miércoles, 18 de noviembre de 2015

Costo colateral

Eliana Argote Saavedra

                                                                                                
21 de mayo del 2030. Los ánimos se encuentran divididos. Al sur, donde los condominios albergan a una clase media alta, que ha debido construir un muro de concreto para “protegerse” de la delincuencia y el hacinamiento que amenazan su estilo de vida, una plazoleta principal exquisitamente adornada con islotes de palmeras iluminadas marca el centro de actividades, matas de pequeños arbustos coloridos limitan los espacios, acondicionados para clases de tai chi y exposiciones gastronómicas. Es de noche, el cielo nocturno se ilumina con fuegos artificiales y la emoción se desborda en la ordenada manifestación organizada por un grupo de damas comprometidas con la búsqueda de justicia para el hombre que cambió la historia de la ciudad. Al norte, una masa humana de rostros impotentes avanza sobre la vía abarrotada de casas a medio construir y edificios de departamentos con ventanas acondicionadas a modo de tendales, donde el escaso viento mece la ropa casi al compás de los trabajadores, maestros, estudiantes y uno que otro curioso que marchan llevando sobre sus cabezas la larga lista de desaparecidos, delante de todos, un joven universitario de piel cobriza eleva un cartel con el enunciado “Cadena perpetua”. Los buses de transporte público están detenidos y un contingente de policías resguarda cada movimiento. Los drones se desplazan sobre ambos grupos, proveyendo de imágenes a las televisoras que han congelado en la pantalla la pregunta que estremece a todos ¿Costo colateral?

Es ciudad S, la moderna metrópoli que logró levantarse del caos para convertirse en modelo de equilibrio económico y que luego de un tiempo aparecería en las noticias, inmersa en investigaciones, sospechas y acusaciones de la prensa que convirtió a su gestor, Andrés Suarez, en héroe y luego se encargó de enviarlo a prisión.

Han pasado cinco meses ya del día en que este hombre fuera apresado, tiene treinta y cinco años pero parece de cincuenta, visiblemente delgado y con escaso cabello, está sentado en el ambiente de visitas, apartado de los demás reos que lo observan con desprecio, mientras lee la frase congelada en el monitor que se clava como un puñal en su mente, una confusión de sentimientos lo embarga, consiguió lo que nadie, piensa, sus empresas, que costó tanto esfuerzo levantar, su prestigio, construido a pulso ayudando a grupos humanitarios, su familia que tuvo que huir por el desprecio que despertaba el parentesco con el hombre más controversial del momento. Un dolor que no alcanza a definir le oprime el pecho, desazón, angustia, incertidumbre; no puede olvidar los días que estuvo frente a los familiares de los desaparecidos, sus testimonios que lograron derretir la coraza de frialdad que lo envolvía, estaba tan acostumbrado a los halagos, de pronto era como si alguien descubriera el velo dorado que lo cegaba, escuchaba las atrocidades que se decían de él sintiéndose ajeno a las acusaciones pero al pasar de los días, cuando la magnitud de los hechos fue apareciendo frente a sus ojos en imágenes, en verdades que nadie discutía, debió enfrentarse a la pregunta que tanto temor le causaba… ¿Cómo fui capaz? La postura erguida fue cayendo, la altivez cediendo, la seguridad resquebrajándose. Durante el juicio intentaba alejar la realidad trayendo a la mente los recuerdos de su niñez cuando todo era tan fácil, cuando corría junto a Miguel, su amigo de toda la vida, tan curioso como él, tan parecido, ojalá jamás hubiera crecido… Pero Andrés siempre fue ambicioso, partió a la ciudad en busca del anhelado título de ingeniero, allí encontraría los medios, no importaba la distancia de sus seres queridos, ni el esfuerzo, cualquier sacrificio solo era parte del costo, regresaría como un triunfador, sería reconocido… una combinación de remordimiento y vergüenza lo sacuden de pronto al recordar a su amigo sentado en el banco de los testigos, acusándolo con una tristeza difícil de ocultar y sin poder mirarlo, lo había visitado días antes en la celda, le reclamó, le dijo que se sentía decepcionado de él, ¿qué te hicieron? Le había preguntado Miguel, ¿qué, para que fueras capaz de hacer tanto daño? No te reconozco, dijo finalmente y pidió al carcelero que le abriera la puerta luego de esperar unos minutos la respuesta que él no pudo dar. 

Tres años antes.

Una intensa sequía se ha instalado en el interior, los pueblos cuya economía giraba en torno a la agricultura enfrentan una profunda crisis que afecta también a la urbe, los productos escasean, los precios se disparan, y la gente del campo comienza a desplazarse a la ciudad, alterando aún más el frágil equilibrio económico que existe. Los niveles de pobreza aumentan y la delincuencia se convierte en pan de cada día.

Miguel, agotado, a sus treinta y dos años cree haberlo visto todo, se siente impotente porque a pesar de haber entregado sus fuerzas, sus ganas, y el conocimiento que le ha proporcionado el participar en tantos proyectos humanitarios, la ciudad se hunde en el caos. No más, se dice, estar allí no tiene sentido, es tiempo de marcharse. Llena una mochila con todo lo necesario para un largo viaje, y se interna en el campo; su figura delgada y alta va perdiéndose en la distancia. Luego de tres semanas, de ver profundas grietas en la tierra y cadáveres de animales que han quedado regados, se siente tan decepcionado que está a punto de dar la vuelta, pero decide continuar internándose en la accidentada geografía, conquistando a duras penas las cumbres de los cerros que se suceden sin descanso, ayudado por la gran resistencia que adquirió en las tantas expediciones en que participó, llega a una meseta pero se siente muy cansado y ya casi no tiene provisiones, decide esperar que amanezca pero al intentar improvisar una carpa, tropieza y cae sobre una roca filuda, está adolorido, examina su brazo que tiene una herida, se hace un torniquete para contener la hemorragia y al levantar la cabeza divisa a lo lejos un verdor inusual, el corazón comienza a latir aprisa, una sonrisa dulcifica los rasgos afilados de su rostro, no importa el dolor ante la esperanza, comienza a caminar, falta sin duda un día a pie pero llega. Es un pueblo oculto entre montañas y cubierto por un espeso manto de nubes, el aroma sutil de las orquídeas que colorean la zona, se mezcla con el olor a hierba húmeda y se introduce por sus fosas nasales casi ahogándolo; pareciera que el tiempo no ha transcurrido en ese paraje escondido, desde donde está puede ver una amplia extensión de terreno sembrado donde mujeres y hombres introducen las manos en la tierra sacando frutos que luego colocan en grandes canastas, no puede creer lo que ve. Un grupo de adultos se aproxima con desconfianza, Miguel deja caer lentamente la mochila y saca una a una las cosas que trae, intenta comunicarse, quiere preguntar tantas cosas, contar algunas otras pero desiste y muestra su herida. Los pobladores lo atienden y poco a poco va ganándose la simpatía de la gente, pasado un tiempo decide quedarse allí para siempre.

Han pasado cinco meses y ya puede comunicarse a través de señas y algunas palabras que ha podido aprender. Investigador como es, comienza a observar las costumbres de aquella gente, tiene que descubrir por qué el caos que se ha instalado en el resto de los pueblos no ha alcanzado a este de costumbres sencillas, que ni siquiera aparece en el mapa. Comparte mucho tiempo con Nahuel, el jefe de la comunidad, este le cuenta que años atrás tuvieron contacto con la civilización, fueron incorporados a una cadena turística y todo marchaba bien pero ante el cambio de administración que dispuso el nuevo gobierno, fueron engañados y explotados. Decidieron aislarse voluntariamente, a partir de ese momento la enseñanza sería impartida solo en su lengua originaria. El sincretismo se manifestaba por doquier, marcas primitivas y collares hechos de huesos de animales convivían armoniosamente con los mantos atados al cuerpo para cubrir su desnudez, fonemas castellanos afloraban unidos a su dialecto y un asomo de oración al Dios creador “por si acaso” sucedía a los rituales de agradecimiento a la tierra.

Una mañana mientras se preparaban para la labor de siembra, llegó una mujer completamente alterada, señalaba un camino que se abría entre los cerros, el rostro del líder fue tornándose preocupado. Han llegado al pueblo, le dijo a Miguel, una familia entera. Por la descripción que escuchó, el muchacho supo que se trataba de campesinos huyendo como tantos en busca de alimento, cuando llegaron al lugar sin embargo, vieron la palidez de sus rostros, sus cuerpos desnutridos y desfallecientes, era evidente que estaban enfermos. Nahuel dio órdenes precisas para que nadie se acerque a ellos, que les alcancen alimento indicó. Por la tarde regresaron a verlos y en un gesto repentino uno de los forasteros se acercó al jefe comunal para besarle la mano.

Aquella mañana Nahuel había participado en la cosecha, sus manos, como las de todos, estaba llena de heridas abiertas por el esfuerzo. No pasó mucho tiempo antes de que cayera preso de la fiebre que había matado a los visitantes. Miguel conocía los síntomas que lo aquejaban, había participado en varias organizaciones llevando vacunas para curar enfermedades como esta; ante la inminencia de la muerte de este hombre a quien admiraba tanto, decidió partir en busca de medicina. Se marchó en un bote rústico, construido por los mismos pobladores y tardó varios días en llegar a un pueblo ribereño, allí abordó una embarcación que lo llevaría a la ciudad. A medida que avanzaba, las noticias eran abrumadoras, los puestos de medicina habían sido saqueados como todos los comercios, no podía hablar, de haberlo hecho hubiera causado una invasión masiva a aquel pueblo donde nada faltaba en medio de sus costumbres básicas. Así fue que decidió acudir a su amigo de toda la vida con el que se había encontrado mucho tiempo atrás en una jornada de salud.

El encuentro fue emotivo, Andrés, ingeniero agrónomo especializado en alimentos se encontraba a cargo de la jefatura de un plan de mejoramiento de tierras, no dudó en ofrecerle su ayuda. La discreción es vital, advirtió Miguel, este pueblo es quizá el último bastión de un ecosistema natural que está a punto de desaparecer. Andrés se sintió maravillado con aquella revelación, tienes mi palabra dijo, pero necesito estar allí, tengo que descubrir qué ocurre en ese lugar que describes y que parece ajeno al mundo. Se aprovisionaron de medicinas y emprendieron el viaje. Al llegar, el pueblo estaba vacío, las viviendas sin puertas tenían ramos de hierba en la entrada, y el camino de tierra que los separaba estaba plagado de pisadas frescas, las siguieron, a unos metros la población entera estaba reunida en el campo común que utilizaban para el sembrío, todos permanecían arrodillados en círculo con orquídeas en las manos y un anciano daba vueltas en una danza extraña, entonando un canto confuso aun para Miguel que conocía el dialecto de los pobladores. ¿Qué está sucediendo? Se preguntaron. Minutos después los moradores se levantaron, la bruma casi cubría la mitad de sus cuerpos, colocaron las ramas sobre la tierra que había sido removida recientemente y se retiraron en silencio, pasando uno a uno delante de ellos, Nahuel había muerto.

Diez meses después de la muerte del jefe de la comunidad, la gente seguía desplazándose de un pueblo a otro en busca de comida, los animales morían por falta de pastos, era imposible la permanencia en un solo lugar pero un tema comenzó a empoderarse de todas las charlas, regándose por los pueblos: “los desaparecidos”, hablaban de gente que enterraba a sus muertos y que al volver para rendirles culto, no encontraba los cadáveres, las fosas habían sido violentadas sin el más mínimo cuidado, las autoridades no prestaban atención a las denuncias, había asuntos más importantes de qué ocuparse; al pasar de las semanas esta noticia fue tomando un nuevo matiz, los desaparecidos comenzaron a contarse también entre los enfermos, qué ocurría, nadie podía atisbar siquiera a la respuesta.
  
Ciudad S.

Pocos negocios permanecen en pie debido a la crisis económica y a la delincuencia, las instalaciones del laboratorio ASEFARMA sin embargo permanecen plenamente activas, una inmensa y moderna propiedad, rodeada de caminos de grava que la alejan de la caótica vía, un muro sólido de concreto impide la vista desde el exterior y hombres bien armados se encargan de revisar minuciosamente a la gente que entra y sale. Dentro, se desarrolla un proyecto que tiene plenamente ocupados a los químicos, en las centrífugas los tubos de ensayo rotan y luego del proceso son etiquetados en una rutina que parece no terminar jamás, prueba fallida A4, prueba fallida A3…. Y se van amontonando en los anaqueles.

Al cabo de dos años la estructura del poder económico va tomando un tono diferente, las empresas del rubro energético que siempre lideraron el mercado son desplazadas por una pujante industria de alimentos, fundada por el mismo dueño de ASEFARMA y soportada por el conglomerado de empresas de servicios conexos, tales como distribución, y venta, también de su propiedad. De pronto los comercios comienzan a abastecerse, los precios se estabilizan y el caos va quedando atrás. El engranaje que hacía funcionar la economía de la ciudad parecía haber sido inyectado de vida, jamás hubiese podido imaginar quien lo dijo, lo cerca que estaba de la verdad. El empresario líder de aquel conglomerado fue reconocido por el alcalde como “hijo ilustre por su contribución humanitaria al salvamento de la ciudad”. Un periodista diría luego que al entrevistarlo y recordarle aquel suceso, notó que la palabra “humanitaria” había estremecido a su invitado llevándolo casi al borde del llanto.

En las afueras de la ciudad el paisaje comenzaba a teñirse de verde pero en contraste con la vida que se respiraba en la urbe y sus alrededores, en el campo, un desolador manto gris amenazaba con cubrirlo todo.

Aníbal acababa de llegar de otro continente, diez años fuera de su patria habían despertado en él un legítimo sentido de patriotismo, ya no era el muchacho ambicioso que partió, mirando a todos por encima del hombro, en su recorrido por el mundo descubrió que no había lugar más hermoso que el suyo, ahora vestía polo y zapatillas y su actitud era tan sencilla como la ropa que llevaba, saboreaba el sabor dulzón de un batido de frutas mientras buscaba la hermosa geografía que recordaba haber dejado atrás, venía dispuesto a hacer una serie de reportajes donde pudiera resumir toda la variedad de ese pequeño paraíso donde había crecido; pegado a la ventanilla observaba el cielo colmado de nubes blancas que formaban extrañas figuras. Algunos minutos después, cuando el avión descendió unos metros permitiendo ver el paisaje, notó que el avión seguía de largo, y preguntó a la azafata qué sucedía, los aeropuertos han sido cerrados en varias ciudades, dijo esta, recién están reabriéndose, habrá que esperar un poco más para que todo vuelva a la normalidad. De lejos pudo apreciar una extensa zona desierta con focos de naturaleza, sabía de la sequía mas no imaginó que fuera de tal magnitud. Una vez en la ciudad, buscó la forma de viajar al interior y solo encontró negativas, los terminales de buses también tenían cerradas muchas rutas, no había forma de llegar pero Aníbal no se rendiría, organizó una expedición con unos colegas suyos, periodistas tan temerarios como él y emprendieron el viaje.

Había pasado una semana apenas de camino en la 4x4 y el paisaje era desolador, de pronto se encontraron con una estación de vigilancia controlada por hombres armados vestidos con uniformes marrones y botas, quienes les impidieron el paso, aduciendo algo nerviosos que las zonas estaban en proceso de forestación y que nadie podía ingresar. Ante la actitud sospechosa de aquellos sujetos, resolvieron avanzar a pie, escondiéndose como pudieran. Luego de tres días, se internaron en una cueva en lo alto de una montaña para guarecerse del frío, Aníbal se quedaría a vigilar; avanzada la madrugada divisó un movimiento, un grupo de hombres se dispersaba entre el follaje seco, parecían llevar los mismos trajes de faena que habían visto a los vigilantes, eran los llamados “recolectores”; a unos metros, un pequeño grupo de gente se acercaba con dificultad llevando a duras penas a una persona en una camilla improvisada, en un instante fueron alcanzados por los hombres armados que a punto de disparos los obligaron a huir dejando el cuerpo abandonado en la camilla, dos más cayeron luego de avanzar unos pasos, los sujetos se acercaron.

¡Despierten! Gritó Aníbal al grupo, tenemos que detener esto, salieron de la cueva y avanzaron agazapados, rodeando el monte para no ser vistos, no podían ser descubiertos. Los recolectores hicieron un juego de luces con las linternas y en el acto aparecieron cinco más, los cuerpos fueron ingresados en una camioneta que se desplazó hacia otro de los puestos de vigilancia, apenas a unos metros. Uno de los periodistas que acompañaba a Aníbal, quedó alerta a los movimientos, comunicándose por radio con el resto, la camioneta llegó a la estación y dos sujetos quedaron resguardando la entrada.

Aníbal logró llegar al puesto de vigilancia sin ser visto, encaramado en el techo grababa todo lo que ocurría, suciedad por doquier y un olor putrefacto casi irrespirable inundaba el lugar, plásticos colocados en el suelo a modo de camillas y grandes depósitos de alcohol. El recolector se acercó a uno de sus prisioneros de aproximadamente cincuenta años que parecía agonizar y cuya mirada inexpresiva se perdía en la imagen de su captor, estaba tan cerca que era imposible no reconocer en el enfermo a un hombre como él pero sin duda no lo veía como tal. Eran dos condiciones abrumadoramente diferentes y la línea que las dividía, no se originaba en ninguno de los conceptos conocidos como signos de segregación, para el recolector, hacía tiempo todo eso había perdido significado, era época de sobrevivir, si no había muertos, había enfermos a punto de morir y nadie en su sano juicio podía reclamarle por aquella circunstancia donde la indiferencia y la resignación se comunicaban en un lenguaje perverso de complicidad. Lo desnudó y se encontró con un llanto apagado en la mirada del enfermo, lo observó con indiferencia y le cubrió la boca asfixiándolo para limpiarlo luego con un trapo mojado en alcohol.

Más allá, una mujer sentía la tierra arañar la delgada piel que envolvía, el saco de huesos en que se había convertido, sin embargo, pensaba en el hijo muerto que había logrado enterrar, el lactante que no pudo alimentar porque estaba desnutrida, era inevitable, ella moriría, sí, como murió su hijo, pero al menos él no sería convertido en abono dentro de un laboratorio. Miraba a su captor y un asomo de sonrisa se cobijaba en la dulce sensación de venganza que le producía ocultárselo a su enemigo... aquél no se saldría con su gusto, no con su pequeño.

Aníbal seguía grabando horrorizado, tenía que hacer algo, comenzó a retroceder con cuidado por el techo pero una madera suelta cayó. Enseguida uno de los vigilantes que permanecían en la entrada trepó, lo llenó de insultos y le arrancó la grabadora que tenía en las manos, iba a tirarla cuando un disparo certero de uno de los periodistas que había logrado acercarse suficiente, lo inmovilizó. El otro hombre de marrón se había escondido tras la puerta y desde allí comenzó a disparar. Recolectores y periodistas se encontraron de pronto en un fuego cruzado, Aníbal que había quedado en el techo, le quitó la cámara al hombre que cayó muerto y pudo escapar. Se reunió en la cueva con los que habían logrado sobrevivir y debieron esperar hasta que los recolectores se alejen llevándose los tres cuerpos que habían conseguido, su cuota del día. Debían marcharse pronto porque vendrían más hombres, estaban seguros de ello, la huida duró una semana pero llegaron a la ciudad. Una vez allí entregaron una copia a una televisora local y publicaron otra en una revista universitaria de gran demanda a la que tuvieron inmediato acceso por el interés de los jóvenes respecto a las denuncias de los pobladores a los que estos sí prestaban oídos, así, la historia detallada de todo lo que habían visto en su viaje fue difundida a través de ambos frentes.

Fue la prensa, que gracias a la atención mediática que despertaba el tema decidió meterse de lleno en la investigación, esta duró meses pero lograron llegar hasta la cabeza: Andrés Suarez. En el juicio, en medio de los interrogatorios se descubrió que aquel laboratorio experimentaba con seres humanos para convertirlos en “abono”. Pero ante el horror de aquel descubrimiento una pregunta quedaba flotando en las mentes confundidas de todos. No fue sino hasta que Miguel se presentó en la cárcel preguntando por Andrés, cuando al salir fue detenido y llevado ante las autoridades y dio su manifestación, que se pudo comprender el porqué. Miguel había seguido el curso de las investigaciones, apenas unos días antes había llegado a la ciudad buscando a su amigo, cuando se enteró de las noticias no podía creer lo que escuchaba pero fue atando cabos y quiso cerciorarse de la verdad, buscó a Aníbal; ante las pruebas que le mostró el periodista no cabía la duda. La desazón se apoderó de él, la culpa por haber acudido a Andrés, quien siempre demostró que era capaz de lo que fuera por conseguir su propósito, le contó a Aníbal acerca de la estancia de ambos en aquel pueblo perdido, el interés que mostró su amigo en saber acerca de las costumbres, la expresión en su rostro cuando presenció el entierro de Nahuel, sus teorías acerca de la descomposición de los cuerpos en medio de aquella condiciones atmosféricas únicas y su posterior desaparición.

El último día del juicio, el abogado presentaba su alocución de cierre ante la corte, argumentando que en una guerra siempre hay costos que deben asumirse, y que ese episodio que habían vivido podría equipararse a una guerra, que su cliente no sabía que los cuerpos que llegaban al laboratorio eran de personas enfermas, que él jamás autorizó esas matanzas, que le debían a su cliente el haber salvado a la ciudad, “si es que no al país” del caos, su cliente cometió un error, se cegó en su propósito… Sentados entre los asistentes, Aníbal ardía en rabia mientras Miguel se sujetaba la cabeza con las manos. En el banquillo de los acusados, ante la posibilidad de una condena de por vida, Andrés se levantó recobrando la antigua postura erguida de años atrás y pidió la palabra, el juez accedió.

“No sé si merezco la cadena perpetua, dijo, cometí un error y fue la inconsciencia, creí que todo era válido por salvar a mi ciudad, las cosas se descontrolaron, ahora ya no sé nada, no sé quién soy o en qué me he convertido, créanme que si pudiera regresar el tiempo lo haría pero no puedo, algún día nuestros hijos nos juzgarán por nuestros actos presentes, pero piensen en esto: sin vida no hay futuro y yo les di la oportunidad de seguir viviendo”


20 de mayo del 2,030. En las redes sociales se convoca a dos marchas, en el sur para pedir que se lleve el caso de Andrés Suarez a instancias superiores y sea liberado, en el norte para que se le condene a cadena perpetua. La convocatoria estaba hecha.

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