miércoles, 20 de agosto de 2025

Serendipia

Doris Verónica Martínez Méndez


La tarde de aquel viernes marchaba sosegada siguiendo el ritmo del viejo reloj del salón, sin prisas ni tropiezos, rompiendo con cada chasquido el silencio de mi desahuciada concentración. Frente a la pantalla de la computadora intentaba revelar lo inefable. Apenas las letras tomaban el valor de avanzar en palabras al suave ritmo del péndulo, una tecla bastaba para aniquilarlas para siempre. La llamada telefónica de aquella mañana se repetía desde todos los ángulos de mi memoria, dando luz a nuevos detalles.

—¿Hola?

El clic del auricular al otro extremo fue seguido del tuc-tuc-tuc de la línea cortada. El silencio remanente se llenó de suspicacias.

No quise darle importancia y lentamente retomé la rutina de mi hogar, pero ya no era la misma. El breve respiro en el teléfono me halaba en un vórtice en el que me parecía escucharlo todo: el murmullo de las gotas de lluvia golpeando el cristal de la ventana, el rumor de los vehículos sobre la avenida, las pisadas presurosas de la gente chapaleando en la calzada. El brillo de la pantalla de la computadora empezaba a aturdirme. La página en blanco era la fiel representación de mi propia mente: muda y desolada, como duna en el desierto.

«Cielo, lluvia, calle, agua... esa cosa que sirve para cubrirse...», murmuré sin poder siquiera parpadear por la frustración. «¿Cómo se llama...?».

Aquel torbellino en mi cabeza crecía cada vez más, succionando de golpe todas las palabras que hasta el momento conocía, dejando solamente un zumbido que iba apagando todos los ruidos a mi alrededor.

«Cielo, agua, mojado, teléfono...» repetía en algún rincón de mi cabeza mientras miraba el cursor parpadear en la pantalla en blanco.

—¿Renata?

El sobresalto me sacudió en un fuerte escalofrío al reconocer la figura de Rafael tocando mi hombro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó y apartó los mechones de pelo de mi rostro.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace un momento, te saludé, ¿no escuchaste nada de lo que te dije?

Miré a la puerta y pude identificar aquello que se había extraviado en mi conciencia, por lo que me levanté a prisa para tomarlo entre mis manos.

—¿Me puedes decir qué es esto?

Rafael frunció el ceño con extrañeza y luego esbozó una sonrisa burlona.

—Es un paraguas, Renata. ¿Qué tienes?

—¡Paraguas! —repetí con la misma emoción que muestra un niño al conocer una palabra completamente nueva—. ¿Puedes creer que lo había olvidado?

Rafael miró hacia la computadora y dio un suave suspiro.

—¿Todavía nada?

—Nunca me había pasado esto, Rafael, debo estar enferma...

—Lo que estás es agotada... Trabajas demasiado últimamente —dijo en un tono que me supo a reproche—. Es natural que se te escapen las ideas...

—Debe ser algo más, ¿o cómo explicas que no reconozca las cosas? —insistí y miré aquel objeto de color azul que todavía escurría las gotas de lluvia—. Paraguas, Rafael, es tan evidente...

—Deberías desconectarte un rato, despejar tu mente...

—No puedo hacer eso —suspiré y dejé el paraguas sobre la mesa—. Sé que la historia está ahí, escondida, enredada en alguna madeja invisible...

—Por lo mismo debes distraerte —propuso y se acercó con esa calma despreocupada—. Ya sabes, uno encuentra las cosas cuando no las está buscando. A ti en lo particular te pasa con frecuencia.

—Esto no es como cuando no encuentro mis llaves, Rafael.

—Es exactamente así y tú lo sabes.

Me bastó con mirar el negro de sus ojos para encontrar la salida del vacío en el que me hallaba. Estaba obsesionada por acomodar las letras que se aglutinaban en mi cabeza, descubrir el hilo suelto por donde desenredar el nudo de mis ideas: buscar el principio, llegar a un final, en línea recta o en un bucle. Mientras reconocía en las expresiones de Rafael ese trayecto, el perfume en su ropa disipaba el misterio. La mezcla de ládano y gardenias que transpiraba los poros de su piel y la humedad de la lluvia que había caído sobre sus hombros despertaban mis aletargados sentidos, como lo hacía el aroma del café por la mañana.

Entonces encontré en sus pupilas el dulce recuerdo del día gris en el que nos conocimos. Colgaban de sus gruesas pestañas los hilos de una historia repasada en mis fantasías. Un cuento suelto, fluido, transparente, como arroyo en la montaña, lleno de todas las palabras imaginables en mi repertorio… pero que habían perdido significado. En aquella breve epifanía me encerró un mórbido silencio, uno que me hizo soltar toda imposición delirante de grandeza. Sin esconder mi tristeza, detuve sus labios y cerré mis ojos.

—Serendipia —murmuré y él, en su vanidad, fingió entenderme para negarme la realidad.

—Me debes una —dijo suavemente y me fue soltando, aliviado.

Me senté frente a la pantalla en blanco y mis manos trémulas se deslizaron en el teclado como las de un músico en su piano. El clac-clac-clac de las teclas me parecía una sinfonía perfecta. No tenía pincel ni pinturas, pero el negro de las letras sobre la hoja en blanco era un paisaje hermoso. Las palabras se entrelazaban una tras otra como los vagones de un tren que me llevaría a explorar el mundo hasta descarrilarse. Noté el aroma del café que Rafael preparó para soportar las horas negras de la noche y la suavidad de la manta que puso rápidamente sobre mis hombros para escudarme del frío antes de irse a dormir.

Mis dedos se separaron por fin del teclado como si soltaran algo muerto y un sollozo escapó de mi pecho. Tomé un sorbo del café. Estaba tan ralo y sin cuerpo, preparado sin alma. Apenas tibio, la prisa y la indiferencia hicieron apagar la llama antes de que llegara a hervir. Sabía que Rafael había dejado un desastre en la cocina, pero lo negaría, como siempre. Pensé en la respiración que logró deslizarse por la línea telefónica, en el clic y el tuc-tuc-tuc, y ese perfume de gardenias en su piel. Estaba segura de que se encontraba hablando con ella para planear otro encuentro como el de aquella tarde de lluvia.

lunes, 18 de agosto de 2025

Perspectivas

Rosario Sánchez Infantas


—Recuperó color… por un momento —Doris dejó el tenedor—. Solo mientras Ríos hacía compresiones.

Pedro alzó la vista. El aceite de las papas todavía le brillaba en los labios.

—¡Gonzales va a decir que no hicieron lo suficiente!

—¡Media hora estuvimos tratando de estabilizarlo!

—Sigue.

Doris volvió a sentir el calor intenso de los focos quirúrgicos, el zumbido del extractor de aire y el olor a formol del quirófano.

Esa noche mientras cenaban, Doris le contaba a Pedro las incidencias de su turno en sala de operaciones, y este describía cómo estuvo el servicio de emergencia, lo cual era habitual en ellos. En el hospital provincial todos se conocían, por lo que disfrutaban esas charlas, a las cuales habían habituado a sus niños. Hoy estaban más locuaces porque les habían pagado el sueldo y, entonces, acostumbraban cenar fuera. Doris, aún conmocionada, relataba lo sucedido en la tarde:

—¡Dale, dale, arriba, arriba, tú puedes!, murmuraba. Ya iba a reiniciar la operación cuando hizo otro paro.

—¿Desfibrilaron? —indaga Pedro mientras corta su filete.

—¡Claro! Así logró un pulso de setenta. ¡Hazlo, debes hacerlo!, pensaba yo. Empezó a respirar sola, aunque agitadamente. ¡Hasta que hizo otro paro!

Le pusimos adrenalina. Parecía irse estabilizando. ¡Tranquila, tu cuerpo lo hará por ti!, le decía mentalmente. Estaba pálida, pero tenía un buen pulso.

—¿Cuánto?

—Ochenta.

—¿Y qué hacía el Flores? —pregunta Pedro mientras mastica una gran porción de papas fritas.

—Ya te imaginarás. Se persignaba una y otra vez ante la medallita de la Virgen María que había puesto en el reloj. La paciente parecía estar en calma. Se me ocurrió que así deben ser los estados zen. Todos respiramos aliviados. Ríos sacudió la cabeza y dijo con decisión: «Cerramos. Antiácidos. Cero tabaco». Entonces la paciente hizo el último paro.  

Terminada la cena, Doris se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la almohada. Pero el sueño no habría de ser reparador, un maullido agudo la sacó del sopor.

—¡Cállate, ya te escuché! ¡Ya va! —gruñó, mientras se revolvía en la cama—. Maldito gato, siempre antes que el despertador.

¿Qué día es hoy? ¡Diablos, es jueves! Los chicos desfilan temprano y no he planchado el uniforme. La monja los va a desaprobar en Conducta. Quizás ya no le den diploma de honor a Carlos, con todo lo que se esfuerza en estudiar. ¡Qué mala madre soy! A las ocho nos van a evaluar y yo no pude asistir a la capacitación porque Yoyita estaba con fiebre. ¡Diablos, rebalsó la leche! Y no hay más.

¿Por dónde empiezo? ¿Qué hago? Hasta el mediodía tengo que hacer mi informe sobre la falta de instrumental. No entiendo cómo firmé sin contar lo que recibía, ahora debo pagar el faltante, pero lo peor es que piensen que he sustraído material del trabajo. ¡No puede ser! ¡Ha muerto! Hace días que no ingreso al patio y he olvidado darle agua al canario. ¿Cómo se educa, así, en valores a los hijos?  Anoche no dejé remojando las menestras que iban a ser nuestro almuerzo. 

Me siento miserable. Así no se puede vivir. No alcanza el tiempo para nada. No hago nada bien ni oportunamente. No disfruto mi trabajo ni criar a mis hijos. Se siguen acumulando mis obligaciones, me dejan sin espacio, este se cierra por ambos costados.

Sí, me esfuerzo, dedico mucho tiempo a mi trabajo, y muy poco a lo más básico para subsistir. Están a mi izquierda las tareas que no logro terminar: las de hace dos meses atrás, las de hace un mes, las urgentes, las que vencen hoy, de las que me acabo de enterar. Me cierran el paso.  Y por la derecha, está el jardín por regar, llevar a los chicos a vacunar, la inscripción a la especialización cuyo plazo vence mañana y tendré que postergar porque no acabo de formular el proyecto de investigación.  Siento que las obligaciones me empujan, me acosan, sus plazos parecen comprimirse.  Y ya no sé por dónde respirar.

Corro a despertar a Pedro. No puede ayudarme en nada. Está con cólicos y diarrea. Me tapo el rostro sudoroso... y, ¡me despierto! Eso pasa por comer mucho en la noche. En el velador el reloj señala las 4:25. Pienso que es un gran alivio que no todo lo que soñé sea cierto, pretendo volver a dormir. Doy algunas vueltas, pero muchos de esos pendientes justifican el sentimiento de ineptitud, agobio y desesperanza. Y así es hoy, y lo fue marzo y en el 2024, en el 2020, en 1990 y... ¡desde que soy adulta!

Y recuerdo la operación fallida de ayer por la tarde. Pasan rápidamente las imágenes desde que anestesiaron a la paciente con úlceras gástricas, los sucesivos paros cardiorrespiratorios, la angustia que experimentamos, las intervenciones, siento calor, el sudor frío perla mi frente y escucho lo que pensaba y sentía sucesivamente: ¡Arriba, arriba, tú puedes! ¡Hazlo, debes hacerlo! Y al final, cuando ya tenía buen pulso: ¡Calma, tu cuerpo lo hará por ti! 

Pienso cómo pude instarle cosas tan diferentes. ¿Qué me gustaría que me dijeran a mí? Está entre: ¡Hazlo, debes hacerlo! y ¡Arriba, arriba, tú puedes! Lo primero me digo siempre y vivo angustiada, corriendo. Probaría diciéndome: ¡Arriba, tú puedes! Cierro los ojos y me imagino estar a mitad del ascenso a la montaña de mi vida.

¡Duele, pero anima a seguir pendiente arriba!

¡Cómo no hacerlo si cuando miro hacia atrás noto que he subido tanto! Una cumbre se abre ante mis ojos retándome a alcanzarla. Siento el cansancio, mis piernas tiemblan, mi respiración es agitada. Vistas las cosas desde esta perspectiva el corazón late excitado pero vigoroso, pienso que se justifica mi fatiga.   

Giro el cuerpo hacia abajo y veo, cada vez más pequeñas, imágenes de algunos sucesos pasados. ¡Cada uno de ellos con su propia melodía e incluso algunos tienen un aroma propio! Con ellos un mar de emociones y pensamientos que se concentran en una idea. Y entonces, el espíritu se va inundando de nostalgia gustosa ante: «Linda promoción». «Gracias por la empatía». «Lo logramos». «Matrimonio de los chicos». «Ingresé». «¡Veinte!». «¿Es copiado el poema que has presentado?».  Leo Dan pone el corazón en cada nota: Jamás podré olvidar la noche que te besé, estas son cosas que pasan y es el tiempo quien después dirá, mientras el sacapuntas afila sueños infantiles y se combinan los rizos de madera perfumada y el aroma a mandarina.

Algunas imágenes también hincan la memoria y el sentimiento: «Me cambian de colegio». «No irás al viaje de promoción». «Tener que usar los zapatos feos». «Papá y mamá no se hablan». Sin embargo, desde esta panorámica las cosas parecen haber tomado su verdadero valor.  

Golpeo mis muslos con los puños, sacudo las piernas, respiro profundamente y echo a andar hacia arriba con la curiosidad de lo que me traerá el senderito sinuoso que trepa la cuesta.

¡Era tan fácil cambiar de perspectiva! Cincuenta años ubicando el pasado a mi izquierda y el futuro a mi derecha, medio siglo con las obligaciones amontonándose a los costados. Ubicando el futuro arriba y adelante, mientras que el pasado atrás y hacia abajo la vida es más retadora y gratificante. ¿Qué pasaría si visualizo el futuro hacia adelante y hacia abajo y el pasado hacia atrás y hacia arriba?

Cierro los ojos y ¡a imaginar!.

Esto sí que es divertido, corro, cuesta abajo, ligera, atrevida, desenvuelta, espontánea. Siento que hay sucesos, memorias, risas y llantos detrás de mí. Ellos y la gravedad aceleran mis piernas, me inclinan hacia adelante, llevo extendidos los brazos a fin de equilibrarme. Siento miedo de la velocidad que voy tomando, pero no deja de ser gracioso. Son mis vivencias, alegres y tristes las que me llevan cuesta abajo. Estoy muy concentrada en no caer, en que mis piernas sigan la velocidad de mi carrera loca, y en no frenar abruptamente saliendo despedida en un brinco descomunal. Apenas si me llegan lejanas algunas imágenes de hechos del pasado que va detrás de mí.

«Ser la niña gorda del salón». «Se murió el monito». «Logré el primer lugar». «Es hombre y está sanito». «Se reeligió el dictador». «Su niño tiene un virus desconocido». «Perdimos las elecciones». Todo se amalgama, anula y pierde importancia. Qué fácil resultó. Todo pasa rápidamente a un segundo plano porque se vuelve el pasado. «El sábado nos mudamos», pero la vida me empuja hacia adelante. ¡Uf! Me duelen el costado y las piernas, me laten las sienes, el corazón parece que se me va a salir de latir tan fuerte y rápido.

No puedo optar entre la última y la penúltima perspectiva. Ambas tienen su encanto. Creo que haré una combinación: el futuro adelante y el pasado atrás, sin inclinaciones. No sé qué resulte. Solo visualizar esa línea me inspira paz, claridad, como si hubiera aprendido a vivir. ¡Era cuestión de perspectiva!