jueves, 28 de agosto de 2014

Engaño

Elena Villafuerte


La habitación está en penumbra; las cortinas, cerradas para impedir miradas indiscretas, apenas dejan pasar un rayo de luz. Un par de lámparas de leds iluminan un sillón, una botella de vino y dos copas sobre la mesa. El aire, pesado con la mezcla de aromas de desodorante ambiental, fluidos corporales y perfume, en fin: apesta a sexo.

-Eso estuvo increíble. -Acaricias mi mejilla con la punta de los dedos, en un gesto que destila ternura.

Mis ojos recorren las líneas de tus piernas, que se adivinan entre las sábanas revueltas; suben hasta tu cadera, que apunta alto hacia el techo, haciendo que en tu cintura se forme una cascada de tela blanca. Observo la piel de tu pecho y brazos, cubierta de vello, la quijada dura, sonrisa satisfecha; acabo en la luz de tu mirada cuando me observas.

Hace unos meses que no veo en tu dedo el anillo que te proclama al mundo como un hombre casado. Me pregunto por qué. Pero en realidad no quiero que me respondas, porque en tu entrega y caricias, en esos besos lentos, encuentro mi respuesta. Después de tantos años, ¡quién lo dijera! Te has enamorado de mí.

Crees que lo he olvidado, ¿no es así? Estás convencido de que retomamos esta relación en el punto exacto en que la dejaste, cuando sacrificaste mi amor por tu carrera, por tu egoísmo, por un matrimonio conveniente. Piensas que no te guardo rencor por esas noches de soledad, cuando anegada en llanto, muriendo de celos, te sabía en otros brazos.

¡Si supieras!

Cuántas cartas escribí en esa soledad, llenas de palabras tristes, apasionadas; algunas cargadas de enojo, de dolor y de reclamos. Cartas formuladas en tiempos de silencio, cuando no podía, o no quería, saber de ti. Escribir fue la única forma de exorcizarte, de sacar lo que llevaba dentro, de no volverme loca pensando; porque una vez escrito estaba en el papel, o en la computadora, y no en mi cabeza.

Cuántas madrugadas insomnes, llenas de desengaño. Cuántos gritos perdidos en las almohadas, cuántas canciones cantadas entre lágrimas durante largos trayectos en carretera, en el tráfico. Cuántas veces pensaba en ti, en aeropuertos, juntas y salas de espera. No te importó mi extraordinariamente dolorosa agonía ni la muerte de mis esperanzas. Para mí no tuviste más que una frase, que aún me quema los oídos.

“Yo jamás te prometí nada.”

-Te amo -me susurras al oído, mientras me abrazas- ¡Me hacías tanta falta!

-¿Sííí? -pregunto juguetona- ¿Cómo cuánta?

-¡Toda! -tu mirada se hace oscura, profunda. Te incorporas y te acercas aún más, acaricias mi cabello, mis labios- eres como un virus incurable. Te sueño, te deseo, te llevo impresa en las retinas.

-Uuuuuyyyy…

-Tengo todo lo que siempre quise, todo lo que soñé… y no soy feliz. Nada me llena, nada quita esa sensación de vacío y de soledad que tengo. Y es que me faltas, amor… me faltas al despertar, te extraño en mi cama, en la mesa del desayuno, al otro lado del teléfono para preguntarme si voy a ir a comer. Extraño esas pláticas contigo, tu risa, tus sarcasmos, tu inteligencia, tu forma de ver las cosas. Y me hierve la sangre, pensar que estés con alguien más, que alguien más tenga tus besos, tus noches, tus despertares, tu sonrisa y tus lágrimas…

Hace diez años hubiera dado el alma por escucharte decir esas palabras. Hoy abro la boca para decirte que yo… jamás te prometí nada. Que he aprendido a vivir sin ti, a no amarte, a no desearte y no extrañarte. Decirte que se secó el manantial de mi llanto, que reconstruí mi vida y que yo sí soy feliz. Pero te beso, y rodamos entre las sábanas.

Después de todo, siempre puedo decírtelo la próxima semana.

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