Doris Verónica Martínez Méndez
La
suave melodía de un piano recorría los rincones del restaurante, mezclándose
con las voces y las risas amortiguadas del grupo de caballeros en el salón
presidencial. Disfrutaban, avorazados, de los manjares dispuestos sobre la mesa.
Los cubiertos de plata rechinaban sobre la vajilla cuando cortaban la carne,
tan blanda como mantequilla, que se deshacía en sus bocas soltando su sabor
ahumado y suculento. Se relamían sus labios y volvían a tintinear las copas en
brindis superfluos. Los meseros se afanaban en ir de aquí para allá con
servilismo impecable, ofreciendo vino y trayendo más pan para que terminaran de
limpiar los jugos en sus platos y llevar el sabor del ajo y las hierbas de
nuevo a su paladar.
Esteban
se mantenía abstraído y miraba su comida a medio terminar. Se negó varias veces
a que le sirvieran más licor y prefirió tomar un poco de agua de una copa
cubierta de gotas condensadas. Julián Ayala notó su preocupación y se inclinó
hacia él.
—No
me digás que no te gustó la comida —dijo con un
tono burlón—, ¿preferís un plato de frijoles y tortillas?
Esteban
torció una sonrisa condescendiente y de inmediato recordó el platón rebosante
de frijoles enteros, crema agria y queso fresco que le preparaba Catalina, su
primera mujer, junto al rimero de tortillas hechas a mano y en comal de barro. El
recuerdo del humo de la leña lo devolvió a aquella mesa y negó con la cabeza.
—Es
solo que es un poco tarde y no hemos hablado nada del problema que tenemos con
el dengue y las lluvias.
—El
ministro ya se está encargando de eso, no te preocupés, debe estar esperando el
dinero de las donaciones internacionales. Vos solo tenés que pensar en la
próxima asamblea y en dar tu voto para los cambios que proponga el gobierno. Hemos
recuperado el país de manos de los burgueses, Esteban, debemos hacer todo para
mantenerlo.
—Debo
irme, Julián —se disculpó Esteban y dejó la servilleta de tela sobre el plato—,
Samuelito tuvo fiebre anoche y me gustaría llegar temprano a casa.
—¿No
tiene a su nana para que lo cuide?
—Patricia
debería ser quien lo cuide —reprochó sin darse cuenta y negó con la cabeza—.
Mejor no me hagás caso, Julián, pasé mala noche.
Esteban
salió y lo sorprendió la tormenta que se sacudía sobre la ciudad. Acomodó su
abrigo de cachemir e hizo el ademán para que el valet trajera su
vehículo. Ráfagas de viento empujaban la lluvia sobre su rostro y la calle principal
parecía la corriente de un río revuelto. Los vehículos pequeños se habían
detenido con sus luces intermitentes para evitar el raudal en la intersección y
los motociclistas se refugiaban debajo del baipás dos cuadras adelante. Pronto
llegó una imponente camioneta BMW y Esteban agradeció al empleado con una
propina de veinte dólares, haciéndolo sonreír. Condujo con precaución para esquivar
los baches que ya conocía de memoria. Se detuvo en el semáforo donde notó a un
hombre luchando por cubrir la mercadería que buscaba vender. No muy lejos de
él, dos niños, artistas callejeros de rostro pintado, se refugiaban bajo una
vieja parada de autobús, tiritando de frío.
—Hoy
no pude vender mucho —le dijo su joven esposa mientras servía la cena: un plato
de huevos revueltos, frijoles y plátano frito—, llovió durante horas y tuvimos
que cerrar nuestros puestos.
—Tampoco
tuve suerte con el taxi —se lamentó y partió una tortilla—, las calles estaban
inundadas, no podía arriesgarme a ahogar el motor.
—Bueno,
no te preocupés, no puede llover para siempre.
Esteban
notó algunas gotas cayendo sobre su plato y miró al techo.
—No
podemos tener tan mala suerte, Catita.
—Pasate
acá —señaló ella con buen humor y colocó una olla de aluminio para recoger el
agua que caía cada vez con más prisa—. Iré a ver a Mateo, terminá de comer.
Esteban
detuvo su auto frente a una residencia de dos pisos y fachada francesa. Oprimió
un botón que abrió el portón eléctrico. Varios empleados lo recibieron al
entrar a la casa, una le retiró el abrigo y el otro le ofreció el periódico.
—¿Dónde
está Patricia?
—Salió
—respondió la mucama sin esconder un rostro afligido—. Señor, Samuelito ha
seguido con fiebre y no ha querido comer.
—¿Le
han dado su medicina? —preguntó y se apresuró a las escaleras.
—Sí,
Margarita logró que la tomara hace poco. Ahora duerme.
Esteban
entró a la habitación del niño y encontró el televisor encendido y varios
juguetes dispersos por el piso. Un pequeño de cuatro años dormía hecho un
ovillo, tenía una tableta digital a su lado y vestía un pijama del Hombre
Araña. Se acercó y notó el rubor febril en su rostro, quemaba al tacto, por lo
que se levantó para buscar su celular y hacer una llamada, sin poder evitar que
los recuerdos se abarrotaran en su cabeza.
—Mateo
está prendido en calentura, Esteban —le dijo Catalina al salir del cuarto y
buscó en la alacena un frasco de medicina, encontrándolo vacío—. Mejor vamos al
hospital.
Esteban
se levantó de la mesa y salió al cuarto a buscar al niño. La habitación estaba
fría y se sentía el olor de la humedad en el ladrillo rojo de las paredes. Levantó
al pequeño de dos años y lo cargó contra su hombro derecho, quemándole la piel.
Tenía el suave perfume de la colonia de bebé que le ponía Catalina y el olor ahumado
de su ropa a causa de la cocina de leña. Su mujer le puso una manta encima y
salieron bajo la lluvia hacia el centro de salud. Esperaron cuatro horas para
ser atendidos, entre el llanto interminable de otros niños, toses y mocos, vómitos
en proyectil y evacuaciones fétidas. Catalina amamantaba a su hijo mientras le
recitaba canciones y melodías con una sonrisa que en vano intentaba esconder su
aflicción.
En
menos de una hora, Samuel se encontraba en una habitación privada del hospital.
Patricia llegó y dejó el bolso sobre un mueble y resonaron sus brazaletes al
acomodarse los cabellos rizados y rubios en un moño alto.
—¿Esta
era la mejor habitación disponible? —preguntó mientras daba un vistazo
alrededor.
—¿Dónde
demonios estabas? —reprochó Esteban.
—Tenía
un almuerzo con unas amigas y la lluvia me retuvo, ya te lo dije.
—¿No
vas a preguntar por tu hijo?
—Ya
me has contado todo por teléfono, Esteban, pienso que estás exagerando —murmuró
y se acercó al niño, quien jugaba despreocupado en su tableta digital, para
darle un beso sobre sus cabellos rubios.
El
médico entró a la habitación y tomó una media hora en dar explicaciones
detalladas sobre el estado de salud de su paciente y hacer algunos comentarios
zalameros. Esteban se mantuvo ensimismado, en su cabeza solo escuchaba la
melodía rota que tarareaba Catalina años atrás a su hijo enfermo.
—Hay
que esperar —explicó el médico del centro de salud al revisarlo en un viejo
diván de tela rasgada, usando una lámpara de mano que apenas encendía con
algunos golpes—. Solo pueden usar paracetamol, pero van a tener que comprarlo
porque se ha agotado en este centro.
—¿Cómo
siguió tu hijo? —preguntó Julián mientras tomaban un café en un bistró cerca
del centro legislativo.
—El
médico dice que es dengue. Te dije, Julián, no están haciendo ni mierda para
enfrentar la epidemia. No me quiero imaginar cómo estarán los hospitales
públicos.
—Samuelito
no está en un hospital público.
—Mateo
lo estuvo —recordó él con sus ojos húmedos—. Cuando acepté trabajar contigo
para levantar este gobierno, Julián, me dijiste que las cosas iban a cambiar.
—Están
cambiando, Esteban, pero no es algo de la noche a la mañana —insistió Julián y
se acercó en confidencia—. Lo que no podemos permitir es que interrumpan los
avances que se están haciendo. El viernes es la asamblea y debemos lograr la
mayoría de los votos para prolongar el mandato. Necesitamos otro periodo o los
hambreados de la oposición harán de las suyas.
Esteban
tomó de aquella minúscula taza y echó de menos el aroma del café de olla en su tazón
de barro. Salieron de aquel sitio y un mendigo en la calle se les acercó.
—¿Una
monedita, patroncito?
—No
tengo —negó Julián sin darle una mirada y acomodó su saco.
Esteban
buscó en sus bolsillos y le extendió un billete de cincuenta dólares, dejando a
aquel hombre, harapiento y sucio, con una expresión atónita.
—Que
no te vea Patricia malgastando el dinero así —recomendó Julián y puso la mano
sobre su hombro para caminar con él—. Mirá, Esteban, yo te conozco. Tenés esa
misma mirada que tenías hace diez años cuando me subí a tu taxi. Tu suerte era
otra, la misma de muchos que buscaban un cambio. No te fallé cuando te dije que
harías la diferencia. Mirate ahora, no podés comparar tu vida a la que tuviste.
No te das cuenta, pero estoy seguro de que mucha gente dice lo mismo, gracias a
lo que hemos hecho. Tenemos que ir por más.
Esteban
llegó al hospital y encontró a su hijo dormido en su cama. Patricia estaba
recostada en el sillón, viendo su celular.
—¿Cómo
ha seguido?
—Bien,
ya no tuvo fiebre. Tuvo dolor de estómago, pero luego se quedó dormido —dijo y
se levantó para desperezarse—. Creo que hoy podría ir a dormir a la casa, Margarita
puede venir a cuidarlo.
—¿Cómo
decís eso? Una desconocida no puede quedarse con Samuelito.
—Es
su nana, Esteban, no sería primera vez —insistió y se arregló frente al espejo—.
Yo estoy agotada, necesito ir a casa y descansar un poco.
—Entonces
vete, yo me quedo con él.
—Tienes
trabajo mañana, Esteban, la asamblea es en dos días. Julián dice que es muy
importante tu voto. De eso depende que otros te sigan.
—¿Cuándo
hablaste con Julián?
—Llamó
para saludar y preguntarme por el niño, lo has puesto nervioso exagerando las
cosas.
Esteban
le dio un beso a su hijo. Notó sus manos frías y pálidas y lo abrigó con una
manta.
—La
habitación es cómoda, Patricia, estaré bien.
Después
de un rato llegó el servicio de alimentación. Esteban se acercó a Samuel para
intentar despertarlo y notó su respiración agitada. Tocó su rostro: no había
fiebre. Sus labios se veían azulados y llamó al médico con urgencia.
—¿Hace
cuánto está así? —preguntó al examinarlo.
—Hará
una hora vine y sentí sus manos heladas, pero pensé que era por el aire
acondicionado.
En
un parpadeo fue trasladado a cuidados intensivos. Esteban caminaba de un lado a
otro con el celular en la mano: no podía contactar a Patricia. Su mente viajaba
a los rincones que había querido enterrar.
—Su
hijo está muy delicado, crítico, pero no hay cupos en cuidados intensivos —dijo
una doctora en el hospital nacional de niños diez años atrás y él solo pudo
sostener el cuerpo frágil de Catalina.
Aquella
sala de emergencias estaba desordenada y llena de infantes que compartían
camas, por no haber más espacios. Los médicos residentes iban de un lado a
otro, con sus batas desarregladas y rostros agotados. Se escuchaba una sinfonía
de llantos, risas, pitidos de aparatos y teléfonos timbrando. Detrás de las
cortinas yacía el pequeño Mateo perdiendo la batalla, pese a la ayuda del
practicante inexperto que apretaba el dispositivo manual de ventilación para insuflar
sus pulmones enfermos.
La
lujosa sala de espera afuera de cuidados intensivos se hacía más grande y fría
con el paso de las horas. Aquel desasosiego y soledad lo llevaban al recuerdo
de su primera mujer.
—Me
voy, Esteban —dijo Catalina una noche, después de que él llegó en un traje
elegante y con olor a trago—. No puedo vivir así.
—¿Cómo
decís eso? La vida nos está cambiando, Catalina.
—Te
está cambiando a vos y yo no puedo seguir viendo cómo lo hace.
—No
lo entendés, ¡estamos cerca de tener el poder de ayudar a otros!
—Todos
llegan al poder diciendo eso, pero se estancan en ayudarse a sí mismos y es lo
que te está pasando.
—¿Qué
tiene de malo? No quiero que nos vuelva a pasar lo mismo.
—El
dinero no puede deshacer lo que ocurrió y tampoco podrá evitar que suceda lo
que sea de Dios que pase, Esteban.
—Si
es de Dios que te vayás, entonces vete.
Esteban
condujo enloquecido hasta su casa, después de la terrible noticia. No se detuvo
a estacionar el auto en la cochera y entró por la puerta de servicio sin notar
los platos y las copas de vino sobre la mesa. Subió con largas zancadas y abrió
la puerta de su habitación. Julián y Patricia se sobresaltaron y antes de que
pudieran reaccionar, Esteban salió de la casa y nadie pudo encontrarlo ni para darle
razón del funeral de Samuel.
La
tarde del viernes, reunidos todos en la asamblea del palacio legislativo para
definir la nueva ley de los mandatos presidenciales, se presentó Esteban ante
la sorpresa de muchos. Su voto logró que los detractores tomaran ánimo y se salvaguardara
la constitución, prevaleciendo la democracia. Pasado un tiempo, se dedicó a
exponer la realidad de los centros asistenciales que colapsaban por los casos
de dengue y la malversación de fondos y donaciones destinados para mitigar
desastres por lluvias, fracturando la credibilidad del gobierno. Luego de dejar
a escrutinio público aquella delegación, Esteban abandonó su carrera política.
—Por
supuesto que lo persiguieron. Hay quienes dicen que lo hicieron desaparecer,
otros aseguran que la oposición lo ayudó a huir del país —contó aquel taxista a
la mujer que había transportado al hospital.
—¿Usted
qué cree?
—¿Yo?
No soy el más adecuado para suponer su destino.
—Pues
yo espero que se haya redimido y tenga paz, o ¿qué sentido tendría todo lo
sucedido?
—Quizás
el propósito de la historia es explorar lo que haríamos si tuviéramos el poder
sobre otros, por mucho o poco que sea.
La
mujer sonrió y se bajó del auto para entrar al hospital. Sonó el teléfono del
taxista y dibujó una sonrisa al ver el nombre en la pantalla: «Catita».
—Estoy
saliendo para la casa en este momento —dijo al contestar y miró alrededor para
dar la vuelta al bulevar—. ¡Frijolitos con tortilla me parece perfecto!