martes, 26 de agosto de 2014

Gina y el mar

Juana Ortiz Mondragón


Sentada sobre una roca, Gina observaba cómo el sol se escondía tras las nubes y coloreaba de rosa pálido el paisaje. Las olas mojaban sus pies mientras jugueteaba con la arena.

- No sé qué me pasa, no sé qué tiene ese magnífico lugar… me hechiza de tal forma que puedo permanecer horas contemplándolo -decía Gina.

Gina, una mujer pequeña de estatura, de contextura delgada,  pero grande de corazón. Medía un metro y cuarenta y cinco centímetros.  De  cabello rojo y ensortijado que le caía a la espalda, unos ojos color miel  y una sonrisa mágica.

Un alma libre, de esas que poco se encuentran en estas épocas. No andaba atada a nada: ni a cosas materiales ni a personas. Quizás demasiado solitaria, siendo atractiva e inteligente, pocos amores habían pasado por su vida. No creía en cuentos de hadas, ni en príncipes azules, pero en ocasiones esperaba un hombre que la acompañara en la aventura de su existencia. Había perdido los prototipos de belleza de aquella persona que deseó en su adolescencia: ojos verdes, rubio, delgado… solo deseaba una compañía.

Hacía algún tiempo  decidió que el mejor lugar para estar era una playa tranquila, cercana  a la ciudad. Tenía  veinticinco años, bióloga marina de profesión,  en sus tiempos libres solía hacer ejercicio, leer y escribir un poco. Con esfuerzo había construido una cabaña auto- sostenible, con paneles solares y  sistema de riego. Cultivaba  una huerta, de la que obtenía muchos de sus alimentos: fresas, tomates frescos, albahaca, plantas aromáticas. Siempre se sentía  un olor  dulzón en las mañanas.

Gina trabajaba en un parque acuático. Aunque no le gustaba ver en cautiverio los seres que tanto amaba, trataba de hacer de la vida de éstos algo placentero y se esforzaba día a día por su conservación. Veía decenas de delfines en esas enormes peceras, tan pequeñas para ellos. Todos los días sometidos a fuertes entrenamientos, actividades antinaturales como saltar y bailar al ritmo de una música ensordecedora. Gina los alimentaba y les brindaba atención médica. Cuando terminaba su turno salía a trotar un rato por la playa o a nadar un poco. En las noches, mientras se tomaba un té, observaba lo apacible del mar, se deleitaba con las estrellas y escuchaba reggae.

Una mañana de agosto llegó  a la playa, un apuesto caballero, rubio y  de cabello ensortijado. Ojos azules claros  y  muchas  expectativas. Decía que iba  a cambiar el mundo, que en su maleta traía todas las soluciones a las tristezas y a las soledades, que podía curar toda clase de enfermedades. Tocó a la puerta de Gina un domingo, ofreciéndole un producto, una bebida de color rojo, que quitaba el cansancio y aumentaba  la capacidad intelectual.

-¡Buenos días! ¿Sería tan amable de escucharme?  -preguntó desde el portón.

-¡Claro que sí! ¿Qué desea?

-Vengo desde tierras lejanas, ofreciendo medicinas naturales a base de frutas,  yo mismo las hago. Curan desde un dolor de pie hasta un desengaño  -dijo él.

-Me encantaría escucharlo, pero quisiera saber su nombre.

-Me llamo Camilo y usted ¿Cómo se llama?

-Soy Gina, encantada.

Y Gina sucumbió al embrujo de los ojos claros de Camilo. Se sentaron juntos a disfrutar de una taza de té, mientras él le hablaba de sus recorridos por el mundo. Sin darse cuenta pasaron horas y horas y los sorprendió la caída del sol.

-Debo marcharme,  pero pronto estaré contigo. Tengo asuntos pendientes con mi antiguo trabajo que no me dejarán tranquilo si no los resuelvo. En la última ciudad que visité, intenté tener un negocio para vender los remedios naturales y no funcionó.

-¿Me prometes que volverás? ¡Estaré esperándote!  -le respondió Gina.

-¡Claro que sí! No sé cuánto tarde, pero volveré.

Y así se alejó Camilo, besándola en la frente.

Empezó el lunes con una sonrisa y un extraño nuevo sentimiento. Gina no sabía cómo definirlo y tampoco lo deseaba, estaba feliz. Tomó algo de desayuno, acompañado de aquel brebaje rojizo con sabor a estrellas y se sintió más fuerte.

El trabajo transcurrió tranquilo, hasta el mediodía, momento en que el sol llegaba a su cúspide. Justo en ese instante, Gina y sus compañeros observaron cómo aquella hermosa ballena Orca se convertía en mamá. Habían pensado que no tendría crías y que esa especie desaparecería pronto del parque. Se empezaron a sentir extrañas energías, agradables, mágicas. El cielo todo el día estaba rosa y el olor a cerezas, moras y fresas inundaba el paisaje.

Gina esperaba y a veces desesperaba. Aquel caballero que había cambiado su esquema no regresaba y aunque ella estaba bien, deseaba volverlo a ver. Y así, como de la nada, apareció Camilo, deslumbrante como el sol de aquella tarde. Quizás para quedarse en compañía de Gina.

Ella lo observó perpleja desde la ventana; el cabello de Camilo ondeaba con la brisa. De nuevo domingo, habían pasado muchos domingos desde aquella vez, pero ella sabía esperar. 

Juntos empezaron un nuevo camino, un par de almas libres que se protegían la una a la otra.

-Te había esperado toda mi vida -le decía Gina, mientras contemplaba  a Camilo.

-Y yo a ti, te encontré sin buscarte. Llegue a esta playa atraído por una fuerza indescifrable y te vi…

- Tus pociones, tus encantos me han hecho pensar y creer en el amor.

Así transcurría la vida para Gina y Camilo, llena de abrazos, besos y una supuesta felicidad para ambos. Felicidad que se fue convirtiendo en rutina para Camilo. Camilo, un pintor nómada, en sus treinta años de vida, nunca se había asentado, provenía de una familia de gitanos, y aunque poseía hermosos sentimientos, sentía que junto a Gina se estaba quedando sin aire. No pintaba  y el negocio de los remedios naturales fracasó desde su llegada a la playa. Una mañana, Gina se encontró con la sorpresa de que Camilo ya no estaba, en una extensa carta de despedida, le decía que esta vez no regresaría.

“Querida Gina: maravillosos momentos pasé  a tu lado, pero me siento frustrado. No tengo trabajo y no puedo vivir solo de amarte…”

Estas fueron algunas de las palabras que Gina alcanzó a leer,  antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Gina sintió cómo se le desgarraba el corazón;  un dolor grande la estremecía. Caminó hacia la playa y nadó hasta lo profundo; allí se sumergió en compañía de un delfín rosado que habían liberado del parque acuático hacía algunos días para no volver jamás. 

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