lunes, 7 de abril de 2025

Una vida, muchas vidas

Lucía Yolanda Alonso Olvera

 

No me queda mucho tiempo, por ello, me he propuesto escribir mi historia. Tal vez no sea interesante para todos, pero he tenido experiencias emocionantes y plenas y quisiera dejar testimonio de cómo cambié mi destino.

Nací en una familia mexicana de clase media, mis padres, docentes, daban clases en el Colegio Americano de la capital del país, ahí se habían conocido y después de varios años de noviazgo y de ahorrar para comprar su departamento, se casaron. A los pocos años vine al mundo, fui su única hija.  

Cuando tenía seis años mis padres compraron un coche último modelo y para estrenarlo nos escapamos un puente de vacaciones a Acapulco, recuerdo todavía estar en el mar con mi papá jugando con la pelota y el castillo de arena que construimos en la playa, esas son las únicas imágenes que tengo de estar juntos los tres. Cada vez que estoy cerca del mar y me llega la brisa con su inconfundible olor y escucho la cadencia de las olas vienen a mi memoria estas escenas familiares que siguen siendo entrañables.

Al volver, un camión nos arrolló en la carretera provocando un accidente espeluznante y mis padres murieron ipso facto. Nunca he podido acordarme de nada después del accidente, solo la imagen del camión que se nos vino encima y los gritos de mis padres.  Después, la película de mi vida se borra hasta que despierto en una cama de hospital y veo a mi abuela Estela a mi lado con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar.

Tampoco me acuerdo de cómo me dio la noticia de que había quedado huérfana, solo tengo en la memoria que salí del hospital de la mano de mi abuela, con muchos arañazos en el cuerpo y el brazo derecho enyesado porque sufrí una fractura de radio distal. Esa fractura fue el inicio de una infancia trastocada y todo indicaba que no habría buenos augurios.

Tela, mi abuela materna, se hizo cargo de mí y me llevó a vivir a su casa que estaba muy lejos del Colegio Americano, donde empecé la primaria y que me ofreció una beca de orfandad para cursar mi educación básica.

Todas las mañanas pasaba muy temprano el autobús a recogerme. Por las tardes me recibía en la parada, Catita, una vecina que me hizo el favor durante toda la primaria, de recibirme en su casa, darme de comer y ayudarme a hacer las tareas, porque mi abuela trabajaba de enfermera en un hospital y llegaba hasta las siete de la noche a recogerme.

Fueron unos años de tristeza y soledad, extrañaba mucho a mis padres, pero siendo honestos, Catita fue mi segunda mamá, una estupenda compañía, cariñosa y paciente conmigo. Creo que ella fue el primer ángel que mis padres me enviaron para cuidarme y apapacharme.

Con Catita lo pasé bien, era muy religiosa y ordenada, iba los fines de semana a la iglesia. Los sábados siempre tenía jolgorio con los feligreses y, como le gustaba cocinar, todos los martes empezaba a hacer planes de los platillos que iba a preparar para llevar a las fiestas. Generalmente siempre aportaba un plato fuerte y un postre.

Con Catita le tomé el gusto a la cocina, le ayudaba a pelar las zanahorias, los chícharos, las papas, los ajos, a picar la cebolla y los jitomates, a desvenar los chiles, a batir los huevos, salpimentar los platillos, a reconocer las hierbas de olor y un sinfín de secretos culinarios que me compartía. Como yo era muy pequeña, compró un banquito especial para que me subiera y alcanzara a mover los guisados en la lumbre y agregar los ingredientes. Esas tardes a su lado cocinando fueron los momentos más cálidos de mi infancia junto al fogón y la presencia alegre de Catita.

Hace unos años, cuando se puso muy enferma y me escribió, la fui a ver al hospital para despedirme de ella. Fue cuando me confesó que gracias a que me quedé huérfana y llegué a su vida se salvó de una terrible soledad, ya que dos años antes había enviudado y con mi compañía su existencia cobró de nuevo sentido.  

Ahora reparo en que, cocinando con Catita dejé de sentirme desamparada, empecé a disfrutar de los sabores y olores de la comida. Me encantaba agregar las hierbas aromáticas e ir degustando el cambio de sabor en cada guiso que preparábamos, esos recuerdos los tengo muy nítidos y cuando cierro los ojos y pienso en ello regreso de inmediato a esa cocina y puedo olfatear el aroma de la comida que condimentábamos juntas.

Mientras cocinábamos, Catita siempre ponía la radio y escuchábamos música. Le gustaba la clásica y también los boleros, era muy entonada y cantábamos juntas, así me aprendí muchas viejas canciones de aquella época y me hice melómana.

A mi abuela Tela la veía poco, me recogía en las noches muy cansada y nos íbamos a casa para cenar y dormir. Ella no era una mujer fácil, su vida fue dura, trabajaba en la mañana en un hospital público y por las tardes como enfermera de una pequeña clínica privada cerca de nuestro hogar. Necesitaba dos salarios para que pudiéramos vivir cómodas y modestamente. Nunca fue parlanchina como Catita y se le daba mal cocinar, así que los sábados comíamos, generalmente, una carne asada con ensalada y por las tardes me llevaba al cine. 

A Tela, le gustaba leer novelas y siempre fue organizada y previsora. El departamento que compraron mis padres lo alquiló y ese dinero lo ahorró para que yo pudiera vivir en caso de que ella me faltara.

Cuando acabé la primaria, el colegio me quitó la beca de orfandad y mi abuela no podía darse el lujo de pagar una colegiatura tan cara. En las vacaciones decidimos buscar una escuela secundaria pública, pero Catita influyó para que ese no fuera mi destino, le sugirió a mi abuela ir a ver una escuela de monjas que estaba relativamente cerca de casa y bastante accesible de precio y en donde podían aceptarme como interna.

Yo no tenía ni voz ni voto, pero no me pareció mala idea convivir con chicas de mi edad en el internado y las instalaciones de la escuela no estaban mal, no eran lujosas, pero eran cómodas, limpias y ordenadas. La escuela estaba entre los dormitorios y el convento. Era pequeña y austera, solo tenía tres salones, uno para cada grado de la secundaria, la biblioteca, un salón de actos, el laboratorio, un patio con una cancha de voleibol y el huerto.  La mitad de las niñas éramos internas, la otra se iba a su casa a las dos de la tarde que terminaban las clases. Después de comer, las internas hacíamos la tarea en la biblioteca y luego teníamos labores en el convento.

Desde el primer día como interna, le pedí a Sor Alicia, la madre superiora, incorporarme para ayudar en la cocina y fui aceptada de inmediato.  No tengo la menor duda de que fue ahí donde me convertí en una excelente cocinera y eso fue determinante para mi vida.

Sor Chabe era la cocinera del convento, en cuanto llegué congeniamos de inmediato y me fui haciendo poco a poco su mano derecha. Muchos de los guisados que hice con Catita se los enseñé y con eso me granjeé su cariño y aceptación. Sin embargo, con Sor Chabe aprendí a preparar miles de platillos, varios tipos de moles, tamales, chiles en nogada, cochinita pibil, pozoles y una infinidad de postres y galletas deliciosas.

Después de hacer la tarea, me pasaba a la cocina para recibir las indicaciones de Sor Chabe, luego corría al huerto a recolectar los ingredientes que íbamos a utilizar y toda la tarde cocinábamos y escuchábamos música. De aquella época, mis recuerdos son profundamente sensoriales: me persiguen los olores de los condimentos y las hierbas, el intenso calor de los fogones y las risas que nos provocaban las simpáticas ocurrencias de Sor Chabe para agregar siempre nuevos ingredientes para mejorar los platillos.

Catita, al entrar al internado, me había regalado su radio y de inmediato lo coloqué en la cocina. Ahí empezamos a escuchar un famoso programa vespertino de jazz que nos inspiraba para preparar los alimentos. Nunca he olvidado las canciones de Billy Holiday, Duke Ellington, Ella Fitzgerald y Sinatra. Estos años los recuerdo con nostalgia y alegría. Con Chabe trabajábamos tres internas huérfanas: Flora, Selma y yo. Durante este tiempo, además de aprender a cocinar muy bien, nos hicimos íntimas amigas y construimos entre las cuatro un fuerte e inquebrantable lazo de cariño y solidaridad.

En la secundaria, las monjas también nos enseñaron a coser y a bordar ya que era el único taller que había en la escuela para aprender un oficio. Sor Adriana, la maestra del taller, era la monja más joven del convento y la que nos alentó a hacernos nuestras primeras minifaldas y blusas strapless, que en esa época estaban de moda. De ella aprendí a combinar los colores para diversos tipos de prendas y distinguir, a través de la textura y el olor de las telas, la calidad de las lanas, linos y algodones. El ambiente del taller de costura era íntimamente femenino y gozábamos con ver en las revistas las últimas novedades de los más famosos diseñadores de moda en Europa.  

Recuerdo que Catita me compraba saldos de telas cuando iba al centro y los fines de semana que acudía a casa me las entregaba para mis nuevos diseños. Le tomé el gusto también a la costura y aprendí a hacer patrones. Corté y cosí muchas prendas, le hice varios uniformes de enfermera a mi abuela con su nombre delicadamente bordado.

Cuando terminé la secundaria, las monjas me convencieron de meterme a novicia. Acepté la propuesta, aunque no tenía vocación religiosa, pero también es cierto, que no sentía que tuviera un hogar cálido donde vivir. Mi abuela era distante y no habíamos construido un lazo afectivo que nos uniera. Sin embargo, ella puso como condición que me podía ir de monja, siempre y cuando estudiara el bachillerato en el sistema de educación a distancia, para que si algún día descubría mi verdadera vocación pudiera seguir estudiando.

Como era una buena alumna no puse reparos y las monjas aceptaron gustosas, pues había muy pocas muchachas que quisieran entrar al convento.

Cuando ingresé en el noviciado, empecé a desarrollarme físicamente, ya que hasta la secundaria tuve cuerpo y cara de niña. Crecí mucho, alcancé pronto a medir un metro setenta, se me formaron las curvas del cuerpo y me convertí en una mujer atractiva. Poco a poco fui descubriendo mi cuerpo y los deseos sexuales fueron despertando paulatinamente. Durante esos años seguí trabajando en la cocina con Sor Chabe, quien ya se fiaba de mí para dejarme diseñar los menús y dirigir a las ayudantas.

Además de las clases de religión, estudié el bachillerato en el sistema a distancia, por lo que tenía que ir los fines de semana a presentar exámenes fuera del convento y aprovechaba después para escaparme al cine con mis amigas o con Catita.

Creo que las monjas siempre se hicieron de la vista gorda conmigo. Sabían que no me quedaría con ellas por mucho tiempo, pero me querían porque era fresca y alegre, cocinaba bien, cosía, les hacía y les arreglaba su ropa y les ayudé a formar el coro, que unos años más tarde se hizo bastante famoso.

Fue una época en la que sentí mucho afecto, hice lazos muy estrechos con varias monjas, entendí las carencias y las limitaciones económicas y sociales que las llevaron a ponerse los hábitos y comprendí que la mayoría no tenían opción para construirse una vida independiente, lejos de la violencia y la miseria familiar.   

Cuando terminé el bachillerato decidí salirme del convento y esto fue gracias a que Flora me buscó, porque recién se había casado con Melchor, un muchacho guapo y rico y quien le ofreció invertir en un negocio para que se entretuviera mientras él se hacía millonario.

No lo dudé ni un segundo, me despedí llorando de mis queridas y adorables monjas y me fui a vivir unos meses con mi abuela, mientras arrancamos nuestro proyecto.

La suegra de Flora, doña Nuria, tenía una casa muy grande en una zona céntrica y exclusiva de la ciudad y nos propuso poner la pastelería en un local anexo a la entrada de la casa. Con el dinero que nuestro socio capitalista invirtió equipamos y abrimos nuestra hermosa pastelería «Catita».

Como estábamos ubicadas en uno de los mejores barrios del centro de la ciudad y nuestros pasteles, gelatinas y galletas eran riquísimas, tuvimos éxito muy pronto.

Doña Nuria de inmediato se unió al grupo de pasteleras, porque era una mujer rica, sola y viuda, que estaba profundamente aburrida. A los tres meses de abrir el negocio me invitó a irme a vivir a su casa porque yo no tenía coche y perdía mucho tiempo en los trayectos de la pastelería a casa de mi abuela.

Me mudé con doña Nuria y fue una de las mejores decisiones que tomé en la vida. Ella era una mujer distinguida, culta y sobre todo generosa. No solo me dio alojamiento para estar al lado del negocio, sino que me acogió en su vida, me introdujo en ese mundo sofisticado de los ricos y me impulsó a seguir estudiando.

Ella había sido profesora de inglés y francés y me planteó enseñarme ambas lenguas a cambio de que yo le diseñara y le hiciera vestidos elegantes. Me daba las clases en las noches, una vez que cerrábamos la pastelería y gracias a ella aprendí a hablar perfectamente los dos idiomas, además me asesoraba para arreglarme bien, sacarme partido y a explotar mis cualidades.  Ella tuvo dos hijos y decía que le había faltado tener una hija y yo era esa chica que tanto había deseado.

Mientras tanto, Flora y yo aprendíamos con Melchor a administrar el negocio que iba viento en popa.  Para festejar el tercer aniversario de la pastelería organizamos una fiesta y doña Nuria invitó a un amigo francés que estaba en México de vacaciones con su hijo Jacques, un muchacho un poco mayor que yo, delgado, alto, con la nariz afilada y la cara larga, parecía un pájaro. Desde que nos vimos nos gustamos y nos enamoramos.

Jacques vivía en París y durante un año vino cuatro veces a verme hasta que me convenció de irme con él. Nunca había pensado que mi vida podía dar un giro así de tremendo, pero estaba perdidamente enamorada y tenía ganas de salir volando. Flora se quedó con la pastelería al lado de doña Nuria, y les fue tan bien que ahora las hijas de Flora están a cargo de una cadena de siete sucursales en distintos puntos de la Ciudad de México.

A París llegué cuando recién cumplí veintiocho años, muy enamorada y llena de ilusiones. Pronto encontré trabajo en la Brasserie Gallopin, un histórico y reconocido restaurante situado al lado de la Place de la Bourse, en donde aprendí los secretos de la cocina burguesa tradicional francesa.

Ahí estuve tres años trabajando muy duro, hasta que un día, muy cansada, decidí que tenía que emprender algún proyecto propio en Francia, me había casado con Jacques, ya estaba asentada y quería formar una familia.

Volví a la Ciudad de México de vacaciones para ver a Tela, a Catita, a mis monjas y a mis amigas. Mi abuela me sorprendió al entregarme el dinero que había ahorrado para mí, desde que mis padres habían muerto, así como las escrituras del departamento para que hiciera con él lo que más me conviniera.  

Le dejé a mi abuela la mitad del dinero en una cuenta de inversión que Melchor le manejó hasta que ella murió y así le garanticé una vejez sin apuros. Me llevé a Francia el resto del dinero que junté con lo que me dieron por la venta del departamento y con ese capital monté una pequeña cafetería en el Barrio Latino de París, llamada L´Etoile.  Fue un éxito de inmediato con las recetas de los pasteles y galletas de Catita y de Sor Chabe. Selma, mi vieja amiga de los años de internas en el convento, acababa de terminar una especialidad en gastronomía en la L´Ecole Ducasse de París, se entusiasmó con la pastelería, se quedó trabajando a mi lado y algunos años después nos hicimos socias.

Mientras tanto, mi relación con Jaques se fue enfriando, no compartíamos muchos intereses, yo me volqué en el negocio y reconozco que no le puse mucha atención a la relación.  Nos divorciamos y nos despedimos en buenos términos y se fue a vivir al sur de Francia.

Soltera de nuevo y con un buen negocio montado en París, hice mucha vida social nocturna y me dediqué a recorrer los bares con una pandilla de amigos pachangueros. Una noche, de casualidad, llegamos al Duc des Lombards, un famoso bar de jazz parisino. Después de varias copas acabé en el foro cantando. Nunca hubiera pensado que podía dedicarme a ser cantante de jazz, pero ahí empezó una nueva fase de mi vida.

En mi nueva racha bohemia le dejé casi por completo la cafetería a Selma mientras cantaba en los mejores bares de jazz de París, hasta que me integré a una banda y organizamos varias giras para presentarnos en diversas ciudades europeas. Esta etapa fue loca, estrepitosa y muy divertida. Me alcoholicé y fumé mucho y le di vuelo a la hilacha.

Cuando cumplí cincuenta me volví a enamorar perdidamente de Saad, un famoso productor musical marroquí y me fui a vivir con él a su departamento cerca de la iglesia de La Madelaine. La cafetería seguía dejando buenos ingresos, pero yo ya no tenía interés en ese negocio y quería un cambio de vida así que decidí venderle mi parte a Selma, quien ya había formado familia y tenía dos hijos.

Unos años más tarde dejamos Francia, nos casamos y nos vinimos a Marrakech. Dejé de cantar en los bares y empecé a tener una vida más tranquila en esta bella ciudad llena de color y cultura. Ya solo canto mientras cocino, como lo hacía con mi adorada Catita. Con el dinero de la cafetería abrí, dentro de la Medina, una linda tienda de artesanías y de ropa que diseñamos varias amigas y yo.

Estoy cerca de cumplir setenta años, hace cuatro me detectaron un cáncer muy invasivo en los huesos que es doloroso y ha ido acabando conmigo. Sé que muy pronto me iré. He tenido en una vida, muchas vidas. Perdí de muy pequeña a mis padres, pero conocí infinidad de personas amables y cariñosas a las que quiero y me han querido y es importante, antes de marcharme, agradecerles a todos, porque he sido inmensamente feliz y gracias a que aproveché con toda libertad las oportunidades que me ofreció la vida pude cambiar mi destino.

1 comentario:

  1. Lucía, me ha dado mucho gusto leerte de manera fluida, honesta y clara; indicutiblemente has tenido una vida digna de narrar, y en breves palabras nos das a conocer los diferentes caminos de tu intensa vida. Te felicito de verdad, y deseo (como todos quisieramos), que tengas una partida tranquila y sin dolor. Que Dios te bendiga.

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