Adrián González
La
majestuosidad de la antigua catedral y el tono solemne del sacerdote, invitan a
los devotos a mirar al cielo. «El Señor esté con nosotros. Lectura del libro de
Eclesiastés, capítulo tres, versículos uno al ocho», se escucha, mientras todos
se ponen de pie. «...Leamos: Todo tiene
su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de
nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de cosechar; tiempo de
matar, y tiempo de curar…». Parado en la sexta fila, Renato cierra los
ojos, «tiempo de matar», retumba en su cabeza. «…Tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de
reír; tiempo de callar, y tiempo de hablar…», continúa el clérigo, en tanto
«destruir, llorar», son las únicas palabras que él escucha apretando los puños.
«…Tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo
de guerra, y tiempo de paz. Esta es palabra de Dios», concluye la lectura.
«Te alabamos, Señor», responde al unísono la congregación. «Abre, Señor,
nuestros corazones, para que comprendamos tu palabra y la pongamos por obra»,
dice por último el sacerdote, en tanto los feligreses se sientan. «¡Señooor,
ten piedad de nosoootros! ¡Señooor, ten piedad de nosoootros!...», se escucha
el canto del coro desde lo alto del templo, a espaldas de los fieles, haciendo
eco en la cúpula principal, mientras los diáconos recogen las limosnas.
—¿Cuándo
fue la última vez que te confesaste, hijo? —pregunta el párroco desde el
interior del confesionario.
—Nunca
me he confesado, padre, esta es la primera vez —reconoce Renato en voz baja y de
rodillas.
—Pero,
supongo que cumpliste con el primero de los sagrados sacramentos. ¿Fuiste
bautizado?
—No lo
sé, padre —responde.
—¿Crees
en Dios todopoderoso y en Jesucristo su único hijo, nuestro salvador?
—Sí,
padre. ¡Sí creo! —declara con firmeza, mirando de reojo a su esposa del otro
lado del templo, mientras esta prende una veladora y procede a persignarse ante
la imagen de La Inmaculada Concepción de María, a quién le reza todas las
noches por un hijo.
—Te
escucho.
—No sé
por dónde empezar —susurra Renato, con voz temblorosa, en tanto le vienen a la
mente escenas violentas de su juventud, cuando fue pandillero y peleaba hasta
con los dientes, robaba para subsistir y secuestró a un niño, pero sobre todo
recuerda…—, hace muchos años maté a un hombre y, ahora debo matar a otro.
Es
sábado; como de costumbre Silvia y Renato van al mercado del barrio por los
víveres de la semana. Mientras ella regatea el precio de las verduras, él, parado
a su lado, carga pacientemente las bolsas y observa los puestos repletos de
fruta de la temporada a ambos lados de los pasillos: naranjas, cañas, cacahuates
y tejocotes; más allá, en otros locales, alcanza a ver colgadas varias piñatas con
picos de relucientes y variados colores; del otro lado, las carnicerías ostentan
unas enormes piernas de cerdo colgando de afilados ganchos y desde el exterior
se alcanza a escuchar el argüende de los guajolotes mientras los merolicos
que los venden, tratan de hacerse escuchar para llamar la atención de la gente
que pasa a media calle. «¡Pavos para la cena de Nochebuena!», gritan unos. «¡Bacalao
noruego!», se escucha de otros. En el ambiente hay una extraña mezcla de aromas,
bullicio y una contagiosa alegría que solo se percibe en la temporada navideña;
Renato parpadea, y por unos instantes se ve a sí mismo de la mano de su madre
recorriendo los pasillos de un mercado muy similar, mirando con asombro a ambos
lados lo que a su entender y desde su corta estatura son verdaderas montañas de
frutas que, sabe bien, su madre no le puede comprar.
De
pronto, un rostro conocido —que inmediatamente le produce un vacío en el
estómago— se asoma entre la gente; turbado, alza la vista y estira el cuello
para cerciorarse de si es la persona que él supone. «Se parece mucho a…»,
piensa, cuando recibe un pellizco. «¿Qué tanto miras? —le pregunta Silvia—.
Abre la bolsa para acomodar los jitomates». Renato se soba el brazo y no
responde, continua el recorrido por el mercado siguiendo a su esposa y mirando constantemente
hacia atrás con nerviosismo.
—Pa’ empezar, deja te aclaro que ‘ora me gustan las mujeres, así que por ai’ no va la cosa.
—¿Cómo
me encontraste, Aldonza? —pregunta Renato.
—¡Ah! Pu’s es que el mundo es requetechiquito, Rudo —responde ella con
una sonrisa burlona—. Así te decían cuando boxeabas, ¿no?
—Eso
no responde mi pregunta —señala él con seriedad.
—¡Huy!
Sigues igualito de…, bueno, si no fuera por esa panza. Ambos cruzan miradas,
recorriéndose de pies a cabeza. Ella lleva el cabello muy corto, casi rapada, y
un extraño tatuaje baja de su cuello recorriendo el brazo hasta su mano
izquierda. Una playera sin mangas y unos pantalones con bolsas tipo militar que
rematan en unas pesadas botas, acentúan un cuerpo delgado y correoso que Renato
inevitablemente compara con el de aquella muchacha despabilada, alegre y de
atractiva figura, que lo inició en el sexo. Por su parte ella se da cuenta de que
él también es otro, el matrimonio y un trabajo regular han hecho de él un hombre
apacible y rechoncho.
—Ha
pasado mucho tiempo —comenta él.
—Dímelo
a mí; guardada todos estos años por tu pinche
culpa.
—¿Qué
quieres decir?
—¡Bueno,
güey! —exclama ella con enfado—. ¿Pu’s es qué sigues sin entender nada?
A lo
lejos, Silvia, en la esquina opuesta a la estación del metro y oculta tras un
teléfono público, observa a Renato discutiendo de manera acalorada con esa
mujer, en el acceso al subterráneo, junto a los puestos ambulantes, haciéndose
a un lado de vez en vez para no estorbar a la gente que entra y sale con prisa.
«¿Será eso, por lo que ha estado actuando tan raro? —se pregunta—. Nunca la había
visto, tiene un aspecto muy extraño». Los ojos se le nublan, el semáforo cambia
y un par de autobuses cruzan la avenida interrumpiéndole la vista. «Me mintió
con pretextos para salir a verla —especula disgustada—, por eso lo tuve que
seguir». Lo que Silvia no ve, es que, dentro de un auto estacionado en la misma
calle, un hombre también observa a prudente distancia la escena y a ella. Está anocheciendo
y a punto de llover, «será mejor que regrese a casa», piensa Silvia, procediendo
a alejarse completamente consternada.
A la
mañana siguiente, aún no amanece cuando Silvia y Renato arriban con prisa a la
misma estación del metro, para dirigirse al hospital donde ambos trabajan haciendo
limpieza. Junto a la entrada, una señora vende tamales y atole; la hoya humea y
el aroma los invade al pasar.
—¿Se
te antoja un tamal? —pregunta Renato, sin recibir respuesta de Silvia, que solo
levanta los hombros como si le diera igual e inicia a descender por los
escalones—. ¿Qué te pasa? Desde anoche no me hablas —reclama él, apresurándose
a alcanzarla.
—¿De
dónde conoces a esa? —lo cuestiona ella, deteniéndose a media escalera y
enfrentándolo con mirada inquisitiva.
—Es…,
es muy largo de explicar —tartamudea él, entendiendo que está por demás mentir.
Durante
el trayecto, Renato cuenta a Silvia detalles que nunca había mencionado de su
vida antes de conocerla, de cómo en su juventud llegó a pertenecer a un grupo
de malvivientes y siendo pareja de Aldonza, ambos robaban en el metro y los
camiones; de cómo también se vio obligado por unos policías corruptos —mismos
que mataron a su madre—, a secuestrar a un niño y cómo huyó de todo aquello, enterándose
ahora por ella, que como resultado de su última pelea con otro pandillero al
que apodaban el Monge, aquél murió y ella fue culpada y encarcelada por los
mismos policías en represalia por haberlo ayudado a huir; que todo aquello
había quedado en el pasado y lo único que desea es borrarlo de su memoria.
—Y…,
¿para qué te busca ahora? —Renato agacha la mirada.
Circulando
por las calles del centro de la ciudad, iluminadas con grandes adornos navideños,
un auto se detiene en un semáforo donde la gente, abrigada con chamarras y
bufandas, cruza de prisa huyendo del fuerte viento y tratando de alcanzar el
autobús o tomar un taxi antes de que anochezca más y el frío recrudezca.
—Observa
a todos esos infelices; corren como si quisieran alcanzar algo, sin saber que
de cualquier forma la vida se les irá en un soplo…, como a ti y a mí —comenta
el hombre al volante a Aldonza, sentada a su derecha—. A ti se te fue encerrada
y a mí, de viejo. ¿Sabes? No voy a esperar a que este infeliz se decida. Iremos
por su mujer.
—Conozco
retebien al Rudo —advierte ella—. No te
va a gustar despertar al animal que trai’
dentro.
—Parece
que ya se te olvidó quién soy...
—Eras…
—murmura ella en voz baja, provocando la ira del hombre, que inmediatamente le asesta
un puñetazo recto con su puño derecho en la sien, provocando que se estrelle
contra la ventanilla a su lado.
—Ya te
jodí una vez y aún puedo hacerlo de nuevo. ¡Qué no se te olvide!
El
semáforo ha cambiado a verde y las bocinas de los autos detrás empiezan a sonar.
Ella se lleva las manos a la cabeza mientras el auto arranca; el impacto del
golpe la ha dejado aturdida, así que decide guardar silencio y mirar por la
ventanilla: sobre la acera observa a un hombre que lleva de la mano a una niña
tan pequeña que casi tiene que correr para alcanzar el paso, parecería que le
va a arrancar el brazo cada que la jala para que se apure y, no obstante el
frío invernal, la pequeña apenas lleva un delgado suéter. Aldonza cierra los
ojos, «¡Ven acá!», escucha la voz amenazante de su padre completamente ebrio,
en tanto la arrastra de un brazo y levantándola por los aires la arroja a la
cama. La siguiente imagen que le viene a la mente es cuando él se desabrocha el
cinturón y saca su miembro, para proceder a tenderse sobre ella; entonces tapa
con las manos su cara, apretándola con pavor, no puede soportar ver lo que está
pasando, tampoco escucha nada, su mente la aísla, bloquea el olor a alcohol y
sudor, y más le vale no moverse, no resistirse, porque entonces será peor,
entonces la golpeará con sus puños en la cabeza, dejándola tan aturdida como
ahora se siente. Sin embargo, una sonrisa se dibuja en sus labios, cuando
creció lo entendió, nunca pudo violarla, demasiado viejo, demasiado ebrio,
demasiado flácido. El auto gira con velocidad en una esquina y Aldonza abre los
ojos.
Cuando
salen ese domingo de la iglesia, Renato y Silvia se toman de la mano
apretándose con fuerza, cruzan el atrio, llegan a la plaza principal y, como si
nada estuviera sucediendo, compran una nieve de limón y se sientan en una banca
frente al quiosco a la sombra de una jacaranda.
—¿Qué
te dijo el padre? —pregunta ella, antes de dar un sorbo.
—Se
alteró mucho, no permitió que le explicara nada más —le cuenta, interrumpiendo
para pasar su lengua alrededor del barquillo, que ha empezado a derretirse—. Me
reprendió, dijo que no era de cristianos pensar en matar, me mandó una
penitencia de rezos que ni conozco y también que debía cumplir con los sagrados
sacramentos, ¡sabrá Dios que es eso!, para librar a mi alma de los malos
pensamientos.
Al
siguiente día ambos salen del trabajo y, después de despedirse con un beso,
Renato corre a la esquina para abordar el autobús que lo llevará a las afueras de
la ciudad, en tanto Silvia camina ensimismada en sus pensamientos hacia la
estación cercana del metro para dirigirse a su hogar, cuando una mano por
detrás la jala del hombro forzándola violentamente a subir al asiento trasero
de un auto que se ha detenido junto ella, en el que es obligada a callarse y
agachar la cabeza; una mano firme de Aldonza le sujeta la nuca y la otra sostiene
una navaja en sus costillas. El auto arranca a la vista de los transeúntes, sin
que nadie intervenga.
Es de
noche cuando Renato arriba a la zona de tolerancia en las afueras de la ciudad,
el alumbrado público no funciona, pero una enorme luna ilumina las calles
formando largas sombras sobre el pavimento sucio y lleno de baches. Conforme avanza,
en una esquina y otra, va observando los antros con marquesinas de luces que
prenden y apagan anunciando espectáculos de nombres sugestivos y siluetas de
mujeres desnudas; un taxi se detiene y varias jóvenes descienden para dirigirse
a uno de ellos a trabajar, dos fortachones abren la puerta y se escucha la
música desde el interior. Renato mira a su alrededor y su mente lo transporta
con total claridad a su infancia, cuando hacía de payasito en los semáforos y
por las noches iba a trabajar a estos rumbos haciendo mandados a mujeres como
esas, cuidando los autos de los clientes o simplemente estirando la mano
esperando recibir alguna dádiva, pero sobre todo recuerda la noche en que descubrió
que su madre trabajaba de prostituta en uno de esos lugares, misma noche en que
la asesinaron a media calle frente a sus ojos. En ese momento, el sonido de un
claxon lo hace reaccionar, «¡Muévete, pendejo!», le gritan desde el interior
del auto que pasa rozando sus rodillas, provocando que caiga sentado sobre el
lodo a media calle, «¡Ja, ja, ja, ja!», se escucha, en tanto el vehículo se
aleja.
La
dirección no es clara, pero sin duda esa bodega abandonada es el lugar que
Aldonza le instruyó; de no presentarse, Silvia pagaría primero las
consecuencias y él después. Al acercarse, la puerta se abre como si lo
estuvieran esperando; Renato entra en completa obscuridad y escucha tras él que
la pesada puerta se cierra. Un foco se enciende al fondo de la bodega. «¡Camina!»,
le ordena una voz a sus espaldas, seguida del ruido de un arma cortando
cartucho. Con una calma inusual para la situación, Renato se acerca a la luz,
en la que para su sorpresa encuentra a Silvia amordazada y amarrada a una silla
con Aldonza parada tras de ella. La misma voz a sus espaldas le ordena
detenerse y no voltear.
—Dice
tu exnovia que eres un cabrón con el
que nadie puede —comenta el hombre tras de él, sin que Renato responda una sola
palabra; sin embargo, ya ha reconocido la voz—, veremos si es cierto.
—¿Tú
qué dices, Renato? —interviene Aldonza, procediendo a inclinarse sobre Silvia, para
abrazarla por la espalda y lamer su oreja, mientras con una mano aprieta
bruscamente sus senos bajo la blusa y lleva la otra por debajo de la falda para
hurgar los genitales con sus dedos. —Renato mira a los ojos a Silvia y aprieta
los dientes.
—Ya no
trabajo para la policía —continúa hablando el hombre a sus espaldas—, ya no
tengo edad para eso, ahora trabajo para otros que pagan mejor. —Silvia empieza
a retorcerse de dolor y repulsión—. ¿Sabes? Siempre me pareció que ya te
conocía; después de que huiste, traté una y otra vez de recordar quién eras.
Por cierto, apenas me enteré de que te convertiste en boxeador. ¡Ja, ja, ja! De
haberme enterado, con unas cuantas peleas arregladas me hubieras pagado lo que
me hiciste perder dejando libre a aquel niño. Pregunta… ¿Te chingaste intencionalmente al Monge o
solo se te pasó la mano?
—¿A
quién tengo que matar? —lo interrumpe Renato, mirando la mano de Aldonza entre
las piernas de Silvia y tratando de contener su ira.
—A
quien te ordenemos, cuando te lo ordenemos. Serás sicario, y mientras nos seas útil
nada te pasará ni a ti, ni a tu mujercita. Mi trabajo es reclutar personas como
tú. No necesitas pelear ni nada por el estilo, solo tener los güevos para jalar el gatillo. Oye…, se
me está ocurriendo, debe ser excitante ver a tus dos mujeres tener sexo frente
a ti, ¿o no? —dice con burla.
—Ordena
a Aldonza que se detenga —reclama con firmeza.
—¿O
qué? —responde el expolicía, disparando un tiro que pasa rozando la cabeza de
Renato—. Me hiciste perder mucho la última vez. ¡No me provoques! —le advierte
con rabia.
El
balazo retumba con fuerza haciendo eco en el interior de la bodega abandonada y
Silvia empieza a llorar con desesperación emitiendo solo gemidos a causa de la
mordaza.
Al
siguiente día, con el arma que le fue entregada oculta bajo su chamarra, Renato
se detiene en un teléfono público para llamar al trabajo y avisar con cualquier
pretexto que tanto él como su esposa van a faltar ese día y el siguiente.
Posteriormente se dirige al metro y toma el tren en dirección opuesta al rumbo
acostumbrado; durante el trayecto, ensimismado en sus pensamientos, lo distrae una
niña que sostiene el teléfono móvil de su madre, en el que se escucha un
villancico navideño: «Con mi burrito sabanero voy camino de Belén. Si me ven,
si me ven, voy camino de Belén», la pequeña baila con gracia y él no puede
evitar sonreír.
Cuando
arriba al centro de la ciudad, Renato se ubica a prudente distancia de la
entrada al estacionamiento del edificio de gobierno tratando de identificar la
camioneta blanca, el número de placa y a la mujer que, de acuerdo con las
instrucciones, debe asesinar; efectivamente la camioneta entra al
estacionamiento y él se retira del lugar a prudente distancia para regresar por
la tarde; espera a que la camioneta salga, observa que otra mujer va
acompañando a la conductora y toma un taxi para seguirlas simplemente dando
instrucciones al taxista en el recorrido para que, sin saberlo, a la distancia
siga al vehículo. El plan original era seguir a su víctima para determinar el
mejor lugar y momento para asesinarla de acuerdo al plazo impuesto, sin embargo,
a lo lejos, desde el asiento trasero del taxi, observa a la camioneta entrar a
un hotel de paso, así que tres cuadras más adelante desciende del taxi y se
dirige a estudiar el lugar; en su trayecto ve pasar junto a él al expolicía en
su auto y se da cuenta de que es vigilado.
Es un
motel como tantos otros, en una calle secundaria y poco transitada, con una
entrada y salida discretas. Renato se acerca y observa que desde una caseta de
acceso el encargado cobra las habitaciones mientras una cámara graba las placas
de los autos, también ve que una camarera indica a cada conductor a qué
habitación dirigirse, cerrando tras cada auto una pesada cortina, así que decide
rodear la manzana y entrar a una vieja vecindad en cuyo patio unos niños
juegan, al fondo varias mujeres platican en los lavaderos, nadie le presta
atención, cruza rumbo a las escaleras como si lo hubiera hecho mil veces y sube
hasta la azotea desde donde entre tinacos y tendederos de ropa observa
claramente el patio interior del motel. Cuando el sol se oculta ha encontrado
la manera de brincar a la azotea de las habitaciones para cautelosamente descender
e iniciar la búsqueda de la camioneta tras las cortinas de acceso a cada
habitación; cuando la encuentra, se interna y pacientemente se esconde en
cuclillas tras el vehículo. No mucho después, las dos mujeres salen de la
habitación y suben a la camioneta; Renato escucha las portezuelas cerrar y se
asoma cuidadosamente desde la ventanilla trasera antes de que vaya a arrancar,
ve a ambas mujeres en lo que pareciera un último beso apasionado antes de salir,
momento que aprovecha para acercarse abrir la camioneta por el lado de la
conductora y amagarlas con su arma.
En
tanto, en la bodega abandonada, Silvia, sentada y maniatada a una silla, pide
agua.
—¿Cómo
conociste a Renato? —pregunta, entre sorbos de la botella que Aldonza le
inclina en la boca.
—Llegó
solitito, descalzo y muerto de hambre,
al parque ‘onde la pandilla se
juntaba. ¿Y tú?
—Llegó
solo… —da otro sorbo—, al circo donde yo trabajaba.
—¡Ja,
ja, ja! —Se burla a carcajadas—. Seguro que Renato hacía de payaso. ¡Ja, ja, ja!
—Y yo de
contorsionista —responde Silvia.
—¡Ja,
ja, ja, ja! Par de fenómenos —sigue burlándose Aldonza, mientras aparta la
botella de su boca y da media vuelta para retirarse.
Aprovechando
que le ha dado la espalda, Silvia levanta con rapidez las piernas entrelazando
con fuerza el cuello de Aldonza, quien deja caer la botella de agua, trata de
zafarse, tira codazos a las costillas de Silvia, muerde su tobillo, jala, se
tira, se revuelca en el piso, todo es inútil, la sangre no circula. La silla se
ha roto y Silvia se ha golpeado la cabeza en el piso, su tobillo sangra, pero
nunca deja de oprimir el cuello de su rival hasta que la ve desfallecer y sin
embargo, sigue apretando.
Renato
sale corriendo del motel, el estruendo de tres disparos al aire ha provocado
caos entre los huéspedes que intentan salir de prisa en sus autos, las
recamareras corren a la bodega y el hombre de la puerta sale de la caseta a
tratar de calmar a las parejas en sus vehículos, situación que él aprovecha
para escapar en la oscuridad. Apenas ha recorrido unas cuadras cuando el
expolicía en su auto le cierra el paso en una esquina.
—¡Súbete!
—le ordena.
—Vamos
por Silvia —dice Renato, una vez que aborda.
—Deja
el arma en la guantera —le indica el hombre y conduce el auto hacia una vía
rápida para alejarse inmediatamente de la zona, en tanto Renato obedece, mira
hacia atrás del auto, ve venir un camión de carga y abrocha su cinturón de
seguridad—. ¿Qué ves?
—Nada,
solo me preguntaba si nos seguían —responde, e intempestivamente jala con
fuerza el volante del auto, provocando que este choque contra la barrera de
contención y empiece a girar impactándose con otro vehículo, hasta que el
camión los embiste por un costado provocando la volcadura del auto, que va a
dar a los pies de un gran anuncio luminoso alusivo a la navidad en el que se
lee: ¡Paz, amor y felicidad para todos!
Casi
de madrugada, Renato, herido y cojeando, arriba a la bodega en busca de Silvia
y lo único que encuentra es a Aldonza muerta.
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