miércoles, 26 de marzo de 2025

Los tres hijos

Doris Verónica Martínez Méndez


Lejos había dejado don Porfirio su pedazo de tierra aquel fatídico Domingo de Ramos para rendir sus respetos en la peregrinación hacia las exequias del abogado de los pobres, monseñor Romero. Bajo el sol abrasador tostándole la piel, renqueando con sus viejos caites de cuero en aquella tierra extraña y empapada de sangre inocente, el anciano cargaba la fe de que el cielo podría abrirse en el acogimiento del santo y liberaría al pueblo sufriente de la iniquidad que había colmado el vaso. Era apenas un alma entre más de cien mil que asistían con el mismo pesar. Pedía el milagro especialmente para sus tres hijos, por quienes temía con profundo desasosiego.

Era un campesino de raíces humildes, dedicado a la cosecha del frijol en su natal Ojos de Agua, Chalatenango, donde había nacido. Experto en el arado y la hoz, sus manos estaban llenas de callosidades con uñas ennegrecidas aunque las lavara con frecuencia. No conocía la redondez de la «O», ni cualquier letra del abecedario, pero había construido su rancho calculando los ladrillos justos para levantar sus paredes. Trajo al mundo seis hijos, de los cuales vivieron tres. El último parto se llevó a su mujer y le dejó una criatura que nadie creyó que sobreviviría, pero lo hizo.

Se acercaba a su vejez con los rasgos endurecidos por haberse asoleado toda su vida en la campiña. Su piel blanca y acartonada se había agrietado y la tenía salpicada de manchas, su cuerpo estaba encorvado por la siembra de tanta semilla y el zarco de sus ojos se rodeaba de un anillo grisáceo, pero mantenía la mirada dulce de un hijo predilecto de Dios, practicando la piedad con el prójimo. Eran tiempos difíciles y en ellos había obtenido la gracia de la esperanza escuchando las homilías de aquel siervo de Dios, cuya muerte lo había sacudido con el terror de lo que esto significaría para su familia.

El fin de semana anterior los había tenido por última vez en su rancho. Rubén, el mayor, estaba de licencia después de tres meses de misiones oficiales y acuartelamiento y buscaba, más que la calidez de su hogar, el calor del lecho que le ofrecía Frida, la humilde campesina que ayudaba a don Porfirio con los quehaceres.

Le gustaba verla tan arisca y esquiva cuando se ocupaba en la cocina, afanada en varios oficios a la vez. Le divertía su nerviosismo para encender el fogón y disfrutaba su experticia con el metlapil sobre el metate, triturando el maíz cocido con movimientos ágiles de sus muñecas, atrayéndole especialmente el vaivén de sus pechos prominentes que alcanzaba a notar entre la abertura del escote en su vestido de manta. Buscaba sus regaños y reproches cuando picaba de la masa cruda o pellizcaba la carne de sus caderas.

—Estate quieto, Rubén —reprendía con unos suaves golpes a sus manos traviesas—. Dejá la masa, parecés perico, te vas a empachar. Mejor salte de aquí.

—Dejame ayudar.

—Yo sé cómo tengo todo aquí, más ayuda el que no estorba.

—Puedo echar tortillas tan bien como vos —insistía y tomaba un poco de masa entre sus palmas—. Yo ayudé a criar a los payulos de mis hermanos cuando papá se iba a sembrar.

—Se nota —afirmaba con una risa burlona y le apartaba el huacal de masa—. Mirá nomás esa tortilla, ¡parece caite!

Rubén lanzaba un poco de masa a su rostro como reproche y en la riña terminaban retozando entre las cazuelas y los cachivaches, luego ella lo amenazaba con un cucharón y él se escapaba, dejándola tranquila.

—Todo un militar y te asusta un cucharón —se burlaban sus hermanos.

—No es el cucharón, sino la mujer —defendía su padre—. Y es de sabios dar la retirada si quieren ganar la batalla con una.

Llegada la noche, Rubén tomaba un vaso de aguardiente mientras esperaba ansioso bajo el cobijo del árbol de almendro a que ella volviera de la pileta donde se lavaba el tizne de su rostro y enjuagaba el ahumado de su cuerpo. Los aceites de sapuyulo le dejaban la piel suave, con un aroma dulce y aterciopelado que encendía los instintos más que la urgencia por romper la abstinencia del encierro en el cuartel y olvidar el desasosiego que le daba el conflicto armado.

—¿Y si no volvés al cuartel? —preguntaba ella y se acurrucaba a su lado mientras él fumaba un cigarro.

—Si deserto me fusilan, Frida, más ahora como están las cosas.

—No me gusta cómo están las cosas. Rodolfo…

—Rodolfo es un pajuato, no le hagás caso en lo que dice, siempre se ha llenado la cabeza con ideas ajenas porque no puede hacérselas propias.

—Los muertos de la prensa no son ideas, Rubén.

—Mantener el orden es difícil, Frida, cualquier rebelde se aprovecha para hacer vergaceo. Somos los buenos, ¿no creés que soy de los buenos? —preguntaba y al no tener respuesta buscaba su mirada esquiva.

—No serás tan inocente para creer eso, ¿verdad?

—Puedo demostrarte que de inocente no tengo un pelo —bromeaba, apagando el cigarro para luego deslizarse sobre su cuerpo desnudo.

Roque, el menor de los hijos, era el niño de oro de la casa. Luego de sobrevivir los días del novenario de su difunta madre, se convirtió en el protegido de todos. Rubén se había esmerado en lograr que terminara sus estudios y fuera el primero en sacar una carrera universitaria. Era de salud frágil y facciones delicadas, pero tenía una mente ágil y brillante; taciturno y asiduo a la lectura, podría haber sido abogado o médico, pero se había decidido por las letras.

—Te vas a morir de hambre, soquete —reprochaba Rubén cada vez que podía—. Ser escritor en este país no te dará de hartar.

—Podría ser un buen columnista en el periódico.

—¿Has leído las noticias últimamente?

—Vos dejalo —defendía Rodolfo—, que si le pagan por cada muerto del que escriba, se hará rico. Pero si decís demás, chele, te hacen callar de un plomazo.

Rodolfo era el hijo de en medio, de carácter tosco y costumbres agrestes. Se había quedado atrás en sus estudios por no haber aprendido nunca a empuñar bien un lápiz, pese a los intentos de sus maestros por ayudarle, y decidió permanecer junto a su padre trabajando la tierra. Empezaba a formarse ideas revolucionarias según la represión política escalaba al punto de no retorno, pero Rubén no lo tomaba en serio por considerarlo un burro sin remedio.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvieron todos juntos. Rubén estaba asignado al Cuartel San Carlos en la capital, mientras que Roque ocupaba una pieza en una pensión del centro de San Salvador los días de clases, cuando no había cierres por marchas estudiantiles y balaceras. Esa semana se encontraba varado con su padre después de que miembros de la guardia nacional lo golpearan por no portar su carnet universitario, creyéndolo infiltrado de la guerrilla. La había librado por saber decir a tiempo el nombre de su hermano, el recién promovido teniente, Rubén Molina.  

—Si no tenés tu carnet, no salgás, Roque —reprendió Rubén al ver la severidad de sus lesiones—. La próxima vez no te dará tiempo de darles explicaciones y van a zamparte un balazo que ni yo podré recriminar, ¿entendiste?

—Entonces —intervino Rodolfo con el cigarro pegado a sus labios mientras se mecía en la hamaca del corredor—, ¿te parece bien lo que esos hijos de puta hicieron?

—Date cuenta de que las cosas no están para jugársela, Rodolfo. La guerrilla va ganando terreno y tenemos que defendernos.

—¿Eso creés que están haciendo? Mirá cómo dejaron a Roque, ¿se estaban defendiendo de este inútil? Un día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a la Frida y van a matar a tu gente. ¿Tampoco se los vas a recriminar? Decime algo, ¿a cuántos has matado vos ya?

Rubén se levantó de su silla, enfurecido, y fue hacia su hermano, dispuesto a tirarle los dientes de un manotazo, pero se interpuso su padre. El sonido estertoroso de la radio cobró volumen en aquel frágil silencio.

—… Mon… ñor… Osc… Ar… fo Romero fue asesinado… mien… oficiab… misa… en la Capilla de la Divina Misericordia.

Todos voltearon hacia la vieja caja sonora con distintas expresiones. Roque saltó con su muleta a dar volumen y alargar la antena para limpiar la interferencia. Don Porfirio buscó la silla para sentarse, sus rodillas no soportaron el peso de la impresión. Rodolfo se levantó de la hamaca, boquiabierto, con el cigarro pegado a su labio inferior y le dio una mirada abatida a Rubén, quien solamente pasó sus manos entre sus cabellos con una expresión atribulada.

—¿Vos sabés algo? —increpó con un temblor en su voz.

—Que se nos vino la puta guerra encima —respondió Rubén con un tono sombrío y miró a su padre sollozando en la esquina.

Frida había salido de la cocina y buscó la figura borrosa de Rubén, a causa de las lágrimas en sus ojos, sin importarle el humo de la comida que se quemaba sobre las llamas. Él esquivó su mirada y sin esperar más, tomó su pistola de la mesa y salió de la casa.

Rodolfo, por su parte, tiró el cigarro al piso para apagarlo, tomó el machete colgado en la pared y salió por los matorrales.

Transcurrió la semana sin tenerse noticias de alguno de los dos.

—¡Roque! —llamó Frida y corrió a subir el volumen de la radio—. ¡Algo pasó en la catedral!

Roque salió de su habitación, aturdido.

«Lo ocurrido este domingo es un hecho lamentable y se solicita a los ciudadanos honrados que no salgan de sus casas —informó la voz grave del noticiero—. El ejército salvadoreño tiene orden de tomar las calles y restablecer el orden. Se declara estado de sitio».

Roque se sentó en la misma silla donde se sentara su padre seis días atrás y miró a Frida que mordía sus dedos en total pánico.

Mientras tanto, en la explanada de la plaza Gerardo Barrios, ahí donde se pintó un mar de colores por las flores, sombrillas, palmas y pancartas de los miles que llegaron, quedaba nada más el gris de un desierto lleno de bolsos, biberones, mantas, zapatos y sangre. La mesa del altar exterior estaba rota frente a la Catedral Metropolitana y las hostias sin consagrar, dispersas en las cunetas. Las figuras de Cristóbal Colón e Isabel de Castilla al frontispicio del Palacio Nacional tenían incontables agujeros de balas. Dos buses terminaban de arder formando una columna de humo negro y acre. Un par de caites de cuero quedaron en la escalinata de la catedral con las flores dispersas de un féretro insepulto que se alineaba con una pila de cuerpos sin vida. Al costado de la plaza remolineaba con la brisa vespertina una pisoteada y ennegrecida pancarta: «NO MATARÁS».

«“Un día, no muy lejano, van a llegar aquí, Rubén, te van a violar a la Frida y van a matar a tu gente…”, había dicho Rodolfo, sin imaginar que ese día llegaría apenas dos meses después, el catorce de mayo, con el allanamiento de aquel humilde rancho por fuerzas armadas en un operativo antiguerrilla en las cercanías del río Sumpul. Sus aguas se cubrieron del negro de los buitres, el aire se saturó del olor agrio de la muerte y la tierra se embebió con la sangre inocente de más de trescientos refugiados que fueran masacrados sin tregua en horas en las que el mismo Dios debió apartar la mirada».

Roque soltó la pluma y miró fijamente aquella hoja escrita a garabatos por el temblor de su mano. Se quitó los lentes y apretó su puente nasal, gruesas lágrimas salieron de sus ojos celestes y bajaron entre las arrugas de su rostro. Un sollozo trajo el recuerdo de su tata y sus dos hermanos, desaparecidos por no saberlos dar por muertos, como tantos más. Su regreso a los estudios lo había salvado de encontrarse en su hogar aquella hora macabra y se lamentaba que Frida no tuviese la misma suerte.

«Al nacer, nadie creyó que sobreviviría —recordaba constantemente—, y la verdad, no sé si debí hacerlo».

jueves, 13 de marzo de 2025

Dureno

Luis Orellana Díaz


A Juan: No sé si la historia que escuché de tu boca fue real, pero el huracán que desató en la mente de un niño de doce años aún perdura.

Un diciembre del demonio, me decidí. terminaban los sesenta y las cosas no podían ir peor. Mi madre había fallecido hacía unos días. El viejo y yo quedamos arrumbados como muebles inservibles en la casa de la calle Larga. Let it be sonaba como un himno en las emisoras de la ciudad y en las esquinas de los barrios populosos; jóvenes ataviados con pantalones campana, camisas estampadas, minifaldas y zuecos de plataforma se congregaban al son del rock. El cannabis era una novedad, la última maravilla que nos llegaba de Colombia bajo el nombre de Punto Rojo. En casa ya se hablaba de Vietnam y el marxismo-leninismo se mezclaba los domingos con los rezos del rosario.

Dureno era entonces un punto indefinido en la Amazonía ecuatorial. No había oído hablar de él hasta esa tarde de diciembre, cuando un amigo de mi padre —que llegó de la capital— nos lo sugirió: «La Texaco-Gulf está reclutando gente para la explotación petrolera en la frontera con Colombia». No se necesitaban diplomas, solo voluntad y unos cuantos contactos, que él mismo se comprometió a proporcionarnos. Yo estaba por cumplir los veinte y parasitaba de lunes a viernes en una oficina. El casimir y la corbata no me sentaban tan mal, pero soñaba con Haight-Ashbury y los atardeceres dorados de Shangri-La.

A fines de los sesenta, la píldora anticonceptiva ya circulaba en América del Norte, pero a nosotros solo nos llegaban los rumores a través de Selecciones del Reader’s Digest. Nora esperaba un hijo mío, Estefanía —mi prometida— se había enterado en esos días. Mis males estaban completos. Nora era la novia del barrio: una morenita de piel lustrosa y caminar sensual, la primera en lucir minifalda y melena afro; estaba en boca de todos, las chicas de mi grupo la rehuían como a la peste. Estefanía no se permitía nombrarla por miedo a contagiarse. Ella estaba al otro lado del espectro: la niña «bien». Estudiaba en el colegio de las Catalinas; aún la recuerdo ataviada con camisa blanca, un jersey azul y falda plisada a cuadros. Era la viva imagen de la Virgen María.

Una mañana a fines de diciembre, le dije adiós a mi padre. Nora tendría entonces tres meses de embarazo. El taxi que me llevaba se desplazaba aparatosamente sobre el empedrado de la vieja calle colonial, justo cuando las campanas de los colegios marcaban el fin de la jornada. Nos detuvimos frente al portón del instituto donde solía esperar a diario a Estefanía, el tiempo que tardaba en consumirse mi cigarrillo. Quería verla por última vez. Desde que decidí marcharme, había intentado comunicarme con ella, pero el «muro» que sus padres levantaron era infranqueable.

Apenas había encendido el cigarrillo cuando la puerta de hierro se abrió de golpe, y una multitud de chicas se lanzó a la calle como una bandada de golondrinas, inundando las aceras. De pronto, la vi en medio de sus amigas de siempre. Iba sonriente, con sus gruesas trenzas doradas recogidas sobre los hombros, buscando entre la gente algo o a alguien. En la esquina la esperaba su madre. La recibió con un beso y acomodó sus trenzas sobre la espalda. Iban charlando despreocupadamente. Las vi desvanecerse en la distancia como el humo del cigarrillo que se consumía entre mis dedos. Tiré la colilla y el taxi reanudó su marcha rumbo a la estación.

En doce horas estaba en la capital. Llegué de madrugada; atrás quedaron los amigos, la vieja casa con su patio central, la higuera retorcida en su rincón de ausencias y mi padre deambulando por esos pasillos infinitos que solo conducen a la nada. Sobre los cordeles de mi adolescencia, secándose al sol del ayer, las bragas de Nora y el uniforme impecable de Estefanía se balanceaban con el viento del recuerdo. Al mediodía tomamos un vuelo en un Cessna 172 propiedad de la Texaco, y en minutos remontábamos la cordillera. Los inmensos macizos de granito formaban un muro impresionante. La pequeña nave que nos transportaba rugía y vibraba, a punto de desarmarse.

Era todo novedad, aventura, adrenalina pura. Manuel, el piloto, un militar retirado de rasgos aindiados, se reía burlonamente al ver nuestras expresiones de espanto. Hablaba en un inglés machacado con Míster Donald, quien no paraba de reír. Era un gringo mastodóntico que ocupaba la mitad del pequeño Cessna. Tenía unas impresionantes manos peludas, siempre con un habano entre sus dedos, un sombrero tejano sobre su cabeza calva y unas botas de vaquero que parecían diminutas en comparación con su cuerpo descomunal. Entre los espantados estaban Mauricio y Estuardo Montesinos, unos mellizos de lo más dispares: mecánico y maquinista, respectivamente. Aunque tenían aspecto de hombres rudos, estaban igual de pálidos que yo.

«La selva es la tumba de los blancos», me dijo Manuel con ese dialecto fingido que usan los pueblerinos para confundirse con los de la capital, mientras sonreía burlón y escupía en el piso de la nave. Lo miré con fiereza para que supiera que, a pesar de mi edad y del miedo a volar, no estaba para burlas. Mis ojos claros no se despegaron de los suyos, y mientras reía a carcajadas, la nave se ladeó y se clavó en picada hacia el margen oriental de la cordillera. Mantuve mi mandíbula tensa, pero no parpadeé ni por un segundo, hasta que las palmadas de Míster Donald rompieron la solemnidad que imponía la adrenalina.

«Take it easy, muchacho, cógele suave», repetía en un espanglish burdo, mientras palmoteaba mi espalda con sus manos de galeote. «Es pequeño, es pequeño, pero es a little jaguar, ¡un pequeño jaguar!».

Viajamos al interior de un banco de nubes por un buen rato. De pronto, el sol nos encandiló: arriba, el azul era inefable; abajo, sobre una planicie de un blanco impoluto, despuntaba la cumbre del Chimborazo. Unas vetas de roca entre la nieve marcaban su contorno, resaltando su forma contra el albor de las nubes. Lo contemplé fascinado por unos minutos mientras la nave descendía por el lado oriental de la cordillera. La selva a nuestros pies, de un verdor infinito, se perdía en el horizonte. Poco después, las siluetas de los grandes ríos recortaban caprichosamente la espesura de la jungla. El viaje duró una hora, como por arte de magia, el silencio copó la cabina. En mi mente revoloteaban imágenes: el cuerpo de Nora sobre las sábanas, la sonrisa de mamá, la mirada crispada de Estefanía diciéndome adiós.

Nueva Loja era un pueblo que surgió de la noche a la mañana. Doscientas hectáreas de selva rozada a punta de motosierra se extendían a los márgenes del río Aguarico —uno de los más grandes después del Napo y el Coca, todos navegables—. Un par de carreteras de lastre flanqueaban su silueta serpenteante; un puente de hierro y concreto lo atravesaba en su parte más estrecha, bajo sus arcos oxidados había un improvisado camal donde se faenaban cerdos. La escuela y la iglesia, construidas sin ningún ornamento, mostraban un aspecto vetusto a pesar de sus pocos años. Estas obras, más un hotel que semejaba un galpón, eran las edificaciones más notables. El resto, una veintena de casas de madera o caña con techos de zinc o paja… y pare de contar.

Llegamos a primera hora de la tarde. El aeropuerto, una pista de veinte yardas de ancho por media milla de largo, cubierta de lastre y asfalto, se extendía al margen derecho del río sobre una trocha de tierra roja que semejaba una herida en el corazón de la selva. Yo estaba alucinado; nunca imaginé que lugares así pudieran existir en este mundo. En la cabecera de la pista, frente a una bodega protegida por mallas —donde la compañía guardaba los productos químicos para la explotación petrolera—, familias con niños esperaban desorientadas a alguien que las ubicara en un lugar transitorio. Unos de pie, otros sentados o recostados sobre las estructuras metálicas, empapados por la lluvia reciente, se secaban bajo un tórrido sol. El calor y la humedad eran asfixiantes; tuvimos que quitarnos la camisa para cruzar el pueblo hasta el campamento de la Gulf.

Al día siguiente, tomamos una canoa en Puerto Aguarico, iluminados por el resplandor de un sol que comenzaba su ascenso sobre las copas de los árboles. En esa pequeña nave, cargada a tope con víveres y bidones de combustible, navegamos río arriba con dirección a Dureno. Instalado en la popa, un nativo de la etnia cofán, de nombre Isaac Grefa, guiaba el bote entre los bancos de arena al mando de un motor fuera de borda. La línea del agua llegaba casi al borde de la canoa debido al peso.

—¿Sabes nadar? —me preguntó Estuardo.

—Poco, como para no ahogarme.

En ese momento, me di cuenta de la locura que estaba haciendo: huir hacia adelante, con la ilusión de dejar mis problemas atrás.

—Creo que casi todos los que llegamos aquí venimos escapando de algo —continuó—, ¿no es cierto, Mauricio?

El flaco, largo y barbudo, se volvió para mirar a su hermano y, con un tirón en una de las comisuras de sus labios, fingió una sonrisa.

—Casi todos —repitió y lanzó al agua una lata vacía que traía en la mano.

Dureno era un pandemónium de motosierras, helicópteros y explosiones; los escuchabas unos kilómetros antes de llegar al punto mismo. Después de un par de horas de travesía por un paraje de indescriptible belleza, llegamos. Un cobertizo de unas veinte yardas de largo, entablado con madera recién aserrada, con grandes ventanales protegidos por mallas plásticas —salpicadas de insectos muertos— y cubierto de un zinc lleno de óxido y musgo, sería nuestro hogar los días laborables. Detrás, a unas dos cuadras de distancia, separada por una larga calle lastrada y ajardinada, estaba la villa de los americanos y de los nacionales que dirigían el proyecto. A salvo del tráfago y del ruido, en medio de pequeñas colinas pobladas de chontas, había una decena de contenedores metálicos adecuados como habitaciones. Estos conformaban la «ciudadela».

Mis funciones eran registrar los haberes y deberes de la empresa; las de Mauricio, operar un buldócer; las de Estuardo, soldar las tuberías del oleoducto. Pero ese día, machete en mano, desbrozamos la maleza alrededor del campamento, una que parecía crecer a las horas de haberla cortado. Un grupo de nativos semidesnudos se solazaban con el machete; lo hacían gratis, quizá su mejor paga era un vaso de Pepsi Cola o unos Chesterfield que fumaban con fruición. Mujeres y niños nativos contemplaban todo el ajetreo desde el otro lado del río o escondidos detrás de los árboles.

La noche es de los insectos. El canto acompasado de los grillos y el intermitente destello de las luciérnagas agigantan el espacio. Una nube de mosquitos se lanza sobre nuestros cuerpos sudorosos, sin respetar repelentes. En la cuadra donde descansamos hay un ventilador que gira sin ningún propósito. La última vez que compartimos el lecho, Nora me dijo: «¿Quieres el hijo? Yo, la verdad… no estoy segura. No estás obligado». Aseveró, sin embargo, la humedad de sus ojos decía lo contrario. Ahora mismo no sé si lo quiero, pero le prometí a mi madre que lo protegería.

El primer mes envié a mi padre una suma de dinero para cubrir algunos gastos de Nora, luego se los envié a ella directamente. «Si el dinero fuera suficiente para cerrar el abismo con Estefanía, estaría hecho», pensé. Pero pronto caí en la cuenta de que a ella eso no le movería —pretendientes los tuvo de buena cuna y acomodados. En la niñez, imaginamos que nuestro amor era asunto del destino; crecimos con las imágenes del Romeo y Julieta de Zeffirelli, pero los años setenta llegaron cargados de mensajes disruptivos, revolucionarios: «Paz y amor… haz el amor, no la guerra». Poco a poco, y sin darme cuenta, me volví partidario del cannabis y todo lo que con él venía. Ella gustaba de la ideología hippie, pero solo de palabra. Yo me lancé de cabeza.

El sábado temprano, salí a Lago Agrio y me hospedé en el único hotel del lugar, que, por cierto, llevaba el mismo nombre del pueblo, aunque le antecedía el inmerecido título de Gran Hotel. Junto con el dinero, envié algunas cartas que redacté en Dureno durante varias noches de insomnio. A papá, contándole los pormenores de mi llegada; a Nora, reiterándole el compromiso con su situación; y una extensa carta de varios folios a Estefanía, tratando de explicar lo inexplicable. Sobraba pedir perdón, pero lo hice en cada párrafo: «Estoy en el infierno que me merezco… No sé qué es más triste, si el dolor que siento de saberte lejana o el vacío de mirar sin verte…». Cursilerías por el estilo —ahora lo sé—, pero tenía la esperanza de ablandar su corazón; algo dentro de mí se aferraba a su antigua promesa, a su diáfana mirada, a su hablar pausado y limpio como el cristal.

Gaby, nuestra amiga mutua, era el único vehículo capaz de poner en sus manos la misiva. Ya antes había apelado sin éxito a su complicidad para romper la distancia con «Tefy». Ahora tenía la esperanza de que circunstancias extraordinarias como estas podrían hacerme merecedor de sus favores y me debía muchos. Me tenía al tanto de lo que pasaba en el barrio. Gaby llevaba y traía las noticias con ese humor ácido, siempre criticando mi vocación romántica: «Es hora de que despiertes», me decía. «Tefy está saliendo con el suco Borja, ya mismo nos invitan a la boda». Me rompía el corazón y en una próxima carta se desmentía. En medio de mi frustración, me la imaginaba partiéndose de risa. Así la conocí y así la quería; podría decirse que era mi hermana. Aunque nunca supe de seguro si la carta y las siguientes llegaban a manos de Estefanía, las seguía escribiendo, llenándolas de poesía y confiándoselas a Gaby.

Nora era más práctica, muy poco dada al romanticismo de las cartas. Ella se encargaba de enviarme uno que otro sobre «gordo», con algo de cannabis en su interior, para matar mi soledad. La compartíamos alegremente con los mellizos Montesinos, con Isaac y sus hermanos; al principio los fines de semana, luego en las noches después del trabajo, hasta que Mauricio comenzó a disfrutarla a diario mientras operaba el buldócer. Decía que se concentraba a full. Las pocas noticias de Estefanía, la frecuencia de trato con Nora y la idea del hijo comenzaron a dar frutos. Mi compromiso hacia ella se convirtió en afecto, incluso en amor. Una madrugada, desperté transmutado, lleno de paz; soñaba que Nora dormía a mi lado y yo acariciaba su vientre grávido.

Durante el día, el ruido exasperante de las máquinas me taladraba los sesos, pero me distraía. La dedicación a los libros de cuentas me mantenía a salvo de los recuerdos. Mi amistad con Míster Donald se acrecentó en poco tiempo; fue simpatía a primera vista. Fumábamos habanos y practicábamos el idioma de los yanquis durante las partidas de ajedrez, que se volvieron costumbre en las horas de ocio. La oficina se trasladó a la villa y luego se convirtió en mi alcoba. Entre la tarde y la noche, sobre todo en verano, me sumaba junto con los mellizos al grupo de cofanes que se zambullían en el río para ponerse a salvo del calor y de los tábanos. Los fines de semana que no íbamos a Nueva Loja, navegábamos río arriba en busca de los salares tan codiciados por los nativos o a la pesca del paiche. En las noches despejadas, escopeta en mano, salíamos a la caza del tapir. Isaac y sus hermanos sabían dónde dormitaban sus velas.

A mediados de marzo, cuando arreciaban las lluvias, sucedió una tragedia que era muy frecuente, pero esta vez se dio en nuestro entorno; nunca supimos si fueron los madereros o los mineros los que mataron al cuñado de Isaac. Después de buscarlo por una semana, lo encontraron «flotando como un sajino hinchado» —palabras de Isaac— en un recoveco del río. Tenía una bala en la cabeza, a la altura de la frente. Su mujer, Celina Grefa, una joven cofán de rasgos finos y una regia figura de amazona, se vio de pronto en una línea del camino sin norte ni sur. Las tardes llegaba al campamento en busca de ropa para lavar, portando a la hija sobre su cadera. Rondaba quizá la mayoría de edad. Ella misma no sabía su año de nacimiento; era la tercera esposa del difunto. La conocía desde los días de mi llegada. Alguna vez comimos en su choza, invitados por su hermano; yo había comentado con Mauricio acerca de su belleza.

Menguó mi empeño con Estefanía; otros motivos hicieron nido en mi cabeza. Comencé a disfrutar más del presente y de las tertulias con Míster Donald. Todos arrastramos una historia que no es patente a simple vista. Detrás de su colosal figura, había una leyenda igual de fabulosa. No siempre fue un ingeniero petrolero; el gringo, allí donde lo veías, era un fanático de la música electrónica y militó en el movimiento hippie de los sesenta. En su juventud, había leído a Huxley y a Leary. Tuvo una etapa psicodélica apenas terminó la universidad y estuvo unos meses en la India, en la época en que los Beatles se volcaron a la filosofía hindú. Rodó por Benarés y se bañó en el Ganges. Esas historias tan peregrinas atizaron en mí un espíritu aventurero y soñé con viajar a esas tierras llenas de misterio. Mauricio se tomó a cargo a Celina. Dejaron a la hija al cuidado de las madrastras. Se lo pasaban bebiendo y fumando cannabis; había noches que tenía que echarlos de mi cuarto para descansar.

Mauricio, un tipo simpático y dicharachero, con pinta de colonizador español, nunca se separaba de su hermano, como la cara y la cruz de una moneda. Estuardo, un colorado petiso de ojos azules, que siempre sonreía aún en la sala de espera de un dentista, andaba enfurruñado por la relación del flaco barbudo con la india. «Seguro que la va a dejar “panzona”, como a la hermana de su mujer, de apenas quince años». Me sonreí para mis adentros; parece que todos estábamos en lo mismo: él huyendo de sus parientes, y yo huyendo del ser que fui. Algo debió pasar en la relación, porque en varias ocasiones Celina amanecía en la puerta de mi oficina-dormitorio, ebria, acurrucada bajo una manta. Entre el fastidio y la compasión, le convidaba lo que quedaba de la merienda o le compartía mi desayuno. Con los días, se apegó como un perro faldero; hizo de la oficina su taller de collares y me ayudaba con la limpieza y con la ropa sucia.

Por esas mismas fechas, las cartas de Nora se volvieron distantes en tiempo y afecto, aunque mis mesadas le llegaban sin falta. En la última, me confesó que había perdido al niño, que no me empeñara en volver para el alumbramiento. Gaby me aclararía más tarde que un novenario de ruda, administrado en infusión por la propia abuela de Nora, había puesto a mi querida a salvo de las molestias del embarazo y de los ajetreos del parto. Meses atrás, habría renunciado al cielo por verme libre de dicha responsabilidad. «¡Y pensar que ese hecho cambió mi vida radicalmente!».

De pronto, me encontré solo en medio de una horrenda realidad, perdido en lo más profundo de la selva. En el reino del barro y la lluvia, recordé la frase del piloto: «La selva es la tumba de los blancos». Esa tarde, que trajo hasta mí aquella noticia aciaga, abandoné los libros y me interné en la jungla, siguiendo la ruta de los jaguares. Quería mirarlos a los ojos; sabía que merodeaban por allí al anochecer. Me dolía mi niño y la frialdad con la que Nora lo echó a volar hacia el vacío. Me dolía la promesa que le hice a mi madre y que ahora flotaba en este cielo absurdo, preñado de arreboles. Fui en busca del jaguar. ¡Sí! Quería averiguar si mi vida aún valía algo.

Junio llegó cargado de luz y mariposas; la selva bullía en colores y sonidos: el parloteo de los loros al caer el día, el croar hipnotizante de las ranas y el canto de los grillos se volvían patentes cuando callaban las motosierras y los helicópteros se marchaban. El único instante de silencio total venía después de las explosiones. Con el viento de la tarde, llegaba hasta mi pieza el olor empalagoso de los lirios de agua, que me tenía al borde de la náusea. En las tardes calurosas, los monos «cristianos» —así los llamaba Celina— invadían la alcoba al menor descuido, poniendo de cabeza todo lo que caía en sus manos: libros de cuentas, facturas, pero lo que más les gustaba era hurtar las plumas y semillas con las que Celina tejía sus collares y diademas. En esta realidad delirante, más latencia que existencia, veía pasar la vida como el fluir del río, que se acrecentaba y menguaba al capricho del tiempo.

Aprovechando la luz de la villa, sentada en el piso, Celina embutía las semillas en la pita mientras yo ponía en orden las cuentas del día. Dejó de beber y fumar. En largos silencios, me hacía compañía, y a mis primeros bostezos, se marchaba. Nunca le pregunté dónde pasaba las noches. Hablaba un castellano funcional, lo había aprendido junto con las letras y los números bajo la tutela de los misioneros. Su verdadero nombre era Khuvu —que significa agua—; los pastores le pusieron uno cristiano. Nora no me escribió más, ni yo le pedí explicación alguna. En esas altas noches o en alguna madrugada, aunque cada vez menos, pensaba todavía en Estefanía. Le había escrito una docena de cartas sin recibir respuesta. Maquiné nuevas salidas, hacer lo que mejor hacía: escapar, pero esta vez más lejos.

La última carta… me juré que sería la última. La herencia de mi madre estaba por ejecutarse en esos días, entonces le propuse a Tefy huir hacia esos mundos que soñábamos desde la niñez: Las Mil y Una Noches. Sí, ¿por qué no? Iríamos a Teherán. Míster Douglas me habló de la gran fiesta a celebrarse en Persépolis con motivo de los dos mil quinientos años de existencia del imperio más antiguo de la tierra: el imperio persa. De allí, a Katmandú, en Nepal, a conocer a los lamas y luego a Benarés, la ciudad sagrada de la India, la meca espiritual del movimiento hippie que ya estaba en retirada.

Mientras más pasaba el tiempo, perdía las esperanzas de una respuesta. Gabi me juró haberle entregado la carta, como ya antes me había jurado que Tefy estaba al tanto de mi fracaso con Nora. «Olvídate de ella —me dijo—, para ella ya no existes». Me entregué al cannabis ya sin ambages y a beber en mi tiempo libre. Algunas noches, libaba junto al río, contemplando ensimismado su eterno y absurdo fluir. Los fines de semana, regresaba tarde, apoyándome en barandas y paredes para terminar en el piso o sobre la cama con la ropa puesta. Se invirtieron los papeles; Celina cargó conmigo en todos esos días, con una vocación y una fuerza sorprendentes. Limpiaba mis humores y me cambiaba los vestidos. «¡Ccutsuye, ccutsuye!», repetía mientras me levantaba del piso —¡pararse, erguirse!—. Es lo que recuerdo.

Nochebuena. Hacía un año que había dejado mi ciudad. La mayoría de la gente había regresado a sus hogares o se encontraba en Nueva Loja. Yo me quedé a cargo. Con una botella en la mano, deambulaba por el campamento gritando el nombre de Celina. No sé de dónde salió, pero al poco tiempo estaba frente a mí: altiva, serena, a pesar de los improperios que le lanzaba. «¡Te ordeno que saques tus cosas de mi alcoba! ¡Semillas, plumas, todas esas “mierdas” que atraen a los monos!», le dije. Ella no se inmutó; sus ojos brillaron con un fuego genuino y su cuerpo, erguido contra la luz que provenía del cuarto de máquinas, persistía inmarcesible en su pequeño universo. Sonrió y respondió: «Mañana». «¡Ahora!», ordené. Volvió a sonreír, pero esta vez con un aire desafiante. Acerqué mi rostro al suyo y, sin saber por qué, exclamé: «¡Quiero que saques tu vida de mi alcoba!». Extendió su mano y me agarró por el cuello. Me besó con una pasión insospechada que no pude resistirme y naufragué en su humedad.

Esa noche nos sumamos al desastre de los monos «cristianos». Retozamos sobre plumas, semillas, facturas y libros de cuentas. Su piel iluminó la habitación con una fosforescencia anaranjada y sus gemidos opacaron el canto de la selva. En medio de esa vorágine de caricias, una última alerta me detuvo. Empujé su cuerpo sudoroso lejos del mío, repitiendo: «No, no, no quiero saber nada de hijos». Khuvu se acercó lentamente; sus manos ásperas me recorrieron las piernas hasta apoderarse de mi sexo, luego se deslizó sobre mi cuerpo como una tibia serpiente. Cuando estuvo a la altura de mi oreja, susurró su secreto: «Estate tranquilo —se acarició el vientre— hay un pequeño Mauricio». Lo dijo con tal naturalidad que me envolvió una ola de ternura. Los meses que siguieron nos volvimos íntimos, como dos huérfanos lamiéndose las heridas.

Me alejé del calendario y comencé a contar el tiempo como Celina contaba las lunas. Su vientre maduraba lentamente. Los mellizos se marcharon una vez cumplido el año de contrato. Viajaba con frecuencia a Nueva Loja, incluso entre semana. Aprendí a navegar en el fuera de borda; conocía de memoria cada curva del río y cada banco de arena. Nueva Loja era una ciudad sin alma. La mayoría de sus nuevos residentes habían llegado del sur, huyendo de una sequía de proporciones bíblicas; los pocos nativos que quedaban vagaban presos del alcohol y sus mujeres terminaban en los prostíbulos o en los mercados vendiendo productos que nadie compraba. Las artesanías de semillas y plumas de aves exóticas habían mutado en cuentas de plástico y plumas de gallina teñidas con anilina; las de Celina, sin embargo, seguían siendo auténticas.

Un sábado de marzo, durante mi segundo año en Lago Agrio —aclaro que era otro nombre con el que se conocía a Nueva Loja, especialmente entre la gente de la Gulf—, después de arreglar cuentas con los proveedores y asegurar la carga en la lancha, visité el mercado de ropa y compré un vestido materno con flores rojas para Celina. Luego pasé por el correo. Mientras hojeaba las cartas que habían llegado, descubrí una diferente; en el sobre decía: «Juan…», con unos trazos inconfundibles. Mi corazón dio un vuelco, antes de girarla para ver el remitente, supe que era de Estefanía. Allí mismo rompí el sobre y la leí sentado en la lancha, mecido por el vaivén de la corriente. Nunca había visto la jungla más bella que aquella mañana. La luz, el verdor de las hojas y el espejo del río brillaban con un resplandor más intenso. El cielo estaba sin una sola mácula. Como pocas veces, en el horizonte de la jungla se divisaba la cumbre del Reventador, cubierta de nieve. Lo percibí como una promesa.

Llegué a casa entrada la noche. Mi padre me recibió como al hijo pródigo. Al día siguiente, caída la tarde, me reuniría con Tefy en un parque que solíamos frecuentar. Seguro de que sus padres habrían bajado la guardia, la esperé cerca de su casa para verla salir y seguirla en secreto hacia el punto de encuentro. Todavía no lo creía. Al fin la vi. Llevaba un abrigo gris y tenía el pelo recogido en un moño sobre su cabeza, como un turbante. Caminaba encorvada por el frío, la encontré más pequeña y frágil de lo que recordaba. Ya en el parque, me acerqué por detrás y toqué su hombro. Una descarga eléctrica atravesó mi cuerpo, di un salto hacia atrás. Cuando se volvió, me miró con una extrañeza que no pudo disimular. Algo se quebró en el fondo de mi ser. Era Estefanía, pero ya no era mi Tefy. Mientras hablábamos, percibimos la distancia insalvable que nos separaba.

En las semanas siguientes, el cuerpo maduro de Celina comenzó a deslizarse en mis sueños. Durante el día, su presencia me seguía como un perro silencioso. Todos coincidían en que volver a Dureno era una locura, que un abismo separaba nuestros mundos. Para mí no había dos mundos; éramos las dos mitades de un solo mundo y Celina era la única verdad que conocía.

Llegué a Dureno bajo una lluvia inclemente. El Aguarico se había desbordado y vastas zonas estaban bajo el agua.

—¿A qué has vuelto? —preguntó míster Duglas, sonriendo al verme bajar de la canoa—. Vienes por la india, ¿verdad? ¿¡Are you crazy, Jaguar!? —Me sirvió un vaso con licor y encendió un cigarro—. Allí hay una caja con cosas para ti —dijo, señalando con la mano mi antigua oficina—. Celina could wait for you all her life. Tuve que convencerla de que era una pérdida de tiempo. Life is movement, like a river. — Señaló el río con un gesto de sus cejas. —La verdad… ya te imaginaba en Katmandú.

—¿Sabe dónde está ahora? —pregunté.

Movió la cabeza en señal de negativa.

—Sé que Isaac la llevó río abajo por el Cuyaveno. His brother told me que, cruzando la frontera hacia Colombia, vive una tía que es partidora o partera, you know. Aquí las noticias don't have ni pies ni cabeza…

El humo del cigarro difuminaba el rostro de míster Duglas. Mientras sus labios seguían moviéndose, no podía sacarme de la mente la figura inmarcesible de Khuvu, suspendida a contraluz frente al cuarto de máquinas. En la caja de madera, sellada con cuerdas de pita, las cartas que nunca envié, las semillas y plumas que nunca se convirtieron en collares y el vestido de flores rojas que compré para Celina estaban a merced de los comejenes.