Lucía Yolanda Alonso Olvera
—A
veces me pregunto lo que pude haber sido y lo que pude haber hecho y no hice.
—¿Por
qué te preguntas eso ahora?
—Estos
días leyendo un libro o mirando por la ventana desde mi estudio y viendo el
jardín, me he asomado a mi pasado.
—¿Y
qué viste?
—Una
niña que hizo todo lo posible por ganarse el cariño y el reconocimiento de sus
padres.
—¿Por
qué no se lo dieron?
—Porque
no cumplió sus expectativas.
—¿Qué
expectativas?
—La
primera y más importante: que no hubiera sido niña. Ya tenían un niño, y a
ella, sobre todo a ella, la madre, le hubiera gustado tener otro varón.
—Pero
¿por qué querría otro varón?
—Porque
hubiera sido más fácil para ella. No hubiera tenido que compartir el amor de su
marido con ninguna mujer.
—¿Era
celosa?
—Uf,
vaya que lo era. Celosa y posesiva, siempre lo fue.
—Y
las expectativas del padre de la niña, ¿cuáles eran?
—No
lo sé. Creo que él sí quiso a la niña, se alegró cuando nació y la amó de
pequeña. Pero cuando creció y no fue como se la imaginó, se enojó y la maltrató
verbal y físicamente, sobre todo en la adolescencia.
—¿Cómo
la maltrataba?
—Muchos
regaños y gritos, a veces algunos manazos o empujones y siempre horribles castigos.
—Y
¿qué sentía aquella jovencilla cuando él se enojaba así?
—Miedo,
a veces terror.
—¿Qué
hacía esta adolescente para merecer tanto desprecio?
—No
sé bien. Tal vez no se quedaba callada ante las injusticias y las comparaciones
que había en la familia, no llegaba a la hora impuesta cuando salía con sus
amigos a las fiestas, usaba ropa que a ellos no les gustaba. Ella quería saber
quién era, como toda adolescente estaba intentando entenderse y diferenciarse.
—¿Y
la madre?, ¿también la castigaba?
—No,
pero sí.
—¿Cómo?
Descríbelo.
—Tenía
otra forma de aplicar sanciones. En primer lugar, la amenazaba con contarle a
su adorado marido, todas esas cosas que hacía mal o que no debía hacer o decir,
para que él le impusiera los castigos, le gritara fuerte, o le diera un empujón
o un manazo. Creo que gozaba con amenazarla y cuando cumplía la amenaza, le
gustaba estar presente ante el maltrato al que la sometía su padre.
—¿Y
en segundo lugar?
—La obligaba a que hiciera trabajos domésticos
y a que cuidara de sus hermanos; le impuso estas responsabilidades desde muy
pequeña y la reprendía por no hacerlas bien.
—¿Qué
trabajos domésticos y qué responsabilidades implicaban?
Perla
se quedó pensando un momento en silencio sentada en el mullido sillón del
consultorio con el codo izquierdo apoyado en el reposabrazos, mientras su mano
detenía su cabeza. Volteó a ver la
ventana que estaba al lado del otro sillón donde se sentaba el doctor Casares,
su terapeuta. Contempló un buen rato el movimiento del árbol de liquidámbar que
se mecía al ritmo del viento y dejaba caer algunas hojas amarillas. Era una
tarde hermosa, soleada y ventosa, típica del otoño en la ciudad, muy pronto se
desataría la lluvia.
—Hija,
esta noche me invitó tu papá al teatro y a cenar, estoy feliz, me acaba de
llamar para avisarme que ya tiene las entradas, me va a llevar al musical que quiero
ver desde hace meses y luego iremos a cenar al italiano que tanto nos gusta. Va
a pasar por mí a las siete. Ya sabes, tienes que hacerte cargo de tus hermanos.
A las ocho, que se metan a bañar, quitas las colchas y les preparas las camas
para dormir, que se pongan el pijama y luego les ofreces de cenar. Hay jamón,
queso y pan, puedes prepararles sándwiches. Si no quieren, les puedes hacer
unas sincronizadas, hay tortillas en el refrigerador. Les das lo que te pidan, mientras
tu les cocinas, que ellos vean su película. Acuérdate de que a Charly no le
gustan los sándwiches calientes, en cambio a Ceci no le agrada la mostaza y le
encanta el pan bien crujiente, se lo tuestas y luego lo pones en la sartén para
que se derrita el queso.
—Ay,
mamá, no me gusta que se vayan y me dejen a cargo de mis hermanos, ellos no me
ayudan en nada, no recogen nunca su plato y no les gusta lo que hago, a veces no
se lo comen.
—Es
que, si no lo preparas con cuidado, es obvio que no les guste. Tú siempre haces
todo rápido y al aventón, ya te lo he dicho, eres muy malhecha. Hay que dedicarle
tiempo a la cocina, para que la comida quede rica. Esto te servirá para cuando
seas mayor y tengas a tu familia y los atiendas como debe ser. Además, tu
hermana, apenas tiene cuatro años y es muy chica para ayudarte. Y a Charly, como
tú bien sabes, siempre le dejan mucha tarea en la escuela para hacer en las
tardes y tiene que descansar, porque él es el mejor estudiante de esta familia,
por eso hay que atenderlo, como a tu papá.
—No
es justo. Yo también voy a la escuela y me dejan mucha tarea. Además, no quiero
tener una familia, yo soy una niña.
—Ya
sé que ahora ni piensas en eso, porque apenas tienes diez años, pero más
adelante es lo que más vas a desear. Hay que aprender a atender al marido y a
los hijos, para que tengas una bonita familia cuando crezcas, por eso debes ver
por tus hermanos. Y tú, como eres muy acelerada y mala estudiante, haces
siempre la tarea con prisas y por eso sacas las calificaciones que sacas, no como
Charly que es muy aplicado, así que ni te compares. Acuérdate de que cuando terminen de cenar,
los mandas a lavarse los dientes y que se vayan a acostar. Por favor, Perla, levantas
bien toda la cocina. No me vayas a dejar ni un traste sucio, porque si dejas
alguno, a la hora que lleguemos te despierto para que lo laves. Recoges la mesa,
sacudes el mantel y luego cierras las dos puertas con llave, dejas encendida la
lámpara del pasillo y apagas todas las demás luces de la casa. Llegaremos aquí
hacia la media noche, a esa hora ya los tres deben estar dormidos. ¿Entendido?
—Sí,
mamá. Pero sigo pensando que no es justo y además me choca que tú siempre me
comparas con Charly.
—Un
día vas a entender, niña, que el mundo nunca ha sido justo. Y mira, ya ni te
quejes, Perla, que me vas a poner de mal humor. Y si sigues con esa cantaleta
de los celos que le tienes a tu hermano, se lo voy a contar todo a tu papá, y
ya ves cómo se pone con tus inconformidades y reclamos.
Regresa
la mirada para ver de frente al doctor. Es un hombre muy grande, de pelo cano,
aproximadamente setenta años y que mide casi dos metros de estatura, es muy
afable y siempre sonríe. Está sentado con las piernas cruzadas, sus codos se
apoyan en el apoyabrazos, sus manos se juntan y sobre ellas recarga su
barbilla, está muy atento. Al lado del sillón del doctor, hay una pequeña mesa donde
está su taza de café humeante, el cuaderno, una pluma fuente y una hermosa
lámpara tipo Tiffany de colores ocres que a Perla le encanta observar
detenidamente ya que le resulta muy atractiva la forma de las hojas que adornan
la pantalla y los coloridos destellos y sombras que proyectan.
—¿Y
hacías todo lo que ella te pedía cuando salían por la noche?
—Sí,
a esa edad no tenía opción, pero siempre me quedé con un sentimiento de
impotencia y soledad, además, percibía que mi pecho se iba llenando de odio, ya
que por más que hacía esfuerzos para complacerla nunca merecía un reconocimiento.
Recuerdo alguna vez que salieron y al otro día por la mañana en la cocina,
frente a toda la familia, me dijo:
«Anoche
me dejaste todo muy recogido, pero se te olvidó guardar las tortillas y el
queso en el refrigerador. Siempre te falla algo, no pones atención, Perla,
nunca puedes hacer bien las cosas que se te piden en esta casa. No te empeñas
lo suficiente, eres una mediocre».
—Y
ahora dime, ¿qué pudiste haber sido, o qué pudiste haber hecho y no hiciste?
—pregunta el doctor sonriéndole mientras toma la taza para darle un sorbo a su
café, luego coge su cuaderno y la pluma y apunta algunas notas.
—A
esa edad, como es obvio, no pude hacer nada, hacía lo que mi madre me mandaba y
aguantaba lo que me decía. El problema es que, tal vez, me creí eso de no dar
la talla, de ser una mediocre, de ser una malhecha, de no poner suficiente
atención a lo que debía hacer.
—¿Esos
calificativos te definen ahora?
—No,
definitivamente, no soy así. Me he empeñado mucho en ser todo lo contrario, muy
perfeccionista, eficiente, y poner mucha atención. Tengo una autoexigencia
tremenda, todas las cosas que hago en la vida, trato de hacerlas muy bien, sin
fallo alguno. Eso es una tortura, porque además no me he dado nunca el reconocimiento
por todos mis logros. ¿Sabes?, siento que tengo una relación retorcida con el
maltrato, por un lado, lo rechazo, pero me doy cuenta de que he aceptado a
mucha gente cerca de mí que me maltrata, que me dice palabras hirientes. Es
probable que en el fondo crea que lo merezco.
—Pero
sabes que no eres una mediocre y que no mereces ser maltratada, ¿cierto?
—Sí,
es cierto, sé que no soy una mediocre, pero me juzgo como si lo fuera y yo
misma me maltrato por ello. Hay días que siento que apenas y puedo caminar, tal
es la densidad y la cantidad de pensamientos nefastos que brotan en mi cabeza,
uno tras otro, que parece que tiran de mí y no me dejan avanzar. A veces pienso
que soy ese tipo de personas que están absolutamente dominadas por sus
emociones e ideas, esas que no cuentan con la capacidad de controlarlas,
apaciguarlas y lograr cierto grado de ecuanimidad para seguir adelante de forma
más ligera.
—¿Quieres
que te dé una buena noticia? —le pregunta el doctor, con una franca sonrisa,
mientras ella está sumida en su sillón conteniendo las lágrimas.
—¿Puede
haber buenas noticias para mí, después de lo que te he contado?
—Por
supuesto que las hay.
—Pues
dímela a ver si eso me ayuda a salir de aquí sin tener que cargar con el costal
malhecho de mediocridad y maltrato que ando cargando desde los diez años.
—La
buena noticia es que te estás deshaciendo ya de ese costal y seguramente de
muchos otros más que andas cargando en la vida, para eso estás aquí sentada hablando
y entendiéndote. El secreto es que cada día que salgas de la terapia
comprenderás que puedes controlar y apaciguar esas emociones e ideas erróneas
que tienes de ti misma y podrás caminar más ligera.
—¡Ah,
pues ahora sí me dan ganas hasta de pagarte esta sesión, doctor de mi vida y de
mi corazón! A ver si saliendo me voy casi flotando hasta mi casa.
—Ya
verás que sí, hablar de todos estos sucesos que nos duelen y conforman, es la
parte más importante para reconfigurarnos, entendernos y cambiar.
—De
acuerdo. Supongo que es la conclusión de esta densa sesión —afirma Perla,
mientras se pone de pie y se dirige al perchero ubicado en la entrada del
consultorio para tomar su bolso, la gabardina y el paraguas.
Ha empezado a chispear y a oscurecer y Perla sabe que el camino de vuelta a casa estará lleno de lágrimas bajo la lluvia, menos mal que trae el paraguas y se puso las botas altas. Pero también sabe que su andar será sanador, como muchas otras veces que ha salido de la terapia.
—Tenemos
pendiente revisar los regaños, los castigos, los manazos y los empujones que
daba papá enojado cuando llegabas tarde de las fiestas y te ponías la ropa que
no les gustaba. ¿Cómo ves?
—Uf…,
eso también va a estar mega heavy metal, pero estoy de acuerdo,
dejémoslo para la siguiente sesión, por hoy ya ha sido suficiente.
—¿Doloroso?
—Sí.
Pero también liberador —afirma Perla, mientras se pone la gabardina para salir
y se dispone a abrir el paraguas.
—¿Te
veo la próxima semana, mismo día, misma hora?
—Sí,
doctor, aquí estaré. Espero que hoy pueda caminar más ligera.
—Seguro
que lo harás, estás trabajando mucho para hacerlo.
Me encantó tan es así que me dieron ganas de ir yo con un terapeuta porque pienso que todas las personas tenemos una carga siempre felicidades
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