Horacio Vargas Murga
Era el regalo más inusual que había recibido en su
vida. Desde que empezó a trabajar como ingeniero obtuvo diversos obsequios de
parte de sus trabajadores de construcción civil: frutas dulces que acariciaban
el paladar; verduras suaves que transitaban libremente por el estómago; legumbres
exquisitas; carnes con un sabor y textura envidiables; cuyo sonido y olor al
cocinar despertaban una salivación repentina y unas ganas imperiosas de deglutir;
hasta comida con un aroma que impregnaba todos los sentidos, pero esta vez uno
de ellos apareció en la casa con un gallito de pelea. «Para que se entretenga al
verlo pelear, ingeniero», dijo con emoción el modesto señor de estatura
pequeña, tez trigueña y chompa de lana gris. Mi hermano lo recibió con una
mezcla de sorpresa y agrado.
Dentro de casa, mi hermano llamó a toda la familia:
mis padres, mi hermana, mi cuñado, mis dos sobrinas y yo. Meciendo al gallo en
el aire, exclamó: «¡Miren lo que me han regalado!». Entre sus brazos, el gallo
se mostraba tranquilo, sus ojos se mantenían alertas, mirándonos con cierta
extrañeza, ladeando el rostro, como hacen las aves. Era agradable ver esa
figura reluciente, con una mezcla de colores en su plumaje: cabeza roja, cuello
anaranjado, cola azul; pecho y tronco en una combinación de esos tres tonos. Su
belleza era impresionante, mucho más que en las revistas o pinturas.
Lo colocó en el jardín interior de la casa, pero él
prefería deambular por el patio, junto al colgador de la ropa. Desde aquel día,
pasó a ser el centro de atención de la familia. En una oportunidad, cuando
caminaba por el pasadizo, sentí un picotazo cerca del talón derecho. Al voltear
vi al gallito cuadrado frente a mí, como si esperara algo. Se me ocurrió alzar
el pie y enseñarle la punta de mi zapato. Fue entonces que levantó las alas y
empezó a realizar una danza en círculo, luego saltó sobre mi zapato colocando su
pico sobre la punta, a la vez que propinaba patadas y aletazos consecutivos. Me
pareció sumamente gracioso y divertido. Todos los días la escena fue
repitiéndose. Previamente llamaba a varios miembros de la familia para que vieran este memorable espectáculo, que siempre
entretenía a todos. Mi hermano riéndose dijo en una ocasión: «Se pone como un
loco, es un loquito». A partir de ese momento, todos en casa empezamos a
decirle: Loquito.
En otras oportunidades lo cogía con mi mano y lo elevaba
lo más que podía paseándolo por la sala. Mi hermano se intranquilizaba y me
decía: «¡Bájalo, lo vas a marear!». Otras veces lo ponía sobre mi hombro y
camina con él, quien se mantenía inmóvil y vigilante. Mi hermano, otra vez
intervenía: «No lo pongas en tu hombro, no es un loro». Mis sobrinas lo
colocaban sobre sus piernas y lo acariciaban con mucha ternura. Se encantaban
con la textura suave y el color de su plumaje. Mi hermano al verlas les increpaba:
«No lo acaricien mucho, se va a volver maricón».
A los pocos meses, mi madre recibió de regalo una
pareja de pavos por parte de un ahijado. Colocamos en el jardín a los nuevos
inquilinos. El gallito al ver al pavo emprendió un feroz ataque, pero el pavo
huyó subiéndose a un árbol, desde el cual miraba aterrado mientras le latía una
vena en el cuello. La pava enseguida se arrojó contra el gallito sin darle
opción a defenderse, y con fuertes aletazos, picotazos y patadas, lo lanzó al
aire. El gallito se recuperó inmediatamente y le devolvió la golpiza, por lo
que tuvimos que intervenir para que no continuaran haciéndose daño. Después de
ese episodio convivieron sin mayores conflictos,
pero sin relacionarse mucho, llevando sus vidas de manera independiente.
Semanas después mi madre recibió una gallina de una
prima. Era grande, casi redonda, gorda y anaranjada. Desde que la vio el Loquito,
mostró un interés especial. Era gracioso verlos juntos, ya que ella lo
duplicaba en tamaño y grosor. Empezó
a llamarnos la atención que, cuando le servíamos maíz, el gallito no
ingería ni un solo grano. Mis sobrinas lo cargaban y le acercaban
con la mano los granos de maíz a su pico. Igual se negaba a comer. Cansados de
insistir lo dejaban en el patio junto con los granos en el suelo para que coma
solo. Lo sorprendente era que después de un tiempo, cuando pasábamos por el
patio, ya no estaba el gallito ni tampoco los granos. Decidimos hacer una
prueba, lo dejamos con los granos y nos fuimos, pero permanecimos cerca de la
puerta. Él se mantenía parado y miraba de reojo. Pasados unos minutos empezó a
emitir un sonido agudo: «cocococo, cocococo». La gallina apareció y se acercó
con grandes pisadas que retumbaban sobre el piso. Al llegar al lugar, con
picotazos furibundos arrasó con todos los granos. Fue entonces que una de mis
sobrinas dijo: «Es un sonso».
En los días siguientes esta misma escena se volvió a
repetir, para fastidio de los espectadores. Sin embargo, al quinto día, el gallito
introdujo una variante. Mientras comía la gallina, empezó a danzar como lo
hacía cuando iba a pelearse con mi zapato y luego saltó sobre ella, cogiéndola por
la cabeza con su pico, mientras agitaba las alas emitiendo fuertes sonidos. Fue
allí que entendimos su verdadero propósito. Lamentablemente, sus intentos eran en
vano. La gallina se resistía y aprovechando su tamaño y grosor, terminaba tirándolo
contra el suelo.
El tiempo pasó y el gallito era como un miembro más de
la familia. En una oportunidad le dije a mi hermano:
—Es un gallo de pelea y hasta ahora no ha peleado con
otros gallos, creo que es conveniente que lo entrenemos.
—No, todavía no, más adelante.
—Lo estamos criando como una mascota.
—¡Yo soy su dueño y decidiré cuándo hacerlo!
No insistí más, sabía que nunca lo convencería, era
difícil que un joven de veintitrés años convenciera a un ingeniero que ya había
pasado los treinta años. Mientras tanto, las peleas entre el gallo y mi zapato
eran cada vez más intensas, tanto que ya me estaba doliendo el pie. El tiempo
pasaba y la situación se mantenía igual, hasta que llegó un nuevo gallo a la
casa. Lo envió un primo que vivía en la sierra. Era grande, gordísimo, de
plumas blanquísimas y cresta colorada. Cuando estuvo en el jardín de la casa, se
mostró desconcertado frente a la pareja de pavos y al gallito que lo miraba receloso.
Fue entonces que el gallito empezó a cuadrarse y mi hermano lo cogió
inmediatamente diciendo: «Mi Loquito no se chupa, llamaremos a toda la familia
para que vean cómo mi gallito lo suena a este gallo».
La familia en pleno se acercó al jardín y mi hermano
soltó al Loquito, que de inmediato se cuadró frente al enorme gallo y empezó
con su baile característico. Poco después arremetió contra este, quien recibió
el embate desconcertado y respondió de la misma forma, entablándose una pelea
pintoresca, semejante a la de los coliseos, que terminó cuando el gallo grande puso su pata
sobre el cuello del Loquito, que se encontraba empolvado y vencido. Mi hermano
le tiró una patada gritándole: «¡Abusivo!» y recogió del suelo a su gallito de
pelea que estaba medio adormecido. Al ver un rastro de sangre dijo: «Esta
sangre está sobre su pico, es del otro gallo, le ha sacado sangre mi Loquito,
él ganó la pelea». Nadie se atrevió a contradecirlo ni se comentó la pelea. Al
día siguiente el gallo grande fue sacrificado y repartido en nuestros platos junto
con un tallarín rojo, cuyo sabor, olor y textura deleitaron a toda la familia.
Se acercaba mi cumpleaños y tendríamos visitas en la
casa. Mi madre tomó la decisión de sacrificar a los pavos y a la gallina. Ese
día comimos a lo grande y la pasamos muy bien, pero no sucedió lo mismo con el
gallito. Estuvo buscando a la gallina por todas partes, emitiendo su
característico: «cocococo, cocococo». Nos daba mucha lástima verlo así. Continuó
varios días con esa conducta. Decidimos comprar una gallina, esta era más
pequeña y más joven, tenía el plumaje plomizo. Sin embargo, el Loquito no
mostró mayor interés por ella y al final nos la terminamos comiendo.
El gallito dejó de cantar en las mañanas y se le veía
siempre cabizbajo, cada vez comía menos, su plumaje poco a poco se iba
desluciendo. Un día empezó a estornudar y agitarse. Mi hermano dijo: «Tiene
moquillo, eso les pasa con frecuencia a las aves». Mi madre le dio un preparado
que funcionaba bien con los pollos que hemos tenido en la casa, pero él parecía
no responder. Poco después, mi hermano y yo lo encontramos tendido en el patio.
No se movía ni reaccionaba. Al cogerlo estaba húmedo. Había fallecido. Todos
tuvimos una pena enorme. Lo enterramos en el jardín y colocamos un cartel con
su nombre.
Siempre lo recordaremos con cariño, como alguien de
nuestra familia. A pesar de que nunca peleó en un coliseo, siempre mostró su
valentía innata, además fue romántico y sensible, quedando su imagen grabada en
nuestra memoria.
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