Doris Verónica Martínez Méndez
—Victoria, cariño, hay que hacerlo.
La dulzura de Camila fue un suave
somnífero por unos segundos. En aquel cuarto de hospital resonaban las alarmas
de los monitores en pitidos intercalados de distintas intensidades. La melodía revelaba
la trágica coreografía alrededor de Victoria, la mujer que en la cama se
aferraba al deseo de vivir. Una mascarilla de oxígeno cubría casi todo su
rostro. Sus facciones juveniles se habían marchitado por la enfermedad: unas
ojeras oscuras hundían sus ojos marrones y sus párpados caían, pesados, por la
fatiga. Tenía una palidez lívida, casi fantasmal. Sus esfuerzos perdían la
batalla y ya no quedaban opciones.
Las enfermeras de la sala de
procedimientos preparaban el escenario con una agilidad solemne. Una de ellas
sirvió jeringas, algodones, cintas de adhesivos y algunos tubos orotraqueales
sobre la bandeja metálica; las demás acomodaron a Victoria en una posición
supina que hizo notar aún más su ahogo.
—No te preocupes —tranquilizó Camila
al acercarse, vestía un traje blanco que la cubría de pies a cabeza, una
mascarilla sobre su nariz y boca y una careta acrílica—, solo serán unos días,
es para que descanses mejor y te recuperes.
Victoria le dio una mirada llena de
angustia, más que por la falta de aire, por los movimientos inquietos dentro de
su vientre abultado. Intentó hablar entre sus jadeos y apenas soltó un susurro:
«Ella...».
—Ella estará bien, es lo mejor para
ambas. Diego mueve cielo y tierra para poder estar con ustedes pronto; lo
logrará, ten fe.
El cuerpo de Victoria fue cediendo
al efecto de los sedantes y los medicamentos. Sin embargo, ella aún podía
escuchar cómo las alarmas enloquecían a su alrededor; sintió una presión fría y
un sabor metálico deslizarse sobre su lengua hacia su garganta y tuvo náuseas.
Camila sostuvo la hoja del laringoscopio
con firmeza y con dos movimientos precisos introdujo un tubo plástico en la
garganta de su cuñada, lo conectó a la bolsa autoinflable e inició una
ventilación rítmica; de inmediato notó la neblina en las paredes del tubo y el
movimiento simétrico del tórax. Las constantes vitales en los monitores se
estabilizaron y las alarmas se silenciaron poco a poco. Victoria ya estaba
sumida en un profundo sueño en el cual su subconsciente repasaba las últimas
dos semanas.
—No puedo esperar a que vuelvas
—dijo Victoria entre algunos regalos dispersos sobre su cama y mostró un
vestido color lila frente a la cámara de su computadora—. Mira esto, ¿no es precioso?
—Lo es —respondió Diego con una
sonrisa—. Espero que al final de la semana todo esté listo para regresar y no
apartarme de tu lado.
—¿Seguro no quieres quedarte hasta
la ceremonia de graduación?
—No, amor, no es obligatoria mi
asistencia. Me enviarán el diploma por correo. No quisiera perderme el
nacimiento de mi hija por una tontería.
Victoria puso la mano sobre su
vientre y sonrió.
—Falta un poco para eso, pero yo
tampoco quiero que nada te detenga de regresar pronto.
—¿Cómo te has sentido?
—Cansada, no te lo niego, pero en
unas semanas tomo mis vacaciones. Contigo aquí, ya podré relajarme un poco
antes que nazca la niña.
—¿Ya hablaste con Camila sobre tu
traslado?
—Ya. Cuando vuelva de la maternidad
podré asumir la jefatura en neonatología.
—Estoy orgulloso de ti.
Dentro de la unidad intensiva Victoria
escuchaba los ecos de los monitores y el murmullo del respirador artificial llenando
de aire sus pulmones. Podía sentir las manos tibias de la enfermera que la
acomodaba un par de veces al día y los diminutos golpes dentro de su vientre. La
rutina a su alrededor hacía pasar el tiempo como en un bucle y los sedantes la
mantenían en un sueño vívido, lleno de recuerdos.
—¿Cómo que cancelaron tu vuelo?
—preguntó Victoria en su videollamada con Diego—. ¿Hasta cuándo?
—No lo sé, amor, esto del
coronavirus es serio, hay una histeria colectiva en todo el mundo por lo que
ocurre en Italia. España está muy cerca, no quieren correr riesgos.
—Tienes que cuidarte, por favor.
—No te preocupes por mí, ¿cómo están
las cosas allá?
—Estamos a suficiente distancia como
para tomarlo en serio todavía.
Victoria dio un rápido vistazo a su
alrededor. La sala tenía algunas incubadoras rodeadas de monitores y
ventiladores mecánicos que murmuraban en un ritmo constante. Una enfermera realizaba
una ronda por las cunas al fondo. La luz intensa de las lámparas resaltaba el
blanco del piso y las paredes. Se sentía el aroma acre del glutaraldehído en
los rincones, mezclado con el penetrante olor del yodo.
—No se confíen. Mejor pide una
licencia y vete a casa.
—No, Diego, no quiero estar sola en
casa, aquí estoy bien resguardada. El traje es incómodo y me hace ver como teletubbie,
pero es seguro. Mis prematuros y yo estamos a salvo. Este lugar ha sabido de
protocolos de aislamiento mucho antes del coronavirus...
El cuerpo de Victoria se oponía al
efecto de los sedantes que intentaban mantener su respiración rítmica y
sosegada. La rutina a su alrededor había cambiado. Las voces eran lejanas e
ininteligibles, su vientre se sentía más grande y tenía frío. No recordaba la
última vez que tuvo frío.
—Te ves cansada, Victoria, ¿te
sientes bien?
Victoria llevaba un traje azul de
una sola pieza, con mangas largas y cuello alto; una mascarilla circular con
elásticos amarillos le ceñía el rostro, ruborizado, y sus lentes se empañaban
en cada respiración.
—Me siento un poco irritada, Camila,
no he dormido bien por la preocupación.
—Tienes fiebre… —dijo al apuntar el
termómetro infrarrojo a su frente y escuchar tres pitidos de alarma.
—No, seguro es este traje el que me
hace sentir acalorada; no he tomado mucha agua porque iría al baño cada tres
minutos y este enorme mameluco lo haría complicado.
—Te irás a casa, cariño —ordenó
Camila con dulzura—. El ministerio no quiere decirlo, pero hay dos casos
sospechosos de coronavirus en Santa Ana. Solo es cuestión de tiempo para que
esta pandemia estalle y tú debes cuidarte por dos.
En aquella sala aislada, Victoria escuchaba
nuevos pitidos de monitores alrededor. Seguramente eran de otros pacientes en cuidados
intensivos. Las cosas podrían haber empeorado los últimos días, ¿o eran
semanas? No lo sabía. Entonces reconoció a lo lejos los ruidos amortiguados del
transductor y luego unos latidos acelerados y rítmicos. ¡Venían de ella!
—La embajada está revisando mi caso,
si me autorizan, regreso de inmediato —explicó Diego en su última videollamada.
—Eso espero —musitó Victoria en un cuarto
del hospital y quiso sonreír, sin lograrlo.
Tenía el rostro contraído por el
cansancio, una cánula le aportaba oxígeno por la nariz y sus labios estaban
secos y escamados. Un oxímetro de pulso en su dedo índice conectaba a un
monitor que pitaba a ritmo estable y sosegado, mostrando unos números en color
verde.
—No desesperes, amor, debes ser
fuerte.
Victoria empezó a toser con fuerza.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, el teléfono cayó de su mano y se perdió entre
las sábanas. Su pecho crujió con cada intento de tomar aire y su vientre se contrajo
en aquel paroxismo. La voz de Diego sonó apagada hasta cortarse. Los números
del monitor parpadearon y cambiaron de color verde a amarillo, y luego a rojo.
Todas las alarmas se encendieron y una enfermera se apresuró a entrar,
acomodándose el traje de protección dando brincos inestables, tomó unos guantes
de látex con un temblor fino: el guante derecho en su mano izquierda y
viceversa. En la urgencia por cumplir el protocolo, derramó un poco de alcohol,
impregnando la habitación de un fuerte aroma mineral.
—Lo siento, Diego —explicó Camila
por el teléfono—. Ya no podemos perder más tiempo, debemos intubar.
—Por favor, Camila, mantenlas a
salvo.
—Intentaremos llevar el embarazo a
término, Diego, pero es una situación delicada.
—Victoria resistirá.
Un fuerte dolor apretó el vientre de
ella con fuerza, pero no logró vencer el efecto de los sedantes. El monitor,
sin embargo, alarmó a las enfermeras y trajeron al médico encargado. Victoria apenas
escuchó un pitido largo e ininterrumpido que venía de su cabecera y sintió una
opresión dolorosa en su pecho, a nivel de su esternón, luego otra, y otra, y
otra...
Pum, pum,
pum, pum. Diego cesó
de martillar y revisó el clavo en la pared.
—Ya está. ¿Qué quieres colgar?
—Una fotografía —respondió Victoria
con una sonrisa y colocó un marco rectangular de bronce.
—No tiene nada.
—Pero no por mucho —aseguró con un
sonrojo y mostró un tubo plástico con una abertura al centro que marcaba dos
rayas azules.
Diego tardó pocos segundos en
procesar aquella imagen, tomó a Victoria entre sus brazos y la estrechó
largamente.
Bip, bip, bip,
bip. Las risas
de aquel recuerdo se atenuaron en un eco lejano. Un destello de luz blanca se
perdió en su mirada.
El médico de turno apagó la linterna
luego de revisar las pupilas de Victoria y miró el trazo cardíaco en el
monitor.
—Avisen a obstetricia de inmediato.
No hay más tiempo para ella.
Los rodos de una camilla chillaban
por el pasillo que llevaba a sala de operaciones. Los pasos raudos de los
médicos y enfermeras se amortiguaban por las calzas de tela. El cuerpo de
Victoria permanecía inmóvil entre tubos y cables. Para ella todo había callado,
no escuchaba más las alarmas, las voces o el murmullo del respirador. Se sentía
liviana e inmaterial. De repente logró verse como en un espejo: recostada en la
cama de cirugía, dormida, con el tubo en su garganta y su vientre expuesto.
El médico miraba el reloj y el
monitor con regularidad; el sudor que bajaba de su frente a sus pestañas lo
hacía parpadear con insistencia. Pronto tomó entre sus manos a la bebé y la
extrajo rápidamente: su piel estaba cubierta de una pasta blanca y mantuvo una
postura enrollada en sí misma; sus manos y pies tenían un tono azulado. El
llanto agudo de su primer respiro rompió el silencio.
Victoria quiso tocarla y reconoció a
alguien acercarse para tomarla entre sus brazos.
«Diego».
—Es hermosa —dijo él al abrazar a su
hija contra su pecho.
La cubrió con una manta cálida y
junto a aquel llanto vigoroso no pudo esconder sus propios sollozos. Entonces
miró el trazo cardíaco del monitor: los picos sinusales iban alargándose entre
sí. Entregó a la bebé a una de las enfermeras y fue a la cabecera de la cama; se
quitó los lentes empañados, arrancó la mascarilla húmeda y mordió sus labios un
momento.
—Diego... el protocolo —advirtió
Camila desde la puerta de la sala.
—Déjame despedirme —pidió con un
hilo de voz y se acercó un poco más a su esposa—. Gracias por mantenerla a
salvo, amor mío, y esperarme. Te amo...
Victoria escuchó sus palabras con claridad y sintió un beso cálido en la frente. La opresión de su pecho la fue adormeciendo poco a poco...
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