jueves, 31 de octubre de 2024

Emily

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


El sol abrasador caía sobre el pequeño pueblo de Las Lomas en Piura, sofocando el ambiente y haciendo que la brisa tibia apenas se sintiera. Emily avanzaba a duras penas por el sendero de tierra que llevaba a la casa de su hermana, arrastrando su maleta. Hacía casi dos años desde la última vez que vio a Nuria y fue en Lima durante la visita que les hizo a sus padres. Desde entonces, la vida de ciudad había pasado como un vendaval de obligaciones, trabajo y ruido, hasta que decidió que era momento de un respiro.

Mientras caminaba, sentía cómo el sudor comenzaba a acumularse en su frente. Había tomado la decisión de no avisar, quería sorprender a Nuria y a Eyal. Su hermana le había hablado tantas veces de la paz del campo, del aire limpio y del tiempo que parecía detenerse en ese rincón del mundo. Pero ahora, con el calor asfixiándola y el polvo pegándose a su piel, Emily se preguntaba si no habría sido mejor llamar antes y pedir que alguien la recogiera en la parada del autobús.

Entonces, lo vio. A lo lejos una figura masculina se destacaba bajo el sol. Un hombre de piel dorada y torso desnudo trabajaba con esfuerzo en los campos cercanos. Los músculos de su espalda y brazos se tensaban y relajaban al compás de cada golpe que daba con la herramienta de labranza, brillando con el sudor que se acumulaba en su piel. Emily detuvo su paso por un instante, obligada por la curiosidad y una atracción repentina que no supo explicar. El hombre se volvió brevemente, y entonces lo reconoció. Era Eyal, su cuñado.

Su corazón dio un vuelco. «No debería mirarlo así», se dijo a sí misma, pero no pudo evitarlo. Su cuerpo parecía tener vida propia, incapaz de apartar los ojos de la imagen que se desplegaba ante ella. Su cuñado era más atractivo de lo que recordaba. El campo, normalmente tranquilo y silencioso, ahora parecía el escenario de una escena cargada de alta tensión.

Eyal, finalmente, se percató de su presencia y se acercó, con una sonrisa cálida dibujada en su rostro. Su andar era pausado, pero firme, y al llegar a ella, la saludó con la familiaridad de siempre.

—¡Emily! ¡Qué sorpresa! —exclamó mientras la abrazaba brevemente y le daba un beso en la mejilla—. No sabíamos que vendrías. ¿Por qué no nos avisaste?

Emily sonrió, aunque por dentro sentía emociones que no lograba descifrar. Se había imaginado este reencuentro de manera distinta, más ligero, más familiar. Pero ahora, el calor del sol no era lo único que la hacía sudar.

—Quería sorprenderlos —respondió con voz dulce, tratando de no dejar entrever lo que realmente sentía. «Es solo mi cuñado», se recordaba, pero no podía negar que algo en él despertaba sensaciones en su interior que no debía permitir.

Eyal, sonrió y tomó su maleta sin esfuerzo.

—Ven, vamos, Nuria se va a alegrar mucho.

El sonido de los pasos de Eyal y Emily sobre la grava resonaba mientras se dirigían al encuentro de Nuria. A lo lejos se podía ver la pequeña casa que habían convertido en su hogar. Las paredes blancas reflejaban los rayos del sol, brillando como un faro en medio del campo.

Al llegar, Nuria estaba en la cocina, absorta en la preparación del almuerzo. Cuando oyó el sonido de la puerta, un buen presentimiento se apoderó de ella, dejó de lado lo que hacía y salió rauda hacia la sala.

—¡Emily! —gritó Nuria emocionada al ver a su hermana—. ¡Qué alegría verte aquí! —La abrazó con fuerza, mostrando el gran amor que sentía por ella.

Emily correspondió al abrazo con la misma intensidad, una sensación de paz la inundó, al tener a su hermana cerca. Por un momento, todo el calor, la excitación y los pensamientos que había tenido en el camino se desvanecieron. «Esto es lo que vine a buscar», pensó.

—Te extrañé tanto, Nuria —dijo Emily, dejando que su voz reflejara un gran alivio.

—Yo también te extrañé, querida. ¡Qué sorpresa tan agradable! —respondió Nuria, llevándola hacia adentro—. Siempre tenemos la habitación lista para ti, vamos, para que puedas ducharte y descansar un poco.

Mientras Emily se instalaba en su habitación, Eyal la observaba desde la distancia. Había algo en su cuñada que lo descolocaba, una presencia que había notado desde el momento en que la vio caminar bajo el sol. «Es solo Emily, la hermana de Nuria», se repetía. Los pensamientos fugaces de ese breve instante en el campo lo perturbaban.

En los días siguientes, Emily comenzó a disfrutar de su estancia en el campo. La tranquilidad, el aire limpio y la naturaleza la ayudaban a olvidar la rutina de la ciudad. Cada nuevo amanecer era un respiro para su mente y su cuerpo. Decidió, incluso, retomar su viejo pasatiempo de pintar, algo que había dejado de lado debido a su agitada vida laboral.

—Nuria, ¿me acompañarías al pueblo? —le pidió un día—. Quiero comprar algunos materiales para pintar. No traje nada conmigo y tengo ganas de crear algo mientras estoy aquí.

—Claro, te acompaño encantada —respondió Nuria, alegre por ver a su hermana tan animada.

El pequeño pueblo, aunque modesto, era pintoresco. Las calles de tierra, las casas bajas con techos de teja y la plaza central donde se encontraba el minimarket daban la sensación de que el tiempo pasaba más lento. Lorenzo, un joven bien parecido, atendía con amabilidad en este último. Su sonrisa amplia y su cabello oscuro llamaron de inmediato la atención de Emily.

Nuria lo conocía bien, así que no tardó en presentarlos.

—Lorenzo, te presento a mi hermana Emily. Está de visita con nosotros.

Él le ofreció una sonrisa cálida.

—Encantado de conocerte, Emily. —El tono de su voz era tranquilo, pero había una chispa en sus ojos que Emily no dejó pasar desapercibida.

A partir de ese encuentro, Emily y Lorenzo comenzaron a verse con frecuencia. Los días se sucedían entre caminatas por los campos y charlas bajo el cielo azul. Lorenzo, con su sonrisa sincera y su encanto natural, pronto quedó cautivado por la belleza de Emily, quien, aunque disfrutaba de su compañía, aún no podía sacarse de la cabeza la atracción latente que sentía por Eyal.

Mientras Eyal trabajaba bajo el sol por la mañana, Emily se dedicaba a pintar el hermoso paisaje que los rodeaba, aunque no podía evitar mirarlo por segundos, los suficientes para alterar sus hormonas ante el espectáculo que le ofrecía su cuñado.

Por otro lado, las salidas con Lorenzo se hicieron más frecuentes. Él la hacía reír, la escuchaba y parecía ser todo lo que ella necesitaba en ese momento. Sin embargo, cada vez que regresaba, la atracción por Eyal se volvía insoportable.

El sol empezaba a caer, Nuria dormía una siesta, Emily salió al jardín para despejarse. Estaba disfrutando del silencio cuando, de repente, sintió una presencia. Al girarse, vio a Eyal, de pie en el porche, mirándola intensamente.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó con voz profunda.

Emily asintió, aunque su corazón latía con fuerza. No podía negar lo que sentía por él, pero sabía que ese camino era peligroso.

—Es un lugar hermoso —dijo Eyal, aunque no apartaba la mirada de Emily.

—Sí, lo es —respondió ella, intentando mantener la compostura.

El silencio que siguió fue bastante incómodo. Ambos sabían que había algo entre ellos, pero ninguno se atrevía a decirlo. Sin embargo, antes de que las cosas se intensificaran, Nuria salió al jardín.

—¡Ah, están aquí! —exclamó sin percibir nada extraño—. Ven, Emily, vamos a preparar algo para cenar.

Emily se levantó al instante, agradeciendo la interrupción. «Esto tiene que parar», pensó.

Emily seguía viéndose con Lorenzo, pero su atracción por Eyal continuaba creciendo. Una tarde, Lorenzo la llevó a una cena romántica, preparada con todo detalle. Él era dulce y atento, y aunque Emily lo apreciaba profundamente, cada vez que cerraba los ojos, aparecía la figura de Eyal.

Al despedirse esa noche, Lorenzo la abrazó con fuerza, mientras Emily intentaba ahogar la culpa que la consumía. Sabía que no podía seguir así, pero no encontraba la manera de romper ese triángulo emocional en el que se había quedado atrapada.

Una tarde, mientras Nuria estaba en el pueblo haciendo compras, Emily y Eyal se encontraron nuevamente a solas en el porche. Esta vez, sus deseos más salvajes danzaban en el aire, envolviendo sus cuerpos en una atracción innegable, como si el destino los hubiese tejido con hilos invisibles. Eyal se acercó a ella con una mirada cargada de intenciones, una chispa en sus ojos que no permitía lugar a dudas.

—No podemos seguir así, Eyal —susurró Emily, aunque no se movía.

—No quiero seguir resistiéndome, Emily. Lo que siento por ti es más fuerte de lo que puedo controlar —respondió él, acercándose cada vez más.

Sin pensarlo Emily se dejó llevar y en un instante, ambos se encontraron en un beso lleno de pasión. Fue un momento de desahogo, pero lo que no sabían era que alguien los observaba.

Nuria, quien regresaba antes de lo previsto, los vio desde el camino. Sintió como si le arrancaran el corazón por pedazos. No podía creer lo que estaba mirando.

Empezó a caminar hacia la casa escondiéndose tras los arbustos, un sentimiento de desesperación y dolor se apoderó de ella. Fue directamente a la cocina, con manos temblorosas tomó un cuchillo y llena de ira y tristeza, se dirigió hacia el porche donde Emily y Eyal seguían envueltos en su momentánea pasión.

Sin que ninguno de los dos lo viera venir, Nuria se lanzó sobre ellos. Primero fue Eyal, a quien apuñaló en el abdomen con un grito desgarrador. Emily se apartó horrorizada, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.

—¡¿Cómo pudiste hacerme esto?! —gritó Nuria, con el rostro deformado por el llanto y la ira.

Emily intentó acercarse para calmarla, pero Nuria fuera de sí, la empujó y levantó el cuchillo de nuevo. Esta vez fue Lorenzo, quien había venido a buscar a Emily, el que llegó a tiempo para detener el ataque. Agarró a Nuria por los brazos, intentando quitarle el cuchillo mientras ella seguía gritando.

—¡Me traicionaste, me traicionaron los dos!

Eyal, herido y sangrando, cayó al suelo, con la mirada perdida, mientras Lorenzo lograba arrebatarle el cuchillo a Nuria. Emily, en estado de shock, no podía moverse. Todo su mundo se había derrumbado en cuestión de segundos.

El caos que siguió a los eventos de esa tarde fue devastador. Eyal fue llevado al hospital en estado crítico, Nuria destrozada por lo que había hecho, fue arrestada por intento de homicidio. La pequeña comunidad rural quedó conmocionada.

Emily aun procesando lo ocurrido, iba tomando conciencia de que nada volvería a ser como antes. No solo había perdido a su hermana, sino también a Lorenzo, sabía que, aunque él había actuado heroicamente, no podría perdonarle la traición.

Eyal sobrevivió. Nuria fue condenada a varios años de prisión. La traición y el ataque extinguieron su gran amor.

Emily dejó el pueblo poco después del juicio. Las semanas siguientes estuvieron llenas de soledad y de un hondo remordimiento. En lo más profundo sabía que era el precio a pagar por haber caído en la vorágine de sus instintos. Ahora solo podía concentrarse en reconstruir su vida, aunque eso le tomara el resto de sus días.

miércoles, 30 de octubre de 2024

La cama trece

Doris Verónica Martínez Méndez


«Pablo, paciente de cinco años quien se encuentra en estado crítico, pronóstico reservado. Se mantiene en ventilación mecánica con parámetros elevados, soporte vasoactivo y sedación continua. No ha mostrado respuesta clínica favorable, aunque sus signos vitales y exámenes de laboratorio se reportan en límites normales...». El monitor de la cama trece te despierta con pitidos escandalosos, mientras los números de los signos vitales parpadean a ritmo fatídico. Te toma unos minutos ubicarte en tiempo y lugar. El aire acondicionado de la unidad intensiva contrae los músculos y penetra la piel, como si el frío buscara invadir la médula de los huesos. La estación de monitoreo al centro es como una isla formada por una mesa larga y semicircular desde donde puedes verlo todo. La tenue luz proviene del cubículo de enfermería al costado izquierdo, oyes el ruido de la estática en la radio que tienen las enfermeras en un rincón: la estación radial finalizó su transmisión a media noche. Al frente están las primeras ocho cunas con sus equipos y a la derecha están los cubículos protegidos por mamparas de vidrio para aislamiento.  La silla giratoria rechina cuando te levantas, pones tus manos en la espalda y haces un movimiento para acomodar tus vértebras. Los párpados luchan por mantener abiertos tus ojos, teñidos de un rojo vivo, inyectados por el sueño profundo de las tres de la mañana; tienes una marca circular en la mejilla por haberte dormido sobre el reloj en tu muñeca. Caminas al cubículo de la cama trece.

—¿Pasa algo, doctor? —pregunta la enfermera al acercarse.

—El monitor debe estar dañado —dices al terminar de auscultar al pequeño y tomas el minúsculo sensor para probarlo en uno de tus dedos, calzando apenas en el meñique—. Ha pasado pitando sin motivo todo el maldito turno.

De repente, la alarma del ventilador retumba en el aire y las luces se encienden en un rojo amenazador.

Lo que faltaba, después del día de los demonios que he tenido. Estoy más salado que el mar muerto. Yo, que siempre me las daba de suertudo, el «gurú» de la buena racha. ¿Y si le indico una radiografía? Tiene la presión del ventilador tan alta que puedo apostar rompió el pulmón. De nuevo. Pobre chamaco, mira en las que está por andar jugando con los pollos. ¿Quién iba a decir que un picotazo del pinche animal lo traería de su recóndita finca al vacío rincón de la cama trece? Nadie lo tomó en serio. Cuánto se habrá burlado el desgraciado matasanos de pueblo al escuchar la insólita consulta. ¿Cómo pasó la semana con el pulmón colapsado, hinchado del cuello con la piel crepitando como plástico para embalar? Medio litro de agua y sangre salió de su pecho y la madre persignándose, dijo: «Igual que Jesucristo». Ave María, líbranos de la ignorancia.

—Hazte la limpia, cachorro —te dice Silvano aquella mañana lluviosa al ver la cara de luto que tienes.

—No me jodas, Silvano —le dices y caminan de cama en cama para entregar lo que había quedado de aquella noche fúnebre—. Te queda el cupo de la cama trece.

Te apresuras al cuarto de descanso: cajas apiladas, máquinas llenas de polvo, un camarote de hierro que rechina bajo una colchoneta curtida y dos sillas oxidadas. La pequeña ventana se cubría con las gotas de lluvia.  Arreglas tus cosas en el maletín y te parece que hay alguien a tus espaldas, por el marco de la puerta.

—Te quedará pendiente hablar con la madre de Pablo, Silvano. Pobre mujer, hacer el viaje de tan lejos solo para... —explicas y al voltear no encuentras a nadie cerca.

Debo estar loco. Esto de lidiar con la muerte va a terminar mandándome al manicomio.

Sales de aquel estrecho pasillo y escuchas claramente una risa traviesa haciendo eco en las paredes. Un fuerte escalofrío te recorre de pies a cabeza cuando sientes una ráfaga cruzar a tu costado, sacudiendo algunos papeles en la mesa central.

—¿Por qué la cara? —pregunta Silvano desde uno de los cubículos—. Parece que viste un fantasma.

Niegas con la cabeza y le haces un ademán para despedirte y salir a prisa de aquel hospital. La lluvia parece una cortina de agua que pinta de gris toda la ciudad. Las calles vacías tienen un aspecto lúgubre, el aire frío cargado de olor a tierra y asfalto.

Es un domingo tranquilo y melancólico, ideal para dormir todo el día. Aunque me gustaría ver un poco de sol, paso encerrado tanto tiempo que la única luz que he visto en días proviene de las lámparas blancas.

Llegando a casa te timbra un mensaje en el celular. Leticia te pregunta si llegarás al asado que harán los colegas en casa de Marcos. Respondes que sí, no por la idea de distraerte y divertirte, sino por verla a ella. Empezó sus prácticas este año y ahora cumple su rotación por el hospital infantil. Llevas soltero varios meses y no te has sacado de la cabeza sus ojos curiosos y despiertos, sus cabellos ensortijados y el rosa coral de sus labios. Después de tomar un baño y prepararte un pedazo de pan con las sobras frías del chili con carne del viernes, programas la alarma de tu teléfono y te metes bajo las sábanas. El golpeteo de la lluvia en el techo te arrulla entremezclándose con los pensamientos que oprimen tu subconsciente.

El cacareo continuo de un centenar de pollos se fue confundiendo con el zumbido intermitente y el ring de los mensajes del celular. Saltas de la cama, aturdido. Está tan oscuro que temes que ya sea de noche y corres a abrir tu persiana: Ya no llueve, pero el cielo permanece nublado. Son las tres de la tarde y ves que tienes doce mensajes y cinco llamadas perdidas, una de ellas es de Leticia.

—Maldita sea, me quedé dormido —lamentas y sin pensarlo mucho, la llamas.

—¿Cómo estás, Daniel? —respondió ella con una dulzura que te hizo titubear.

—Discúlpame, Leti, caí muerto del sueño y apenas estoy viendo los mensajes y las llamadas. ¿Sigue el asado donde Marcos?

—¿No leíste los mensajes? —dijo sin esconder una risa suave—. Se canceló todo por la lluvia. No hay forma de hacer un asado en ningún lado.

Dejas de saltar en un pie por querer subirte el pantalón mientras sostienes el teléfono con tu hombro derecho.

—Es una lástima, me hubiera gustado verte.

—Ven a verme, entonces.

El resto del domingo fue un parpadeo en el que no descansaste lo suficiente. Llevaste a Leticia al boliche y luego fueron a cenar comida china. No recuerdas si ganaste o perdiste, qué hablaron, tampoco qué pediste de comer, pero no puedes olvidar los besos que se dieron en tu auto a la entrada de su casa.

—¿Sigue vacía la cama trece? —preguntaste al recibir la unidad intensiva aquella mañana.

—Me tiene loco el maldito monitor de esa cama —te cuenta Silvano mientras se prepara para irse—. Debe haber un cable suelto, porque si se deja encendido, registra signos vitales.

—Voy a reportarlo a mantenimiento.

La mañana transcurre, como cualquier otra, con la visita del especialista encargado y las sesiones académicas. Has olvidado todo lo que sucedió el fin de semana, a excepción de Leticia, por supuesto.

—¿Vino la madre del niño que falleció en tu guardia? —preguntó el intensivista durante la revisión matutina y no supiste contestar—. Son personas muy sencillas y viven muy lejos. Averigua si han hecho el trámite para entregarles el cuerpo.

Ese día recibiste varios regaños del especialista por los parámetros ventilatorios absurdos que tenían algunos pacientes, como si hubieras jugado con los botones sin entenderlos. Te ganaste de castigo preparar una presentación sobre el tema para el día siguiente, justo cuando tienes guardia de nuevo.

No entiendo quién pudo desprogramar el ventilador de esa manera tan ridícula. No había nadie más con nosotros durante la visita. Y yo que había quedado de verme con Leticia esta tarde. No voy a cancelar. Me tocará desvelarme en la maldita tarea.

Al pasar por la cama trece notas que el monitor muestra signos vitales estables. Tomas el cable para revisar el sensor: la luz roja está encendida. Los números que reflejan frecuencia cardíaca empiezan a descender, las alertas se activan y suena con pitidos propios de un paro cardíaco.

—¿Cómo se hace resucitación al aire? —te burlas y dejas el sensor en su lugar cuando sientes un jalón en tu bata y volteas para desengancharla de algún filo, pero no está atorada en nada.

Te sacudes las ideas ridículas que cruzan por tu cabeza y continúas de la mejor manera, hasta terminar la semana.

Esta rotación me va a volver loco. Todo me ha salido mal estando aquí. Sueño con pollos, sirenas, alarmas, ventiladores, no tengo un respiro. Ni siquiera he podido pasar tiempo con Leticia. Va a pensar que no la tomo en serio, ¿y acaso será cierto? No tengo cabeza para complicarme con una mujer. Hoy tiene guardia, igual que yo, solo espero tener un poco de tiempo para estar con ella un rato. Pero aquí estoy, atrasado con todos los pendientes, cuidando al nuevo paciente de la dichosa cama trece que no parece que vaya a librar la noche. Es como si la cama tuviera una maldición, la muerte parece rondarla últimamente. ¿Qué estoy diciendo? ¿Un hombre de ciencia pensando sandeces como esa?

Terminas de llenar el fatal formulario de defunción y das un suspiro frustrado. Ves el reloj, pasa de medianoche y ni siquiera tuviste tiempo de cenar. Leticia te estuvo llamando y no pudiste contestar. Tienes los ojos rojos, ves alrededor todas las sombras que rodean las camas y los aparatos, el murmullo de la respiración artificial y el ritmo de pulso en cada monitor. Las enfermeras, en su ronda habitual, administran medicamentos y van silenciando las alarmas de las bombas de infusión. Todo parece estar tranquilo, pero entonces alguien respira cerca de tu oído y unas manos frías tocan tu cuello. Te sobresaltas y te alejas rápidamente.

—Daniel, tranquilo, soy yo —te dice Leticia con un rostro ruborizado—, no quise asustarte de esa manera.

—Leti, perdóname —le pides y te acercas para mirarla mejor—. Las noches de muerte ponen nervioso a cualquiera.

—Pude escaparme un momento y quise venir a verte —explica ella y te abraza por el cuello—. Me parece que no te he visto en siglos.

En la calma de aquella hora, sin la intrusión de las enfermeras y con el frío de la madrugada, la pequeña bodega te parece un refugio perfecto para estar con ella. Los resortes del camarote crujen al sentarse y luego de dos o tres preguntas triviales, la besas como la primera vez. Te dejas llevar un poco y casi olvidas el lugar donde estás, pero Leticia está pendiente de mirar a la puerta para asegurarse de que nadie esté cerca.

—¿Y si cierras la puerta con el pie? —propones sin darte cuenta y su risa no te parece del todo una negación.

—No alcanzo —responde ella y después de un breve silencio, sientes sus uñas clavándose en tu espalda—. Daniel, hay un niño.

—¿Cómo? —preguntas confundido y la piel que besas se pone fría como el hielo.

Ves la pequeña sombra, la silueta de un niño se arrastra entre las cajas. Una cae al piso y Leticia da un grito. La sombra desaparece y una ráfaga sale por la puerta y esta se azota contra la pared. Escuchas risas suaves a la vez que las alarmas de la unidad enloquecen con sus pitidos.

Leticia se esconde detrás de ti mientras cruzan el pasillo y al tener la oportunidad, huye despavorida con sus cabellos levantados. Te apresuras a encender las luces de la unidad y las enfermeras salen con el escándalo. Todas las alarmas se silencian de pronto. Quedas pálido y mudo. Estás seguro de que hay alguien detrás de ti. Vuelve a encenderse el monitor de la cama trece. Te parece reconocer entre suaves risas, unos cacareos.

Te han mandado a que te evalúe el psicólogo. Tanto estrés, el agotamiento físico y la impotencia ante la muerte parece que te han afectado. Al menos tendrás algunos días libres y podrás ponerle orden a todo lo que hay en tu cabeza. Leticia no ha contestado ninguna de tus llamadas, en una semana terminará su paso por pediatría y su tiempo juntos llegará a su fin.

Al salir del hospital te encuentras a la buena mujer que cría pollos para vivir. Notas sus ojos húmedos y te imaginas que la noticia de su hijo ya llegó a ella.

Dotorcito, he venido a llevarme a mi Pablito —te dice con el nudo en su garganta—. No había podido hacerlo, no sabe la angustia que eso me ha dado.

—Lamento mucho lo sucedido —le dices sin ánimo de extender la conversación.

—Yo le agradezco lo que hizo por mi niño. ¿Sabe? He soñado todos los días con él, me ha dicho que está contento, que ha estado jugando mucho con otros niños que están con él —te dijo y un súbito escalofrío corrió por tu espalda—. Lo que me dejó afligida fue que anoche me dijo: «Mamita, ven por mí, hay otro niño en mi cama».

lunes, 21 de octubre de 2024

Terapia

Lucía Yolanda Alonso Olvera

 

—A veces me pregunto lo que pude haber sido y lo que pude haber hecho y no hice.

—¿Por qué te preguntas eso ahora?

—Estos días leyendo un libro o mirando por la ventana desde mi estudio y viendo el jardín, me he asomado a mi pasado.

—¿Y qué viste?

—Una niña que hizo todo lo posible por ganarse el cariño y el reconocimiento de sus padres.

—¿Por qué no se lo dieron?

—Porque no cumplió sus expectativas.

—¿Qué expectativas?

—La primera y más importante: que no hubiera sido niña. Ya tenían un niño, y a ella, sobre todo a ella, la madre, le hubiera gustado tener otro varón.

—Pero ¿por qué querría otro varón?

—Porque hubiera sido más fácil para ella. No hubiera tenido que compartir el amor de su marido con ninguna mujer.

—¿Era celosa?

—Uf, vaya que lo era. Celosa y posesiva, siempre lo fue.

—Y las expectativas del padre de la niña, ¿cuáles eran?

—No lo sé. Creo que él sí quiso a la niña, se alegró cuando nació y la amó de pequeña. Pero cuando creció y no fue como se la imaginó, se enojó y la maltrató verbal y físicamente, sobre todo en la adolescencia.

—¿Cómo la maltrataba?

—Muchos regaños y gritos, a veces algunos manazos o empujones y siempre horribles castigos.

—Y ¿qué sentía aquella jovencilla cuando él se enojaba así?

—Miedo, a veces terror.

—¿Qué hacía esta adolescente para merecer tanto desprecio?

—No sé bien. Tal vez no se quedaba callada ante las injusticias y las comparaciones que había en la familia, no llegaba a la hora impuesta cuando salía con sus amigos a las fiestas, usaba ropa que a ellos no les gustaba. Ella quería saber quién era, como toda adolescente estaba intentando entenderse y diferenciarse.

—¿Y la madre?, ¿también la castigaba?

—No, pero sí.

—¿Cómo? Descríbelo.

—Tenía otra forma de aplicar sanciones. En primer lugar, la amenazaba con contarle a su adorado marido, todas esas cosas que hacía mal o que no debía hacer o decir, para que él le impusiera los castigos, le gritara fuerte, o le diera un empujón o un manazo. Creo que gozaba con amenazarla y cuando cumplía la amenaza, le gustaba estar presente ante el maltrato al que la sometía su padre.

—¿Y en segundo lugar?

 —La obligaba a que hiciera trabajos domésticos y a que cuidara de sus hermanos; le impuso estas responsabilidades desde muy pequeña y la reprendía por no hacerlas bien.

—¿Qué trabajos domésticos y qué responsabilidades implicaban?

Perla se quedó pensando un momento en silencio sentada en el mullido sillón del consultorio con el codo izquierdo apoyado en el reposabrazos, mientras su mano detenía su cabeza.  Volteó a ver la ventana que estaba al lado del otro sillón donde se sentaba el doctor Casares, su terapeuta. Contempló un buen rato el movimiento del árbol de liquidámbar que se mecía al ritmo del viento y dejaba caer algunas hojas amarillas. Era una tarde hermosa, soleada y ventosa, típica del otoño en la ciudad, muy pronto se desataría la lluvia.

—Hija, esta noche me invitó tu papá al teatro y a cenar, estoy feliz, me acaba de llamar para avisarme que ya tiene las entradas, me va a llevar al musical que quiero ver desde hace meses y luego iremos a cenar al italiano que tanto nos gusta. Va a pasar por mí a las siete. Ya sabes, tienes que hacerte cargo de tus hermanos. A las ocho, que se metan a bañar, quitas las colchas y les preparas las camas para dormir, que se pongan el pijama y luego les ofreces de cenar. Hay jamón, queso y pan, puedes prepararles sándwiches. Si no quieren, les puedes hacer unas sincronizadas, hay tortillas en el refrigerador. Les das lo que te pidan, mientras tu les cocinas, que ellos vean su película. Acuérdate de que a Charly no le gustan los sándwiches calientes, en cambio a Ceci no le agrada la mostaza y le encanta el pan bien crujiente, se lo tuestas y luego lo pones en la sartén para que se derrita el queso.

—Ay, mamá, no me gusta que se vayan y me dejen a cargo de mis hermanos, ellos no me ayudan en nada, no recogen nunca su plato y no les gusta lo que hago, a veces no se lo comen.

—Es que, si no lo preparas con cuidado, es obvio que no les guste. Tú siempre haces todo rápido y al aventón, ya te lo he dicho, eres muy malhecha. Hay que dedicarle tiempo a la cocina, para que la comida quede rica. Esto te servirá para cuando seas mayor y tengas a tu familia y los atiendas como debe ser. Además, tu hermana, apenas tiene cuatro años y es muy chica para ayudarte. Y a Charly, como tú bien sabes, siempre le dejan mucha tarea en la escuela para hacer en las tardes y tiene que descansar, porque él es el mejor estudiante de esta familia, por eso hay que atenderlo, como a tu papá.

—No es justo. Yo también voy a la escuela y me dejan mucha tarea. Además, no quiero tener una familia, yo soy una niña.

—Ya sé que ahora ni piensas en eso, porque apenas tienes diez años, pero más adelante es lo que más vas a desear. Hay que aprender a atender al marido y a los hijos, para que tengas una bonita familia cuando crezcas, por eso debes ver por tus hermanos. Y tú, como eres muy acelerada y mala estudiante, haces siempre la tarea con prisas y por eso sacas las calificaciones que sacas, no como Charly que es muy aplicado, así que ni te compares.  Acuérdate de que cuando terminen de cenar, los mandas a lavarse los dientes y que se vayan a acostar. Por favor, Perla, levantas bien toda la cocina. No me vayas a dejar ni un traste sucio, porque si dejas alguno, a la hora que lleguemos te despierto para que lo laves. Recoges la mesa, sacudes el mantel y luego cierras las dos puertas con llave, dejas encendida la lámpara del pasillo y apagas todas las demás luces de la casa. Llegaremos aquí hacia la media noche, a esa hora ya los tres deben estar dormidos. ¿Entendido?

—Sí, mamá. Pero sigo pensando que no es justo y además me choca que tú siempre me comparas con Charly.  

—Un día vas a entender, niña, que el mundo nunca ha sido justo. Y mira, ya ni te quejes, Perla, que me vas a poner de mal humor. Y si sigues con esa cantaleta de los celos que le tienes a tu hermano, se lo voy a contar todo a tu papá, y ya ves cómo se pone con tus inconformidades y reclamos.

Regresa la mirada para ver de frente al doctor. Es un hombre muy grande, de pelo cano, aproximadamente setenta años y que mide casi dos metros de estatura, es muy afable y siempre sonríe. Está sentado con las piernas cruzadas, sus codos se apoyan en el apoyabrazos, sus manos se juntan y sobre ellas recarga su barbilla, está muy atento. Al lado del sillón del doctor, hay una pequeña mesa donde está su taza de café humeante, el cuaderno, una pluma fuente y una hermosa lámpara tipo Tiffany de colores ocres que a Perla le encanta observar detenidamente ya que le resulta muy atractiva la forma de las hojas que adornan la pantalla y los coloridos destellos y sombras que proyectan.

—¿Y hacías todo lo que ella te pedía cuando salían por la noche?

—Sí, a esa edad no tenía opción, pero siempre me quedé con un sentimiento de impotencia y soledad, además, percibía que mi pecho se iba llenando de odio, ya que por más que hacía esfuerzos para complacerla nunca merecía un reconocimiento. Recuerdo alguna vez que salieron y al otro día por la mañana en la cocina, frente a toda la familia, me dijo:

«Anoche me dejaste todo muy recogido, pero se te olvidó guardar las tortillas y el queso en el refrigerador. Siempre te falla algo, no pones atención, Perla, nunca puedes hacer bien las cosas que se te piden en esta casa. No te empeñas lo suficiente, eres una mediocre».

—Y ahora dime, ¿qué pudiste haber sido, o qué pudiste haber hecho y no hiciste? —pregunta el doctor sonriéndole mientras toma la taza para darle un sorbo a su café, luego coge su cuaderno y la pluma y apunta algunas notas.

—A esa edad, como es obvio, no pude hacer nada, hacía lo que mi madre me mandaba y aguantaba lo que me decía. El problema es que, tal vez, me creí eso de no dar la talla, de ser una mediocre, de ser una malhecha, de no poner suficiente atención a lo que debía hacer.

—¿Esos calificativos te definen ahora?

—No, definitivamente, no soy así. Me he empeñado mucho en ser todo lo contrario, muy perfeccionista, eficiente, y poner mucha atención. Tengo una autoexigencia tremenda, todas las cosas que hago en la vida, trato de hacerlas muy bien, sin fallo alguno. Eso es una tortura, porque además no me he dado nunca el reconocimiento por todos mis logros. ¿Sabes?, siento que tengo una relación retorcida con el maltrato, por un lado, lo rechazo, pero me doy cuenta de que he aceptado a mucha gente cerca de mí que me maltrata, que me dice palabras hirientes. Es probable que en el fondo crea que lo merezco.

—Pero sabes que no eres una mediocre y que no mereces ser maltratada, ¿cierto?

—Sí, es cierto, sé que no soy una mediocre, pero me juzgo como si lo fuera y yo misma me maltrato por ello. Hay días que siento que apenas y puedo caminar, tal es la densidad y la cantidad de pensamientos nefastos que brotan en mi cabeza, uno tras otro, que parece que tiran de mí y no me dejan avanzar. A veces pienso que soy ese tipo de personas que están absolutamente dominadas por sus emociones e ideas, esas que no cuentan con la capacidad de controlarlas, apaciguarlas y lograr cierto grado de ecuanimidad para seguir adelante de forma más ligera.

—¿Quieres que te dé una buena noticia? —le pregunta el doctor, con una franca sonrisa, mientras ella está sumida en su sillón conteniendo las lágrimas.

—¿Puede haber buenas noticias para mí, después de lo que te he contado?

—Por supuesto que las hay.

—Pues dímela a ver si eso me ayuda a salir de aquí sin tener que cargar con el costal malhecho de mediocridad y maltrato que ando cargando desde los diez años.

—La buena noticia es que te estás deshaciendo ya de ese costal y seguramente de muchos otros más que andas cargando en la vida, para eso estás aquí sentada hablando y entendiéndote. El secreto es que cada día que salgas de la terapia comprenderás que puedes controlar y apaciguar esas emociones e ideas erróneas que tienes de ti misma y podrás caminar más ligera.

—¡Ah, pues ahora sí me dan ganas hasta de pagarte esta sesión, doctor de mi vida y de mi corazón! A ver si saliendo me voy casi flotando hasta mi casa.

—Ya verás que sí, hablar de todos estos sucesos que nos duelen y conforman, es la parte más importante para reconfigurarnos, entendernos y cambiar.

—De acuerdo. Supongo que es la conclusión de esta densa sesión —afirma Perla, mientras se pone de pie y se dirige al perchero ubicado en la entrada del consultorio para tomar su bolso, la gabardina y el paraguas.

Ha empezado a chispear y a oscurecer y Perla sabe que el camino de vuelta a casa estará lleno de lágrimas bajo la lluvia, menos mal que trae el paraguas y se puso las botas altas. Pero también sabe que su andar será sanador, como muchas otras veces que ha salido de la terapia.

—Tenemos pendiente revisar los regaños, los castigos, los manazos y los empujones que daba papá enojado cuando llegabas tarde de las fiestas y te ponías la ropa que no les gustaba. ¿Cómo ves?

—Uf…, eso también va a estar mega heavy metal, pero estoy de acuerdo, dejémoslo para la siguiente sesión, por hoy ya ha sido suficiente.

—¿Doloroso?

—Sí. Pero también liberador —afirma Perla, mientras se pone la gabardina para salir y se dispone a abrir el paraguas.

—¿Te veo la próxima semana, mismo día, misma hora?

—Sí, doctor, aquí estaré. Espero que hoy pueda caminar más ligera.

—Seguro que lo harás, estás trabajando mucho para hacerlo.