a sus nuevos amigos.

Arun estaba sentado sobre un cojín. Al verla llegar, no se levantó. Solo inclinó la cabeza, y la invitó a sentarse a su lado. Rowena se sentó sin hablar.

—He venido a despedirme —dijo al fin.

Arun la miró, sereno.

—¿De nosotros?

—De Rowena… la que fui.

—¿Y qué harás con la que eres ahora?

Ella respiró profundo.

—Regresaré al origen.

Arun asintió.

—No te enseñamos nada que no supieras, ¿verdad?

Ella sonrió, con los ojos húmedos.

—Solo me ayudaron a recordar.

Se quedaron en silencio. Los demás miembros del grupo empezaban a llegar. Rowena se levantó, abrazó a Arun y luego a Mira.

Al llegar a casa, Douglas no estaba. Había salido a caminar, como solía hacer cuando algo lo inquietaba. Rowena dejó una nota breve, sin justificaciones:

No me voy por falta de amor,

me voy por fidelidad a mi alma.

Gracias por acompañarme hasta aquí.

Recogió su cuaderno, acomodó su ropa en una pequeña maleta y cerró la puerta con suavidad.

Mientras caminaba por las calles de Dean Village hacia la estación Edinburgh Waverley, una ráfaga de viento la envolvió por completo. No como un golpe, sino como un susurro. Y en él, Rowena creyó escuchar las palabras que desde hacía tiempo no necesitaba leer ni escribir:

Lo que eres ya te espera.

Camina.