lunes, 23 de noviembre de 2015

El engaño

Frank Oviedo Carmona


Madeleine, de cincuenta años de edad, mediana estatura, cabello castaño hasta la altura de los hombros y con cerquillo, ojos verdes saltones y gafas de acrílico negro, acostumbraba trotar al claro de la mañana en un parque cercano a su casa que tenía un camino largo de tierra, grandes árboles que le hacían sombra, crisantemos amarillos y rosas rojas. Decía que el aire fresco del parque y la vista que tenía la inspiraban a escribir. Esta pasión la tuvo desde niña, época en que solía relatar cuentos cortos de animales que hablaban, castillos mágicos y brujos.

Al terminar la escuela decidió estudiar literatura, para más adelante dedicarse a escribir. Al poco tiempo de culminar su carrera publicó su primera novela policial que trataba sobre una violación, basada en la historia de una amiga de la infancia. El hecho ocurrió muy cerca de donde vivía, lo cual la marcó. Esta primera novela tuvo gran acogida tanto por parte de los lectores como por la crítica. Tal es así, que se dedicó a temas policiales y dejó de lado los cuentos que tanto había anhelado hacer.  Algunas veces decía que ya los empezaría.

A George, su esposo, lo conoció  en la universidad, él estudiaba economía; era alto, flaco, trigueño, ojos grandes y marrones; siempre vestía elegantemente, le gustaban los lujos y buenos lugares para cenar.  

Cuando recién se casaron se fueron a vivir a un departamento ubicado en el distrito de San Isidro, con amplia vista al Lima Club Golf,  orientado a la práctica de ese deporte. Este departamento estaba decorado con fotos de grandes escritores y artistas de antaño, las paredes estaban pintadas de color dorado y turquesa que combinaban con los muebles a media luna color ocre  y con una mesa heredada de la abuela del George.

Gracias al éxito literario, les iba bien económicamente; George ganaba un porcentaje de las ventas porque era él quien se encargaba de la parte comercial.

A ella le gustaba leer en su terraza, recostada sobre un sofá color amarillo bermellón de un solo brazo, contemplando con una copa de vino o agua,  cómo se acercaba el anochecer y el brillo de las estrellas.

Cuando ya había escrito su cuarta novela, fue premiada y llegó a ocupar los primeros lugares en ventas en el género policial.

Una tarde, cuando Madeleine se encontraba sentada en el sofá de la terraza,  sintió un fuerte mareo, dejo su libro a un lado, cruzó sus piernas abrazando un cojín negro y lamentó que su salud no fuera la misma de antes, al parecer por no descansar lo necesario y tener una alimentación a deshora. A pesar que George le insistía que comiera a sus horas, ella se encerraba en su oficina sin tener noción del tiempo, solo con algunas frutas, dulces y agua que siempre llevaba; en la tarde, se quejaba  de dolor de cabeza, diciendo que ya no deseaba escribir novelas policiales.

–Ya es tiempo que tome una decisión –dijo en voz alta.

De pronto fue interrumpida por los brazos de su esposo que rodearon su  cuello por encima del cabezal del sofá;  luego se dio la vuelta y en cuclillas tomó su mano preguntándole:

–¿En qué piensas amor?

–En lo mal que me siento, en cómo ha ido decayendo mi salud.

–¡Pero Madeleine no sé cómo deseas mejorar, si no te alimentas bien! ¡Fíjate la hora que es y  aún no has almorzado!

–Querido George,  ya te he dicho que podré alimentarme a mis horas si dejo de escribir sobre asesinatos y violaciones; tú bien sabes que esto me ha enfermado de los nervios, no puedo conciliar el sueño y me quita el apetito.

–Amor mío, termina esta última novela que estoy seguro, al igual que las demás, será un éxito y tomaremos unos días de descanso.  ¿Qué dices?

–Por ahora solo deseo volver a mi casa del distrito de Cieneguilla. Donde hay gran cantidad vegetación, aire fresco, sol y tranquilidad. 

–Te prometo que cuando terminen con el mantenimiento de la casa iremos unas semanas.

Días atrás, había conversado con su esposo, que estaba cansada, quería escribir historias con finales felices para niños o jóvenes. Pero George siempre acababa por convencerla diciéndole que con unos días de descanso se recuperaría, que nunca ganaría tanto dinero como ahora y que sus seguidores no aceptarían el cambio.  

Ella  tomaba pastillas para dormir, cada cierto tiempo se las cambiaban porque dejaban de hacerle efecto; no lograba conciliar el sueño, decía que sus personajes caminaban en su mente todas las noches. Tanto fue su mala noche que al día siguiente sacó cita con su psiquiatra y salió inmediatamente a verlo.

–¡Buenos días doctor Albert!

–¿Cómo estás Madeleine, coméntame qué te ha pasado?

–Ya decidí no escribir sobre crímenes y violaciones.

–¿Esa decisión te hace sentir bien?

–Sí, claro que sí Albert, he llegado a mi límite.  Gracias a ti superé la muerte de mi amiga. Pero no he parado de escribir, todo lo he relacionado a muertes y creo que ya es el momento. Hace varios años quise dejar este género, pero no pude porque me sentí comprometida con mi esposo que siempre ha estado a mi lado.

–No por gusto, como tú dices, gana un buen porcentaje.

–Sí pero siempre ha estado a mi lado cuidándome, soportando mis jaquecas, mi insomnio, la depresión por mi amiga y tantas otras cosas,  dejó su trabajo para dedicarse a mí.

–Es verdad, lo había olvidado y, ¿qué dice tu esposo?

–Aún no se lo he comentado, pero sé que no le va a gustar.  Viviremos de los ahorros por un tiempo hasta que publique una novela de relatos para jóvenes.

–Me parece bien. Nos quedamos ahí. Hasta la próxima sesión.

Madeleine cogió su bolso se despidió, se paró y se fue.

Pasaron unos meses, y a la víspera de su cumpleaños, Madeleine se encontraba de pie observando por la ventana del dormitorio el vuelo de unas palomas; había tomado, por fin, la decisión de hablar con su esposo sobre dejar de escribir novelas de corte policial. Quería volver a su casa de campo en Cieneguilla como había acordado con él y disfrutar del aire fresco y sobre todo tener tranquilidad para, más adelante, seguir escribiendo lo que ella amó desde niña.

George no estuvo de acuerdo ya que era su representante y no solo eso, se encargaba de sus viajes, conferencias, médicos e incluso cuándo y dónde saldrían  de vacaciones.

Pero esta vez George no pudo convencerla y terminó aceptando la decisión de su esposa. Ella le reprochó el haberle hecho caso y no darse el tiempo para escribir otros géneros además de los policiales, dejándose llevar por el dinero y los lujos; de haber sido así, quizás en este momento no estaría lamentándose.

Su esposo le propuso salir de vacaciones unos días a un hotel de cinco estrellas en la isla de Bora Bora.

–¿Al parecer amor, no podré hacerte cambiar de idea ni con un viaje?

Ella voltio volteó para mirarlo, y le dijo:

–Así es, los personajes andan por mi cabeza todas las noches sin cesar, muchas veces ni las pastillas me hacen efecto. Me está matando tanta violencia. Luego continúo mirando por la ventana a las palomas que se paraban en el filo del balcón.

George estaba forzándose en darle una sonrisa pero no pudo ocultar su malestar por la decisión.

Él se acercó; la tomó por la cintura y recostó su mentón en su hombro izquierdo.

–Está bien amor, lo haremos a tu modo –lo dijo con la mirada fija.

–No nos moriremos de hambre, tenemos dinero ahorrado y  tengo un seguro de vida por medio millón de dólares en caso muera –dijo Madeleine y soltó una carcajada.

–No hables así –le respondió.

Pasaron semanas y llegó el día de la presentación de su última novela policial.  George, anticipadamente ya había avisado a la prensa que esta sería la última novela policial de su esposa.

Ambos se fueron en el auto, mientras tanto Madeleine pensaba qué hablaría en la conferencia en relación al giro que daría su carrera; analizaba si decir la verdad o engañar por cuestión de imagen. Quizás, el señalar que escribirá cuentos para jóvenes no guste, pero su salud era primero.

Ni bien entró al salón de conferencias, fue recibida con aplausos y de pie. Tomó asiento y la primera pregunta fue:

–¿En qué se inspiró usted cuando escribió esta novela? –preguntó un reportero.
Madeleine exhalo para relajarse.

 –En la violencia que veo a diario en los seres humanos, la facilidad con que matan; deseo que las personas sean cuidadosas, que no confíen ni en los conocidos o amigos de la familia. Por lo general el violador o asesino suele ser un familiar o amigo de la víctima. Sobre esto, se han hecho estudios policiales de criminalística y se llegó a estas conclusiones.

–¿A qué se debe que quiera dejar este género, o es que acaso ha tenido un trauma de niña? –preguntó otra periodista.

–Le ruego por favor que las preguntas sean sobre temas concernientes a la novela –increpó George.

–No te preocupes amor, estoy bien y  puedo responder.

Continuó diciendo.

–Cuando escribí mi primera novela la basé en la muerte de mi amiga que fue brutalmente asesinada y violada.

George interrumpió,  dando por culminada la conferencia y llamó a su chofer para que los llevara a Cieneguilla.

–¿Estás bien corazón?  Ya llegaremos y disfrutaremos de nuestra casa que la he llenado de arreglos florales pero mañana debo salir temprano, a unas reuniones referentes a tu retiro, que ojalá sea por poco tiempo.

–Eres un amor, gracias por comprenderme y engreírme.

Al siguiente día desayunaron en la terraza de su casa; luego su esposo se levantó de la mesa para arreglar unos documentos que debía llevar, timbró su celular y respondió: ¡Ahora no puedo hablar! Sin darse cuenta que su esposa lo seguía para llevarle un documento que olvidó en la mesa. Al escucharlo se detuvo y de inmediato regresó a la terraza.

Cuando  George regresó a la terraza.

–¿Quién te llamó amor?

–Era de la oficina para que no olvide llevar unos documentos.

Madeleine se quedó pensativa y le respondió con una sonrisa fingida.

George se fue y Madeleine se quedó arreglando sus cosas; luego se dio un baño, vio un noticiero por unos momentos y después escuchó música clásica mientras leía.

En la casa solo estaba Peter, el mayordomo quien tenía órdenes de atenderla hasta antes que se quede dormida y después retirarse. Antes de acostarse tomó sus patillas para la presión arterial, la depresión y las de dormir.

Aún con medicamentos no lograba conciliar el sueño, decidió levantarse de la cama e ir a la cocina para tomar otra pastilla ya que no le hacía efecto la dosis.  De pronto, vio una sombra pasar tras la puerta de la cocina.

–¿Quién está  ahí, eres tú, Peter? –preguntó asustada.

–No soy Peter, soy George.

–Qué bueno que llegaste, no oí el auto, pensé que llegarías más tarde.

 –No he venido a darte el beso de las buenas noches y menos a engreírte.  Mientras hablaba, entró al baño y abrió el caño de la tina –ya no era la voz cálida de antes.

Madeleine no entendía lo que estaba pasando, pensaba que era una broma  de mal gusto de su esposo, por unos momentos se quedó inmóvil hasta que apareció George y la llevó de la mano a la sala sin decir palabra,  apuntándole con un arma ordenó que se sirviera un vaso de whisky y le puso en su mano para que tomara cuatro pastillas para dormir.

–George, estoy asustada, dime, ¿qué pasa?

–No pasa nada, solo que ya me cansé de ser tu sirviente, tu mandadero, de tus llantos, depresiones, miedos y de tus quejas, estoy harto de ti.

–George, basta, no entiendo tu actitud, ¿dime qué sucede?  ¿Tú me quieres, verdad?

Él se rió a carcajadas.

–¿Crees que toda la vida iba a estar contigo soportándote? –se echó a reír otra vez.

Madeleine no podía entender, pensaba que era una pesadilla y si era verdad lo que decía su esposo tenía que actuar con cautela.

–Está bien, tomaré las pastillas, ¿quieres matarme verdad y cobrar mi póliza? Cómo no me di cuenta.

Tomó las pastillas y a los minutos comenzó a darle sueño, George aprovechó para quitarle la ropa y meterla en la tina. Luego se fue a la terraza y se sentó a esperar que se ahogara, se quedó dormido por unas horas, teniendo la seguridad de su crimen.

Al despertar entró al baño para ver el cuerpo ahogado, pero no estaba. No comprendía cómo podía estar viva con todas las pastillas que tomó.

De pronto  escuchó una sirena y policías que le decían que estaba rodeado.

Apareció su esposa.

–No  puede ser, no puedes estar viva –lo dijo apuntándole con un arma.

–Pero lo estoy, he tomado tantas pastillas que, cuatro más, no hacen efecto alguno en mi organismo.

Él se acercó, a jalones la apoyó  en su pecho y le apuntó con el arma en el cuello.

–Yo te amé. Pero de todo se cansa uno.

No se dio cuenta que un policía le apuntaba por la espalda y no tuvo otra opción que soltarla.

Madeleine con lágrimas en los ojos se quedó mirando cómo se llevaban a su esposo.


Cogió un libro, camino hacia la terraza y se sentó  con el rostro desencajado.

1 comentario:

  1. "Ella voltio volteó para mirarlo, y le dijo:".

    No comprendo esta frase, si hay un error de redacción.
    Por lo demás muy interesante su cuento. Se dice que cada quien tiene mayor riesgo de morir en la actividad que realiza cotidianamente. Sus novelas policíacas se tornaron realidad.

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