martes, 26 de octubre de 2010

La Coleccionista

Gianfranco Mercanti

Desde su precaria vivienda construida con cartones y calaminas viejas, Eva podía observar el río Rímac, aún con el intenso olor a desagüe y putrefacción, era su mundo. Sus aguas turbias traían consigo gran cantidad de desperdicios que ella recogía, clasificaba y vendía por kilos a las empresas recicladoras. Lo único que no vendía eran los restos de muñecos plásticos, incompletos y golpeados, que limpiaba y guardaba con especial cuidado en una caja.
Para Eva siempre quedó claro que la vida es un suceso efímero y doloroso. Siendo muy joven le tocó ver morir a su madre tras la terrible agonía producida por el tétano. Dos años después, su padre salió una noche y nunca más regresó. Tras varios días, un vecino le contó que a su padre lo había alcanzado una bala en una batida policial. Nunca supo adónde fueron a parar sus restos, y la verdad, tampoco le interesó averiguarlo.
Luego de la pérdida de sus padres,  Eva se fue apartando cada vez más de sus amistades y de la poca familia que tenía en Lima.  Pasaba sus días como los había vivido su madre, recolectando desechos al borde del río. Por las noches terminaba su secundaria en la Escuela Nocturna de Mujeres del Rímac. Sus profesores siempre la consideraron una alumna aplicada y silenciosa.
Por aquel entonces, un domingo en la noche, un ¨pirañita¨ cegado por la lujuria y el Terokal, irrumpió en la vivienda de Eva y se abalanzó sobre ella, tomándola por sorpresa.
- ¡Lárgate!, ¡lárgate maldito pastrulo! - gritaba Eva al desconocido, mientras trataba de golpearlo desordenadamente en la oscuridad.
-¡Cállate basurera conchetumare, te voy a dar lo que necesitas! - le respondió él a viva voz, mientras le metía un trapo cochino en la boca, silenciando los últimos gritos de Eva.
De pronto sintió la mano de su agresor apretando tenazmente su garganta. Empezó a sofocarse, la sangre congestionaba su rostro y su cerebro. Fue entonces, que decidió dejar de resistir, ceder ante la fuerza hostil de su atacante, haciéndose la muerta. De inmediato, él le rompió de un tirón los botones de la camisa de franela que Eva usaba para dormir, y succionó brutalmente sus pechos, como un animal sediento.
Mientras el sujeto la terminaba de desnudar, y de dejarle sobre el torso su saliva pegajosa y maloliente, Eva vivía un infierno, hubiera querido gritar, llorar, suplicar, pero ya no podía, estaba sola a merced de un salvaje, que acabaría con su vida ante el menor signo de resistencia. Resignada, trató de recordar momentos felices de su niñez: Cuando sus padres la llevaron a un circo en la Av. Grau, o cuando su madre le trajo en su cumpleaños pollo a la brasa con gaseosa. Era inútil, se sentía sobrepasada por el asco, la angustia y la impotencia del momento.
Cuando el lascivo la penetró bruscamente, y un dolor agudo y horrible la remeció, no pudo fingir más, ni el trapo que llevaba en la boca pudo ocultar el grito que salió de lo más profundo de sus entrañas. Abrió los ojos con un gesto de horror en el rostro, y se encontró con los ojos del violador. Fue en ese instante en que ella decidió atacarlo con un sorpresivo un cabezazo en la nariz. Al golpearlo, se apoderó de ella una fuerza que no conocía.
Fue entonces cuando sintió el divino placer de la ira y la venganza que  marcarían su camino. Lo lanzó al suelo, y con furia le metió los dedos en los ojos. Sintió como se desplazaban los globos oculares tratando de escapar de sus órbitas para luego ceder, colapsando definitivamente.
Él trataba de defenderse apartándola con las manos, no veía, quería escapar, pero no podía, sintió que le golpeaban la cabeza contra el suelo hasta que se desvaneció. Eva solo paró cuando vio que le había roto los huesos del cráneo, en ese momento se sacó el trapo de la boca, y escupió al cuerpo que aún convulsionaba en el suelo.
Luego se lavó con agua fría, se vistió, limpió las huellas de sangre y arrastró el cuerpo hasta el río. Antes que se lo lleve la corriente, con la misma hacha con que trozaba maderas, le cortó un dedo de la mano y lo guardó en una cajita: Muchos de los que han segado una vida humana no dejan de guardar algo de su víctima, como un fetiche o como un trofeo. Asimismo, en algunos persiste a la tentación de recrear los momentos cruciales, buscando una nueva víctima.
Cuando las fases de la luna exacerbaban sus instintos, Eva salía en busca de algún hombre joven, luego en su casa le invitaba abundante aguardiente y ya en el lecho al tener relaciones, alcanzaba el orgasmo reventándole los ojos a su víctima, luego les golpeaba el cráneo contra el suelo, para finalmente tirarlos al río con un dedo menos en las manos.
Al principio la policía sospechaba que se trataba de ajustes de cuentas entre pandillas callejeras. Hasta que un ambulante describió a la mujer con la que curiosamente vio por última vez a uno de los asesinados. Cuando la policía allanó su vivienda, hallaron entre otras cosas, una caja de muñecos rotos e incompletos, y para su estupor nueve dedos humanos en mal estado.
Esa mañana Eva había salido en su viejo triciclo a entregar cartones. Cuando retornaba, a lo lejos divisó a la Policía en su puerta. Sonrió, se bajó del triciclo y se fue caminando  tranquilamente, perdiéndose entre gente que saturaba las calles Lima.

3 comentarios:

  1. Buenazo, me gustó mucho! Una preguntita: ¿qué hacía con los ojos? ¿se los ponía a las muñecas? Si es así, Eva me da más miedo!

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  2. Muchas gracias por tu comentario. En cuanto a los ojos, para tu tranquilidad, quedaban aplastados dentro de sus órbitas...

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  3. Nitido, impactante pero muy real el relato de la violación, capturó toda mi atención, no sabía que escribieses...felicitaciones!

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