miércoles, 17 de abril de 2024

En un sueño

Doris Verónica Martínez Méndez


—Victoria, cariño, hay que hacerlo.

La dulzura de Camila fue un suave somnífero por unos segundos. En aquel cuarto de hospital resonaban las alarmas de los monitores en pitidos intercalados de distintas intensidades. La melodía revelaba la trágica coreografía alrededor de Victoria, la mujer que en la cama se aferraba al deseo de vivir. Una mascarilla de oxígeno cubría casi todo su rostro. Sus facciones juveniles se habían marchitado por la enfermedad: unas ojeras oscuras hundían sus ojos marrones y sus párpados caían, pesados, por la fatiga. Tenía una palidez lívida, casi fantasmal. Sus esfuerzos perdían la batalla y ya no quedaban opciones.

Las enfermeras de la sala de procedimientos preparaban el escenario con una agilidad solemne. Una de ellas sirvió jeringas, algodones, cintas de adhesivos y algunos tubos orotraqueales sobre la bandeja metálica; las demás acomodaron a Victoria en una posición supina que hizo notar aún más su ahogo.

—No te preocupes —tranquilizó Camila al acercarse, vestía un traje blanco que la cubría de pies a cabeza, una mascarilla sobre su nariz y boca y una careta acrílica—, solo serán unos días, es para que descanses mejor y te recuperes.

Victoria le dio una mirada llena de angustia, más que por la falta de aire, por los movimientos inquietos dentro de su vientre abultado. Intentó hablar entre sus jadeos y apenas soltó un susurro: «Ella...».

—Ella estará bien, es lo mejor para ambas. Diego mueve cielo y tierra para poder estar con ustedes pronto; lo logrará, ten fe.

El cuerpo de Victoria fue cediendo al efecto de los sedantes y los medicamentos. Sin embargo, ella aún podía escuchar cómo las alarmas enloquecían a su alrededor; sintió una presión fría y un sabor metálico deslizarse sobre su lengua hacia su garganta y tuvo náuseas.

Camila sostuvo la hoja del laringoscopio con firmeza y con dos movimientos precisos introdujo un tubo plástico en la garganta de su cuñada, lo conectó a la bolsa autoinflable e inició una ventilación rítmica; de inmediato notó la neblina en las paredes del tubo y el movimiento simétrico del tórax. Las constantes vitales en los monitores se estabilizaron y las alarmas se silenciaron poco a poco. Victoria ya estaba sumida en un profundo sueño en el cual su subconsciente repasaba las últimas dos semanas.

—No puedo esperar a que vuelvas —dijo Victoria entre algunos regalos dispersos sobre su cama y mostró un vestido color lila frente a la cámara de su computadora—. Mira esto, ¿no es precioso?

—Lo es —respondió Diego con una sonrisa—. Espero que al final de la semana todo esté listo para regresar y no apartarme de tu lado.

—¿Seguro no quieres quedarte hasta la ceremonia de graduación?

—No, amor, no es obligatoria mi asistencia. Me enviarán el diploma por correo. No quisiera perderme el nacimiento de mi hija por una tontería.

Victoria puso la mano sobre su vientre y sonrió.

—Falta un poco para eso, pero yo tampoco quiero que nada te detenga de regresar pronto.

—¿Cómo te has sentido?

—Cansada, no te lo niego, pero en unas semanas tomo mis vacaciones. Contigo aquí, ya podré relajarme un poco antes que nazca la niña.

—¿Ya hablaste con Camila sobre tu traslado?

—Ya. Cuando vuelva de la maternidad podré asumir la jefatura en neonatología.

—Estoy orgulloso de ti.

 

Dentro de la unidad intensiva Victoria escuchaba los ecos de los monitores y el murmullo del respirador artificial llenando de aire sus pulmones. Podía sentir las manos tibias de la enfermera que la acomodaba un par de veces al día y los diminutos golpes dentro de su vientre. La rutina a su alrededor hacía pasar el tiempo como en un bucle y los sedantes la mantenían en un sueño vívido, lleno de recuerdos.

—¿Cómo que cancelaron tu vuelo? —preguntó Victoria en su videollamada con Diego—. ¿Hasta cuándo?

—No lo sé, amor, esto del coronavirus es serio, hay una histeria colectiva en todo el mundo por lo que ocurre en Italia. España está muy cerca, no quieren correr riesgos.

—Tienes que cuidarte, por favor.

—No te preocupes por mí, ¿cómo están las cosas allá?

—Estamos a suficiente distancia como para tomarlo en serio todavía.

Victoria dio un rápido vistazo a su alrededor. La sala tenía algunas incubadoras rodeadas de monitores y ventiladores mecánicos que murmuraban en un ritmo constante. Una enfermera realizaba una ronda por las cunas al fondo. La luz intensa de las lámparas resaltaba el blanco del piso y las paredes. Se sentía el aroma acre del glutaraldehído en los rincones, mezclado con el penetrante olor del yodo.

—No se confíen. Mejor pide una licencia y vete a casa.

—No, Diego, no quiero estar sola en casa, aquí estoy bien resguardada. El traje es incómodo y me hace ver como teletubbie, pero es seguro. Mis prematuros y yo estamos a salvo. Este lugar ha sabido de protocolos de aislamiento mucho antes del coronavirus...

El cuerpo de Victoria se oponía al efecto de los sedantes que intentaban mantener su respiración rítmica y sosegada. La rutina a su alrededor había cambiado. Las voces eran lejanas e ininteligibles, su vientre se sentía más grande y tenía frío. No recordaba la última vez que tuvo frío.

—Te ves cansada, Victoria, ¿te sientes bien?

Victoria llevaba un traje azul de una sola pieza, con mangas largas y cuello alto; una mascarilla circular con elásticos amarillos le ceñía el rostro, ruborizado, y sus lentes se empañaban en cada respiración.

—Me siento un poco irritada, Camila, no he dormido bien por la preocupación.

—Tienes fiebre… —dijo al apuntar el termómetro infrarrojo a su frente y escuchar tres pitidos de alarma.

—No, seguro es este traje el que me hace sentir acalorada; no he tomado mucha agua porque iría al baño cada tres minutos y este enorme mameluco lo haría complicado.

—Te irás a casa, cariño —ordenó Camila con dulzura—. El ministerio no quiere decirlo, pero hay dos casos sospechosos de coronavirus en Santa Ana. Solo es cuestión de tiempo para que esta pandemia estalle y tú debes cuidarte por dos.

En aquella sala aislada, Victoria escuchaba nuevos pitidos de monitores alrededor. Seguramente eran de otros pacientes en cuidados intensivos. Las cosas podrían haber empeorado los últimos días, ¿o eran semanas? No lo sabía. Entonces reconoció a lo lejos los ruidos amortiguados del transductor y luego unos latidos acelerados y rítmicos. ¡Venían de ella!

—La embajada está revisando mi caso, si me autorizan, regreso de inmediato —explicó Diego en su última videollamada.

—Eso espero —musitó Victoria en un cuarto del hospital y quiso sonreír, sin lograrlo.

Tenía el rostro contraído por el cansancio, una cánula le aportaba oxígeno por la nariz y sus labios estaban secos y escamados. Un oxímetro de pulso en su dedo índice conectaba a un monitor que pitaba a ritmo estable y sosegado, mostrando unos números en color verde.

—No desesperes, amor, debes ser fuerte.

Victoria empezó a toser con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, el teléfono cayó de su mano y se perdió entre las sábanas. Su pecho crujió con cada intento de tomar aire y su vientre se contrajo en aquel paroxismo. La voz de Diego sonó apagada hasta cortarse. Los números del monitor parpadearon y cambiaron de color verde a amarillo, y luego a rojo. Todas las alarmas se encendieron y una enfermera se apresuró a entrar, acomodándose el traje de protección dando brincos inestables, tomó unos guantes de látex con un temblor fino: el guante derecho en su mano izquierda y viceversa. En la urgencia por cumplir el protocolo, derramó un poco de alcohol, impregnando la habitación de un fuerte aroma mineral.   

—Lo siento, Diego —explicó Camila por el teléfono—. Ya no podemos perder más tiempo, debemos intubar.

—Por favor, Camila, mantenlas a salvo.

—Intentaremos llevar el embarazo a término, Diego, pero es una situación delicada.

—Victoria resistirá.

 

Un fuerte dolor apretó el vientre de ella con fuerza, pero no logró vencer el efecto de los sedantes. El monitor, sin embargo, alarmó a las enfermeras y trajeron al médico encargado. Victoria apenas escuchó un pitido largo e ininterrumpido que venía de su cabecera y sintió una opresión dolorosa en su pecho, a nivel de su esternón, luego otra, y otra, y otra...

Pum, pum, pum, pum. Diego cesó de martillar y revisó el clavo en la pared.

—Ya está. ¿Qué quieres colgar?

—Una fotografía —respondió Victoria con una sonrisa y colocó un marco rectangular de bronce.

—No tiene nada.

—Pero no por mucho —aseguró con un sonrojo y mostró un tubo plástico con una abertura al centro que marcaba dos rayas azules.

Diego tardó pocos segundos en procesar aquella imagen, tomó a Victoria entre sus brazos y la estrechó largamente.

Bip, bip, bip, bip. Las risas de aquel recuerdo se atenuaron en un eco lejano. Un destello de luz blanca se perdió en su mirada.

El médico de turno apagó la linterna luego de revisar las pupilas de Victoria y miró el trazo cardíaco en el monitor.

—Avisen a obstetricia de inmediato. No hay más tiempo para ella.

Los rodos de una camilla chillaban por el pasillo que llevaba a sala de operaciones. Los pasos raudos de los médicos y enfermeras se amortiguaban por las calzas de tela. El cuerpo de Victoria permanecía inmóvil entre tubos y cables. Para ella todo había callado, no escuchaba más las alarmas, las voces o el murmullo del respirador. Se sentía liviana e inmaterial. De repente logró verse como en un espejo: recostada en la cama de cirugía, dormida, con el tubo en su garganta y su vientre expuesto.

El médico miraba el reloj y el monitor con regularidad; el sudor que bajaba de su frente a sus pestañas lo hacía parpadear con insistencia. Pronto tomó entre sus manos a la bebé y la extrajo rápidamente: su piel estaba cubierta de una pasta blanca y mantuvo una postura enrollada en sí misma; sus manos y pies tenían un tono azulado. El llanto agudo de su primer respiro rompió el silencio.

Victoria quiso tocarla y reconoció a alguien acercarse para tomarla entre sus brazos.

«Diego».

—Es hermosa —dijo él al abrazar a su hija contra su pecho.

La cubrió con una manta cálida y junto a aquel llanto vigoroso no pudo esconder sus propios sollozos. Entonces miró el trazo cardíaco del monitor: los picos sinusales iban alargándose entre sí. Entregó a la bebé a una de las enfermeras y fue a la cabecera de la cama; se quitó los lentes empañados, arrancó la mascarilla húmeda y mordió sus labios un momento.

—Diego... el protocolo —advirtió Camila desde la puerta de la sala.

—Déjame despedirme —pidió con un hilo de voz y se acercó un poco más a su esposa—. Gracias por mantenerla a salvo, amor mío, y esperarme. Te amo...

Victoria escuchó sus palabras con claridad y sintió un beso cálido en la frente. La opresión de su pecho la fue adormeciendo poco a poco...

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