miércoles, 26 de marzo de 2025

Los tres hijos

Doris Verónica Martínez Méndez


Lejos había dejado don Porfirio su pedazo de tierra aquel fatídico Domingo de Ramos para rendir sus respetos en la peregrinación hacia las exequias del abogado de los pobres, monseñor Romero. Bajo el sol abrasador tostándole la piel, renqueando con sus viejos caites de cuero en aquella tierra extraña y empapada de sangre inocente, el anciano cargaba la fe de que el cielo podría abrirse en el acogimiento del santo y liberaría al pueblo sufriente de la iniquidad que había colmado el vaso. Era apenas un alma entre más de cien mil que asistían con el mismo pesar. Pedía el milagro especialmente para sus tres hijos, por quienes temía con profundo desasosiego.

Era un campesino de raíces humildes, dedicado a la cosecha del frijol en su natal Ojos de Agua, Chalatenango, donde había nacido. Experto en el arado y la hoz, sus manos estaban llenas de callosidades con uñas ennegrecidas aunque las lavara con frecuencia. No conocía la redondez de la «O», ni cualquier letra del abecedario, pero había construido su rancho calculando los ladrillos justos para levantar sus paredes. Trajo al mundo seis hijos, de los cuales vivieron tres. El último parto se llevó a su mujer y le dejó una criatura que nadie creyó que sobreviviría, pero lo hizo.

Se acercaba a su vejez con los rasgos endurecidos por haberse asoleado toda su vida en la campiña. Su piel blanca y acartonada se había agrietado y la tenía salpicada de manchas, su cuerpo estaba encorvado por la siembra de tanta semilla y el zarco de sus ojos se rodeaba de un anillo grisáceo, pero mantenía la mirada dulce de un hijo predilecto de Dios, practicando la piedad con el prójimo. Eran tiempos difíciles y en ellos había obtenido la gracia de la esperanza escuchando las homilías de aquel siervo de Dios, cuya muerte lo había sacudido con el terror de lo que esto significaría para su familia.

El fin de semana anterior los había tenido por última vez en su rancho. Rubén, el mayor, estaba de licencia después de tres meses de misiones oficiales y acuartelamiento y buscaba, más que la calidez de su hogar, el calor del lecho que le ofrecía Frida, la humilde campesina que ayudaba a don Porfirio con los quehaceres.

Le gustaba verla tan arisca y esquiva cuando se ocupaba en la cocina, afanada en varios oficios a la vez. Le divertía su nerviosismo para encender el fogón y disfrutaba su experticia con el metlapil sobre el metate, triturando el maíz cocido con movimientos ágiles de sus muñecas, atrayéndole especialmente el vaivén de sus pechos prominentes que alcanzaba a notar entre la abertura del escote en su vestido de manta. Buscaba sus regaños y reproches cuando picaba de la masa cruda o pellizcaba la carne de sus caderas.

—Estate quieto, Rubén —reprendía con unos suaves golpes a sus manos traviesas—. Dejá la masa, parecés perico, te vas a empachar. Mejor salte de aquí.

—Dejame ayudar.

—Yo sé cómo tengo todo aquí, más ayuda el que no estorba.

—Puedo echar tortillas tan bien como vos —insistía y tomaba un poco de masa entre sus palmas—. Yo ayudé a criar a los payulos de mis hermanos cuando papá se iba a sembrar.

—Se nota —afirmaba con una risa burlona y le apartaba el huacal de masa—. Mirá nomás esa tortilla, ¡parece caite!

Rubén lanzaba un poco de masa a su rostro como reproche y en la riña terminaban retozando entre las cazuelas y los cachivaches, luego ella lo amenazaba con un cucharón y él se escapaba, dejándola tranquila.

—Todo un militar y te asusta un cucharón —se burlaban sus hermanos.

—No es el cucharón, sino la mujer —defendía su padre—. Y es de sabios dar la retirada si quieren ganar la batalla con una.

Llegada la noche, Rubén tomaba un vaso de aguardiente mientras esperaba ansioso bajo el cobijo del árbol de almendro a que ella volviera de la pileta donde se lavaba el tizne de su rostro y enjuagaba el ahumado de su cuerpo. Los aceites de sapuyulo le dejaban la piel suave, con un aroma dulce y aterciopelado que encendía los instintos más que la urgencia por romper la abstinencia del encierro en el cuartel y olvidar el desasosiego que le daba el conflicto armado.

—¿Y si no volvés al cuartel? —preguntaba ella y se acurrucaba a su lado mientras él fumaba un cigarro.

—Si deserto me fusilan, Frida, más ahora como están las cosas.

—No me gusta cómo están las cosas. Rodolfo…

—Rodolfo es un pajuato, no le hagás caso en lo que dice, siempre se ha llenado la cabeza con ideas ajenas porque no puede hacérselas propias.

—Los muertos de la prensa no son ideas, Rubén.

—Mantener el orden es difícil, Frida, cualquier rebelde se aprovecha para hacer vergaceo. Somos los buenos, ¿no creés que soy de los buenos? —preguntaba y al no tener respuesta buscaba su mirada esquiva.

—No serás tan inocente para creer eso, ¿verdad?

—Puedo demostrarte que de inocente no tengo un pelo —bromeaba, apagando el cigarro para luego deslizarse sobre su cuerpo desnudo.

Roque, el menor de los hijos, era el niño de oro de la casa. Luego de sobrevivir los días del novenario de su difunta madre, se convirtió en el protegido de todos. Rubén se había esmerado en lograr que terminara sus estudios y fuera el primero en sacar una carrera universitaria. Era de salud frágil y facciones delicadas, pero tenía una mente ágil y brillante; taciturno y asiduo a la lectura, podría haber sido abogado o médico, pero se había decidido por las letras.

—Te vas a morir de hambre, soquete —reprochaba Rubén cada vez que podía—. Ser escritor en este país no te dará de hartar.

—Podría ser un buen columnista en el periódico.

—¿Has leído las noticias últimamente?

—Vos dejalo —defendía Rodolfo—, que si le pagan por cada muerto del que escriba, se hará rico. Pero si decís demás, chele, te hacen callar de un plomazo.

Rodolfo era el hijo de en medio, de carácter tosco y costumbres agrestes. Se había quedado atrás en sus estudios por no haber aprendido nunca a empuñar bien un lápiz, pese a los intentos de sus maestros por ayudarle, y decidió permanecer junto a su padre trabajando la tierra. Empezaba a formarse ideas revolucionarias según la represión política escalaba al punto de no retorno, pero Rubén no lo tomaba en serio por considerarlo un burro sin remedio.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvieron todos juntos. Rubén estaba asignado al Cuartel San Carlos en la capital, mientras que Roque ocupaba una pieza en una pensión del centro de San Salvador los días de clases, cuando no había cierres por marchas estudiantiles y balaceras. Esa semana se encontraba varado con su padre después de que miembros de la guardia nacional lo golpearan por no portar su carnet universitario, creyéndolo infiltrado de la guerrilla. La había librado por saber decir a tiempo el nombre de su hermano, el recién promovido teniente, Rubén Molina.  

—Si no tenés tu carnet, no salgás, Roque —reprendió Rubén al ver la severidad de sus lesiones—. La próxima vez no te dará tiempo de darles explicaciones y van a zamparte un balazo que ni yo podré recriminar, ¿entendiste?

—Entonces —intervino Rodolfo con el cigarro pegado a sus labios mientras se mecía en la hamaca del corredor—, ¿te parece bien lo que esos hijos de puta hicieron?

—Date cuenta de que las cosas no están para jugársela, Rodolfo. La guerrilla va ganando terreno y tenemos que defendernos.

—¿Eso creés que están haciendo? Mirá cómo dejaron a Roque, ¿se estaban defendiendo de este inútil? Un día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a la Frida y van a matar a tu gente. ¿Tampoco se los vas a recriminar? Decime algo, ¿a cuántos has matado vos ya?

Rubén se levantó de su silla, enfurecido, y fue hacia su hermano, dispuesto a tirarle los dientes de un manotazo, pero se interpuso su padre. El sonido estertoroso de la radio cobró volumen en aquel frágil silencio.

—… Mon… ñor… Osc… Ar… fo Romero fue asesinado… mien… oficiab… misa… en la Capilla de la Divina Misericordia.

Todos voltearon hacia la vieja caja sonora con distintas expresiones. Roque saltó con su muleta a dar volumen y alargar la antena para limpiar la interferencia. Don Porfirio buscó la silla para sentarse, sus rodillas no soportaron el peso de la impresión. Rodolfo se levantó de la hamaca, boquiabierto, con el cigarro pegado a su labio inferior y le dio una mirada abatida a Rubén, quien solamente pasó sus manos entre sus cabellos con una expresión atribulada.

—¿Vos sabés algo? —increpó con un temblor en su voz.

—Que se nos vino la puta guerra encima —respondió Rubén con un tono sombrío y miró a su padre sollozando en la esquina.

Frida había salido de la cocina y buscó la figura borrosa de Rubén, a causa de las lágrimas en sus ojos, sin importarle el humo de la comida que se quemaba sobre las llamas. Él esquivó su mirada y sin esperar más, tomó su pistola de la mesa y salió de la casa.

Rodolfo, por su parte, tiró el cigarro al piso para apagarlo, tomó el machete colgado en la pared y salió por los matorrales.

Transcurrió la semana sin tenerse noticias de alguno de los dos.

—¡Roque! —llamó Frida y corrió a subir el volumen de la radio—. ¡Algo pasó en la catedral!

Roque salió de su habitación, aturdido.

«Lo ocurrido este domingo es un hecho lamentable y se solicita a los ciudadanos honrados que no salgan de sus casas —informó la voz grave del noticiero—. El ejército salvadoreño tiene orden de tomar las calles y restablecer el orden. Se declara estado de sitio».

Roque se sentó en la misma silla donde se sentara su padre seis días atrás y miró a Frida que mordía sus dedos en total pánico.

Mientras tanto, en la explanada de la plaza Gerardo Barrios, ahí donde se pintó un mar de colores por las flores, sombrillas, palmas y pancartas de los miles que llegaron, quedaba nada más el gris de un desierto lleno de bolsos, biberones, mantas, zapatos y sangre. La mesa del altar exterior estaba rota frente a la Catedral Metropolitana y las hostias sin consagrar, dispersas en las cunetas. Las figuras de Cristóbal Colón e Isabel de Castilla al frontispicio del Palacio Nacional tenían incontables agujeros de balas. Dos buses terminaban de arder formando una columna de humo negro y acre. Un par de caites de cuero quedaron en la escalinata de la catedral con las flores dispersas de un féretro insepulto que se alineaba con una pila de cuerpos sin vida. Al costado de la plaza remolineaba con la brisa vespertina una pisoteada y ennegrecida pancarta: «NO MATARÁS».

«“Un día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a la Frida y van a matar a tu gente…”, había dicho Rodolfo, sin imaginar que ese día llegaría apenas dos meses después, el catorce de mayo, con el allanamiento de aquel humilde rancho por fuerzas armadas en un operativo antiguerrilla en las cercanías del río Sumpul. Sus aguas se cubrieron del negro de los buitres, el aire se saturó del olor agrio de la muerte y la tierra se embebió con la sangre inocente de más de trescientos refugiados que fueran masacrados sin tregua en horas en las que el mismo Dios debió apartar la mirada».

Roque soltó la pluma y miró fijamente aquella hoja escrita a garabatos por el temblor de su mano. Se quitó los lentes y apretó su puente nasal, gruesas lágrimas salieron de sus ojos celestes y bajaron entre las arrugas de su rostro. Un sollozo trajo el recuerdo de su tata y sus dos hermanos, desaparecidos por no saberlos dar por muertos, como tantos más. Su regreso a los estudios lo había salvado de encontrarse en su hogar aquella hora macabra y se lamentaba que Frida no tuviese la misma suerte.

«Al nacer, nadie creyó que sobreviviría —recordaba constantemente—, y la verdad, no sé si debí hacerlo».

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