viernes, 15 de marzo de 2013

La chica de la Camorra

Juan Carlos Camacho Leyton



Esa fría noche de invierno de principios del ochentaidós, Hu Go Xian tenía los ojos como ranuras que no se alteraban ni al escuchar la parodia que hacía Zavalaga al hablar en “chino”.  En un momento nos confesó, con seria  ironía que provocó la risa general, que había reconocido en ese hablar el acento cantonés. Estábamos en la salida de clases del posgrado, en la Mostra d’Oltramare, Nápoles, esperando el bus de regreso al hotel.   Hu, el chino, Burgos, el colombiano, y   Zavalaga, peruano como yo, formábamos el grupo de jóvenes economistas, estudiantes del posgrado en Italia.  Zavalaga era el más divertido de todos, con sus imitaciones y chistes ocurrentes que nos hacían olvidar, por un momento, las inclemencias del invierno napolitano que los lugareños combatían con shots de brandy Vecchia Romagna mezclado con café expresso en las numerosas cafeterías de Nápoles.  El   chino fue prontamente bautizado como Hugo por nosotros, miembros de la comunidad latinoamericana, que nos entendíamos con él en un inglés de batalla y no podíamos dejar de sorprendernos por el exotismo de su vestimenta: pantalón y casaca de dril beige y zapatillas de fieltro que misteriosamente nunca mojaba a pesar de lo lluvioso y húmedo del ambiente. Hugo lucía unos lentes redondos con marcos metálicos y era delgado, afable y ceremonioso.   Esa noche mientras caminábamos hacia el paradero del bus que nos llevaría a Agnano, la zona de nuestro hotel, todos nos quedamos literalmente helados al ver al grupete de  putas  y travestis, con portaligas, al costado de una vía de alto tránsito y que, en medio de una gélida temperatura, solo calentadas por sus medias de seda y el calor que irradiaba un cilindro encendido con periódicos y cartones que reposaba en el suelo.  Se exhibían, solas o en pequeños grupos, conversando o calladas pero, todas, con el infaltable cigarrillo sostenido en la boca pintada de rojo, esperando al conductor del coche que se detuviera al costado de la pista, a cuyo encuentro se acercaban presurosas como polillas a la luz de la vela.  De pronto observamos a un Alfa Romeo que se detuvo en seco y acometió un retroceso de cincuenta metros a cien kilómetros por hora  hasta frenar en seco al costado de una de las chicas, haciendo chirriar  los neumáticos que botaban humo de jebe quemado.  Rápidamente descendieron dos individuos que golpearon a una de las chicas en la cabeza, la levantaron en vilo y la introdujeron en el vehículo, partiendo aparatosamente segundos después. Nos miramos todos sin saber a qué atinar pues todo sucedió en instantes. Era la bienvenida que nos daba la cara obscura de la camorra napolitana.

Con Zavalaga nos unía el hecho de ser ambos arequipeños. Aunque él era del puerto de Mollendo y yo de la misma Arequipa,  nunca nos habíamos conocido antes. Ambos teníamos algunos conocidos comunes de la profesión. Pero eran más las cosas que nos distanciaban que las que nos unían; yo era un devoto de la historia y del arte italiano en general y en particular de la pintura,  la arquitectura y  los tesoros culturales que escondía Nápoles.  Él,  de arte sólo tenía un conocimiento muy rudimentario, pero le gustaba la música popular italiana de la época (Modugno, Di Capri, Celentano, Bongusto).   Por lo demás era un peruano típico: aprovechador, divertido, coprolálico y medio descuidado.  Zavalaga usaba unos lentes gruesos, como tacos de botella detrás de los cuales se agazapaban unos verduzcos ojillos vivaces,  usaba un bigote delgado y tenía un aire  prematuramente encorvado y una voz de timbre bajo y aterciopelado. Yo,  en esa época estaba en mi apogeo físico;  me había graduado de cinturón negro primer dan en Tae Kwon Do y me creía dispuesto a vencer a cualquiera en una pelea callejera. Él  Había estudiado italiano en Lima y tenía un conocimiento básico de ese idioma que yo no poseía. Por estas razones nos hicimos amigos y, ambos,  fuimos testigos de varios hechos curiosos sucedidos en ésas lejanas tierras del Vesubio.

Una tarde,  Zavalaga llegó a clases todo azorado y me contó que, por la mañana en el metro en la Piazza Garibaldi,  había sido testigo de un hecho perturbador. En uno de los pasajes del nivel subterráneo, por lo general bastante descuidados,  había visto a dos chiquillas, casi adolescentes,  que recibieron un pequeño envoltorio  de un muchacho que desapareció en el acto. Luego,  ellas,  con todo desparpajo,  extrajeron del paquete heroína en polvo que con una cucharita y un encendedor licuaron, luego con una jeringuilla y una liga y  empezaron a  inocularse  a la vista y paciencia de la poca gente que se movilizaba a esas horas de la mañana por el sitio, mirando a otro lado.  Me quedé pensando,  ya había notado en las esquinas un poco obscuras de la ciudad, en los parques, en las escaleras y demás espacios públicos, docenas de jeringuillas descartables usadas, además de condones.

Hugo era especialmente reservado, pero muy curioso e inquisitivo con lo que venía sucediendo  en el Perú. Era 1982 y acababa de estallar la guerra de las Malvinas, el Perú hacía noticia  porque fue el único país que,  abiertamente,  apoyó  a la Argentina  poniendo a su disposición  aviones y pilotos. Las noticias que venían del Perú también se referían a la eclosión de Sendero Luminoso, el letal movimiento que cometía crueles actos terroristas.  Esos temas, además de Pérez de Cuéllar, en ese entonces recién elegido secretario general de la ONU y el fútbol, era lo único que trascendía del Perú.

-¿Cómo es tu país? ¿Cuánto gana un economista que trabaja para el gobierno? ¿Cuáles son los principales sectores productivos? – eran las preguntas que me hacía.  Quería saberlo todo, pero él no hablaba nada de China. Cuando yo le inquiría algo de su país, me mostraba su sonrisa inescrutable y hacía brillar a sus ojillos detrás de los lentes redondos que usaba siempre. La gran reforma de la economía de China de Den Xiaoping se había iniciado apenas tres años  antes, y eran los últimos años en que los chinos, incluidos los profesionales que estudiaban en el extranjero,   guardarían  la más absoluta austeridad en la vestimenta,  la comida,  el transporte y, en general,  en su conducta; pero había acabado el aislamiento de China.  Por eso Hugo, secretamente,  sentía mucha curiosidad por los latinoamericanos, extravertidos, bullangueros como cigarras,  que reían ruidosamente y no paraban de hacer chistes de todo y de todos.  ¡Qué diferencia con el carácter tímido y retraído, pero profundamente  observador, de los chinos!  Hugo no salía fuera de Nápoles, pues se había propuesto ahorrar todo lo posible,  lo cual era la explicación de su austeridad. En tanto Zavalaga y yo aprovechábamos los fines de semana o cualquier feriado disponible para salir por los alrededores, así conocimos Ischia, Capri, Sorrento, Pompeya, Herculano y otros sitios cercanos.   Cuando ya tuve más confianza con mi italiano, empecé a aventurarme- ya solo-  a sitios más distantes, como Regio Calabria y  Sicilia.

En uno de esos viajes cortos al distrito de Caserta, conocí a Anna. Tendría unos veinte años, de talla menuda, de bellísimo rostro, grandes ojos verdes, cabello negro sedoso, talle bellamente proporcionado y una especial elegancia en el vestir. La encontré en el establecimiento de su padre, cuando entré a preguntar por la ubicación  de una dirección. Al escuchar mi acento extranjero, entre intrigada y divertida, me dio una precisa descripción de la ruta. Luego me preguntó:

-Di dove sei?-  De Perú, contesté. ¿Peruviano?, se sorprendió.

Tuvimos una breve conversación, hablamos de los músicos napolitanos famosos y de lo bonito que era Nápoles.

-Sí, es bonito, pero no sabes lo difícil y peligroso que es vivir aquí.

Cuando dijo eso,  su padre salió  y ella calló, disimulando, en un pequeño papel, me entregó escrito su número telefónico y desapareció.

Quedé intrigado  y, ya de regreso, no me podía sacar de la cabeza a Anna.  Aquella noche la llamé por teléfono,  me dijo que no podía hablar en ese momento, pero que me esperaría el jueves siguiente en el Museo del  Castel déllOvo, un hermoso castillo español del siglo diecisiete, circundado por el mar,   a las once de la mañana. Al día siguiente, le conté lo sucedido a Zavalaga, quien me dijo:

-Ten cuidado- pues estaba ocupado tramando un plan de seducción de una indonesia, compañera de clase.

El día de la cita llegué a la hora, ella ya se encontraba dentro de la majestuosa fortaleza que gozaba de  una espectacular vista al mar y en la cual se había acondicionado una exhibición de pinturas.  La vi de espaldas mirando los cuadros. Vestía con pantalones anchos y una casaca corta, zapatos verdes y en el cuello una chalina de seda hindú. En el armonioso conjunto destacaba su belleza. Conversamos brevemente en italiano sobre los cuadros de la exposición y luego salimos, le ofrecí un café pero no aceptó. De pronto agarró mi mano y casi llorando  me dijo:

-¡Tengo tanto  miedo! ¡ Lo controlan todo. Extorsionan a mi padre en la tienda y tiene que pagarles el pizzo1/ cada semana para que no nos hagan daño, ayer precisamente vino el guappo!2/

Al ver sus ojos húmedos que ensombrecían su rostro, no pude menos que decirle:

-Pero, ¿Quiénes? ¿Dime cómo te puedo ayudar?

-¡En nada! –Me contestó- ¡No puedes hacer nada! Así ha sido esta ciudad en más de 800 años. Es la Camorra. Son doscientos clanes que controlan todos los negocios turbios: el regojo de la basura y el control de vertederos e incineradores, la prostitución, la distribución de droga y la extorsión. A aquellos que hacen caso omiso a sus exigencias, simplemente los ejecutan, ponen una bomba en su casa o la incendian.

La miré desolado y compartí su desazón, al mismo tiempo sentí la irrefrenable palpitación del amor al despedirme con un beso en la mejilla. Había sido tocado por la pasión.  Al día siguiente la volví a llamar pero nadie contestó su teléfono.

Ese fin de semana se nos ocurrió pasear por los alrededores del mercado de peces, Pignasecca, una zona de callejas adoquinadas donde se apreciaba un espectáculo surrealista de peces vivos en plena calle dispuestos en tinas de plástico conectadas a mangueras de jebe por las que fluía agua fresca y donde uno apreciaba  pulpos, peces  y moluscos de diferentes especies, sorprendentemente vivos y coleando. Los gritos a voz pelada de los comerciantes ¡Toninoooo!...¡Peppinoooo!..¡Armandoooo!.. se mezclaban con los olores marinos  y de las delicias que ofrecían los pequeños restoranes cercanos  al lugar.  Se nos ocurrió detenernos en uno de ellos para almorzar. Era un sitio cálido con pequeñas mesas de madera cubiertas con manteles de tela a cuadrados blancos y rojos. El casero, muy amable,  nos ofreció la especialidad de la casa, un caldo de pulpo con hierbas que nos sirvió a los minutos en una fuente de centro. Era un verdadero manjar que degustamos con numerosas botellas de vino blanco de la Campania.  

Les conté sobre mi última conversación con Anna.  Rápidamente Zavalaga dijo:

-¡Pobre chica! Todo el sur de este país está conducido por la mafia, aquí en Nápoles se le llama Camorra pero en Regio Calabria es la Ndrangheta y en Sicilia es la Cosa Nostra. Es parte del carácter italiano, como el diseño de corbatas, zapatos y la arquitectura.

Hugo, a su vez, nos sorprendió con su réplica – No solo es italiano,  no te olvides que en China también tenemos nuestra propia mafia, “las triadas”. Aunque aún está circunscrita a Hong Kong y a Taiwán, en poco tiempo se expandirá a todo el mundo- Sentenció. Por primera vez se abría a una conversación franca, quizás motivado por el vino.

-Pero -inquirí, mientras degustaba el vino - ¿Cómo es que  llegan a tomar una ciudad, a controlar a la mayor parte de sus ciudadanos?

-Es fácil, intervino Zavalaga,  -Es la tendencia humana a vivir con el menor esfuerzo y a aprovechar, si es posible,  del trabajo ajeno. Aquí los comercios y restaurantes son muy prósperos e históricamente siempre  fue así; entonces,  a alguien se le ocurrió la brillante idea de extorsionarlos regularmente metiéndoles miedo. El negoció salió y de allí lo extendieron a la prostitución, al juego y la basura. El Estado se hizo el loco y empezaron a corromper a la policía y a los funcionarios de la ley. Así empezó todo.

-Pero, sigo sin entender ¿Cómo controlan a tanta gente? 

-Mira,  dijo Hugo, -La mente humana es muy fácil de controlar.  El recurso usado es el temor, como saben que ellos están organizados y los ciudadanos de a pié no, se valen del miedo para aterrorizar.

Zavalaga, acotó, - “El vivo vive del zonzo y el zonzo de su trabajo”

–En mi opinión –les dije- la causa más importante es el abandono que el Estado hace de sus responsabilidades. Una de ella es la seguridad de los ciudadanos y el Estado tiene la fuerza para velar por el cumplimiento de la ley para eso cuenta con la policía.  Sin embargo, en algún momento y por alguna razón,  que no puedo aclarar en este momento,  esto deja de funcionar.  En algunas sociedades desarrolladas el crimen organizado es minoritario y no pone en jaque a la sociedad, pero en otros los países –o regiones, como en la Italia meridional que nos acoge- el Estado es fácilmente vulnerado por la corrupción y sus autoridades, jueces, policías y políticos, son comprados o amedrentados por los delincuentes. Es un walkover –concluí.

Hugo,  respondió tranquilamente, -Es cierto, además es muy difícil combatir contra la mafia, porque cuentan con una  organización cerrada, compartimentalizada, nadie conoce a los otros integrantes de la célula; es muy parecido a cómo funciona Sendero Luminoso en el Perú, es imposible saber si los funcionarios del Estado están comprometidos y nunca dejarán pruebas de ello.

-En cualquier caso –asentí- para que la mafia tenga éxito se requiere la confabulación o por lo menos la neutralidad de una parte importante del Estado y las clases dirigentes.

Aunque hablábamos en inglés y a veces en castellano, nuestro anfitrión y mesero algo intuyó del tema conversado y se puso  incómodo.  Por esta razón bajamos el tono y de pronto les hice la confesión que quería hacer pública desde hace rato.

-Estoy perdidamente enamorado de una ragazza 3/ napolitana y creo que ella también alberga algún sentimiento hacia mí –les dije para ver cómo reaccionaban; Zavalaga ya presentía algo, pero Hugo se sorprendió  -el problema  y de allí la relación con la conversación anterior, es que su familia está amenazada por la camorra. ¡No qué cosa hacer! -finalicé en tono dramático.

-Ahora entiendo porqué empezase a mejorar tan rápido  tu italiano –intervino Hugo – con sus ojos apaisados llenos de ironía. 

-La verdad es que estoy en un aprieto; en fin, se hace tarde y mañana tenemos clases. ¡Signore!, ¿Cuánto debemos?-sentencié.
Dejamos a Hugo  en el Hotel Palace ubicado en las cercanías de la piazza Garibaldi  y,  ya anocheciendo,  fuimos a tomar el metro en la estación central hacia Agnano. En el andén los dos fuimos rodeados por unos chicos que nos preguntaban:

 –¿Di dove sei? Y cuando les dijimos que éramos peruanos, dieron loas a Patrulla Barbadillo,  un conocido jugador peruano de fútbol que jugaba en el Napoli y que se ganó a la juventud local con su particular peinando áfrica look y su juego fino.  Ingresamos al vagón y la cabeza me empezó a dar vueltas:
“Los frescos de Pompei tomaban vida fastuosa sensual los oscos sunmitas etruscos y griegos que escogieron el golfo de napoli para gozar  tenían hermosas pozas con aguas termales frescos en las paredes que artistas con sus patios y fuentes enmarcados por columnas dóricas divinamente diseñadas que colores y diseños flora  fauna  faunos y flores pájaros  sensualidad luego vino el Vesubio tufos priroclásticos  segundos en los que se esparcieron los gases la lava sorprendiendo a todos hombres y animales durmiendo haciendo el amor perros gatos niños todos los seres imaginables no se salvó nadie de la hecatombe el fuomo viajó a la velocidad del sonido hacia el mar  Herculano también sucumbió sepultando avenidas calles empedradas casas segando vidas con la guadaña de la muerte saliendo del cono de la tierra boca del averno  no hubo tiempo de escapar explosiones empezaron a caer las cenizas las piedras cada vez más grandes los gases sulfurosos envenenaron a todos imposible respirar las toses ronquidos se hicieron más quedos hasta quedar solo el silencio el chisporroteo y luego la oscuridad el humo por días semanas  meses años tuvieron que pasar diez y siete siglos para que nos encontraran”
Anna, estaba harta del miedo que trataban de infundir a su familia.  Amaba a su padre y no consideraba justo que trataran de esquilmarles las ganancias que les daba el pequeño establecimiento donde vendían delicatesen típicas de Nápoles para clientes y turistas.

“Ir a un país lejano, comenzar nuevamente, puedo hacerlo. ¿Por qué no?  Pero,  ¿Que sería de mi padre? Ya es mayor y necesita quien lo vea. Mi madre murió hace años y mis hermanos no son tan dedicados. Ahora que discutía con mi papá traté de hacerle ver que hay que denunciar a los chantajistas. Pero es imposible, es tan difícil cambiar la mentalidad de la gente y hacerle comprender que hay que luchar por la libertad.”

Sus lazos filiales la ataban fuertemente a Caserta y a Nápoles. Nunca los rompería. Después de la discusión, sonó el teléfono. Anna no contestó. Necesitaba pensar.

Esa noche estaba contenta,  “He tomado una decisión.  He convencido a mis hermanos para que se encarguen de mi padre y del negocio familiar. Ahora debo conversar con mi padre. ¿Qué es ese ruido, parece una vespa que se acerca……”

Hacia las once de la noche del mes de marzo, cuando el clima estaba más loco que nunca (marzo, mese 4/  pazzo 5/) Anna se encontraba delante de la tienda de su padre. De pronto todo fue confusión, se escuchó el motor de una vespa acercarse raudamente por las calles empedradas de Caserta.  Salvatore se dio cuenta que el copiloto de la vespa le apuntaba con una pistola y empezaba a disparar, sin pensarlo tomó a la chica que tenía cerca de los cabellos y la usó como escudo humano. Anna trató de zafarse pero el joven, que acababa de salir de la cárcel por traficar con drogas,  la tenía fuertemente sujeta con una mano y con la otra empuñó su propia arma que dirigió a la vespa,  cuyos conductores, al verse repelidos huyeron no sin antes vaciar toda la cacerina.  Anna fue impactada en la nuca en medio del tiroteo mientras Salvatore huía ileso. Todas las mañanas, Giovanni, el padre de Anna, le lleva el desayuno al pie de su tumba.


Notas:
1/ Tributo, contribución
2/Capo, jefe
3/ Muchacha
4/ Mes
5/ Loco 

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