miércoles, 20 de noviembre de 2013

Sueño de una noche

Marcela Royo Lira


Algo sucede. No entiendo qué hago en este lugar ni cómo llegué. Sé que se llama Isluga, lo leí en el letrero que indica el camino hacia el caserío. La tierra resquebrajada y seca me produce dolor en la planta de los pies, incluso creo que tengo una herida en una de ellas, por eso cojeo. Nadie se asoma cuando entro al poblado, a pesar de los ladridos del perro, intento calmarlo y tarareando una melodía me acerco pero retrocede con la cabeza baja y la cola entre las patas.  Sospecho que vivo aquí, huelo algo conocido que baja desde la terraza cultivada en el cerro más cercano, pero no sé qué es. Hace algunas horas, cuando anduve perdida en el desierto, entre quebradas y montañas llenas de jeroglíficos indescifrables, por un segundo había cerrado los ojos y vislumbré un lugar diferente, de casas muy altas y grandes letreros luminosos. Me vi en una calle bulliciosa, acompañada de un hombre joven, él me hablaba y reíamos. El olor era diferente, una mezcla de aromas que ahora no sabría definir; en mi mano sostenía un cucurucho de papel y ambos comíamos unas pequeñas bolitas duras y azucaradas, de buen sabor. Luego, comenzó a llover y corrimos, junto a otras personas, a refugiarnos bajo el portal. Me acuerdo de las voces, todas hablando y riendo, como si el agua que caía les causara un placer especial. Pero cuando una luz iluminó los cielos y el trueno rugió en lo alto tuve miedo y me abracé al muchacho. Olía bien y su barba me hizo cosquillas en la frente. 

Al frío ya no le basta con mi carne, ahora se me incrusta en los huesos. Miro mis manos azules y las entibio con el aliento, me refriego el cuerpo con fuerzas, intentando entrar en calor. Quisiera saltar, correr. 

Poco a poco las sombras dan paso a la mañana y una brisa que recorre las callejuelas empedradas y estrechas, de sólo dos cuadras, arrastra hacia mí el olor del orégano colgado en los patios. Me parece que, producto de la sequía,  hay un animal muerto en alguna parte. Las casas bajas, de adobe, pintadas con cal, resaltan en el desierto que las rodea, algunas están cerradas con candado, como si sus habitantes no pensaran volver.  Cuando paso cerca de un corral las vicuñas se agitan inquietas, quisiera acariciar a la más pequeña que se asoma  entre los palos, pero temo la reacción de la madre. Creo que una vez fui mordida por uno de estos animales ¿o fue un perro callejero en ese raro lugar  que creí reconocer hace un rato? ¿Alguna vez estuve en uno así, bullicioso y lleno de gente que parecía tener prisa?

Una mujer se asoma de una de las casas, me hace señas con la mano en alto. Noto su mirada severa. Voy hacia ella sin apuro, aspirando el aire frío de las primeras horas. Me gusta el sonido del silencio. Llego a su lado, ante la única puerta abierta del caserío. Noto los rasgos aimaras, la piel morena y su trenza negra, muy larga, de cabellos gruesos. En una lengua que no creí entendía me dice que no durmió en toda la noche, preocupada por mi ausencia. No le hablo de mis correrías entre los cerros ni de las apachetas que me indicaron el camino. Junto al cactus candelabro más grande formé otra pila de piedras encaramadas una sobre otras, en agradecimiento al dios Sol. Cuando éramos niños, mi hermano y yo construíamos una entre los dos. Luego, orábamos a nuestros antepasados pidiendo protección para el año que comenzaba. Creo… me parece. No lo sé.

─Haré una llamada ─aviso a la mujer.

─¿Qué dices? No te entiendo. Cambia tu ropa sucia de tierra y lávate la cara. Es día de feria. Tienes que vender esos tejidos de alpaca amontonados hace semanas ─dice severa.

─Un teléfono, mamá. Necesito uno… debo…

─¿Aquí? Nunca lo tuvimos. Estamos quedando solas, la mayoría se ha marchado. ¿Qué te pasa?

─No comprendo qué me sucede. Soy yo, lo sé; sin embargo, me siento otra, como en los sueños ¿sabes?

─No, no lo sé. Si no alcanzas temprano hasta la frontera perderemos otra vez la venta. Hace quince días desapareciste, por más que te llamé no  pude hallarte. ¿Dónde estabas?

─Lo siento, mamá. En verdad estoy rara. Hay momentos en que parece me voy a negro…una especie de mareo, de repente. No sé qué digo ni lo que significa  ─susurro asustada─. Es como si fuese otra la que hablase dentro de mí.

─Estás así desde que te dio por ir a Huara, a eso que llamas biblioteca. No sé qué le encuentras a tantos libros que lees. Se te embotó la cabeza y ya ni me ayudas en los quehaceres. Sabes que desde que tu hermano se marchó al regimiento  en Arica debemos hacerlo todo nosotras.

─Ay, mamita, ni yo entiendo qué me pasa. Pero viera que es bonito imaginarse los lugares de los que hablan, tan distintos a la soledad de este caserío. Allá, aunque es de noche la ciudad está iluminada como por mil soles.

─Eso no es posible, hija. El Dios Sol es uno sólo.

─Usted no quiso aprender a leer español con el sacerdote que solía subir los domingos a la parroquia, podría ojearlos. 

─Somos aimaras, hija. Tenemos tradiciones, nuestros propios dioses, no la religión que vinieron a imponerles a nuestros antepasados. Debes dar gracias a la madre tierra, al dios sol, al viento y a la lluvia del invierno boliviano ¡no lo olvides! 

─Ay, mamá si…

─¡No, hija! Ese cura sólo quería meternos ideas raras en la cabeza.

Sin responder, entro a la casa. Es baja, pequeña y está en penumbras. El olor del orégano y a lana de alpaca impregna la habitación. Otra vez el mareo, todo oscila en rededor, siento que caigo en un pozo oscuro.  

─Anoche tuve un sueño ─le comento a mi hijo, mientras desayunamos. La mañana de sol entra por el ventanal junto al aroma del cedrón, los gorriones gorjean en el espino─.   Vivía lejos ─continúo─, en un pueblo del norte hacia la cordillera, cerca de la frontera con Bolivia… Isluga, creo. No lo sé. Nunca lo oí nombrar, investigaré en internet.

Sin alzar la taza con café lo miro en espera de algún comentario; pero José Guillermo, no responde, echa dos cucharaditas de azúcar en la suya y toma el primer sorbo. El vecino toca la bocina apurando a los niños para la escuela.    Acaricio el rayo de sol en mi antebrazo y continúo: 

─Estoy preocupada, inquieta, ignoro el por qué. Fue extraño, me sentía aimara y hasta hablé esa lengua con una mujer que parecía mi madre. Raro ¿no?        

─Todos los sueños lo son ─dice mi hijo, dando un mordisco a la tostada. Esta vez, sus ojos claros se posan en los míos por breves segundos. Luego, pone atención al noticiario de la televisión que habla de las elecciones de alcaldes que se aproximan. Muestran las calles llenas de propaganda política y cómo las afean y ensucian. Imagino el pueblito del sueño de anoche, sin papeles ni basura en su callejuela, el silencio y la tranquilidad.

─¿Quieres más café? ─le ofrezco con el hervidor en la mano.

─Lo siento, se hace tarde. 

─No olvides el paraguas, José. Dijeron que volvería la lluvia.

─Si eso sucede ¿harás sopaipillas, mamá?

─Iré a comprar harina, manteca y chancaca ─prometo. Mi hijo se pone el abrigo y coge el paraguas. Me da un beso en la frente y sale.

Lo que no le confieso es que esta noche volveré a soñar y es posible que deba quedarme para ayudar a la mujer que creo es mi madre. Vi el montón de tejidos apilados sobre una piedra grande que hacía de mesa. Además, en ese poblado ya no quedaba nadie en las casas vecinas. No puedo dejarla sola.

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