miércoles, 20 de noviembre de 2013

Jilguerito

Marco Absalón Haro Sánchez


Hace muchos años en Europa del Este hubo un pobre herrero, el mismo que debía procurarse la manutención diaria de su mujer e hijos. Durante toda su vida logró ahorrar doscientas monedas de plata, las mismas que estaban en peligro de ser consumidas si no conseguía dinero en su taller. Cavilaba y cavilaba en qué podría invertir dicho capital hasta que al fin le pareció encontrar una fórmula que según sus cálculos le haría ganar el doble o el triple de lo que poseía. Y comentó con su mujer.

-Oye –empezó un hombre de mediana edad pero de complexión fuerte y recia-, sabes que pienso jugármela por todas.

-¿Qué cosa? –Inquirió alarmada una mujer de unos treinta y tantos, no muy alta de estatura y lánguida de cuerpo. Su cabellera a punto de desgreñarse debido a los constantes sufrimientos que le causaba la falta de recursos económicos.

-El capital de doscientas monedas de plata que hemos ahorrado –esbozó el herrero-: darle una buena utilidad.

-Ah, ¿y cómo piensas hacer? –volvió la mujer con los ojos saltones como de rana.

-Con estas doscientas monedas de plata compraré un licor que hace quedar dormidos al que lo bebe –continuó su marido con tono seguro-. A la media noche me acercaré al castillo del rey, y daré a beber a cada uno de los centinelas que guardan la entrada del edificio. Éstos tomarán, y en cuestión de minutos se quedarán dormidos, entretanto tendré el paso franco hacia el interior del mismo. Me apoderaré de dos corceles favoritos de su majestad y los esconderé en el bosque. A la mañana siguiente será la novedad de que han desaparecido dichas prendas del interior del castillo. Entonces su majestad hará pregonar por todo el reino buscando un adivino. Y me presentaré como tal. Fingiré consultar las cábalas y le mostraré el sitio donde se encuentran los corceles. Lo cual no quedará sin su debida recompensa de su parte.

-Hum –replicó su mujer-. Hasta ahí bien. Pero en caso que te haga más adivinanzas su majestad el rey: hasta las heces has de adivinar.

Esta aprobación a regañadientes por parte de su mujer quedó bailoteando en la cabeza del hombre por mucho tiempo. Enseguida tomó su capital en monedas de plata y se acercó a la tienda donde vendían los efectos que quería comprar. Cuando ya era medianoche se acercó a palacio y comprobó que dos centinelas guardaban los grandes portones. En cuanto estuvo cerca de los tales hizo una venia al tiempo que sacaba la botella de vino. Éstos no se inmutaron siquiera porque les pareció un ciudadano común y corriente que quería obsequiarles algo de beber.

-Buenas noches –dejó caer el herrero-, mi poderosa guardia real. ¿Pueden aceptarme una copa de vino? En este frío que hace les sentará muy bien.

-Buenas noches –repusieron a una los guardias-. Sí, claro. Tráela.

El visitante entregó dicho convite, y éstos se las bebieron sin mayor dilación de su parte. Pasados unos instantes, cuando el primero simuló seguir su camino, se nublaron los ojos de los guardas y empezaron a roncar pesadamente. Hecho que aprovechó el visionario para apoderarse de los corceles y ocultarlos. Por la mañana pasó el pregonero anunciando que su majestad el rey buscaba un adivino para que desvelara el paradero del par de cuadrúpedos desaparecidos la víspera por la noche; ya que los centinelas no se enteraron de nada, ni aún cuando despertaron atontados: ningún hecho de la víspera recordaban. Se presentó el buen hombre muy seguro de sí mismo, pero la frase «En caso que te haga más adivinanzas su majestad el rey: hasta las heces has de adivinar», le resonaba en los oídos como un invisible timbal. 

-A ver –soltó un personaje entrado en años, vestido de púrpura, cetro en la mano y corona refulgente en su cabeza-, ¿es cierto que vos podéis decirme dónde puedo encontrar mis corceles favoritos?

-Sí, señor –ofreció el aludido haciendo una reverencia.

-Ya, pues –siguió su majestad-, decidme dónde están.

-Enseguida le digo, señor –repuso el herrero-, pero…

-¿Pero qué? –interrogó el soberano mirando con gesto torvo al adivino.

-Pero no le podré decir quién o quiénes fueron los sustractores de sus prendas, su majestad –repuso solemnemente el mismo.

-¿Por qué? –se interesó el soberano un tanto impaciente.

-Porque ésa es la condición –arguyó el herrero-. No me pregunte el porqué de nuevo, mi señor: el caso es que mis cábalas sólo permiten adivinar el milagro pero no el santo.

-Está bien, está bien –gruñó el soberano mirando seriamente-. A mí lo que me interesa es que aparezcan mis corceles desaparecidos. Daos prisa en revelarme su paradero, adivino, si queréis ganar una buena recompensa por ello; la misma que no será menor a doscientos escudos de oro.

-Sí, mi señor –dejó caer el aludido mientras en sus pupilas empezó a brillar algo imperceptible para los demás-, enseguida, su orden será cumplida.

Al tiempo que cerró los ojos e hizo como que consultaba las cábalas, y movía sus labios un lado y otro al compás de sus manos.

Un silencio expectante siguió al recurso del adivino, mientras su majestad y el personal que estaba junto a sí esperaban ansiosos.

-Puedo ver… puedo ver –continuó el mismo sin abrir los ojos y sin dejar de hacer los ademanes prescritos-, dos preciosos corceles atados a los gigantes verdes del centro del bosque que rodea el reino, por el lado donde sale el sol. –Volvió lentamente a la realidad.

-Bien –carraspeó el soberano-, muy bien. A ver –ordenó a sus siervos-, partid este instante, buscad a mis corceles y traedlos: así sabré si éste nos ha hablado con la verdad.

Enseguida marcharon a cumplir con el mandato. Mientras el soberano comentaba lo siguiente con el herrero.

-En caso de ser verdad lo de los corceles me gustaría que trabajaras para mí. Tengo en mente algunos proyectos a cumplirlos con el que me demuestre ser un verdadero adivino. 

Cuando oyó estas palabras el intruso saltó de la emoción mentalmente, pero se guardó mucho de mostrarse alegre ante su majestad mientras no tuviera razón palpable para ello, y no pudiera ser mal interpretado.

-Está bien, mi señor –dejó caer el mismo-. Haré cuanto su majestad lo ordene. Pero en caso contrario ¿qué me pasará?

-En caso contrario te espera –dispuso el soberano ahuecando la voz-: la cárcel o la muerte.

Al término de sus palabras éste volvió a rememorar lo dicho por su mujer «En caso que te haga más adivinanzas su majestad el rey: hasta las heces has de adivinar».

En esto ya entraban los hermosos corceles en el patio real guiados por los vasallos del soberano.

-Son éstos –apostilló el adivino para hacer gala de ser un verdadero adivinador.

-Claro que son éstos –se alegró el soberano-. A ver. Que venga el tesorero, y abone la cantidad de doscientos escudos de oro a este buen hombre por este notable servicio al reino.

Enseguida se hizo presente el tesorero real, pero su majestad luego de una corta cavilación dejó caer lo siguiente:

-Bien. En vista de que sois un excelente adivinador quiero que me satisfagáis otras adivinanzas, las cuales nadie ha podido desvelarme hasta la fecha. ¿Te animáis? 

El aludido sintió que el mundo se le cayó encima. Intentó al máximo evitar la lividez que le subía por el cuello y se acercaba al rostro con velocidad increíble. Volvía a rememorar lo predicho por su mujer: «En caso que te haga más adivinanzas su majestad el rey…»

-Sí, señor –asintió con voz cavernosa, pareció envejecer diez años en un minuto-. ¿Cuándo quiere…, su majestad, que empiece con las mismas?

-Eso lo decidís vos –repuso el soberano-. Lo que habéis ganado hoy queda como garantía por la siguiente adivinanza. Y así sucesivamente. ¿De acuerdo?

-Sí, señor –repuso un descompuesto herrero-. Mañana a esta misma hora ¿le viene bien, su majestad?

-Perfecto –aprobó el soberano-, mañana a esta hora te esperaré en este sitio.

Dicho esto desapareció el adivino de su presencia. Cuando llegó a casa se le notaba muy abatido. Contó a su mujer lo acontecido cuando estuvo en palacio, así como le tocaba al día siguiente seguir desvelando un nuevo arcano a su majestad el rey. No comió ni durmió pensando en que tendría que morir en caso de no acertar el mismo. O si tal vez lo adivinaba ganaría otras doscientas monedas de oro, pero las probabilidades eran de tres contra cien. Sólo un milagro le permitiría satisfacer el mismo.

Cuando éste puso pie en palacio, el soberano le esperaba en el jardín.

-Adivina, adivinador –le dijo al verle acercarse-. ¿Qué cosa llevo dentro de esta capa?

-Ahora sí –exclamó un asustado adivino-, cayó en manos de mi real majestad, Jilguerito. –Con este mote le conocían en el pueblo al herrero.

-Muy bien –aplaudió el soberano-, muy bien. –Al tiempo que sacaba del interior de su capa un jilguero dentro de su jaula-. Tesorero –llamó al aludido-, anote doscientos escudos más a favor del adivino. Y mañana a esta misma hora continuaremos con la siguiente adivinanza. ¿Estamos, buen hombre?

-Sí, señor –asintió el aludido medio alegre medio triste porque por un lado ganaba más oro; pero por otro perdía la posibilidad de seguir viviendo, o por lo menos de evitar ir a la cárcel.

-Cuando termines de desvelarme hasta el último arcano –prosiguió su majestad el rey-, te abonaré la totalidad de escudos que vas acumulando al desvelarme cada uno. ¿De acuerdo?

-Sí, señor –asintió de nuevo el herrero mientras su majestad el rey le daba las espaldas y se encaminaba al interior de palacio.

Regresó a casa el buen hombre con el sabor agridulce del triunfo y la derrota. Pues si fallaba se quedaba sin el oro ganado, y le esperaba la cárcel inmunda o la pena capital por haber querido engañar a su majestad. Sin embargo empezó a creer que alguien divino estaba al frente de sus artes adivinatorias para favorecerle, ya que él sabía que no poseía ese don.

Por la mañana se acercó a palacio con el mismo sabor en sus labios prietos debido a la preocupación que le embargaba.

-A ver –esgrimió el soberano al tenerlo cerca-. Decidme qué cosa yace dos metros bajo tierra en medio de este jardín.

Nuevo sufrimiento mortal para el adivino.

-Ahora sí que torció la puerca el rabo ante mi real majestad –soltó el herrero presa de un ataque de nervios.

-Perfecto –asintió el soberano-. Efectivamente. Aquí hice quitar la vida a una puerca y enterrarla, la víspera por la tarde. A ver, tesorero –llamó al aludido-. Apunte doscientos escudos a la cuenta del adivinador. Y vos –ordenó al adivino-. Mañana a la misma hora para la siguiente adivinanza.

-Este… -balbuceó el mismo-. Sí, señor. Eh… Sólo una cosa.

-A ver –se interesó el soberano-, decidme.

-Quisiera saber qué voy a adivinar mañana.

Esto preguntó Jilguerito porque dudaba de seguir teniendo éxito en las adivinanzas como hasta ese día. Y creyó conveniente vivir en palacio las últimas horas de vida, comiendo y durmiendo de la mejor manera posible.

-Bien –repuso el soberano al término de una pausa-. Mañana me adivinarás dónde se encuentra mi cofre repleto de diamantes, rubíes y prendas de oro, el mismo que desapareció de mi recámara. Éste fue un regalo que me hizo la reina Q E P D, cuando cumplí medio siglo de feliz existencia. Así que debo recuperarlo a como dé lugar. Y así mismo debo condenar a muerte a los sustractores.

-Sí, señor –asintió Jilguerito sintiendo que se le hacían agua los huesos-. Pero…

-De nuevo –gruñó el soberano-. Ya sé que me dirás que tus cábalas no te permiten saber quién o quiénes fueron los del robo ¿verdad, adivino?

-Este…, sí, mi señor –repuso un aliviado Jilguerito-. Hay otra cosa más, mi señor.

-A ver –volvió a impacientarse su majestad el rey-. Estáis abusando de mi confianza, adivino. Tenedlo por seguro que no cederé a otra de tus peticiones, a menos…

-Mire, mi señor –interrumpió Jilguerito-. Yo sé que su majestad, tiene mucha razón en todo, pero necesito vivir en su palacio tres días con sus noches para poder satisfacer el nuevo arcano.

Al oír esto su majestad el rey contrajo por unos instantes el ceño, pero de inmediato lo ablandó.

-De acuerdo –sopesó el soberano-. Viviréis en palacio los siguientes tres días con sus noches. Y cuando sea medianoche del tercero me daréis la respuesta. Pero sabe que en caso de no adivinar moriréis irremisiblemente. Ya que al ser un arcano de gran envergadura no existe cárcel a quien no lo desvele. ¿Está claro?

-Sí, mi señor –asintió Jilguerito tragando medio litro de saliva.

Poco faltó para que éste arrastrase sus pies cuando caminó a casa. No más llegar se despidió de su mujer e hijos porque se sentía impotente ante aquel arcano tan difícil de desvelar; pero le consoló la idea de que gozaría las últimas horas de vida comiendo y durmiendo de lo mejor. Y enseguida se mudó a palacio, y empezó a vivir como un verdadero cortesano gustando de los exquisitos manjares de la casa real. Pero no dejó de pensar en la advertencia hecha por su mujer en lo referente a las adivinanzas.

Al final del primer día le llevó la cena a su recámara un soberbio vasallo, joven y bien parecido. Cuando éste se iba a retirar con los trastos, dejó caer Jilguerito mientras daba de palmadas:

-¡Ay, santo Zambruno! ¡Ya pasa uno!

Esta exclamación enturbió el semblante del siervo de su majestad el rey al extremo de casi hacerle soltar la bandeja que llevaba en sus manos. Y cuando éste se acercó a la cocina junto a sus consiervos les dijo:

-No cabe duda que éste en realidad es un poderoso adivino.

-¿Por? –le preguntaron inquietos los que allí estaban.

Pero dos de los cuales se acercaron a éste y le llevaron a hablar en privado.

-A ver –observó uno-. ¿Por qué coño dices que éste es un verdadero adivino?

-Porque cuando salía de recoger la vajilla después de haberle llevado la cena, profirió dando de palmadas: « ¡Ay, santo Zambruno! ¡Ya pasa uno!»

-¿Y? –soltó el mismo-. ¿Qué tiene que este maldito loco diga aquello?

-¿No caen en cuenta que éste sabe que yo fui uno de los ladrones del cofre de diamantes rubíes y prendas de oro de su majestad? –protestó el primero-. Si no lo supiera no hubiera dicho nada. Así es que no intenten tranquilizarme.

-Joder –vociferó el otro-. ¿Cómo crees que puede saber que fuiste tú precisamente uno de los ladrones del cofre aquel?

Hubo un corto silencio que lo aprovecharon para cavilar, y luego siguió el mismo.

-Esta noche le llevaré yo la cena. A ver qué me dice. ¿Les parece?

-Sí –convinieron, y volvieron a continuar con sus quehaceres rutinarios.

Al final del segundo día el vasallo que quedó encargado de llevarle la cena al adivinador recogía los trastos de la misma, y se iba a retirar cuando escuchó de los labios del huésped, acompañando lo expresado con palmadas:

-¡Ay, santo San Juan de Dios! ¡Ya pasan dos!

El que recogía los trastos anduvo de prisa cuando oyó aquello, e intentó no dar a notar su nerviosismo, mientras se acercó a sus compañeros que le aguardaban expectantes al otro lado de la puerta.

-Es verdad que éste sabe que fuimos nosotros los del cofre de diamantes, rubíes y más prendas de oro –aseguró a sus compañeros.

-¿Y ahora qué dijo? –indagó el tercero.

-« ¡Ay, santo San Juan de Dios! ¡Ya pasan dos!», acaba de proferir en mis propias narices y dando de palmadas –dejó caer el aludido-. No cabe duda que sabe que fuimos nosotros los del cofre.

-No jodan –observó con rabia el tercero-. Éste no sabe pepino, y no puede saber nada de nuestros movimientos. Ya verán como yo le llevo la cena esta noche, y a mí no me dice ni media palabra este bribón.

Al final del tercer día cargó el tercer vasallo con los trastos después de llevarle la cena a Jilguerito. Y cuando el siervo iba a salir exclamó el huésped, acompañando con palmadas:

-¡Ay, santito San Andrés! ¡Ya pasan tres!

Al oír esta aseveración el vasallo apresuró su paso para juntarse con sus consiervos. Sin imaginar que el visitante profería de ese modo al término de cada día por la rima que encerraba el número con los santos que nombró. Y cuando llegó junto a éstos les dijo:

-Ahora ya no cabe ninguna duda que éste sabe que fuimos los tres los del cofre. Vayamos e imploremos ante él por nuestras vidas. No hay otro camino si queremos conservar el pellejo.

-Sí. Sí –asintieron a una los otros dos.

Y se acercaron a la habitación de Jilguerito, procurando no ser vistos por nadie. Al llegar, quedamente tocaron y dejaron caer a una cuando éste les abrió:

-Permítanos pasar un momento, señor adivino.

-Sí. Adelante –repuso Jilguerito-, pasen, pasen, esta es su casa.

Pasaron los tres vasallos y la puerta se cerró a sus espaldas.

-A ver –ofreció el huésped-. Ustedes dirán.

-Señor, por el amor de Dios –suplicó uno de los visitantes a nombre de los tres-, no diga nada a su majestad el rey que fuimos los tres quienes hicimos desaparecer el cofre de piedras preciosas de su recámara.

-Yo siempre supe que fueron ustedes –atajó Jilguerito con voz segura-, pero estaba dándoles tiempo para oírlo de sus propias bocas.

-Por favor, señor adivino –volvió a implorar el vasallo del rey-. Todos tenemos esposa e hijos y no queremos morir. Por favor.

-Está bien, está bien –asintió el adivino-. Este silencio les costará no menos de trescientos escudos de oro, cien por cada uno. ¿Les parece justo?

-No hay problema, señor adivino –convinieron los tres al unísono-. Ahora mismo le traemos.

-Háganlo pronto –recomendó Jilguerito-, y eviten ser vistos por sus consiervos. Y no olviden traer intacto el cofre de diamantes, rubíes y prendas de oro; esto es con todas sus joyas, para entregar en manos de su majestad el rey. ¿De acuerdo?

Los tres hicieron una venia de asentimiento y desaparecieron de la habitación del huésped.

En contados instantes volvieron los mismos y entregaron a Jilguerito la cantidad convenida de oro, aparte del cofre de piedras preciosas propiedad del soberano.

-¿Satisfecho, señor adivino? –propuso uno de los tres vasallos.

-Sí, señores –asintió Jilguerito-. Espero que sigan teniendo suerte como siervos de su majestad el rey.

-Gracias, señor adivino –dejaron caer los tres a una-, gracias por salvarnos la vida. Algún día será recompensado grandemente por lo que acaba de hacer.

Dicho esto desaparecieron detrás de las enormes puertas de palacio.

Cuando dio la medianoche en punto se escuchó que se acercaba un murmullo de soldados por los pasillos de palacio. Jilguerito no tembló porque había cumplido con su encargo de desvelar el presente arcano. El citado murmullo se detuvo frente al aposento, en tanto que un soldado golpeó la puerta del mismo.

-¿Puedo pasar? –inquirió el jefe de los soldados cuando éste abrió la hoja de madera.

-Sí, claro que puedes –soltó un sereno Jilguerito.

-Venimos a detenerte y a llevarte al patíbulo en caso de que no hubieras cumplido tu palabra –gruñó el soldado.

-Digan a su majestad el rey –esgrimió Jilguerito con tono seguro-, que pase a recoger en persona su cofre de piedras preciosas, que ya lo tengo en mi poder.

-Está bien, adivino –profirió el soldado jefe. Y ordenó a uno de sus hombres-. Id y dad las nuevas a su majestad el rey, pronto.

-Sí, señor –asintió el aludido y marchó tras la orden.

Al poco rato ya se acercaba por el pasillo el rey acompañado de dos o tres súbditos. Todos hicieron una respetuosa venia cuando éste se encaminó a la habitación del huésped.

-¿Es cierto que habéis encontrado mi cofre repleto de diamantes, rubíes y prendas de oro? –inquirió el soberano pleno de entusiasmo.

-Aquí lo tiene, mi señor –le entregó en su mano el adivino-. ¿Es esto lo que desapareció de su recámara, señor?

-Sí, sí, buen hombre –se emocionó el soberano mientras tomaba el cofre. Y de seguido lo abrió para cerciorarse de su contenido-. Este cofre repleto de piedras preciosas me lo regaló mi mujer la reina Q E P D, el día que cumplí medio siglo de vida. Y debo conservarlo hasta siempre. –Añadió con alegría.

Pasados unos minutos en que su majestad se entregó a la adoración de las piedras preciosas que brillaban dentro del cofre, le dijo a Jilguerito:

-Bueno. Habéis ganado otros doscientos escudos, adivino.

El aludido casi saltó de la alegría pero se contuvo para evitar sospechas.

-Bien –prosiguió el soberano-. Tesorero, apuntad estos nuevos escudos que se acaba de ganar éste.

El tesorero obedeció al instante.

-Aún te queda por satisfacerme el último arcano, buen hombre –observó su majestad con voz imperiosa-. Mañana te invito a cenar junto a los príncipes y sus delegaciones de los reinos de nuestro alrededor. Esta es la cena anual que damos por turno cada reino perteneciente a los países bajos de Europa del Este. Justo este año me tocó a mí, y como coincide con la prestación honorable de tus servicios al reino quiero presentarte a los tales.

Nuevo sufrimiento para Jilguerito, pero se contuvo al máximo para no dar a notar su preocupación y asintió:

-Sí, señor. Así se hará, como usted lo ordene.

Recibió el soberano con beneplácito este asentimiento por parte de éste y se marchó junto a sus súbditos. Detrás desapareció la tropa, y quedó todo en silencio. En tanto que el corazón del adivino daba tumbos.
Amanecido el día, Jilguerito se acercó a su humilde vivienda y contó a su mujer e hijos las aventuras que acababa de pasar con los tres siervos. Y entregó en sus manos los trescientos escudos de oro. Así como le dio disposiciones en caso de que no los volviera a ver. Ya que aún le quedaba un arcano que desvelar, y no estaba seguro de poder satisfacerlo. Más bien creyó que sería su fin.

-Si me toca ir al patíbulo –empezó triste el padre de familia ante su esposa e hijos-, invierte este dinero en lo que haga falta para subsistir…

-Noooo… -sollozó su mujer mientras le rodeaba el cuello con sus brazos casi descarnados-. No te vayas a morir, mi Jilguero, por favor. Noooo… Mejor huyamos con este oro. Prefiero tenerte con nosotros. Aunque pobres pero con vida.

-Ten paciencia –soltó el aludido-. Por alguna razón hasta ayer todo me salió bien. Tenemos a nuestro favor muchos escudos de oro, los mismos que están en garantía hasta satisfacer el último de los arcanos de su majestad el rey. No seamos cobardes. Si alguien divino nos está ayudando no temamos, y sigamos hasta el final que es hoy durante la cena.

-Está bien, Jilguero –se resignó la mujer-. Pero no olvides que te queremos mucho tus hijos y yo.

-Sí, papá –apostillaron a una los niños-. Te queremos mucho y no se te ocurra no volver con nosotros. ¿Lo prometes?

El padre enternecido los abrazó y les hizo mimos, asintiendo con alegre tristeza sus palabras. Y pasaron uno de los mejores días juntos y en armonía. Aunque no pudieron valerse del dinero ganado en negro para no levantar sospechas.

Se acercó Jilguerito a palacio, y miró un gran movimiento de carruajes que entraban o salían de la cuadra, y un sinnúmero de personajes que iban o venían dentro y fuera de las instalaciones.

Llegada la hora de la cena su majestad el rey colocó a Jilguerito a su diestra no sin antes haber dado órdenes de que lo vistieran majestuosamente y colocaran un anillo en su mano.

-Os presento ante vosotros ilustres príncipes de los reinos vecinos, al mejor adivino de todos los tiempos –dejó caer pomposamente el soberano anfitrión.

El aludido sonreía como un payaso que era devorado por la tristeza pero que debía sonreír para alegrar a la multitud.

-Gracias a éste –prosiguió su majestad-: he recuperado mi cofre de diamantes, rubíes y prendas de oro que me regaló la reina cuando cumplí medio siglo de vida. Todas las joyas están intactas en su lugar. Así es que premiaré delante de vosotros oh, príncipes, a este buen hombre por su notable lealtad.

Todos aplaudieron el gesto y palabras del soberano anfitrión.

-Pero –cortó el mismo-, hoy el adivino va a satisfacer el último de los arcanos delante de vosotros.

Nuevos aplausos que contrastaban con el ánimo del aludido. Éste creyó que por fin llegó su hora de ser ejecutado. Mientras un siervo trajo una fuente tapada y la colocó delante del mismo.

-Adivina, adivinador –dejó caer solemnemente su majestad el rey-. ¿Qué cosa está tapada dentro de esta fuente?

Jilguerito volvió a sufrir lo indecible pero no dio a notar a la amable concurrencia que estaba expectante ante él.

-Bien dijo mi mujer –soltó el adivino-, en caso que te haga más adivinanzas su majestad el rey: hasta las heces has de adivinar.

Un silencio sepulcral siguió a estas palabras, en tanto que el soberano anfitrión recorría su mirada tremebunda entre el adivino y la concurrencia. La expectación creció al cien por cien. No se oía ni el zumbido de una mosca. Hasta que:

-Muy bien, muy bien –exclamó el mentado monarca, al tiempo que dibujaba una alegre sonrisa-. Destapad la fuente, siervo –ordenó a uno de los suyos.

Los presentes llevaron su mano a la nariz y hacían gestos de repugnancia.

-Basta –cortó el mismo-. Cubrid la fuente y desaparecedla de nuestra vista. Y a todos mis invitados pido disculpas por las molestias que pude ocasionaros con mi impertinencia. Pero era menester probar a este adivino hasta el final.

Nuevos aplausos.

-Tesorero –ordenó-. Abone la cantidad en escudos de oro a este noble ciudadano. ¿Cuánto se le debe hasta hoy?

-Pues, son mil escudos, mi señor –dejó caer el tesorero.

-Pagadle a este adivino, y agregadle doscientos como gratificación por los servicios prestados a este reino –añadió el rey.

Enseguida el tesorero real abonó a Jilguerito la estipulada cantidad en escudos de oro mientras volvieron los aplausos a resonar en el salón. Jilguerito tomó su dinero, hizo una venia y desapareció de la escena.

Cuando llegó a casa su mujer e hijos saltaron de alegría al verlo sano y salvo. Aquella fue una noche feliz en familia. Cuando amaneció pusieron en práctica el plan de alejarse de ese reino e ir a morar en otro donde no pudiera ser requerido para nuevas adivinanzas. Así lo hicieron. Con el dinero ganado compraron tierras y animales, dedicándose por completo a la agricultura y a la ganadería. Vivieron muchos años felices, aunque modestos pero tranquilos.                                      

2 comentarios:

  1. También creo que ha quedado correcto con la esmerada supervisión de nuestro tutor del taller de Escritura Narrativa. Gracias por su dedicación y su constante búsqueda de la perfección.

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