jueves, 11 de abril de 2013

Marité


Violeta Paputsakis


Le diagnosticaron esquizofrenia cuando acababa de cumplir diecinueve años, luego de eso su vida se convirtió en un continuo visitar a psiquiatras y tomar toda clase de medicamentos. A los veintitrés, después de haber intentado suicidarse por segunda vez, sus padres decidieron dar el sí para su internación. Se trataba de una familia simple, que superando algunos embates económicos había logrado tener un buen pasar, lo que se vio alterado por los años de tratamiento de la joven, llegando ahora a encontrarse prácticamente en la miseria. Esto los empujó a ingresar a Marité en el hospital mental público, la idea era ahorrar el dinero que mensualmente destinaban a sus costosos tratamientos, pagar las deudas contraídas en esos años y evitar perder la casa que Jorge, su padre, había heredado unos años atrás.

-A mí tampoco me gusta ver a mi hija en ese lugar, pero estoy seguro que tienen muy buenos médicos y después de un tiempo vamos a poder estar en condiciones de llevarla a una institución privada amor, es un pequeño esfuerzo que nos va a servir a todos, en unos meses Marité va a estar mucho mejor y vamos a poder tener un lugar donde pueda llegar y estar tranquila. ¿O acaso olvidaste lo mal que vivíamos cuando no teníamos una casa?, el sueldo se nos iba en el alquiler y pasamos momentos muy difíciles, a veces pienso que el problema de ella se debe a la escases que sufrimos esos años.

-Sé que es la mejor decisión Jorge, pero me da mucha tristeza ver a mi hija en ese lugar, es viejo, está destruido, lleno de humedad y vos viste el temor que le tiene Marité a las ratas. Estoy segura que ahí hay con suerte unas cuantas, deberíamos haberles advertido sobre ese tema. Mañana mismo voy a hacerlo, eso puede provocarle hasta una recaída.

-Blanca no exageremos, eso fue hace mucho tiempo, seguro ya no le afecta tanto, vamos a dormir y nos olvidemos del asunto, nuestra hija está bien cuidada.

El pánico a las ratas que sufría Marité había surgido cuando tenía unos siete años. En ese entonces Jorge fue despedido del trabajo, tuvieron que dejar la casa que alquilaban y vivir temporalmente en un depósito que les prestó un amigo. Fue una época difícil, no tenían ducha en el lugar y se bañaban en un gran tacho, tirándose el agua con una jarra. La niña de la entonces joven pareja jugaba entre los escombros y muebles viejos de los que estaba repleto el sitio, para ella era un paraíso de objetos por descubrir y no se preocupaba por el olor a humedad ni el polvo. Y aunque Blanca se esforzaba por mantenerlo limpio era difícil y las ratas deambulaban a sus anchas.

Una mañana, luego de que terminarán de bañarla, Marité quiso ponerse los zapatos que tenía debajo de la cama desde la noche anterior, al introducir el pie sintió que no llegaba al fondo y que había algo que se lo impedía. Introdujo la mano para quitar lo que pensaba era una media aplastada, al intentar tomarla sintió algo caliente y peludo, comenzó a gritar desesperadamente mientras tiraba el zapato y salía corriendo a buscar a su madre. Ahí se inició la lucha con los roedores, la niña lloraba sin control al verlos y sus padres utilizaron todas las formas para deshacerse de ellos. A lo largo de los años la joven desarrolló un sentido especial para detectarlos, podía olerlos e incluso escucharlos como nadie más. Aunque sus padres no lo advirtieron, esos fueron los primeros síntomas de su enfermedad, cuando contaba con sólo once años.

La mudanza a un nuevo hogar, esperanzó a todos, incluso a Marité. Le gustaba pasar las tardes en el jardín, era un espacio que nunca antes había podido disfrutar y la brisa que rozaba su rostro le hacía aplacar sus emociones, sentir que todo iba a estar bien. Lo que al principio definieron como pánico se fue transformando, a medida que la joven crecía, en alucinaciones, las tenía de todo tipo. Desesperados Jorge y Blanca la retiraron del colegio católico al que asistía, culpaban a las enseñanzas religiosas de sus pesadillas, la más recurrente era la de un hombre que ella decía era el diablo y que la observaba desde los pies de su cama con ojos penetrantes que parecían quitarle la respiración. Otro día eran pasos incesantes en el techo de la casa o una persona que atravesaba el pequeño living comedor y subía las escaleras hasta llegar al balcón de su habitación, siempre era el mismo recorrido, rodeando muebles y esquivando a quienes se cruzaban en su camino. También la atormentaban las figuras de varios sujetos siguiéndola y hablándole sin cesar, solo veía sus labios que insistentemente le decían algo sin que ella pudiese escucharlos.

Sus gritos ahogados bajaban desde su cuarto, cruzaban la cocina, en el jardín espantaba a los pájaros y se perdían en el baño del fondo de la casa. Eran tan intensos que llegaban a convulsionar su cuerpo mientras señalaba un espacio en el que no se veía nada o se tapaba los oídos desesperadamente. La primera opción de sus padres, recomendados por amigos y vecinos, fue recurrir a brujos y curanderas que les dieron todo tipo de respuestas e indicaciones, lo que en un lugar eran posesiones demoníacas en otro almas del más allá buscando comunicarse, muertos que necesitaban su ayuda o visiones del pasado o el futuro. Probaron las recetas más diversas y peligrosas, infusiones con mezclas de todo tipo, visitas a templos y repetición de oraciones a santos desconocidos. Cada nuevo intento afectaba más y más su economía sin que Marité mostrara mejoras. Sus padres se empecinaban en creer que pasaría, que la adolescencia y la madurez apaciguaría los síntomas, pero no sucedió así.

Unos años después, descreídos de las formulas mágicas y asustados por los niveles que alcanzó el problema, llevaron a la joven a un psicólogo por primera vez. El estado de Marité era grave, tenía dieciocho años y había intentado suicidarse por primera vez. Vaciar una caja de somníferos en su vientre fue la opción para dejar atrás los personajes, los sonidos y los olores que invadían cada instante de su día. La encontraron tirada en el baño y un lavaje de estómago a tiempo evitó que lograra su cometido, ella no se lo agradeció a nadie, cayó en una profunda depresión y se prometió tener éxito la próxima vez.

El psicólogo la recibió en sólo dos ocasiones, al ver sus síntomas y conocer su historia diagnosticó rápidamente la esquizofrenia y derivó a Marité a un psiquiatra que pudiese brindarle el tratamiento farmacológico que requería con urgencia.

Al médico le conmovió su rostro angelical, sus ojos de un celeste mar, su cuerpo frágil y su mirada misteriosa, unidos a una esquizofrenia tan extrema. Las drogas antipsicóticas que le recetó disminuyeron sus frecuentes crisis, las imágenes no desaparecieron pero se sentía más tranquila y podía dormir gran parte del día. Su serenidad dependía de los fármacos que año a año se hacían más fuertes y costosos. Si bien la vida se tornó más tranquila, las deudas crecieron y la familia llegó al extremo de tener que elegir entre los medicamentos y la comida. Ello ocurrió sólo en una ocasión, Jorge y Blanca estuvieron al lado de su hija en todo momento, se alegraron de verla tranquila y se comprometieron a restituir las pastillas cuanto antes. No hubo tiempo para eso, Marité se tiró desde el techo de la casa añorando terminar con sus tormentos. Por milagro para algunos y fatalidad para ella, los cables aéreos amortiguaron su caída, tuvo cortes leves pero sobrevivió por segunda vez a una muerte que para muchos estaba garantizada. Fue en ese momento cuando sus padres se resignaron a su internación, estaban devastados y sus cincuenta años parecían más de sesenta.

Ratas, ratas y más ratas, olor a ratas, sonido de ratas y pasos de ratas por todos lados, tengo que mantener mis ojos cerrados, así, así, si aprieto más fuerte mis oídos ya no voy a escuchar, pero siguen caminando, pareciera que entraran en mi cabeza por mis oídos, por mis ojos, por mi boca, por todos lados, ratas y más ratas. Por qué no me dejaron si era más simple morir y olvidarse de mí y de todos los problemas que les doy. Ahora estaría tranquila sin ratas a mí alrededor y toda esta gente que me mira y me habla. Entiendan de una vez que no hay nada que hacer conmigo, hagan lo que hagan, tome lo que tome y vaya donde vaya no voy a lograr deshacerme de ellos, acaso sólo yo sé que mi único camino es desaparecer. Quizás si intentará entenderlos, pero no sé cómo, no los escucho, dejen de hablarme. Otra vez esos pitidos dentro de mi cabeza, me están dejando sorda, basta, quiero silencio. Y de nuevo chillando por toda mi cabeza, estoy harta de esta vida, quiero que termine este tormento.

Marité, sentada en la cama del pequeño dormitorio, apoya su espalda contra la pared y se envuelve, hecha un ovillo sobre sí. El cuarto, que alguna vez parece haber sido blanco, ahora está cubierto de manchas de humedad, suciedad y paso del tiempo. El único mobiliario es una cama de madera maciza y un colchón firme y alto. La joven es la única en la habitación, al menos para quien mira la escena.

Sus primeros días allí transcurrían con mayor tristeza que en su casa, sus padres sólo podían visitarla un día a la semana y como había ocurrido a lo largo de su vida, no lograba relacionarse con nadie. Tanto en la escuela primaria como en la secundaria esto se había repetido, sus compañeros la miraban extrañados al principio, luego la relegaban y por último se burlaban y alejaban de ella. No siempre había sido así, antes de los ocho años fue una niña similar al resto, tenía amistades y disfrutaba de la escuela, pero luego de sus primeros ataques su carácter cambió totalmente. Se volvió solitaria, hablaba sola, a veces se escondía en un rincón del patio o se acurrucaba arriba del banco. Todo esto ocasionó, naturalmente, que los otros niños se apartaran de ella. Los últimos años de la secundaría se le hicieron imposibles y a mediados del cuarto tuvo que abandonar el colegio, fue el momento más crítico de su enfermedad y lo que padecía en la escuela empeoraba aún más su trastorno.

Los conflictos con su conducta son entendibles al analizar la situación. Cuando intentaba prestar atención al maestro o charlar con algún compañero aparecían las imágenes. Algunos personajes nuevos y otros que ella ya conocía la miraban y le exigían su atención, con lo que Marité terminaba gritándole al aire en medio de la clase o alejándose a los alaridos del lugar y sintiéndose avergonzada por su reacción. Luego de algunos intentos, sin poder dilucidar con certeza cuáles elementos de su entorno eran reales y cuáles producto de su cerebro o quién sabe qué, Marité optó por el único camino que encontró: no prestar atención a nadie, encerrarse en sí misma y esperar a que todo termine en algún momento.

Con el paso de los días descubrió que la vida en el hospital era muy distinta a todo lo anterior, las personas allí eran similares a ella y por primera vez sintió que quienes estaban a su alrededor no la juzgaban todo el tiempo. Si bien la falta de sus padres le afectaba, le agradaba no tener que esforzarse en ocultar lo que le sucedía y lo que veía, hasta hablaba a sus eternos acompañantes, les gritaba y les decía que se callaran sin temor. Sus monólogos internos se exteriorizaron y con ello comenzó a percibirse más normal. Todo esto sumado a la nueva mezcla de fármacos le hizo pensar que podía vivir así, tranquila, comprendiendo que la compañía constante no era tan grave. Por primera vez disfrutó de sus días y dejó de pensar en suicidarse.

Todo esto cambió unos meses después, cuando a su madre le detectaron cáncer en la matriz. Jorge tuvo que acceder a los ruegos de Blanca por tener a su hija junto a ella y Marité regresó a casa. Allí parientes cercanos y lejanos que no veía desde hace muchísimos años comenzaron a llegar para darle apoyo y contención a su madre. Todos miraban a la joven, hablaban de ella, compadecían a sus padres y hasta oyó por ahí decir que la enfermedad de su madre se debía a los difíciles momentos que ella les hizo atravesar.

Aunque aún medicada, la tan ansiada serenidad que había logrado desapareció por completo, las figuras y sonidos volvieron con mayor vigor y agresividad. Su padre luchaba por sobrellevar la situación y darle a ambas la fuerza que necesitaban. A pesar de todos los esfuerzos, dos meses después Blanca falleció, Marité tuvo que ser sedada esa noche, la tristeza y la soledad no cabían en su cuerpo. Al día siguiente, contraponiéndose a todo lo que los médicos y su padre esperaban, se mostró tranquila en el velorio y el entierro, podría decirse que por primera vez se la vio feliz. Ese día descubrió que lo que hasta ahora había sido un tormento podía convertirse en su mayor felicidad. Comprendió que sus visiones, sus compañeros de camino, se aferraban a ella como un nexo al mundo real.

Luego de eso volvieron las charlas con ellos, pero esta vez se hicieron mucho más íntimas, como si conversara con alguien a quien tenía mucho afecto. Lo que nadie entendía era que Marité al fin había encontrado la tan ansiada paz, ya no estaría nunca más sola en su extraño mundo. Ordenándolo y ayudándola a entenderlo, ahora habitaba la persona que más amaba, su mamá. 

2 comentarios:

  1. Muy bueno Violeta. La verdad que me gusto mucho. Y confieso que en el final se me escaparon unas lagrimas. ¡Seguí así!

    Saludos. Alexis.

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  2. Perdón por la demora en contestar, recién veo el mensaje. Muchísimas gracias por tu comentario Alexis, me alegra que te haya gustado.¡Saludos!

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