Elena Virginia Chumpitazi Castillo
En el fondo, Saúl era un soñador romántico, ingenuo y
hambriento de afecto en un mundo que no se apiada de quienes aman sin medida.
Había empezado un nuevo trabajo en una empresa de
venta de autos. Quería tomarse la oportunidad en serio, por eso, en las noches,
después del trabajo, asistía a un curso de marketing, en un instituto de
prestigio.
Cercano a los treinta, su vida había sido inestable.
Aún vivía con su madre, quien siempre había trabajado para mantenerlo. No
estudió en la universidad, debido a que no priorizó el estudio en su vida, por
lo que empezó a trabajar bastante joven.
En el instituto conoció a una hermosa chica de unos veinte
años, de quien se sintió atraído desde el primer momento. Ella era un poco
tímida y le respondía con amabilidad, aunque sin mucho interés. Lo único que
llamaba su atención era que él era mayor y distinto a los chicos de su edad.
Físicamente Saúl era apuesto, varonil, alto y en buena
forma física ya que jugaba futbol los fines de semana con amigos. Ella tenía un
tipo más bien desenfadado, su cabello crespo y abundante enmarcaba un rostro
bonito aceitunado, era baja de estatura y delgada.
Ese aire juvenil, indomable y distinto lo cautivó. No
lo sabía aún, pero sería su perdición.
—Hola, Miriam, ¿cómo estás? —le susurró al oído con
una voz envolvente.
—Bien, ¡me sorprendiste Saúl!, eres muy sigiloso a
veces.
—Solo cuando me siento como un gatito curioso —bromeó
Saúl, forzando una sonrisa que intentaba ser seductora, aunque delataba más bien
vulnerabilidad.
Pronto la invitó a salir. Miriam se sentía importante
a su lado. Los chicos de su edad la aburrían, y salir con Saúl le daba cierto
encanto ante los demás.
Pasaron algunas semanas, y Saúl se enamoraba más de
Miriam. A veces, ella se mostraba como una joven inocente, casi ingenua; otras,
lo desconcertaba con una actitud que sugería que sabía demasiado sobre la vida
y el amor.
Saúl quería estar con ella, pero ella le había dado a
entender que nunca había estado con un hombre, y que necesitaba un poco de
tiempo para conocerlo mejor. Esto lo cautivaba aún más, ya que, a pesar de
considerarse un joven moderno, en el fondo todavía conservaba preceptos
machistas, por ejemplo, que la mujer debía llegar virgen al matrimonio.
Decidió creer que su futura esposa era virgen y que
sería él quien la desfloraría la noche de bodas.
La carne pudo más que el idílico deseo, y una noche
que regresaban de una celebración de la oficina de Saúl, pararon en un hotel
para entregarse el uno al otro en una noche de pasión.
Saúl sintió que estaba cruzando un umbral, como si
aquel momento lo acercara a la vida que siempre había soñado. Pero en medio del
deseo, hubo un instante mínimo, fugaz, en el que Miriam pareció distinta. Tuvo
la impresión de que ella ya había estado ahí antes.
Esta nueva etapa de su relación se tornó intensa, apasionada,
enigmática, ya que los encuentros variaban uno al otro, los días buenos eran
mágicos. Miriam reía, lo abrazaba con dulzura y le susurraba promesas al oído.
Pero en los días malos, su mirada se volvía fría, distante. A veces, explotaba
sin razón. Como si una sombra del pasado la persiguiera.
A pesar de todo, Miriam creyó que era el momento de
llevarlo a su casa y presentarle a su familia. Ellos vivían en el Callao, en
una zona populosa, donde la seguridad no existía.
Saúl se sorprendió al ver el lugar, ya que si bien es
cierto su situación económica no era la mejor, siempre había vivido en
distritos de clase media.
Su amor por ella era más grande que cualquier
prejuicio. Cuando conoció a su madre y a su hermana menor, entendió de dónde
venía parte de su variabilidad. La madre, una mujer divorciada con una vida
social muy activa, había llevado a varios de sus amantes a vivir con ellas. Esa
casa había sido, más que un hogar, un campo de batalla silencioso.
Pasaron un par de años, de amores, encuentros,
desencuentros y conflictos con su mamá, que no aprobaba la relación, hasta que
Saúl animó a Miriam a que se presente a la empresa donde él trabajaba.
Con su cartón bajo el brazo, Miriam podía postular a
un puesto de ventas en la empresa a pesar de que no contaba con experiencia, su
carisma y juventud la ayudaron a hacerse de la plaza.
Saúl no tomaba conciencia de lo que estaba haciendo,
ella inmadura aún, empezó a portarse diferente, coqueteaba con algunos, lo
celaba con compañeras haciéndole la vida a cuadritos.
Pronto, Miriam tuvo que renunciar por el bien de
ambos, ya que las molestias ocasionadas en el centro de labores trascendieron a
los jefes.
En ese momento de su relación, la situación se hacía
insostenible, Saúl mismo lo comentaba, no soportaba sus berrinches, sus
arremetidas violentas sin mayor razón de ser, los exabruptos de la familia que
empezaba a ser protagonista en la relación.
La madre y familiares de Saúl querían que terminase ya
la relación, no la veían con buenos ojos, y solo esperaban el desenlace, pero
no llegaba, fueron meses de espera, hasta que finalmente Saúl anunció que se
iba a casar porque Miriam estaba embarazada y solo quedaba corregir el desliz
con un matrimonio.
Así que un buen día de junio se realizó la ceremonia
de matrimonio, los invitados eran solo la familia de ella y de él, quienes
después del matrimonio pasaron a la casa de la mamá de Miriam. La madre de Saúl
había decidido no ir al matrimonio, sin embargo, su abuelo le aconsejó a que fuera,
pues era la voluntad de su nieto, aunque estuviese equivocado.
Saúl creyó que con el matrimonio todo cambiaría. Que
el amor lo curaba todo. Pero Miriam solo mostró lo que siempre había estado
oculto bajo su sonrisa inocente. Se quedaron a vivir en la casa de la mamá de Miriam,
ya que su economía no les permitía vivir solos.
Así llegó el primer bebé, las peleas seguían, a veces
estaban bien, otras no tanto, la madre de Saúl observaba desde lejos, cuando él recurría a ella, lo escuchaba y aconsejaba,
esta situación se mantuvo todo el tiempo, con efectos nocivos.
Miriam se quejaba constantemente de que el sueldo no
les alcanzaba. Diego crecía rápido y, con él, los gastos. Gracias al padre de
Miriam, consiguieron una pequeña casa en Ventanilla. Quedaba lejos del trabajo
de Saúl, pero no había otra opción. Fue en ese contexto que Miriam tomó una
decisión inesperada: irse a trabajar al Cuzco.
—¿Por qué tienes que irte tan lejos para trabajar?
—La oportunidad está allá, me voy con Carolina, ya
consiguió trabajo para ambas, serán dos semanas, pero me pagarán bien, es en
marketing.
—Cómo haré con Diego, ¿no piensas en tu hijo?
—Porque pienso en él es que me voy, ya que tú no eres
capaz de cubrir nuestras necesidades.
El viaje de Miriam duró un mes, regresó con una buena
cantidad de dinero que no supo explicar cómo había conseguido, él no estaba
tranquilo con sus respuestas.
—¡Basta, Saúl! —gritó ella, harta de sus preguntas—.
¿Quieres saber la verdad? ¡Fui al Cuzco a prostituirme! Lo planeamos desde el
principio. No había trabajo, y esto era lo más rápido. ¡Ahí tienes tu
explicación!
Saúl sintió que el aire le faltaba. Se quedó mudo,
incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. La mujer a la que había
idealizado, la madre de su hijo… ¿lo había engañado así?
Aún en shock solo atinaba a seguir trabajando, pasar
un tiempo con su hijo, no entendía lo que pasaba por la cabeza de Miriam, las
peleas continuaban. Saúl la perdonó, aunque ella nunca se lo pidió. Se
convenció de que su actitud era solo consecuencia de la falta de dinero en
casa.
Saúl la veía cada vez más distante. Había algo en su
mirada, en su actitud, que le decía que tarde o temprano ella se iría. No podía
permitirlo. Si tenía otro hijo, quizás todo cambiaría. Tal vez se quedaría.
Pasó lo inevitable y Miriam estaba molesta por estar
nuevamente embarazada, la idea ingenua de Saúl nuevamente no surtió efecto y
ahora tenían dos niños.
Miriam después de dar a luz se dio al abandono, dormía
hasta tarde, no atendía a sus hijos, Saúl debía dejar de trabajar para ir a
atenderlos, darles sus alimentos, lo que le generaba problemas en su trabajo.
Su rendimiento bajó.
Las peleas eran diarias. Al principio, eran solo
discusiones. Luego, gritos. Con el tiempo, Miriam dejó de gritar y simplemente
lo ignoraba. Lo que más le dolía a Saúl no eran las palabras hirientes, sino la
frialdad. Ella ya no estaba ahí. No con él.
Miriam estrechó su amistad con Carolina, quien
frecuentaba una comunidad feminista del Callao, que además acogía a la
comunidad LGTB, empezó a ir a las reuniones. Sentía en carne propia los abusos
que los hombres ejercían sobre las mujeres, en su trastornada psique, Saúl la
maltrataba, tanto en forma verbal como emocional. Pero esa confusión entre
percepción y realidad tenía raíces profundas: durante su infancia o
adolescencia había sufrido abuso sexual de su propio padre.
Saúl ignoraba esta parte de su historia, creía que
estaba desequilibrada, más no sabía el motivo.
Un día mientras se alistaban para salir a visitar a la
madre de Saúl, Miriam le recriminó su condición de hombre a Saúl.
—¡Estoy harta de que te creas superior a mí! —gritó
Miriam, con los ojos encendidos de furia.
—¿De qué hablas, Miriam? —Saúl frunció el ceño, sin
entender qué había detonado su enojo esta vez.
—¡Crees que porque eres hombre tienes el control de
todo, pero te equivocas! —escupió las palabras con desprecio.
—¿Qué te pasa? Ahora sí empiezo a creer que te
volviste loca —dijo Saúl, cruzándose de brazos.
—También me han advertido que intentarás hacerme ver
como loca para salirte con la tuya —dijo ella, con una sonrisa amarga.
—No sé de qué me hablas, creo que tus nuevas amigas te
han llenado la cabeza de ideas absurdas —respondió Saúl, cansado.
—¡Ellas son las únicas que me entienden! —Miriam lo
miró con desprecio—. Con ellas me siento completa. Los hombres solo sirven para
engendrar hijos. ¡La vida sería mejor sin ustedes!
Saúl sintió un escalofrío. Algo se había roto para
siempre.
En su nueva comunidad, Miriam se sentía como pez en el
agua. Estaba rodeada de mujeres que compartían no solo sus ideales, sino
también una libertad sexual que ya había explorado y un abierto desprecio hacia
los hombres. Fue en ese entorno donde conoció a Stephanie, una mujer de
apariencia muy femenina que no tardó en coquetear con ella de forma directa. Al
principio, Miriam lo tomó como un juego, una experiencia novedosa. Pero, con el
tiempo, la atracción fue creciendo, volviéndose cada vez más irresistible. Así
fue como descubrió una faceta desconocida de sí misma y comenzó una relación
con Stephanie.
En ocasiones la llevaba a su casa, no le importaba que
sus hijos estuvieran allí. Solo daba rienda suelta a sus deseos.
Finalmente, a Stephanie se le presentó la oportunidad
de migrar a Italia, ya que tenía familiares que vivían allá, le contó a Miriam,
ella vio la solución de su vida, ya no tendría que seguir atrapada en esa
pequeña casa que detestaba, ya no tendría que soportar a Saúl y tampoco a sus
hijos.
Miriam aceptó la propuesta, empezaron a planificar el
viaje, lo harían en verano. Cuando la fecha llegó, le informó a Saúl que ahora
mantenía una relación con Stephanie y que se iba con ella fuera del país.
—¿Te vas? ¿Así, sin más? —preguntó Saúl, incapaz de
creerlo.
—Me voy porque quiero. Porque ya no te debo nada.
—¿Y nuestros hijos?
—Son tuyos ahora. Yo necesito vivir mi vida.
Saúl se puso fuera de sí, sintió un calor rabioso
subirle por la espalda. Su corazón latía con violencia.
—Si te vas, te mato —susurró, con los dientes
apretados.
Miriam rio. Un sonido hueco, casi ajeno, emergió de su
garganta.
—No me busques. No me llames. Ya no existes para mí
—dijo antes de cerrar la puerta.
Miriam se había encargado de convencer a su padre de
que botara a Saúl con sus hijos de su casa pues ya no estaría allí.
Totalmente devastado no le quedaba más chance que
recurrir a su madre, para que lo acogiera con sus hijos. Ese mismo día se
comunicó con ella. Regresó cabizbajo, derrotado, en estado de shock. No
entendía nada, todo había sido muy rápido. Su madre no le hizo preguntas, solo
lo recibió.
Saúl siguió en su rutina mecánica: trabajar, volver a
casa, ver a sus hijos desde la distancia mientras su madre se encargaba de
todo. No tenía energía para discutir con ella, ni para luchar contra la
sensación de vacío que lo devoraba por dentro.
Las noches eran las peores. Se quedaba despierto hasta
tarde, con el celular en la mano, revisando la última conexión de Miriam. Nunca
le escribía. Nunca llamaba. Pero tampoco la olvidaba.
Una tarde, mientras terminaba su jornada, el jefe lo
llamó a la oficina.
—Saúl, me preocupa tu rendimiento —dijo con voz
neutra—. Estás distraído, llegas tarde. No eres el mismo de antes.
Saúl bajó la mirada. Sabía que era cierto.
—¿Necesitas tiempo? —preguntó el jefe—. ¿Un cambio? ¿Algo?
Saúl no respondió de inmediato. No sabía qué
necesitaba. ¿Tiempo? ¿Para qué? ¿Para seguir viviendo como un fantasma en la
casa de su madre?
Esa noche, al llegar a casa, encontró a su madre en la
cocina, dándole la cena a los niños. Ella lo miró con cansancio.
—Hoy lloraron por ti —dijo—. Querían que los llevaras
al parque.
Saúl no supo qué responder.
Subió a su habitación y cerró la puerta. Se miró en el
espejo. Estaba más delgado, con ojeras profundas. Parecía un hombre mayor,
alguien que había renunciado a todo.
Buscó su teléfono y, sin pensarlo demasiado, escribió
un mensaje: Miriam.
El cursor parpadeó en la pantalla. Las palabras le
pesaban. ¿Qué quería decirle? ¿Preguntarle si alguna vez lo extrañó? ¿Pedirle
que volviera? ¿O simplemente insultarla por todo lo que había hecho?
Borró el mensaje. Se dejó caer en la cama y cerró los
ojos.
«Un mañana sin Miriam»…
No sabía si podría hacerlo. No sabía si quería
hacerlo.
Pero, por primera vez, la idea estuvo ahí.