Joe Monroy Oyola
Armando se abrocha
la correa marrón del reloj y mira la cama por el espejo del tocador. Unas caderas se levantan bajo las sábanas de
color verde claro que asoman sobre la colcha blanca, cumbres ondulantes y
móviles que atraen la atención del marido.
Detiene el ritual
del vestuario para contemplar la silueta de su esposa, un aroma a rosas
proveniente de dos varillas sahumadoras que están sobre la cómoda rodean el
cuarto matrimonial. En la radio al lado donde descansa Claudia, se oye una
balada interpretada por el cantante Enrique Iglesias, Armando no recuerda cuál
es.
El embeleso del
marido desapareció raudo, como su presencia en la habitación. Llega a la cocina
y recoge de la mesa el llavero cuyos apéndices dentados empujan el uno al otro cual
efecto dominó creando unos cortos sonidos metálicos, con un tenue raspón tratan
de aferrarse a la superficie lisa de la blanca mesa.
Al cerrar la
puerta principal, se queda sosteniendo la perilla externa con su mano
izquierda; en ese instante se abren los bellos ojos pardos de Claudia. La
esposa retira los cobertores que la cubren y exhala un prolongado suspiro.
Ya en la calle,
Armando mira la placa del domicilio. Por los números de esta dirección
decidimos rentar este apartamento: el día de los enamorados, y el de su
cumpleaños, veintitrés de setiembre. Luego él se dirige hacia la esquina y pasa
frente al mercado de abastos hispano «El Torito» del que proviene un
estruendoso corrido mejicano. Es uno de los establecimientos más populares del
suburbio Boyle Height. Armando cambia su rumbo hacia la derecha…
Claudia mira la
foto revelada en blanco y negro dentro de un marco dorado, a la moda antigua.
En el retrato Armando viste un esmoquin, ella con el vestido blanco que fue de
su madre, cuando se casó con su padre, ambos ya fallecidos. Tienen
entrecruzados los brazos y cada uno sostiene una copa de cristal con champaña,
se miran el uno al otro. Los retoques del fotógrafo disimulan el huesudo rostro
del novio, y la pose favorece a Claudia atenuando su papada.
¿Cómo pudo
olvidarlo? Es nuestro quinto aniversario y ni siquiera un beso me ha dado. La
cocaína lo está consumiendo, ya lo detuvo la policía drogándose con ese vecino
sinvergüenza, el tal Tony. ¿Qué es lo que le ocurre? Delincuentes, seguro
Armando viene a ser su mejor cliente. Ya le advertí, aunque estemos casados, si
encuentro esa cochinada en sus bolsillos significa que está traficando aún con
ese hampón; entonces los denunciaré con la policía. Yo no sé en qué irá a parar
esto. Todo está mal en este horrible lugar.
El barrio Boyle Heights, también conocido como Brooklyn Heights, está ubicado al lado este, en la ciudad de Los Ángeles, donde predomina la población hispana. Es un área con alto índice delincuencial. Hay varias bandas que frecuentan este vecindario, una de las más temidas es la de «Los Barrios Mojados». Esta pandilla se dedica al tráfico de drogas, extorsión, sicariato, y cualquier otra actividad ilegal donde pueda haber una buena ganancia.
Las construcciones en ladrillo rojo, los muchos negocios con letreros y publicidad en español hacen que se asemeje a un barrio de alguna ciudad de México, u otros países de América Central o Sudamérica.
En el apartamento
1423 de la calle E 4th St. suena un teléfono:
─Aló, ah, hola
suegrita, ¿cómo se siente hoy de su jaqueca?
─Claudita, estoy
mejor, pero, ¿cómo estás tú con Armando? Siento gran preocupación por ustedes.
─Mire, yo creo que
todo se está derrumbando. Él sigue consumiendo drogas con ese tipo que vive en
nuestra misma cuadra, el Tony, los vecinos lo conocen como un traficante
minorista.
La señora Inés le
dice a Claudia que debe perdonar a su esposo, se casaron para siempre, además
todos cometemos pecados, pero debemos tener misericordia y amar hasta a
nuestros enemigos. Claudia se ofusca; por favor, mejor hablamos en otro
momento, luego de despedirse corta la llamada.
En un callejón de
la avenida Ascot en el suburbio South Central de Los Ángeles, alguien golpea
con el puño la descascarada puerta de madera con algunos raídos vestigios de
pintura roja. Rodrigo Guillén voltea a
mirar la puerta y con un movimiento instintivo se levanta de la cama y toma la
pistola que está junto a él quitándole el seguro. Camina hacia la puerta de
entrada y pregunta:
─¿Quién es?
─¡Soy Nacho, me
manda el patrón, dice que ya te habló por teléfono!
Rodrigo está
apenas cubierto con una ropa interior color azul, mira en su celular, abre los
mensajes y confirma el nombre del mensajero. Mueve la cabeza en forma
afirmativa y abre la puerta.
─Oye, para ser
sicario estás bien chaparro y más flaco que un perro roñoso.
─Para usar esto
─dice Rodrigo mientras levanta la pistola encañonando al visitante─, no
necesito tamaño, sino tenerlos bien puestos.
─Bueno, tranquilo,
si ambos somos de «Los Barrios Mojados». Nomás que tú eres uno de los que se
encargan de mandar gente al otro mundo.
Se sientan en cada
una de las dos únicas sillas que hay en el cuartucho. Rodrigo le pide que le dé
el encargo del patrón, él contesta que le ha mandado quinientos dólares de la
semana pasada. El jefe quiere que te encargues de un traidor, quien se quedó
con su dinero y la mercancía. Pero, tienes que hacerlo mañana, nueve de abril,
por la mañana pues es el cumpleaños de ese cadáver andante. Él vive solo en su
apartamento y sale siempre a las ocho y diez de la mañana, a esa hora empieza a
vender a los que quieren «empolvarse la nariz» en ayunas. Eso es lo que le
gustaba de él al jefe, su puntualidad para empezar el negocio, ja, nomás que se
tardó para el pago. Pero, cúbrete bien para que no vea nuestros tatuajes, no
sea que se te escape y entonces, ¡tú la pagas!, además dicen que eres muy bueno
para eso de los disfraces, eh. Ahora apunta la dirección, dice Nacho.
─Es que no tengo
lapicero a la mano ─contesta Rodrigo mientras muestra las palmas─. Mejor le
insistes al Paco mándaselo por texto, él se encarga de los detalles para los
trabajos.
─Toma este
─contestó Nacho y le avienta un lapicero Bic con tapa azul.
─No tengo papel.
─Escríbelo en tu
mano.
Empieza Nacho a
dictar la dirección a la vez que Rodrigo va escribiendo en su mano izquierda.
Al terminar de
dictar, el visitante le comenta acerca de su compinche Paco; dice el patrón que
ya te sabes: cambia a tu ayudante porque ese Paco, no le contestó el teléfono;
no lo quiere más en esto. Rodrigo asintió con la cabeza y se quedó con el sobre
de manila que contenía el dinero, empezó a contarlo mientras Nacho se fue sin
cerrar la puerta del cuarto.
Luego de asegurar la puerta, Rodrigo vuelve a la silla, está sosteniendo el lapicero de cuerpo transparente, lo gira hacia la derecha, luego hacia la izquierda, la tapa azul cae al piso. Cierra sus ojos, escucha risas lejanas que parecen acercarse hasta cubrirlo todo… Los niños del salón de clases le gritan, animal, bruto, oye bestia hazlo, ¿no puedes? Las risotadas parecen salir de una película de terror, como aquellas donde los duendes se le aparecen al niño, a la víctima, cual Chucky, el muñeco asesino…, miren no sabe; el maestro Hernández con una sonrisa en su rostro interviene:
Ya, ya, basta,
silencio, vamos a dejar al alumno Guillén que nos explique por qué hizo la
tarea de esta manera. Rodrigo levanta la mirada, por sus mejillas ruedan unas
lágrimas que parecen competir en velocidad en su carrera loca hacia el vacío,
es como si la vergüenza quisiera escapar en estado líquido desde el fondo de su
alma.
Entonces Rodrigo
enjuga su sollozo con la manga de su chompa marrón, y recibe el lapicero Bic
con tapa azul:
─Niño genio, ahora
muéstreme cómo se escribe de forma correcta la fecha de la batalla de El Álamo,
adelante…
─¿De qué se ríe?
─contesta Rodrigo al mismo tiempo que levanta el bolígrafo con su diestra y lo
tira sobre el rostro del maestro.
Las risas cesan
mientras Rodrigo huye. No recoge sus útiles del pupitre, solo corre, pero
percibe sus movimientos como si transitara sobre una lenta faja estacionaria.
Puede ver el rostro de cada uno de sus compañeros en las primeras filas, sus
bocas abiertas dejan notar los dientes, se asemejan a horribles colmillos de
fieras aullando frente a la presa que se les escapa. Jamás volvió al cuarto
donde vivía con su padre, un alcohólico que lo golpeaba cuando no había vendido
los suficientes caramelos para comprarse una de esas botellas de licor sin
etiqueta, aquellas que vendían en el antro cercano a la antigua estación
ferroviaria.
Rodrigo abrió sus
ojos, el bolígrafo que tenía en su mano estaba partido por la mitad, la tinta
azul corría entre los dedos y goteaban hasta su mesa, el fluido azul parecía un
chorro volcánico amenazando con derramarse sobre las moscas posadas en la
superficie.
¡Nunca volví!
Jamás nadie se ha vuelto a reír de mí, las escuelas no enseñan nada bueno, solo
hay chicos abusivos que no deberían de existir. Al menos del maestro Hernández
me encargué en aquella cantina donde iba todos los viernes. Valió la pena
esperarlo algunos años, era el último en salir y justo cuando yo venía de
quitar de en medio a ese policía, fue pura suerte, ni me reconoció, solo le
dije que lo ayudaría, fueron las más divertidas cuadras que camine esa
madrugada, y gasté solo un tiro, fue lo justo. Al polizonte lo despaché por
encargo del jefe, era un miserable oficial corrupto, la paga fue buena. Ambos
merecían morir. Le hice un favor a este mundo.
A sus diecinueve
años ya es un sicario con experiencia, conocido por su sangre fría, debido
también a su habilidad para camuflarse según la conveniencia.
Claudia conduce su
viejo auto Volkswagen amarillo, mira su reloj de pulsera son las ocho con
cuarenta y dos minutos cuando llega al edificio de su centro laboral. Qué
rutina, ahora entrar, marcar la tarjeta y saludar a los jefes, sentarme por
horas en ese viejo mostrador para atender a todos los jardineros cuando vengan
por mangueras, o caños, alguna válvula, en fin, lo bueno es que pagan bien. Oh,
un mensaje de texto: es doña Inés, ella sí es una santa, no se merece un hijo
como Armando, ya la llamaré más tardecito.
Tony Velásquez camina por las calles de Boyle Heights, se detiene un auto junto a su lado, el conductor estira su cuerpo hasta la ventana del lado del copiloto, Tony se agacha y se estrechan las manos, se despiden. El piloto guarda algo en su bolsillo, mientras Tony mira hacia los lados, abre en forma discreta unos billetes enrollados y cuenta el dinero. Este es un buen día, sí, ya falta poco para terminar de juntar mi capital de trabajo, al fin me independizaré de don Carlos, ya ni sé por qué tanta reverencia, todos le dicen «el patrón», patrón su abuela. Falta poquito. Ajá, otro cliente. Hola...
Para doña Inés
Ayala oír las incorrecciones de su hijo Armando, desde que era un niño, es pan
de cada día. Ahora con cincuenta y seis años a cuestas, y sus recurrentes
problemas de presión alta, el peso de la preocupación se tornaba insoportable.
El proceso de
decaimiento moral de Armando es como una bola de nieve en deslizamiento
desbocado. Conforme fueron pasando los años, el adolescente extrovertido se
convirtió en un joven rebelde, irrespetuoso. Dejó la secundaria en el penúltimo
año, tuvo altercados con familiares de cada una de sus novias por agresión
verbal, incluso física contra ellas. Ahora es un adulto casado, sin embargo,
los problemas crecen conforme decrece su responsabilidad.
Doña Inés, pone
sobre la mesa su celular al terminar la conversación con su nuera Claudia
¡Hijo, por Dios, qué estás haciendo de tu vida! Hice todo lo que estaba a mi
alcance como madre soltera, y eres mi único hijo; tal vez sí fui demasiado
blanda contigo, quizá debí forzarte a terminar tu secundaria. Jamás debí
encubrirte aquella vez que la policía llegó a la casa, cuando tiré por el
inodoro esos paquetes de tu cochinada. Claudita ya está harta, pero él es
bueno, solo un poco irresponsable, ella no debería estar amenazando con
denunciarlo a la policía, eso puede violentar a mi hijo. Debemos perdonar.
Durante la
primavera, en Los Ángeles la temperatura fluctúa entre setenta, cincuenta y
cinco grados. Es la tarde del ocho de abril del año dos mil veintiuno. En el
suburbio de Boyle Heights la presencia de vendedores ambulantes resulta ser
parte del panorama diario. También la de sujetos que tras el disfraz de
comerciantes ambulatorios esconden a rapaces depredadores de sueños y vidas,
como es el caso de Tony.
─Hola Tony, buenas
tardes ─saluda un hombre uniformado mientras hace girar en círculos un largo
llavero con cadena─. ¿Tendrás algún paquete de chicles que me vendas?
─Oficial Nalvarte,
qué gusto. Claro ─contesta Tony mientras saca de su bolsillo una cajita de
gomas de mascar─, pero estas se las convido.
─¡Caray qué
amable! ─contesta en voz alta, a la vez que recibe la cajita.
El oficial de
policía le pregunta entre dientes si está también lo de la semana pasada;
estúpido no pagaste tu cupo anterior. Tony le dice que solo es de una semana,
que la plaza ha estado baja. Espérame a la siguiente y te sorprenderé. El
oficial muestra una tenue sonrisa. Lo abraza y al oído le dice haber escuchado
rumores de que «El Patrón» lo está buscando. Se despiden con un apretón de
manos.
Armando viene de
regreso de la gasolinera donde trabaja, cuando Tony le da el alcance por la
espalda. Empiezan una conversación que se va tornando acalorada. Armando niega
con la cabeza y se separa sin despedirse de Tony.
Al poco rato
Claudia estaciona su auto Volkswagen en frente de la puerta de su apartamento
en el 1423 de E 4th St. Cierra la puerta del conductor, tiene su bolso sobre su
hombro izquierdo, pero cuando sube a la vereda se acerca Tony.
─Claudita, hola
qué gusto verte ─saluda tratando al mismo tiempo de darle un beso en la
mejilla.
─¡Oye, a mí no me
saludes con beso, delincuente! ─responde empujándolo con su mano derecha.
─Caray, qué
carácter, y uno que solo quiere ser amigable.
─Aléjate de mí y
de mi esposo ─dice y se dirige hacia la puerta de su domicilio.
Tony toma su
celular y le envía un mensaje de voz a Armando; ya te puse algo de mercancía
son siete paquetitos en una cajetilla de cigarrillos, la metí ahorita en el
bolso de Claudia. A mí tú no me vas a dejar. Confírmame que recibiste el
mensaje. Desde la esquina te vi entrar. ¡Contesta!
Dentro del
apartamento, Armando espera por su esposa. El ruido del motor del Volkswagen le
resulta inconfundible. En ese momento deniega una llamada entrante de Tony, la
puerta se está abriendo y el sonido de una campanita le indica un mensaje de
voz, él apaga su celular, sin siquiera percatarse del urgente mensaje de Tony.
Al entrar, Claudia
muestra el ceño fruncido, con la parte interna del zapato derecho se saca el
izquierdo, y con el lado interno del pie descalzo retira el otro. Armando la
saluda, ella no responde. Claudia va hacia la salita donde se desabrocha los
cuatro botones blancos del lado izquierdo de su falda jean azul y tira la
cartera sobre el mueble anaranjado de tres cuerpos. Su esposo le pregunta por
su hosquedad. ¿Qué te hice?, ¿por qué esa cara? Ella le reclama por continuar
en sus negocios turbios con Tony, Armando le asegura que ya no tiene nada con
él. Hemos cumplido cinco años de matrimonio hoy y ni siquiera te has acordado,
al menos un ramo de flores, las más baratas, pero, nada. ¿Cómo?, ¿hoy?, ¿estás
segura? Armando mira la fecha en el calendario que está sobre la refrigeradora,
se golpea con su mano el lado derecho de la cabeza.
La cena entre los
esposos es un monólogo de Armando, ella a nada contesta. Al terminar la comida,
él trata de lavar los platos, pero Claudia puso su mano mojada en señal de
alto, al mejor estilo de algún policía de tránsito. De su palma derecha
chorreaba agua jabonosa, luego siguió con el aseo. El celular suena en la sala,
presurosa se seca en el delantal a cuadritos rojos y blancos que la navidad
anterior le regaló doña Inés, va hacia el mueble donde dejó su bolso, era su
suegra, pero ya había cortado. Con sorpresa, pues no fuma, alcanza a ver dentro
de su bolso una cajetilla de cigarrillos, la abre; entonces llama a gritos a su
esposo, le pide explicaciones. Claudia le pregunta por qué ha puesto en su
cartera esa cajetilla conteniendo unos paquetitos con un polvo blanco que
parece ser cocaína. De entre las más secretas memorias de Claudia asoma aquel
corto tiempo en que también consumió, la reconoce. ¡Mañana te denuncio
descarado!
Luego de unos
pocos minutos Armando dice que va a comprar baterías para una linterna y sale
del apartamento. Regresa casi a las dos horas, trae consigo un paquete en una
bolsa plástica negra. Él murmura que es más económico adquirirlas por paquete
tamaño familiar, luego se va hacia el dormitorio.
Al otro lado de la
ciudad de Los Ángeles, en la zona South Central, alguien toca la puerta del
cuarto de Rodrigo.
─Abre, soy Paco
─grita, toca otra vez la puerta─. Apúrate que necesito el baño.
Rodrigo baja el
volumen de su radio, le fastidia interrumpir su canción en ritmo de rap, se va
acercando a la puerta y escucha:
──Te digo que soy
Paco.
─Ya espera
─contesta, y al llegar a la puerta la abre─. Pensé que ya estabas muerto,
baboso, el patrón te va a liquidar.
─Estoy vivito y
coleando ─responde mientras entra corriendo en dirección al baño.
Rodrigo abre por
segunda vez la puerta de su vivienda, y le grita a Paco, pues así como huele,
ya apestas a muerto. Animal qué has tragado. Al salir del baño su compinche le
explica que se pasó de tragos con su novia y no se había dado cuenta que se
había descargado su celular.
─Se supone que tú
te encargas de las llamadas para los trabajos, de ir a revisar los lugares,
reconocer a los sujetos que nos vamos a tumbar, sus rutinas, todo lo que
debemos de saber.
─Lo siento, no te
preocupes, dame los datos y mañana empiezo el rastreo.
─Ya no hay tiempo,
el trabajo lo tengo que hacer mañana por la mañana. Te la perdiste.
─Caray, te la vas
a llevar solo. Entonces me largo.
Ya en la mañana,
Armando escucha el mensaje de Tony que no quiso atender. Le avisaba sobre la
cocaína colocada en la cartera de Claudia para que él vendiera. De forma
sigilosa va hacia el auto de Claudia, entra por el lado del copiloto, luego de
un par de minutos cierra la puerta del Volkswagen. Su intención es caminar con
rumbo hacia la gasolinera donde trabaja.
En la esquina de el frente, desde está mercado de abarrotes, se puede oír la música mejicana en alto volumen. El aroma a comida emanaba de la carretilla ubicada junto a la puerta del establecimiento comercial, el olor a choclo sancochado era tan consistente que podría decirse que viajaba hacia los cuatro puntos cardinales, como si no tomara en cuenta la dirección del cambiante viento. Un par de pequeños perros vagabundos, uno negro, el otro de algún tono plomizo, exhiben balanceándose las greñas colgantes en sus orejas y barrigas, cual clientes, caminando extasiados en dirección a la tienda.
En la acera del frente dos hombres van comiendo sándwiches, una anciana renga, con bastón, viene acercándose, su blanca cabellera y figura encorvada inspira compasión. Armando ha salido del apartamento, por primera vez antes que su esposa, para colocar el paquete. Recuerda que no había echado llave a la puerta de su vivienda, así que regresa hasta el umbral de la entrada y mientras la asegura con llave se queda mirando los números. Recuerda otra vez las fechas: catorce por el día de los enamorados y el veintitrés por el cumpleaños de Claudia, cuando la viejita que camina con un papelito en su mano izquierda mirando las placas de los apartamentos lo ve, y lo sigue.
En ese momento sale Tony de su vivienda y reconoce a Armando. Trata de cerrar rápido su puerta para alcanzarlo, pero no encuentra su llave. A media cuadra los pasos de la anciana dejan de ser pausados para convertirse en una rápida caminata, y ya casi en la esquina al frente de la tienda de abastos la mujer cana alcanza a Armando, quien solo puede oír: ¡feliz cumpleaños!, y luego una detonación, quizá no tuvo tiempo de sentir el proyectil impactando su ser, quitándole el bien más valioso que solo se recibe y pierde una vez… la vida.
A media cuadra Tony queda paralizado con la boca abierta, el cigarrillo que fuma pierde todo sostén cayendo al piso; Tony corre en la dirección opuesta.
Claudia sale a las ocho con veinte minutos, como cada día, al sentarse en su auto mientras revisa su espejo retrovisor, nota un tumulto de personas en la esquina frente al local comercial. Otra vez, esta gente y sus riñas, todo lo quieren arreglar a puñetazos. He estado pensando que Armando parecía decirme la verdad sobre esa droga en aquella cajetilla, ¡caray ya recuerdo, ayer, aquí se me acercó ese Tony! Mejor volveré a conversar hoy con Armando, quizá esta vez me dijo la verdad.
Llegando a
la primera luz roja escucha un sonido como el tic tac de un reloj despertador,
esos antiguos con las campanas sobre él, y con una cuerda manual metálica al
dorso, similar a la prehistórica llave para abrir latas de sardinas, como el
que aún tiene su suegra. Bajó el volumen del radio. Tarde se da cuenta del
artefacto que está activado en el piso del copiloto. Los nervios la traicionan,
recuerda la amenaza hecha primero a Tony, luego a su esposo, que los
denunciaría con la policía, cambia la luz del semáforo a verde, cuando trata de
alcanzarlo estirando su brazo derecho a todo lo que da para tirarlo por la
ventana, el extraño aparato detonó…
Los carros tocaron
sus claxon, la línea por donde venía conduciendo Claudia se congestionó. Pudo
ver flotando un polvito multicolor, como papelitos brillosos picados, y un
payasito en miniatura que sobresalía de la cajita del piso, con un pequeño
letrero que decía: ¡Perdóname! Emana un aroma a rosas, el favorito de Claudia.
Se estaciona llorando y sonriendo. Ella
sostiene el regalo sorpresa, lo acerca a su pecho y lo besa, luego toma su
celular y marca el número de su esposo, vuelve a hacerlo, otra vez, por tercera
ocasión; entonces deja el mensaje de voz:
─Armando, mi amor,
eres un bandido. Gracias, claro que te perdono. Voy a confiar en ti. Esta noche
te daré una sorpresa, sorpréndeme tú también mi tigre. Te amo.
Cuando Claudia
llega al estacionamiento de su trabajo ve a su jefe hablando con tres oficiales
de policía. Dos autos patrulleros están al lado de la entrada, la quedan
mirando.
Rodrigo está
viendo la televisión, cuando pasan por el noticiero la información del
asesinato que perpetró. Dan el nombre de la víctima y nota que no coincide con
el de Tony. Una mujer lloraba a gritos era la madre del occiso, doña Inés
Ayala. Al verla Rodrigo se levantó del mueble y tomándose los pelos exclamó:
¡doña Inés!
Su mente cabalgó
hasta aquel día, el último que asistió a clases, una década atrás, cuando sale
corriendo y llorando; entonces la señora que vendía tamales afuera de la
escuela lo vio con su rostro contra los muros externos del centro de estudios.
Se le acercó, él la conocía por las pocas veces que había podido quedarse con
unas cuantas monedas tras la venta de caramelos y pudo comprarle un tamal.
Por algunas noches
Rodrigo accedió a ir al cuarto de aquella quinta dónde vivía doña Inés Ayala
con su hijo Armando Zapata de diecinueve años entonces, Rodrigo con solo nueve.
Si bien doña Inés no logró que volviera a la escuela, lo llevó al hospital
donde tenía una amiga enfermera. El examen médico mostró un cuadro severo de
desnutrición; la evaluación psicológica, diagnosticó que padecía de
esquizofrenia, además de dislexia, lo cual provocó dificultad para la lectura o
escritura de letras y números. Desapareció sin despedirse, sin agradecer
después de pernoctar tres semanas con doña Inés y Armando. Fue el mejor tiempo
de su vida.
Rodrigo se dio
cuenta del terrible error, él mata a delincuentes, gente de mal vivir, cree que
hace justicia. En la televisión, las imágenes muestran a la joven viuda
llorando, quien dice al reportero, que perdona al asesino, como le ha enseñado
su suegra. Al lado doña Inés grita, ojalá que al asesino de mi hijo lo maten de
igual o peor manera, que agonice sin misericordia alguna. Claudia la mira
sorprendida, apenas balbucea: ¿Y el perdón?
El teléfono
celular de Rodrigo suena trayéndolo de regreso a la realidad:
─¡Rodrigo, el jefe
te está buscando!, el Tony está cantando todo como canario con la policía.
Aquel que mataste vivía en el apartamento catorce veintitrés tres, Tony vivía
en el catorce ochenta y tres. Mataste a un inocente.
Rodrigo quedó
estupefacto, después de unos segundos pudo contestar:
─No, Paco, no lo
maté yo, sino la dislexia, y también me mató a mí.
Antes de terminar
la conversación, derriban la puerta de un golpe y entran tres hombres fornidos
de raza hispana, los brazos tatuados con calaveras, y una leyenda en las
vinchas negras, con letras rojas, que dice: «Los Barrios Mojados»; portan armas
automáticas y las rastrillan frente al indefenso Rodrigo.
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