Doris Verónica Martínez Méndez
Lejos había dejado don Porfirio su pedazo de tierra aquel fatídico Domingo de Ramos para rendir sus respetos en la peregrinación hacia las exequias del abogado de los pobres, monseñor Romero. Bajo el sol abrasador tostándole la piel, renqueando con sus viejos caites de cuero en aquella tierra extraña y empapada de sangre inocente, el anciano cargaba la fe de que el cielo podría abrirse en el acogimiento del santo y liberaría al pueblo sufriente de la iniquidad que había colmado el vaso. Era apenas un alma entre más de cien mil que asistían con el mismo pesar. Pedía el milagro especialmente para sus tres hijos, por quienes temía con profundo desasosiego.
Era
un campesino de raíces humildes, dedicado a la cosecha del frijol en su natal Ojos
de Agua, Chalatenango, donde había nacido. Experto en el arado y la hoz, sus
manos estaban llenas de callosidades con uñas ennegrecidas aunque las lavara
con frecuencia. No conocía la redondez de la «O», ni cualquier letra del
abecedario, pero había construido su rancho calculando los ladrillos justos
para levantar sus paredes. Trajo al mundo seis hijos, de los cuales vivieron
tres. El último parto se llevó a su mujer y le dejó una criatura que nadie creyó
que sobreviviría, pero lo hizo.
Se
acercaba a su vejez con los rasgos endurecidos por haberse asoleado toda su
vida en la campiña. Su piel blanca y acartonada se había agrietado y la tenía salpicada
de manchas, su cuerpo estaba encorvado por la siembra de tanta semilla y el zarco
de sus ojos se rodeaba de un anillo grisáceo, pero mantenía la mirada dulce de
un hijo predilecto de Dios, practicando la piedad con el prójimo. Eran tiempos
difíciles y en ellos había obtenido la gracia de la esperanza escuchando las
homilías de aquel siervo de Dios, cuya muerte lo había sacudido con el terror
de lo que esto significaría para su familia.
El
fin de semana anterior los había tenido por última vez en su rancho. Rubén, el
mayor, estaba de licencia después de tres meses de misiones oficiales y acuartelamiento
y buscaba, más que la calidez de su hogar, el calor del lecho que le ofrecía Frida,
la humilde campesina que ayudaba a don Porfirio con los quehaceres.
Le
gustaba verla tan arisca y esquiva cuando se ocupaba en la cocina, afanada en
varios oficios a la vez. Le divertía su nerviosismo para encender el fogón y disfrutaba
su experticia con el metlapil sobre el metate, triturando el maíz cocido con movimientos
ágiles de sus muñecas, atrayéndole especialmente el vaivén de sus pechos prominentes
que alcanzaba a notar entre la abertura del escote en su vestido de manta. Buscaba
sus regaños y reproches cuando picaba de la masa cruda o pellizcaba la carne de
sus caderas.
—Estate
quieto, Rubén —reprendía con unos suaves golpes a sus manos traviesas—. Dejá la
masa, parecés perico, te vas a empachar. Mejor salte de aquí.
—Dejame
ayudar.
—Yo
sé cómo tengo todo aquí, más ayuda el que no estorba.
—Puedo
echar tortillas tan bien como vos —insistía y tomaba un poco de masa entre sus
palmas—. Yo ayudé a criar a los payulos de mis hermanos cuando papá se iba a
sembrar.
—Se
nota —afirmaba con una risa burlona y le apartaba el huacal de masa—. Mirá
nomás esa tortilla, ¡parece caite!
Rubén
lanzaba un poco de masa a su rostro como reproche y en la riña terminaban
retozando entre las cazuelas y los cachivaches, luego ella lo amenazaba con un
cucharón y él se escapaba, dejándola tranquila.
—Todo
un militar y te asusta un cucharón —se burlaban sus hermanos.
—No
es el cucharón, sino la mujer —defendía su padre—. Y es de sabios dar la
retirada si quieren ganar la batalla con una.
Llegada
la noche, Rubén tomaba un vaso de aguardiente mientras esperaba ansioso bajo el
cobijo del árbol de almendro a que ella volviera de la pileta donde se lavaba
el tizne de su rostro y enjuagaba el ahumado de su cuerpo. Los aceites de
sapuyulo le dejaban la piel suave, con un aroma dulce y aterciopelado que encendía
los instintos más que la urgencia por romper la abstinencia del encierro en el
cuartel y olvidar el desasosiego que le daba el conflicto armado.
—¿Y
si no volvés al cuartel? —preguntaba ella y se acurrucaba a su lado mientras él
fumaba un cigarro.
—Si
deserto me fusilan, Frida, más ahora como están las cosas.
—No
me gusta cómo están las cosas. Rodolfo…
—Rodolfo
es un pajuato, no le hagás caso en lo que dice, siempre se ha llenado la cabeza
con ideas ajenas porque no puede hacérselas propias.
—Los
muertos de la prensa no son ideas, Rubén.
—Mantener
el orden es difícil, Frida, cualquier rebelde se aprovecha para hacer vergaceo.
Somos los buenos, ¿no creés que soy de los buenos? —preguntaba y al no tener
respuesta buscaba su mirada esquiva.
—No
serás tan inocente para creer eso, ¿verdad?
—Puedo
demostrarte que de inocente no tengo un pelo —bromeaba, apagando el cigarro
para luego deslizarse sobre su cuerpo desnudo.
Roque,
el menor de los hijos, era el niño de oro de la casa. Luego de sobrevivir los
días del novenario de su difunta madre, se convirtió en el protegido de todos. Rubén
se había esmerado en lograr que terminara sus estudios y fuera el primero en
sacar una carrera universitaria. Era de salud frágil y facciones delicadas,
pero tenía una mente ágil y brillante; taciturno y asiduo a la lectura, podría haber
sido abogado o médico, pero se había decidido por las letras.
—Te
vas a morir de hambre, soquete —reprochaba Rubén cada vez que podía—. Ser escritor
en este país no te dará de hartar.
—Podría
ser un buen columnista en el periódico.
—¿Has
leído las noticias últimamente?
—Vos
dejalo —defendía Rodolfo—, que si le pagan por cada muerto del que escriba, se
hará rico. Pero si decís demás, chele, te hacen callar de un plomazo.
Rodolfo
era el hijo de en medio, de carácter tosco y costumbres agrestes. Se había
quedado atrás en sus estudios por no haber aprendido nunca a empuñar bien un
lápiz, pese a los intentos de sus maestros por ayudarle, y decidió permanecer
junto a su padre trabajando la tierra. Empezaba a formarse ideas
revolucionarias según la represión política escalaba al punto de no retorno,
pero Rubén no lo tomaba en serio por considerarlo un burro sin remedio.
Había
pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvieron todos juntos. Rubén estaba
asignado al Cuartel San Carlos en la capital, mientras que Roque ocupaba una
pieza en una pensión del centro de San Salvador los días de clases, cuando no había
cierres por marchas estudiantiles y balaceras. Esa semana se encontraba varado con
su padre después de que miembros de la guardia nacional lo golpearan por no portar
su carnet universitario, creyéndolo infiltrado de la guerrilla. La había
librado por saber decir a tiempo el nombre de su hermano, el recién promovido teniente,
Rubén Molina.
—Si
no tenés tu carnet, no salgás, Roque —reprendió Rubén al ver la severidad de
sus lesiones—. La próxima vez no te dará tiempo de darles explicaciones y van a
zamparte un balazo que ni yo podré recriminar, ¿entendiste?
—Entonces
—intervino Rodolfo con el cigarro pegado a sus labios mientras se mecía en la
hamaca del corredor—, ¿te parece bien lo que esos hijos de puta hicieron?
—Date
cuenta de que las cosas no están para jugársela, Rodolfo. La guerrilla va
ganando terreno y tenemos que defendernos.
—¿Eso
creés que están haciendo? Mirá cómo dejaron a Roque, ¿se estaban defendiendo de
este inútil? Un día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a
la Frida y van a matar a tu gente. ¿Tampoco se los vas a recriminar? Decime
algo, ¿a cuántos has matado vos ya?
Rubén
se levantó de su silla, enfurecido, y fue hacia su hermano, dispuesto a tirarle
los dientes de un manotazo, pero se interpuso su padre. El sonido estertoroso
de la radio cobró volumen en aquel frágil silencio.
—…
Mon… ñor… Osc… Ar… fo Romero fue asesinado… mien… oficiab… misa… en la Capilla
de la Divina Misericordia.
Todos
voltearon hacia la vieja caja sonora con distintas expresiones. Roque saltó con
su muleta a dar volumen y alargar la antena para limpiar la interferencia. Don
Porfirio buscó la silla para sentarse, sus rodillas no soportaron el peso de la
impresión. Rodolfo se levantó de la hamaca, boquiabierto, con el cigarro pegado
a su labio inferior y le dio una mirada abatida a Rubén, quien solamente pasó
sus manos entre sus cabellos con una expresión atribulada.
—¿Vos
sabés algo? —increpó con un temblor en su voz.
—Que
se nos vino la puta guerra encima —respondió Rubén con un tono sombrío y miró a
su padre sollozando en la esquina.
Frida
había salido de la cocina y buscó la figura borrosa de Rubén, a causa de las
lágrimas en sus ojos, sin importarle el humo de la comida que se quemaba sobre
las llamas. Él esquivó su mirada y sin esperar más, tomó su pistola de la mesa
y salió de la casa.
Rodolfo,
por su parte, tiró el cigarro al piso para apagarlo, tomó el machete colgado en
la pared y salió por los matorrales.
Transcurrió
la semana sin tenerse noticias de alguno de los dos.
—¡Roque!
—llamó Frida y corrió a subir el volumen de la radio—. ¡Algo pasó en la catedral!
Roque
salió de su habitación, aturdido.
«Lo
ocurrido este domingo es un hecho lamentable y se solicita a los ciudadanos honrados
que no salgan de sus casas —informó la voz grave del noticiero—. El ejército
salvadoreño tiene orden de tomar las calles y restablecer el orden. Se declara
estado de sitio».
Roque
se sentó en la misma silla donde se sentara su padre seis días atrás y miró a
Frida que mordía sus dedos en total pánico.
Mientras
tanto, en la explanada de la plaza Gerardo Barrios, ahí donde se pintó un mar
de colores por las flores, sombrillas, palmas y pancartas de los miles que
llegaron, quedaba nada más el gris de un desierto lleno de bolsos, biberones,
mantas, zapatos y sangre. La mesa del altar exterior estaba rota frente a la
Catedral Metropolitana y las hostias sin consagrar, dispersas en las cunetas.
Las figuras de Cristóbal Colón e Isabel de Castilla al frontispicio del Palacio
Nacional tenían incontables agujeros de balas. Dos buses terminaban de arder formando
una columna de humo negro y acre. Un par de caites de cuero quedaron en la
escalinata de la catedral con las flores dispersas de un féretro insepulto que
se alineaba con una pila de cuerpos sin vida. Al costado de la plaza
remolineaba con la brisa vespertina una pisoteada y ennegrecida pancarta: «NO
MATARÁS».
«“Un
día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a la Frida y van
a matar a tu gente…”, había dicho Rodolfo, sin imaginar que ese día llegaría
apenas dos meses después, el catorce de mayo, con el allanamiento de aquel
humilde rancho por fuerzas armadas en un operativo antiguerrilla en las
cercanías del río Sumpul. Sus aguas se cubrieron del negro de los buitres, el
aire se saturó del olor agrio de la muerte y la tierra se embebió con la sangre
inocente de más de trescientos refugiados que fueran masacrados sin tregua en
horas en las que el mismo Dios debió apartar la mirada».
Roque
soltó la pluma y miró fijamente aquella hoja escrita a garabatos por el temblor
de su mano. Se quitó los lentes y apretó su puente nasal, gruesas lágrimas
salieron de sus ojos celestes y bajaron entre las arrugas de su rostro. Un sollozo
trajo el recuerdo de su tata y sus dos hermanos, desaparecidos por no saberlos
dar por muertos, como tantos más. Su regreso a los estudios lo había salvado de
encontrarse en su hogar aquella hora macabra y se lamentaba que Frida no tuviese
la misma suerte.
«Al nacer, nadie creyó que sobreviviría —recordaba constantemente—, y la verdad, no sé si debí hacerlo».
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