Luis Orellana Díaz
A Juan: No sé si
la historia que escuché de tu boca fue real, pero el huracán que desató en la
mente de un niño de doce años aún perdura.
Un diciembre del
demonio, me decidí. terminaban los sesenta y las cosas no podían ir peor. Mi
madre había fallecido hacía unos días. El viejo y yo quedamos arrumbados como
muebles inservibles en la casa de la calle Larga. Let it be sonaba
como un himno en las emisoras de la ciudad y en las esquinas de los barrios
populosos; jóvenes ataviados con pantalones campana, camisas estampadas,
minifaldas y zuecos de plataforma se congregaban al son del rock. El cannabis
era una novedad, la última maravilla que nos llegaba de Colombia bajo el nombre
de Punto Rojo. En casa ya se hablaba de Vietnam y el marxismo-leninismo se
mezclaba los domingos con los rezos del rosario.
Dureno era
entonces un punto indefinido en la Amazonía ecuatorial. No había oído hablar de
él hasta esa tarde de diciembre, cuando un amigo de mi padre —que llegó de la
capital— nos lo sugirió: «La Texaco-Gulf está reclutando gente para la
explotación petrolera en la frontera con Colombia». No se necesitaban diplomas,
solo voluntad y unos cuantos contactos, que él mismo se comprometió a
proporcionarnos. Yo estaba por cumplir los veinte y parasitaba de lunes a
viernes en una oficina. El casimir y la corbata no me sentaban tan mal, pero
soñaba con Haight-Ashbury y los atardeceres dorados de Shangri-La.
A fines de los
sesenta, la píldora anticonceptiva ya circulaba en América del Norte, pero a
nosotros solo nos llegaban los rumores a través de Selecciones del
Reader’s Digest. Nora esperaba un hijo mío, Estefanía —mi prometida— se
había enterado en esos días. Mis males estaban completos. Nora era la novia del
barrio: una morenita de piel lustrosa y caminar sensual, la primera en lucir
minifalda y melena afro; estaba en boca de todos, las chicas de mi grupo la
rehuían como a la peste. Estefanía no se permitía nombrarla por miedo a
contagiarse. Ella estaba al otro lado del espectro: la niña «bien». Estudiaba
en el colegio de las Catalinas; aún la recuerdo ataviada con camisa blanca, un
jersey azul y falda plisada a cuadros. Era la viva imagen de la Virgen María.
Una mañana a fines
de diciembre, le dije adiós a mi padre. Nora tendría entonces tres meses de
embarazo. El taxi que me llevaba se desplazaba aparatosamente sobre el
empedrado de la vieja calle colonial, justo cuando las campanas de los colegios
marcaban el fin de la jornada. Nos detuvimos frente al portón del instituto
donde solía esperar a diario a Estefanía, el tiempo que tardaba en consumirse
mi cigarrillo. Quería verla por última vez. Desde que decidí marcharme, había
intentado comunicarme con ella, pero el «muro» que sus padres levantaron era
infranqueable.
Apenas había
encendido el cigarrillo cuando la puerta de hierro se abrió de golpe, y una
multitud de chicas se lanzó a la calle como una bandada de golondrinas,
inundando las aceras. De pronto, la vi en medio de sus amigas de siempre. Iba
sonriente, con sus gruesas trenzas doradas recogidas sobre los hombros,
buscando entre la gente algo o a alguien. En la esquina la esperaba su madre.
La recibió con un beso y acomodó sus trenzas sobre la espalda. Iban charlando
despreocupadamente. Las vi desvanecerse en la distancia como el humo del
cigarrillo que se consumía entre mis dedos. Tiré la colilla y el taxi reanudó
su marcha rumbo a la estación.
En doce horas
estaba en la capital. Llegué de madrugada; atrás quedaron los amigos, la vieja
casa con su patio central, la higuera retorcida en su rincón de ausencias y mi
padre deambulando por esos pasillos infinitos que solo conducen a la nada.
Sobre los cordeles de mi adolescencia, secándose al sol del ayer, las bragas de
Nora y el uniforme impecable de Estefanía se balanceaban con el viento del
recuerdo. Al mediodía tomamos un vuelo en un Cessna 172 propiedad de la Texaco,
y en minutos remontábamos la cordillera. Los inmensos macizos de granito
formaban un muro impresionante. La pequeña nave que nos transportaba rugía y
vibraba, a punto de desarmarse.
Era todo novedad,
aventura, adrenalina pura. Manuel, el piloto, un militar retirado de rasgos
aindiados, se reía burlonamente al ver nuestras expresiones de espanto. Hablaba
en un inglés machacado con Míster Donald, quien no paraba de reír. Era un
gringo mastodóntico que ocupaba la mitad del pequeño Cessna. Tenía unas
impresionantes manos peludas, siempre con un habano entre sus dedos, un
sombrero tejano sobre su cabeza calva y unas botas de vaquero que parecían
diminutas en comparación con su cuerpo descomunal. Entre los espantados estaban
Mauricio y Estuardo Montesinos, unos mellizos de lo más dispares: mecánico y
maquinista, respectivamente. Aunque tenían aspecto de hombres rudos, estaban
igual de pálidos que yo.
«La selva es la
tumba de los blancos», me dijo Manuel con ese dialecto fingido que usan los
pueblerinos para confundirse con los de la capital, mientras sonreía burlón y
escupía en el piso de la nave. Lo miré con fiereza para que supiera que, a
pesar de mi edad y del miedo a volar, no estaba para burlas. Mis ojos claros no
se despegaron de los suyos, y mientras reía a carcajadas, la nave se ladeó y se
clavó en picada hacia el margen oriental de la cordillera. Mantuve mi mandíbula
tensa, pero no parpadeé ni por un segundo, hasta que las palmadas de Míster
Donald rompieron la solemnidad que imponía la adrenalina.
«Take it easy,
muchacho, cógele suave», repetía en un espanglish burdo, mientras palmoteaba mi
espalda con sus manos de galeote. «Es pequeño, es pequeño, pero es a little jaguar,
¡un pequeño jaguar!».
Viajamos al
interior de un banco de nubes por un buen rato. De pronto, el sol nos
encandiló: arriba, el azul era inefable; abajo, sobre una planicie de un blanco
impoluto, despuntaba la cumbre del Chimborazo. Unas vetas de roca entre la
nieve marcaban su contorno, resaltando su forma contra el albor de las nubes.
Lo contemplé fascinado por unos minutos mientras la nave descendía por el lado
oriental de la cordillera. La selva a nuestros pies, de un verdor infinito, se
perdía en el horizonte. Poco después, las siluetas de los grandes ríos
recortaban caprichosamente la espesura de la jungla. El viaje duró una hora,
como por arte de magia, el silencio copó la cabina. En mi mente revoloteaban
imágenes: el cuerpo de Nora sobre las sábanas, la sonrisa de mamá, la mirada
crispada de Estefanía diciéndome adiós.
Nueva Loja era un
pueblo que surgió de la noche a la mañana. Doscientas hectáreas de selva rozada
a punta de motosierra se extendían a los márgenes del río Aguarico —uno de los
más grandes después del Napo y el Coca, todos navegables—. Un par de carreteras
de lastre flanqueaban su silueta serpenteante; un puente de hierro y concreto
lo atravesaba en su parte más estrecha, bajo sus arcos oxidados había un
improvisado camal donde se faenaban cerdos. La escuela y la iglesia,
construidas sin ningún ornamento, mostraban un aspecto vetusto a pesar de sus
pocos años. Estas obras, más un hotel que semejaba un galpón, eran las
edificaciones más notables. El resto, una veintena de casas de madera o caña
con techos de zinc o paja… y pare de contar.
Llegamos a primera
hora de la tarde. El aeropuerto, una pista de veinte yardas de ancho por media
milla de largo, cubierta de lastre y asfalto, se extendía al margen derecho del
río sobre una trocha de tierra roja que semejaba una herida en el corazón de la
selva. Yo estaba alucinado; nunca imaginé que lugares así pudieran existir en
este mundo. En la cabecera de la pista, frente a una bodega protegida por
mallas —donde la compañía guardaba los productos químicos para la explotación
petrolera—, familias con niños esperaban desorientadas a alguien que las
ubicara en un lugar transitorio. Unos de pie, otros sentados o recostados sobre
las estructuras metálicas, empapados por la lluvia reciente, se secaban bajo un
tórrido sol. El calor y la humedad eran asfixiantes; tuvimos que quitarnos la
camisa para cruzar el pueblo hasta el campamento de la Gulf.
Al día siguiente,
tomamos una canoa en Puerto Aguarico, iluminados por el resplandor de un sol
que comenzaba su ascenso sobre las copas de los árboles. En esa pequeña nave,
cargada a tope con víveres y bidones de combustible, navegamos río arriba con
dirección a Dureno. Instalado en la popa, un nativo de la etnia cofán, de
nombre Isaac Grefa, guiaba el bote entre los bancos de arena al mando de un
motor fuera de borda. La línea del agua llegaba casi al borde de la canoa
debido al peso.
—¿Sabes nadar? —me preguntó Estuardo.
—Poco, como para no ahogarme.
En ese momento, me
di cuenta de la locura que estaba haciendo: huir hacia adelante, con la ilusión
de dejar mis problemas atrás.
—Creo que casi
todos los que llegamos aquí venimos escapando de algo —continuó—, ¿no es
cierto, Mauricio?
El flaco, largo y
barbudo, se volvió para mirar a su hermano y, con un tirón en una de las
comisuras de sus labios, fingió una sonrisa.
—Casi todos
—repitió y lanzó al agua una lata vacía que traía en la mano.
Dureno era un
pandemónium de motosierras, helicópteros y explosiones; los escuchabas unos
kilómetros antes de llegar al punto mismo. Después de un par de horas de
travesía por un paraje de indescriptible belleza, llegamos. Un cobertizo de
unas veinte yardas de largo, entablado con madera recién aserrada, con grandes
ventanales protegidos por mallas plásticas —salpicadas de insectos muertos— y
cubierto de un zinc lleno de óxido y musgo, sería nuestro hogar los días
laborables. Detrás, a unas dos cuadras de distancia, separada por una larga
calle lastrada y ajardinada, estaba la villa de los americanos y de los
nacionales que dirigían el proyecto. A salvo del tráfago y del ruido, en medio
de pequeñas colinas pobladas de chontas, había una decena de contenedores
metálicos adecuados como habitaciones. Estos conformaban la «ciudadela».
Mis funciones eran
registrar los haberes y deberes de la empresa; las de Mauricio, operar un
buldócer; las de Estuardo, soldar las tuberías del oleoducto. Pero ese día,
machete en mano, desbrozamos la maleza alrededor del campamento, una que
parecía crecer a las horas de haberla cortado. Un grupo de nativos semidesnudos
se solazaban con el machete; lo hacían gratis, quizá su mejor paga era un vaso
de Pepsi Cola o unos Chesterfield que fumaban con fruición. Mujeres y niños
nativos contemplaban todo el ajetreo desde el otro lado del río o escondidos
detrás de los árboles.
La noche es de los
insectos. El canto acompasado de los grillos y el intermitente destello de las
luciérnagas agigantan el espacio. Una nube de mosquitos se lanza sobre nuestros
cuerpos sudorosos, sin respetar repelentes. En la cuadra donde descansamos hay
un ventilador que gira sin ningún propósito. La última vez que compartimos el
lecho, Nora me dijo: «¿Quieres el hijo? Yo, la verdad… no estoy segura. No
estás obligado». Aseveró, sin embargo, la humedad de sus ojos decía lo
contrario. Ahora mismo no sé si lo quiero, pero le prometí a mi madre que lo
protegería.
El primer mes
envié a mi padre una suma de dinero para cubrir algunos gastos de Nora, luego
se los envié a ella directamente. «Si el dinero fuera suficiente para cerrar el
abismo con Estefanía, estaría hecho», pensé. Pero pronto caí en la cuenta de
que a ella eso no le movería —pretendientes los tuvo de buena cuna y
acomodados. En la niñez, imaginamos que nuestro amor era asunto del destino;
crecimos con las imágenes del Romeo y Julieta de Zeffirelli,
pero los años setenta llegaron cargados de mensajes disruptivos,
revolucionarios: «Paz y amor… haz el amor, no la guerra». Poco a poco, y sin
darme cuenta, me volví partidario del cannabis y todo lo que con él venía. Ella
gustaba de la ideología hippie, pero solo de palabra. Yo me lancé de cabeza.
El sábado
temprano, salí a Lago Agrio y me hospedé en el único hotel del lugar, que, por
cierto, llevaba el mismo nombre del pueblo, aunque le antecedía el inmerecido
título de Gran Hotel. Junto con el dinero, envié algunas cartas que redacté en
Dureno durante varias noches de insomnio. A papá, contándole los pormenores de
mi llegada; a Nora, reiterándole el compromiso con su situación; y una extensa
carta de varios folios a Estefanía, tratando de explicar lo inexplicable.
Sobraba pedir perdón, pero lo hice en cada párrafo: «Estoy en el infierno que
me merezco… No sé qué es más triste, si el dolor que siento de saberte lejana o
el vacío de mirar sin verte…». Cursilerías por el estilo —ahora lo sé—, pero
tenía la esperanza de ablandar su corazón; algo dentro de mí se aferraba a su
antigua promesa, a su diáfana mirada, a su hablar pausado y limpio como el
cristal.
Gaby, nuestra
amiga mutua, era el único vehículo capaz de poner en sus manos la misiva. Ya
antes había apelado sin éxito a su complicidad para romper la distancia con
«Tefy». Ahora tenía la esperanza de que circunstancias extraordinarias como
estas podrían hacerme merecedor de sus favores y me debía muchos. Me tenía al
tanto de lo que pasaba en el barrio. Gaby llevaba y traía las noticias con ese
humor ácido, siempre criticando mi vocación romántica: «Es hora de que
despiertes», me decía. «Tefy está saliendo con el suco Borja, ya mismo nos
invitan a la boda». Me rompía el corazón y en una próxima carta se desmentía.
En medio de mi frustración, me la imaginaba partiéndose de risa. Así la conocí
y así la quería; podría decirse que era mi hermana. Aunque nunca supe de seguro
si la carta y las siguientes llegaban a manos de Estefanía, las seguía
escribiendo, llenándolas de poesía y confiándoselas a Gaby.
Nora era más
práctica, muy poco dada al romanticismo de las cartas. Ella se encargaba de
enviarme uno que otro sobre «gordo», con algo de cannabis en su interior, para
matar mi soledad. La compartíamos alegremente con los mellizos Montesinos, con
Isaac y sus hermanos; al principio los fines de semana, luego en las noches
después del trabajo, hasta que Mauricio comenzó a disfrutarla a diario mientras
operaba el buldócer. Decía que se concentraba a full. Las pocas noticias de
Estefanía, la frecuencia de trato con Nora y la idea del hijo comenzaron a dar
frutos. Mi compromiso hacia ella se convirtió en afecto, incluso en amor. Una
madrugada, desperté transmutado, lleno de paz; soñaba que Nora dormía a mi lado
y yo acariciaba su vientre grávido.
Durante el día, el
ruido exasperante de las máquinas me taladraba los sesos, pero me distraía. La
dedicación a los libros de cuentas me mantenía a salvo de los recuerdos. Mi
amistad con Míster Donald se acrecentó en poco tiempo; fue simpatía a primera
vista. Fumábamos habanos y practicábamos el idioma de los yanquis durante las
partidas de ajedrez, que se volvieron costumbre en las horas de ocio. La
oficina se trasladó a la villa y luego se convirtió en mi alcoba. Entre la
tarde y la noche, sobre todo en verano, me sumaba junto con los mellizos al
grupo de cofanes que se zambullían en el río para ponerse a salvo del calor y
de los tábanos. Los fines de semana que no íbamos a Nueva Loja, navegábamos río
arriba en busca de los salares tan codiciados por los nativos o a la pesca del
paiche. En las noches despejadas, escopeta en mano, salíamos a la caza del
tapir. Isaac y sus hermanos sabían dónde dormitaban sus velas.
A mediados de
marzo, cuando arreciaban las lluvias, sucedió una tragedia que era muy
frecuente, pero esta vez se dio en nuestro entorno; nunca supimos si fueron los
madereros o los mineros los que mataron al cuñado de Isaac. Después de buscarlo
por una semana, lo encontraron «flotando como un sajino hinchado» —palabras de
Isaac— en un recoveco del río. Tenía una bala en la cabeza, a la altura de la
frente. Su mujer, Celina Grefa, una joven cofán de rasgos finos y una regia
figura de amazona, se vio de pronto en una línea del camino sin norte ni sur.
Las tardes llegaba al campamento en busca de ropa para lavar, portando a la
hija sobre su cadera. Rondaba quizá la mayoría de edad. Ella misma no sabía su
año de nacimiento; era la tercera esposa del difunto. La conocía desde los días
de mi llegada. Alguna vez comimos en su choza, invitados por su hermano; yo
había comentado con Mauricio acerca de su belleza.
Menguó mi empeño
con Estefanía; otros motivos hicieron nido en mi cabeza. Comencé a disfrutar
más del presente y de las tertulias con Míster Donald. Todos arrastramos una
historia que no es patente a simple vista. Detrás de su colosal figura, había
una leyenda igual de fabulosa. No siempre fue un ingeniero petrolero; el
gringo, allí donde lo veías, era un fanático de la música electrónica y militó
en el movimiento hippie de los sesenta. En su juventud, había leído a Huxley y
a Leary. Tuvo una etapa psicodélica apenas terminó la universidad y estuvo unos
meses en la India, en la época en que los Beatles se volcaron a la filosofía
hindú. Rodó por Benarés y se bañó en el Ganges. Esas historias tan peregrinas
atizaron en mí un espíritu aventurero y soñé con viajar a esas tierras llenas
de misterio. Mauricio se tomó a cargo a Celina. Dejaron a la hija al cuidado de
las madrastras. Se lo pasaban bebiendo y fumando cannabis; había noches que
tenía que echarlos de mi cuarto para descansar.
Mauricio, un tipo
simpático y dicharachero, con pinta de colonizador español, nunca se separaba
de su hermano, como la cara y la cruz de una moneda. Estuardo, un colorado
petiso de ojos azules, que siempre sonreía aún en la sala de espera de un
dentista, andaba enfurruñado por la relación del flaco barbudo con la india.
«Seguro que la va a dejar “panzona”, como a la hermana de su mujer, de apenas
quince años». Me sonreí para mis adentros; parece que todos estábamos en lo
mismo: él huyendo de sus parientes, y yo huyendo del ser que fui. Algo debió
pasar en la relación, porque en varias ocasiones Celina amanecía en la puerta
de mi oficina-dormitorio, ebria, acurrucada bajo una manta. Entre el fastidio y
la compasión, le convidaba lo que quedaba de la merienda o le compartía mi
desayuno. Con los días, se apegó como un perro faldero; hizo de la oficina su
taller de collares y me ayudaba con la limpieza y con la ropa sucia.
Por esas mismas
fechas, las cartas de Nora se volvieron distantes en tiempo y afecto, aunque
mis mesadas le llegaban sin falta. En la última, me confesó que había perdido
al niño, que no me empeñara en volver para el alumbramiento. Gaby me aclararía
más tarde que un novenario de ruda, administrado en infusión por la propia
abuela de Nora, había puesto a mi querida a salvo de las molestias del embarazo
y de los ajetreos del parto. Meses atrás, habría renunciado al cielo por verme
libre de dicha responsabilidad. «¡Y pensar que ese hecho cambió mi vida
radicalmente!».
De pronto, me
encontré solo en medio de una horrenda realidad, perdido en lo más profundo de
la selva. En el reino del barro y la lluvia, recordé la frase del piloto: «La
selva es la tumba de los blancos». Esa tarde, que trajo hasta mí aquella
noticia aciaga, abandoné los libros y me interné en la jungla, siguiendo la
ruta de los jaguares. Quería mirarlos a los ojos; sabía que merodeaban por allí
al anochecer. Me dolía mi niño y la frialdad con la que Nora lo echó a volar
hacia el vacío. Me dolía la promesa que le hice a mi madre y que ahora flotaba
en este cielo absurdo, preñado de arreboles. Fui en busca del jaguar. ¡Sí!
Quería averiguar si mi vida aún valía algo.
Junio llegó
cargado de luz y mariposas; la selva bullía en colores y sonidos: el parloteo
de los loros al caer el día, el croar hipnotizante de las ranas y el canto de
los grillos se volvían patentes cuando callaban las motosierras y los
helicópteros se marchaban. El único instante de silencio total venía después de
las explosiones. Con el viento de la tarde, llegaba hasta mi pieza el olor
empalagoso de los lirios de agua, que me tenía al borde de la náusea. En las
tardes calurosas, los monos «cristianos» —así los llamaba Celina— invadían la
alcoba al menor descuido, poniendo de cabeza todo lo que caía en sus manos:
libros de cuentas, facturas, pero lo que más les gustaba era hurtar las plumas
y semillas con las que Celina tejía sus collares y diademas. En esta realidad
delirante, más latencia que existencia, veía pasar la vida como el fluir del
río, que se acrecentaba y menguaba al capricho del tiempo.
Aprovechando la
luz de la villa, sentada en el piso, Celina embutía las semillas en la pita
mientras yo ponía en orden las cuentas del día. Dejó de beber y fumar. En
largos silencios, me hacía compañía, y a mis primeros bostezos, se marchaba.
Nunca le pregunté dónde pasaba las noches. Hablaba un castellano funcional, lo
había aprendido junto con las letras y los números bajo la tutela de los
misioneros. Su verdadero nombre era Khuvu —que significa agua—; los pastores le
pusieron uno cristiano. Nora no me escribió más, ni yo le pedí explicación
alguna. En esas altas noches o en alguna madrugada, aunque cada vez menos,
pensaba todavía en Estefanía. Le había escrito una docena de cartas sin recibir
respuesta. Maquiné nuevas salidas, hacer lo que mejor hacía: escapar, pero esta
vez más lejos.
La última carta…
me juré que sería la última. La herencia de mi madre estaba por ejecutarse en
esos días, entonces le propuse a Tefy huir hacia esos mundos que soñábamos
desde la niñez: Las Mil y Una Noches. Sí, ¿por qué no? Iríamos a
Teherán. Míster Douglas me habló de la gran fiesta a celebrarse en Persépolis
con motivo de los dos mil quinientos años de existencia del imperio más antiguo
de la tierra: el imperio persa. De allí, a Katmandú, en Nepal, a conocer a los
lamas y luego a Benarés, la ciudad sagrada de la India, la meca espiritual del
movimiento hippie que ya estaba en retirada.
Mientras más
pasaba el tiempo, perdía las esperanzas de una respuesta. Gabi me juró haberle
entregado la carta, como ya antes me había jurado que Tefy estaba al tanto de
mi fracaso con Nora. «Olvídate de ella —me dijo—, para ella ya no existes». Me
entregué al cannabis ya sin ambages y a beber en mi tiempo libre. Algunas
noches, libaba junto al río, contemplando ensimismado su eterno y absurdo
fluir. Los fines de semana, regresaba tarde, apoyándome en barandas y paredes
para terminar en el piso o sobre la cama con la ropa puesta. Se invirtieron los
papeles; Celina cargó conmigo en todos esos días, con una vocación y una fuerza
sorprendentes. Limpiaba mis humores y me cambiaba los vestidos. «¡Ccutsuye,
ccutsuye!», repetía mientras me levantaba del piso —¡pararse, erguirse!—. Es lo
que recuerdo.
Nochebuena. Hacía
un año que había dejado mi ciudad. La mayoría de la gente había regresado a sus
hogares o se encontraba en Nueva Loja. Yo me quedé a cargo. Con una botella en
la mano, deambulaba por el campamento gritando el nombre de Celina. No sé de
dónde salió, pero al poco tiempo estaba frente a mí: altiva, serena, a pesar de
los improperios que le lanzaba. «¡Te ordeno que saques tus cosas de mi alcoba!
¡Semillas, plumas, todas esas “mierdas” que atraen a los monos!», le dije. Ella
no se inmutó; sus ojos brillaron con un fuego genuino y su cuerpo, erguido
contra la luz que provenía del cuarto de máquinas, persistía inmarcesible en su
pequeño universo. Sonrió y respondió: «Mañana». «¡Ahora!», ordené. Volvió a
sonreír, pero esta vez con un aire desafiante. Acerqué mi rostro al suyo y, sin
saber por qué, exclamé: «¡Quiero que saques tu vida de mi alcoba!». Extendió su
mano y me agarró por el cuello. Me besó con una pasión insospechada que no pude
resistirme y naufragué en su humedad.
Esa noche nos sumamos
al desastre de los monos «cristianos». Retozamos sobre plumas, semillas,
facturas y libros de cuentas. Su piel iluminó la habitación con una
fosforescencia anaranjada y sus gemidos opacaron el canto de la selva. En medio
de esa vorágine de caricias, una última alerta me detuvo. Empujé su cuerpo
sudoroso lejos del mío, repitiendo: «No, no, no quiero saber nada de hijos».
Khuvu se acercó lentamente; sus manos ásperas me recorrieron las piernas hasta
apoderarse de mi sexo, luego se deslizó sobre mi cuerpo como una tibia
serpiente. Cuando estuvo a la altura de mi oreja, susurró su secreto: «Estate
tranquilo —se acarició el vientre— hay un pequeño Mauricio». Lo dijo con tal
naturalidad que me envolvió una ola de ternura. Los meses que siguieron nos
volvimos íntimos, como dos huérfanos lamiéndose las heridas.
Me alejé del
calendario y comencé a contar el tiempo como Celina contaba las lunas. Su
vientre maduraba lentamente. Los mellizos se marcharon una vez cumplido el año
de contrato. Viajaba con frecuencia a Nueva Loja, incluso entre semana. Aprendí
a navegar en el fuera de borda; conocía de memoria cada curva del río y cada
banco de arena. Nueva Loja era una ciudad sin alma. La mayoría de sus nuevos
residentes habían llegado del sur, huyendo de una sequía de proporciones
bíblicas; los pocos nativos que quedaban vagaban presos del alcohol y sus
mujeres terminaban en los prostíbulos o en los mercados vendiendo productos que
nadie compraba. Las artesanías de semillas y plumas de aves exóticas habían
mutado en cuentas de plástico y plumas de gallina teñidas con anilina; las de
Celina, sin embargo, seguían siendo auténticas.
Un sábado de
marzo, durante mi segundo año en Lago Agrio —aclaro que era otro nombre con el
que se conocía a Nueva Loja, especialmente entre la gente de la Gulf—, después
de arreglar cuentas con los proveedores y asegurar la carga en la lancha,
visité el mercado de ropa y compré un vestido materno con flores rojas para
Celina. Luego pasé por el correo. Mientras hojeaba las cartas que habían
llegado, descubrí una diferente; en el sobre decía: «Juan…», con unos trazos
inconfundibles. Mi corazón dio un vuelco, antes de girarla para ver el
remitente, supe que era de Estefanía. Allí mismo rompí el sobre y la leí
sentado en la lancha, mecido por el vaivén de la corriente. Nunca había visto
la jungla más bella que aquella mañana. La luz, el verdor de las hojas y el
espejo del río brillaban con un resplandor más intenso. El cielo estaba sin una
sola mácula. Como pocas veces, en el horizonte de la jungla se divisaba la
cumbre del Reventador, cubierta de nieve. Lo percibí como una promesa.
Llegué a casa
entrada la noche. Mi padre me recibió como al hijo pródigo. Al día siguiente, caída
la tarde, me reuniría con Tefy en un parque que solíamos frecuentar. Seguro de
que sus padres habrían bajado la guardia, la esperé cerca de su casa para verla
salir y seguirla en secreto hacia el punto de encuentro. Todavía no lo creía.
Al fin la vi. Llevaba un abrigo gris y tenía el pelo recogido en un moño sobre
su cabeza, como un turbante. Caminaba encorvada por el frío, la encontré más
pequeña y frágil de lo que recordaba. Ya en el parque, me acerqué por detrás y
toqué su hombro. Una descarga eléctrica atravesó mi cuerpo, di un salto hacia
atrás. Cuando se volvió, me miró con una extrañeza que no pudo disimular. Algo
se quebró en el fondo de mi ser. Era Estefanía, pero ya no era mi Tefy.
Mientras hablábamos, percibimos la distancia insalvable que nos separaba.
En las semanas
siguientes, el cuerpo maduro de Celina comenzó a deslizarse en mis sueños.
Durante el día, su presencia me seguía como un perro silencioso. Todos
coincidían en que volver a Dureno era una locura, que un abismo separaba
nuestros mundos. Para mí no había dos mundos; éramos las dos mitades de un solo
mundo y Celina era la única verdad que conocía.
Llegué a Dureno bajo una lluvia
inclemente. El Aguarico se había desbordado y vastas zonas estaban bajo el
agua.
—¿A qué has vuelto? —preguntó míster
Duglas, sonriendo al verme bajar de la canoa—. Vienes por la india, ¿verdad? ¿¡Are
you crazy, Jaguar!? —Me sirvió un vaso con licor y encendió un cigarro—.
Allí hay una caja con cosas para ti —dijo, señalando con la mano mi antigua
oficina—. Celina could wait for you all her life. Tuve que convencerla
de que era una pérdida de tiempo. Life is movement, like a river. —
Señaló el río con un gesto de sus cejas. —La verdad… ya te imaginaba en
Katmandú.
—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.
Movió la cabeza en señal de negativa.
—Sé que Isaac la llevó río abajo por el
Cuyaveno. His brother told me que, cruzando la frontera hacia Colombia,
vive una tía que es partidora o partera, you know. Aquí las noticias don't
have ni pies ni cabeza…
El humo del
cigarro difuminaba el rostro de míster Duglas. Mientras sus labios seguían
moviéndose, no podía sacarme de la mente la figura inmarcesible de Khuvu,
suspendida a contraluz frente al cuarto de máquinas. En la caja de madera,
sellada con cuerdas de pita, las cartas que nunca envié, las semillas y plumas
que nunca se convirtieron en collares y el vestido de flores rojas que compré
para Celina estaban a merced de los comejenes.