Sonia Manrique Collado
José Carlos salió de su
casa apurado. Empezó a caminar sin mirar a los lados, subió tres cuadras, dobló
a la derecha, caminó un poco más y giró a la izquierda. Al llegar a la puerta de la residencial, le dijo a su
perro que regresara a su casa y éste obedeció. Siguió caminando, pasó por el
restaurante a donde acostumbra ir con su esposa una vez al mes. Mientras daba
pasos rápidos, oyó que alguien se aproximaba y sintió pavor. Luego vio a un
muchacho que estaba trotando y venía hacia él. El rostro de José Carlos enrojeció.
¿Lo estaba mirando ese muchacho?, ¿por qué tenía que correr por ese lugar? El
chico pasó por su lado y siguió de largo. José Carlos sintió alivio cuando ya
no vio a nadie. Está acostumbrado a permanecer solo y la presencia de seres
extraños le resulta perturbadora. Terminó una cuadra larga y giró a la derecha,
ahí donde está un letrero que anuncia un jardín de niños. “Tengo que tomar un
taxi”, pensó José Carlos al mirar su reloj. Había empezado a hacer calor.
Miró esperando ver un
taxi pero ninguno estaba a la vista. Por esa zona hay poca circulación de
vehículos porque la pista es muy angosta. José Carlos siguió caminando hasta
llegar a la puerta de la siguiente residencial. Ahí se detuvo a su pesar porque
en la esquina estaban cinco muchachos esperando el bus. Sintió que lo miraban y
puso cara de pocos amigos. ¿Y si uno de ellos le arrebataba el taxi?, ¿por qué
tenían que levantarse tan temprano esas personas? Escuchó voces en el grupo y
pensó que estaban hablando de él. “Todos hablan de mí, deberían preocuparse por otras cosas”, se dijo. Molesto por esas
voces decidió seguir, aún era temprano. Era mejor ir a la plaza, ahí
encontraría muchos taxis y buses. Se dirigió a ese lugar sin mirar a los lados
y cuando llegó, vio que otras personas esperaban el vehículo de transporte. “Al
diablo con esta gente”, pensó José Carlos, “no me dejan en paz”.
Vio un taxi que se
aproximaba y le hizo una seña con la mano. El taxi se detuvo y José Carlos subió
sin preguntar la tarifa. Le indicó al taxista el lugar al que se dirigía y se
sintió tranquilo al estar lejos de los grupos de gente. A él le gusta viajar en
taxi porque el chofer se concentra en el tráfico y no en él, casi no hay
contacto visual. Una imagen del pasado lo sobresaltó: Alberto y sus amigos lo
golpeaban. Ese día José Carlos había llorado mucho y nadie lo defendió. Cuando
el profesor se enteró ni siquiera le llamó la atención a Alberto pero advirtió
a José Carlos que tenía que aprender a
defenderse. “Desgraciado”, pensó. Por su mente pasaron otras imágenes de
muchachos riéndose de él. Ya había crecido un poco pero seguía siendo víctima
de los chicos más grandes. Muchas veces le habían robado sus cuadernos, libros
y lapiceros. “Tuve que ponerme al día varias noches por culpa de ellos”,
recordó. Por un momento sintió indignación y deseos de que esos chicos
estuvieran en muy mala situación, que pagaran lo que le habían hecho.
El taxista llegó al
sitio que José Carlos le había indicado. Agradeció y bajó. Ahí estaba: un
edificio de varios pisos, muy elegante por fuera. Se dirigió a la entrada, dio
su nombre al vigilante y éste le indicó el camino amablemente. José Carlos no
entendió muy bien pero no pidió aclaraciones. Caminó de frente buscando el
ascensor: no vio ninguno. Miró hacia las oficinas, varios empleados entraban y
salían. Todos bien vestidos y con rostros sonrientes o serios, ¿lo miraban? El
rubor invadió su rostro de nuevo pero siguió buscando el ascensor. “Qué
edificio tan grande”, pensó. ¿Dónde estaba?, ¿en un laberinto? Recordó la casa
de vecindad en la que vivió con su madre hasta los ocho años. Era un inmenso lugar,
con muchísimos callejones y escaleras, varios pisos en desorden. Le llamaban el
Castillo del Diablo porque así parecía. Además era el lugar más pobre de la
ciudad y por lo tanto ahí también vivían algunos antisociales. Todos conocían a
la banda de Cachirulo que se dedicaba a robar en otras zonas. También había un
burdel a pocos metros del lugar donde él solía jugar.
Después de algunos
minutos, José Carlos se sintió perdido. Entonces decidió preguntar a una de las
personas. Haciendo un gran esfuerzo abordó a una señora y le preguntó, ella le
respondió pero él no entendió por su nerviosismo. “Aunque puede ir por las
gradas”, dijo la señora. “Mire, ahí están”, le señaló. José Carlos dio las
gracias y sonrió: sólo tenía que subir cuatro pisos. Empezó a subir y se agitó
un poco, ya estaba un poco cansado, quería sentarse y tomar un vaso de agua. Notó
que sólo él iba por esa ruta lo cual era un alivio. De pronto recordó cuando
uno de sus profesores le dijo “usted es un excelente alumno, José Carlos, pero
con esa timidez no llegará a ninguna parte”. Por un momento el abatimiento lo
invadió. Él había luchado contra su timidez toda su vida, “no fue mi culpa que
no me llevaran al psicólogo”, pensó.
Finalmente llegó al
cuarto piso. Un vigilante le preguntó quién era y él contestó. Lo llevó a un
escritorio donde una secretaria hablaba por teléfono. Ella le hizo una seña como
saludo indicándole que esperara. José Carlos se sentó, puso su maletín en el
suelo y miró alrededor: varias oficinas, grandes ventanas, paredes bien
pintadas, pisos brillantes. Una gran empresa.
La secretaria terminó
de hablar por teléfono y le preguntó quién era. “Soy José Carlos Fernández”,
respondió. Ella sonrió y le dijo que se dirigiera a la oficina de Relaciones
Industriales para que tomaran sus datos. “Es una formalidad nomás”, explicó y
le dijo que lo acompañaría. Se dirigieron a una oficina elegante donde se
escuchaba el sonido de una canción romántica en volumen muy bajo. La secretaria
le presentó a otra señorita y se fue. José Carlos se quedó allí respondiendo
unas preguntas generales: nombre, domicilio, edad, estado civil y esas cosas.
─Pase por aquí, por
favor –le indicó la señorita poniéndose de pie.
José Carlos también se
paró y la siguió. Entraron a la oficina de al lado, ahí se encontraba un hombre
de mediana edad, contextura gruesa y ojos amistosos. La secretaria los presentó
y salió.
─José Carlos Fernández,
es un gusto –dijo el hombre sonriendo.
─Buenos días, señor –saludó
José Carlos un poco nervioso.
─He leído su proyecto
con mucha atención –dijo el hombre-. Va a ser excelente que seamos colegas.
─Gracias, señor. No
puedo creer que trabajaré en esta compañía.
─Pues así es y se
sentirá muy bien. No se preocupe, las personas de aquí son amigables y no lo
molestarán. Ya leí que a usted le gusta trabajar solo.
─Es sólo al principio,
señor –dijo José Carlos-. Después me acostumbro y en general me llevo bien con
las personas.
─No se preocupe, hizo
usted muy bien en poner ese detalle en su hoja de vida. Le diré que yo también
sufrí de ese problema y ahora soy presidente de esta empresa.
José Carlos se sorprendió
por esa confidencia pero fue suficiente para que simpatizara con el hombre que
le hablaba.
─Felicidades, amigo
–dijo el hombre-. La secretaria lo llevará a su oficina; espero que se quede
mucho tiempo con nosotros.
Al final de ese día
José Carlos le contó a su esposa lo ocurrido y ella se emocionó hasta las
lágrimas. Aunque había una sombra: él había sido aceptado en cuatro trabajos
antes y sólo había asistido el primer día, ¿sería igual esta vez? María quería
mucho a su esposo y sufría por su situación. Era bueno estar casada con un
hombre amable, tierno y siempre dispuesto a ayudarla. Sin embargo, en los tres
años que llevaban juntos sólo ella había sido el sostén económico del hogar.
Esto tendría que cambiar ahora que venía alguien en camino.
─Esta vez será
diferente, prométeme –dijo María acariciando el rostro de José Carlos-. Dime
que lo harás por él.
─Te prometo –dijo él
débilmente-. Por mi hijo haré todo.
Se abrazó al cuerpo de
ella con todas sus fuerzas. María era la única persona con la que se sentía
seguro, fuerte, el rey del mundo. Conocerla le había dado sentido a su vida
pero a veces temía no ser lo suficientemente bueno para ella. “¿Qué habrá visto
en mí?”, pensó mientras la miraba con inmenso amor.
─Eres tan buen mozo,
papi –dijo María mientras lo besaba-. Lo tienes todo, sólo te falta decisión.
Estaban en la cama y ya
habían apagado las luces. José Carlos pensó en el hijo que venía, su primer
hijo. No podía ser un mal ejemplo para él, su hijo debería estar orgulloso. ¿Y
si después venían más niños? Era necesario enfrentar el problema de una vez.
─Iré a trabajar mañana
–dijo con determinación-. Mañana y todos los días.
─Sí, mi amor –dijo
María sorprendida-. Así me gusta escucharte. Todo saldrá bien, ya lo verás.
─Si pudieras
acompañarme hasta la puerta de mi trabajo sería tan bueno, sabes que contigo me
siento más seguro.
─Cuánto quisiera poder
hacerlo –dijo ella tristemente.
De repente a él se le
ocurrió una idea feliz. Aunque ella no decía nada, estaba claro que María tenía
muchas molestias por el embarazo. No era justo que en ese estado siguiera
trabajando a tiempo completo.
─He pensado –dijo él rápidamente-
que podrías dejar de trabajar. Sería mejor para ti y para mí, así me puedes
acompañar al trabajo y luego te regresas a descansar.
─Es una buena idea
–dijo María-. Me he sentido tan mal últimamente.
No quiso expresarlo en
ese momento pero tenía dudas. ¿Qué pasaría si dejaba de trabajar y después José
Carlos también lo hacía? ¿Qué sería de ellos y de su hijo?
─Tienes que pensarlo
bien, José –dijo María mirándolo-. Es una decisión que cambiaría tu vida y la
de nosotros.
José Carlos sintió una
gran emoción, por fin sería el hombre de la casa, un hombre de verdad. Él no
había tenido un padre pero su hijo sí lo tendría: un padre fuerte y bueno.
─Ya está pensado –dijo
en voz alta-. No hay más que decir. Señora, tiene una semana para avisar a su
jefe que no irá más.
Ambos rieron y se
abrazaron. Empezaron a hacer planes. Ella le dijo que ahora, con el buen sueldo
que ganaría, incluso podrían buscar un psicólogo de prestigio. Hablaron del
hijo que venía, de su hogar con varios niños. Se quisieron mucho esa noche,
igual que todas.
Al día siguiente, José
Carlos salió de su casa, llegó a la puerta de la residencial y se despidió de
su perro. Esta vez no buscó la ruta menos transitada. A pesar de sus temores,
esperó el bus con las demás personas. Algunos lo saludaron y él respondió.
Después de treinta minutos de viaje, bajó y se dirigió a la compañía. Caminó en
medio de varias personas, tropezó dos veces y estuvo a punto de caer,
finalmente vio el gran edificio. Aunque sentía que todos lo miraban, trató de
no darle mucha importancia. No era cualquier persona, trabajaría en una de las
mejores empresas de la ciudad. “Dentro de poco ni me acordaré de mis miedos”,
pensó. El vigilante lo saludó y José Carlos caminó con paso seguro. No fue tan
difícil encontrar el ascensor. Al llegar a su oficina fue directamente al baño
y allí se secó el sudor. Había hecho un gran esfuerzo pero valía la pena. “Lo
haré por ti, te prometo”, dijo en voz baja. Estaba agotado pero triunfante.
José Carlos fue a
trabajar el día siguiente también. A la fecha ya está yendo más de diez días.
Hoy María lo acompañó, en la puerta se dieron un beso y él le dijo que esta
noche la invitaría a salir. Cuando entró, ella sonrió y le hizo adiós con la
mano.
Precioso. En realidad hay más personas con ese problema del que parece.
ResponderEliminarSí, timidez extrema. Gracias por leer.
ResponderEliminarA veces por la timidez dejamos pasar excelentes oportunidades.
ResponderEliminarA veces es algo más fuerte que uno.
EliminarMuy agradable :)
ResponderEliminarGracias. :)
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