miércoles, 30 de octubre de 2024

La cama trece

Doris Verónica Martínez Méndez


«Pablo, paciente de cinco años quien se encuentra en estado crítico, pronóstico reservado. Se mantiene en ventilación mecánica con parámetros elevados, soporte vasoactivo y sedación continua. No ha mostrado respuesta clínica favorable, aunque sus signos vitales y exámenes de laboratorio se reportan en límites normales...». El monitor de la cama trece te despierta con pitidos escandalosos, mientras los números de los signos vitales parpadean a ritmo fatídico. Te toma unos minutos ubicarte en tiempo y lugar. El aire acondicionado de la unidad intensiva contrae los músculos y penetra la piel, como si el frío buscara invadir la médula de los huesos. La estación de monitoreo al centro es como una isla formada por una mesa larga y semicircular desde donde puedes verlo todo. La tenue luz proviene del cubículo de enfermería al costado izquierdo, oyes el ruido de la estática en la radio que tienen las enfermeras en un rincón: la estación radial finalizó su transmisión a media noche. Al frente están las primeras ocho cunas con sus equipos y a la derecha están los cubículos protegidos por mamparas de vidrio para aislamiento.  La silla giratoria rechina cuando te levantas, pones tus manos en la espalda y haces un movimiento para acomodar tus vértebras. Los párpados luchan por mantener abiertos tus ojos, teñidos de un rojo vivo, inyectados por el sueño profundo de las tres de la mañana; tienes una marca circular en la mejilla por haberte dormido sobre el reloj en tu muñeca. Caminas al cubículo de la cama trece.

—¿Pasa algo, doctor? —pregunta la enfermera al acercarse.

—El monitor debe estar dañado —dices al terminar de auscultar al pequeño y tomas el minúsculo sensor para probarlo en uno de tus dedos, calzando apenas en el meñique—. Ha pasado pitando sin motivo todo el maldito turno.

De repente, la alarma del ventilador retumba en el aire y las luces se encienden en un rojo amenazador.

Lo que faltaba, después del día de los demonios que he tenido. Estoy más salado que el mar muerto. Yo, que siempre me las daba de suertudo, el «gurú» de la buena racha. ¿Y si le indico una radiografía? Tiene la presión del ventilador tan alta que puedo apostar rompió el pulmón. De nuevo. Pobre chamaco, mira en las que está por andar jugando con los pollos. ¿Quién iba a decir que un picotazo del pinche animal lo traería de su recóndita finca al vacío rincón de la cama trece? Nadie lo tomó en serio. Cuánto se habrá burlado el desgraciado matasanos de pueblo al escuchar la insólita consulta. ¿Cómo pasó la semana con el pulmón colapsado, hinchado del cuello con la piel crepitando como plástico para embalar? Medio litro de agua y sangre salió de su pecho y la madre persignándose, dijo: «Igual que Jesucristo». Ave María, líbranos de la ignorancia.

—Hazte la limpia, cachorro —te dice Silvano aquella mañana lluviosa al ver la cara de luto que tienes.

—No me jodas, Silvano —le dices y caminan de cama en cama para entregar lo que había quedado de aquella noche fúnebre—. Te queda el cupo de la cama trece.

Te apresuras al cuarto de descanso: cajas apiladas, máquinas llenas de polvo, un camarote de hierro que rechina bajo una colchoneta curtida y dos sillas oxidadas. La pequeña ventana se cubría con las gotas de lluvia.  Arreglas tus cosas en el maletín y te parece que hay alguien a tus espaldas, por el marco de la puerta.

—Te quedará pendiente hablar con la madre de Pablo, Silvano. Pobre mujer, hacer el viaje de tan lejos solo para... —explicas y al voltear no encuentras a nadie cerca.

Debo estar loco. Esto de lidiar con la muerte va a terminar mandándome al manicomio.

Sales de aquel estrecho pasillo y escuchas claramente una risa traviesa haciendo eco en las paredes. Un fuerte escalofrío te recorre de pies a cabeza cuando sientes una ráfaga cruzar a tu costado, sacudiendo algunos papeles en la mesa central.

—¿Por qué la cara? —pregunta Silvano desde uno de los cubículos—. Parece que viste un fantasma.

Niegas con la cabeza y le haces un ademán para despedirte y salir a prisa de aquel hospital. La lluvia parece una cortina de agua que pinta de gris toda la ciudad. Las calles vacías tienen un aspecto lúgubre, el aire frío cargado de olor a tierra y asfalto.

Es un domingo tranquilo y melancólico, ideal para dormir todo el día. Aunque me gustaría ver un poco de sol, paso encerrado tanto tiempo que la única luz que he visto en días proviene de las lámparas blancas.

Llegando a casa te timbra un mensaje en el celular. Leticia te pregunta si llegarás al asado que harán los colegas en casa de Marcos. Respondes que sí, no por la idea de distraerte y divertirte, sino por verla a ella. Empezó sus prácticas este año y ahora cumple su rotación por el hospital infantil. Llevas soltero varios meses y no te has sacado de la cabeza sus ojos curiosos y despiertos, sus cabellos ensortijados y el rosa coral de sus labios. Después de tomar un baño y prepararte un pedazo de pan con las sobras frías del chili con carne del viernes, programas la alarma de tu teléfono y te metes bajo las sábanas. El golpeteo de la lluvia en el techo te arrulla entremezclándose con los pensamientos que oprimen tu subconsciente.

El cacareo continuo de un centenar de pollos se fue confundiendo con el zumbido intermitente y el ring de los mensajes del celular. Saltas de la cama, aturdido. Está tan oscuro que temes que ya sea de noche y corres a abrir tu persiana: Ya no llueve, pero el cielo permanece nublado. Son las tres de la tarde y ves que tienes doce mensajes y cinco llamadas perdidas, una de ellas es de Leticia.

—Maldita sea, me quedé dormido —lamentas y sin pensarlo mucho, la llamas.

—¿Cómo estás, Daniel? —respondió ella con una dulzura que te hizo titubear.

—Discúlpame, Leti, caí muerto del sueño y apenas estoy viendo los mensajes y las llamadas. ¿Sigue el asado donde Marcos?

—¿No leíste los mensajes? —dijo sin esconder una risa suave—. Se canceló todo por la lluvia. No hay forma de hacer un asado en ningún lado.

Dejas de saltar en un pie por querer subirte el pantalón mientras sostienes el teléfono con tu hombro derecho.

—Es una lástima, me hubiera gustado verte.

—Ven a verme, entonces.

El resto del domingo fue un parpadeo en el que no descansaste lo suficiente. Llevaste a Leticia al boliche y luego fueron a cenar comida china. No recuerdas si ganaste o perdiste, qué hablaron, tampoco qué pediste de comer, pero no puedes olvidar los besos que se dieron en tu auto a la entrada de su casa.

—¿Sigue vacía la cama trece? —preguntaste al recibir la unidad intensiva aquella mañana.

—Me tiene loco el maldito monitor de esa cama —te cuenta Silvano mientras se prepara para irse—. Debe haber un cable suelto, porque si se deja encendido, registra signos vitales.

—Voy a reportarlo a mantenimiento.

La mañana transcurre, como cualquier otra, con la visita del especialista encargado y las sesiones académicas. Has olvidado todo lo que sucedió el fin de semana, a excepción de Leticia, por supuesto.

—¿Vino la madre del niño que falleció en tu guardia? —preguntó el intensivista durante la revisión matutina y no supiste contestar—. Son personas muy sencillas y viven muy lejos. Averigua si han hecho el trámite para entregarles el cuerpo.

Ese día recibiste varios regaños del especialista por los parámetros ventilatorios absurdos que tenían algunos pacientes, como si hubieras jugado con los botones sin entenderlos. Te ganaste de castigo preparar una presentación sobre el tema para el día siguiente, justo cuando tienes guardia de nuevo.

No entiendo quién pudo desprogramar el ventilador de esa manera tan ridícula. No había nadie más con nosotros durante la visita. Y yo que había quedado de verme con Leticia esta tarde. No voy a cancelar. Me tocará desvelarme en la maldita tarea.

Al pasar por la cama trece notas que el monitor muestra signos vitales estables. Tomas el cable para revisar el sensor: la luz roja está encendida. Los números que reflejan frecuencia cardíaca empiezan a descender, las alertas se activan y suena con pitidos propios de un paro cardíaco.

—¿Cómo se hace resucitación al aire? —te burlas y dejas el sensor en su lugar cuando sientes un jalón en tu bata y volteas para desengancharla de algún filo, pero no está atorada en nada.

Te sacudes las ideas ridículas que cruzan por tu cabeza y continúas de la mejor manera, hasta terminar la semana.

Esta rotación me va a volver loco. Todo me ha salido mal estando aquí. Sueño con pollos, sirenas, alarmas, ventiladores, no tengo un respiro. Ni siquiera he podido pasar tiempo con Leticia. Va a pensar que no la tomo en serio, ¿y acaso será cierto? No tengo cabeza para complicarme con una mujer. Hoy tiene guardia, igual que yo, solo espero tener un poco de tiempo para estar con ella un rato. Pero aquí estoy, atrasado con todos los pendientes, cuidando al nuevo paciente de la dichosa cama trece que no parece que vaya a librar la noche. Es como si la cama tuviera una maldición, la muerte parece rondarla últimamente. ¿Qué estoy diciendo? ¿Un hombre de ciencia pensando sandeces como esa?

Terminas de llenar el fatal formulario de defunción y das un suspiro frustrado. Ves el reloj, pasa de medianoche y ni siquiera tuviste tiempo de cenar. Leticia te estuvo llamando y no pudiste contestar. Tienes los ojos rojos, ves alrededor todas las sombras que rodean las camas y los aparatos, el murmullo de la respiración artificial y el ritmo de pulso en cada monitor. Las enfermeras, en su ronda habitual, administran medicamentos y van silenciando las alarmas de las bombas de infusión. Todo parece estar tranquilo, pero entonces alguien respira cerca de tu oído y unas manos frías tocan tu cuello. Te sobresaltas y te alejas rápidamente.

—Daniel, tranquilo, soy yo —te dice Leticia con un rostro ruborizado—, no quise asustarte de esa manera.

—Leti, perdóname —le pides y te acercas para mirarla mejor—. Las noches de muerte ponen nervioso a cualquiera.

—Pude escaparme un momento y quise venir a verte —explica ella y te abraza por el cuello—. Me parece que no te he visto en siglos.

En la calma de aquella hora, sin la intrusión de las enfermeras y con el frío de la madrugada, la pequeña bodega te parece un refugio perfecto para estar con ella. Los resortes del camarote crujen al sentarse y luego de dos o tres preguntas triviales, la besas como la primera vez. Te dejas llevar un poco y casi olvidas el lugar donde estás, pero Leticia está pendiente de mirar a la puerta para asegurarse de que nadie esté cerca.

—¿Y si cierras la puerta con el pie? —propones sin darte cuenta y su risa no te parece del todo una negación.

—No alcanzo —responde ella y después de un breve silencio, sientes sus uñas clavándose en tu espalda—. Daniel, hay un niño.

—¿Cómo? —preguntas confundido y la piel que besas se pone fría como el hielo.

Ves la pequeña sombra, la silueta de un niño se arrastra entre las cajas. Una cae al piso y Leticia da un grito. La sombra desaparece y una ráfaga sale por la puerta y esta se azota contra la pared. Escuchas risas suaves a la vez que las alarmas de la unidad enloquecen con sus pitidos.

Leticia se esconde detrás de ti mientras cruzan el pasillo y al tener la oportunidad, huye despavorida con sus cabellos levantados. Te apresuras a encender las luces de la unidad y las enfermeras salen con el escándalo. Todas las alarmas se silencian de pronto. Quedas pálido y mudo. Estás seguro de que hay alguien detrás de ti. Vuelve a encenderse el monitor de la cama trece. Te parece reconocer entre suaves risas, unos cacareos.

Te han mandado a que te evalúe el psicólogo. Tanto estrés, el agotamiento físico y la impotencia ante la muerte parece que te han afectado. Al menos tendrás algunos días libres y podrás ponerle orden a todo lo que hay en tu cabeza. Leticia no ha contestado ninguna de tus llamadas, en una semana terminará su paso por pediatría y su tiempo juntos llegará a su fin.

Al salir del hospital te encuentras a la buena mujer que cría pollos para vivir. Notas sus ojos húmedos y te imaginas que la noticia de su hijo ya llegó a ella.

Dotorcito, he venido a llevarme a mi Pablito —te dice con el nudo en su garganta—. No había podido hacerlo, no sabe la angustia que eso me ha dado.

—Lamento mucho lo sucedido —le dices sin ánimo de extender la conversación.

—Yo le agradezco lo que hizo por mi niño. ¿Sabe? He soñado todos los días con él, me ha dicho que está contento, que ha estado jugando mucho con otros niños que están con él —te dijo y un súbito escalofrío corrió por tu espalda—. Lo que me dejó afligida fue que anoche me dijo: «Mamita, ven por mí, hay otro niño en mi cama».

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