miércoles, 28 de septiembre de 2022

Sin perdón

Joe Monroy Oyola


Armando se abrocha la correa marrón del reloj y mira la cama por el espejo del tocador.  Unas caderas se levantan bajo las sábanas de color verde claro que asoman sobre la colcha blanca, cumbres ondulantes y móviles que atraen la atención del marido.

Detiene el ritual del vestuario para contemplar la silueta de su esposa, un aroma a rosas proveniente de dos varillas sahumadoras que están sobre la cómoda rodean el cuarto matrimonial. En la radio al lado donde descansa Claudia, se oye una balada interpretada por el cantante Enrique Iglesias, Armando no recuerda cuál es.

El embeleso del marido desapareció raudo, como su presencia en la habitación. Llega a la cocina y recoge de la mesa el llavero cuyos apéndices dentados empujan el uno al otro cual efecto dominó creando unos cortos sonidos metálicos, con un tenue raspón tratan de aferrarse a la superficie lisa de la blanca mesa.

Al cerrar la puerta principal, se queda sosteniendo la perilla externa con su mano izquierda; en ese instante se abren los bellos ojos pardos de Claudia. La esposa retira los cobertores que la cubren y exhala un prolongado suspiro.

Ya en la calle, Armando mira la placa del domicilio. Por los números de esta dirección decidimos rentar este apartamento: el día de los enamorados, y el de su cumpleaños, veintitrés de setiembre. Luego él se dirige hacia la esquina y pasa frente al mercado de abastos hispano «El Torito» del que proviene un estruendoso corrido mejicano. Es uno de los establecimientos más populares del suburbio Boyle Height. Armando cambia su rumbo hacia la derecha…                                

Claudia mira la foto revelada en blanco y negro dentro de un marco dorado, a la moda antigua. En el retrato Armando viste un esmoquin, ella con el vestido blanco que fue de su madre, cuando se casó con su padre, ambos ya fallecidos. Tienen entrecruzados los brazos y cada uno sostiene una copa de cristal con champaña, se miran el uno al otro. Los retoques del fotógrafo disimulan el huesudo rostro del novio, y la pose favorece a Claudia atenuando su papada.

¿Cómo pudo olvidarlo? Es nuestro quinto aniversario y ni siquiera un beso me ha dado. La cocaína lo está consumiendo, ya lo detuvo la policía drogándose con ese vecino sinvergüenza, el tal Tony. ¿Qué es lo que le ocurre? Delincuentes, seguro Armando viene a ser su mejor cliente. Ya le advertí, aunque estemos casados, si encuentro esa cochinada en sus bolsillos significa que está traficando aún con ese hampón; entonces los denunciaré con la policía. Yo no sé en qué irá a parar esto. Todo está mal en este horrible lugar.

El barrio Boyle Heights, también conocido como Brooklyn Heights, está ubicado al lado este, en la ciudad de Los Ángeles, donde predomina la población hispana. Es un área con alto índice delincuencial. Hay varias bandas que frecuentan este vecindario, una de las más temidas es la de «Los Barrios Mojados». Esta pandilla se dedica al tráfico de drogas, extorsión, sicariato, y cualquier otra actividad ilegal donde pueda haber una buena ganancia.

Las construcciones en ladrillo rojo, los muchos negocios con letreros y publicidad en español hacen que se asemeje a un barrio de alguna ciudad de México, u otros países de América Central o Sudamérica.

En el apartamento 1423 de la calle E 4th St. suena un teléfono:

─Aló, ah, hola suegrita, ¿cómo se siente hoy de su jaqueca?

─Claudita, estoy mejor, pero, ¿cómo estás tú con Armando? Siento gran preocupación por ustedes.

─Mire, yo creo que todo se está derrumbando. Él sigue consumiendo drogas con ese tipo que vive en nuestra misma cuadra, el Tony, los vecinos lo conocen como un traficante minorista.

La señora Inés le dice a Claudia que debe perdonar a su esposo, se casaron para siempre, además todos cometemos pecados, pero debemos tener misericordia y amar hasta a nuestros enemigos. Claudia se ofusca; por favor, mejor hablamos en otro momento, luego de despedirse corta la llamada.

En un callejón de la avenida Ascot en el suburbio South Central de Los Ángeles, alguien golpea con el puño la descascarada puerta de madera con algunos raídos vestigios de pintura roja.  Rodrigo Guillén voltea a mirar la puerta y con un movimiento instintivo se levanta de la cama y toma la pistola que está junto a él quitándole el seguro. Camina hacia la puerta de entrada y pregunta:

─¿Quién es?

─¡Soy Nacho, me manda el patrón, dice que ya te habló por teléfono!

Rodrigo está apenas cubierto con una ropa interior color azul, mira en su celular, abre los mensajes y confirma el nombre del mensajero. Mueve la cabeza en forma afirmativa y abre la puerta.

─Oye, para ser sicario estás bien chaparro y más flaco que un perro roñoso.

─Para usar esto ─dice Rodrigo mientras levanta la pistola encañonando al visitante─, no necesito tamaño, sino tenerlos bien puestos.

─Bueno, tranquilo, si ambos somos de «Los Barrios Mojados». Nomás que tú eres uno de los que se encargan de mandar gente al otro mundo.

Se sientan en cada una de las dos únicas sillas que hay en el cuartucho. Rodrigo le pide que le dé el encargo del patrón, él contesta que le ha mandado quinientos dólares de la semana pasada. El jefe quiere que te encargues de un traidor, quien se quedó con su dinero y la mercancía. Pero, tienes que hacerlo mañana, nueve de abril, por la mañana pues es el cumpleaños de ese cadáver andante. Él vive solo en su apartamento y sale siempre a las ocho y diez de la mañana, a esa hora empieza a vender a los que quieren «empolvarse la nariz» en ayunas. Eso es lo que le gustaba de él al jefe, su puntualidad para empezar el negocio, ja, nomás que se tardó para el pago. Pero, cúbrete bien para que no vea nuestros tatuajes, no sea que se te escape y entonces, ¡tú la pagas!, además dicen que eres muy bueno para eso de los disfraces, eh. Ahora apunta la dirección, dice Nacho.

─Es que no tengo lapicero a la mano ─contesta Rodrigo mientras muestra las palmas─. Mejor le insistes al Paco mándaselo por texto, él se encarga de los detalles para los trabajos.

─Toma este ─contestó Nacho y le avienta un lapicero Bic con tapa azul.

─No tengo papel.

─Escríbelo en tu mano.

Empieza Nacho a dictar la dirección a la vez que Rodrigo va escribiendo en su mano izquierda.

Al terminar de dictar, el visitante le comenta acerca de su compinche Paco; dice el patrón que ya te sabes: cambia a tu ayudante porque ese Paco, no le contestó el teléfono; no lo quiere más en esto. Rodrigo asintió con la cabeza y se quedó con el sobre de manila que contenía el dinero, empezó a contarlo mientras Nacho se fue sin cerrar la puerta del cuarto.

Luego de asegurar la puerta, Rodrigo vuelve a la silla, está sosteniendo el lapicero de cuerpo transparente, lo gira hacia la derecha, luego hacia la izquierda, la tapa azul cae al piso. Cierra sus ojos, escucha risas lejanas que parecen acercarse hasta cubrirlo todo… Los niños del salón de clases le gritan, animal, bruto, oye bestia hazlo, ¿no puedes? Las risotadas parecen salir de una película de terror, como aquellas donde los duendes se le aparecen al niño, a la víctima, cual Chucky, el muñeco asesino…, miren no sabe; el maestro Hernández con una sonrisa en su rostro interviene:

Ya, ya, basta, silencio, vamos a dejar al alumno Guillén que nos explique por qué hizo la tarea de esta manera. Rodrigo levanta la mirada, por sus mejillas ruedan unas lágrimas que parecen competir en velocidad en su carrera loca hacia el vacío, es como si la vergüenza quisiera escapar en estado líquido desde el fondo de su alma.

Entonces Rodrigo enjuga su sollozo con la manga de su chompa marrón, y recibe el lapicero Bic con tapa azul:

─Niño genio, ahora muéstreme cómo se escribe de forma correcta la fecha de la batalla de El Álamo, adelante…

─¿De qué se ríe? ─contesta Rodrigo al mismo tiempo que levanta el bolígrafo con su diestra y lo tira sobre el rostro del maestro.

Las risas cesan mientras Rodrigo huye. No recoge sus útiles del pupitre, solo corre, pero percibe sus movimientos como si transitara sobre una lenta faja estacionaria. Puede ver el rostro de cada uno de sus compañeros en las primeras filas, sus bocas abiertas dejan notar los dientes, se asemejan a horribles colmillos de fieras aullando frente a la presa que se les escapa. Jamás volvió al cuarto donde vivía con su padre, un alcohólico que lo golpeaba cuando no había vendido los suficientes caramelos para comprarse una de esas botellas de licor sin etiqueta, aquellas que vendían en el antro cercano a la antigua estación ferroviaria.

Rodrigo abrió sus ojos, el bolígrafo que tenía en su mano estaba partido por la mitad, la tinta azul corría entre los dedos y goteaban hasta su mesa, el fluido azul parecía un chorro volcánico amenazando con derramarse sobre las moscas posadas en la superficie.

¡Nunca volví! Jamás nadie se ha vuelto a reír de mí, las escuelas no enseñan nada bueno, solo hay chicos abusivos que no deberían de existir. Al menos del maestro Hernández me encargué en aquella cantina donde iba todos los viernes. Valió la pena esperarlo algunos años, era el último en salir y justo cuando yo venía de quitar de en medio a ese policía, fue pura suerte, ni me reconoció, solo le dije que lo ayudaría, fueron las más divertidas cuadras que camine esa madrugada, y gasté solo un tiro, fue lo justo. Al polizonte lo despaché por encargo del jefe, era un miserable oficial corrupto, la paga fue buena. Ambos merecían morir. Le hice un favor a este mundo.

A sus diecinueve años ya es un sicario con experiencia, conocido por su sangre fría, debido también a su habilidad para camuflarse según la conveniencia.

Claudia conduce su viejo auto Volkswagen amarillo, mira su reloj de pulsera son las ocho con cuarenta y dos minutos cuando llega al edificio de su centro laboral. Qué rutina, ahora entrar, marcar la tarjeta y saludar a los jefes, sentarme por horas en ese viejo mostrador para atender a todos los jardineros cuando vengan por mangueras, o caños, alguna válvula, en fin, lo bueno es que pagan bien. Oh, un mensaje de texto: es doña Inés, ella sí es una santa, no se merece un hijo como Armando, ya la llamaré más tardecito.

Tony Velásquez camina por las calles de Boyle Heights, se detiene un auto junto a su lado, el conductor estira su cuerpo hasta la ventana del lado del copiloto, Tony se agacha y se estrechan las manos, se despiden. El piloto guarda algo en su bolsillo, mientras Tony mira hacia los lados, abre en forma discreta unos billetes enrollados y cuenta el dinero. Este es un buen día, sí, ya falta poco para terminar de juntar mi capital de trabajo, al fin me independizaré de don Carlos, ya ni sé por qué tanta reverencia, todos le dicen «el patrón», patrón su abuela. Falta poquito. Ajá, otro cliente. Hola...

Para doña Inés Ayala oír las incorrecciones de su hijo Armando, desde que era un niño, es pan de cada día. Ahora con cincuenta y seis años a cuestas, y sus recurrentes problemas de presión alta, el peso de la preocupación se tornaba insoportable.

El proceso de decaimiento moral de Armando es como una bola de nieve en deslizamiento desbocado. Conforme fueron pasando los años, el adolescente extrovertido se convirtió en un joven rebelde, irrespetuoso. Dejó la secundaria en el penúltimo año, tuvo altercados con familiares de cada una de sus novias por agresión verbal, incluso física contra ellas. Ahora es un adulto casado, sin embargo, los problemas crecen conforme decrece su responsabilidad.

Doña Inés, pone sobre la mesa su celular al terminar la conversación con su nuera Claudia ¡Hijo, por Dios, qué estás haciendo de tu vida! Hice todo lo que estaba a mi alcance como madre soltera, y eres mi único hijo; tal vez sí fui demasiado blanda contigo, quizá debí forzarte a terminar tu secundaria. Jamás debí encubrirte aquella vez que la policía llegó a la casa, cuando tiré por el inodoro esos paquetes de tu cochinada. Claudita ya está harta, pero él es bueno, solo un poco irresponsable, ella no debería estar amenazando con denunciarlo a la policía, eso puede violentar a mi hijo. Debemos perdonar.

Durante la primavera, en Los Ángeles la temperatura fluctúa entre setenta, cincuenta y cinco grados. Es la tarde del ocho de abril del año dos mil veintiuno. En el suburbio de Boyle Heights la presencia de vendedores ambulantes resulta ser parte del panorama diario. También la de sujetos que tras el disfraz de comerciantes ambulatorios esconden a rapaces depredadores de sueños y vidas, como es el caso de Tony.

─Hola Tony, buenas tardes ─saluda un hombre uniformado mientras hace girar en círculos un largo llavero con cadena─. ¿Tendrás algún paquete de chicles que me vendas?

─Oficial Nalvarte, qué gusto. Claro ─contesta Tony mientras saca de su bolsillo una cajita de gomas de mascar─, pero estas se las convido.

─¡Caray qué amable! ─contesta en voz alta, a la vez que recibe la cajita.

El oficial de policía le pregunta entre dientes si está también lo de la semana pasada; estúpido no pagaste tu cupo anterior. Tony le dice que solo es de una semana, que la plaza ha estado baja. Espérame a la siguiente y te sorprenderé. El oficial muestra una tenue sonrisa. Lo abraza y al oído le dice haber escuchado rumores de que «El Patrón» lo está buscando. Se despiden con un apretón de manos.

Armando viene de regreso de la gasolinera donde trabaja, cuando Tony le da el alcance por la espalda. Empiezan una conversación que se va tornando acalorada. Armando niega con la cabeza y se separa sin despedirse de Tony.

Al poco rato Claudia estaciona su auto Volkswagen en frente de la puerta de su apartamento en el 1423 de E 4th St. Cierra la puerta del conductor, tiene su bolso sobre su hombro izquierdo, pero cuando sube a la vereda se acerca Tony.

─Claudita, hola qué gusto verte ─saluda tratando al mismo tiempo de darle un beso en la mejilla.

─¡Oye, a mí no me saludes con beso, delincuente! ─responde empujándolo con su mano derecha.

─Caray, qué carácter, y uno que solo quiere ser amigable.

─Aléjate de mí y de mi esposo ─dice y se dirige hacia la puerta de su domicilio.

Tony toma su celular y le envía un mensaje de voz a Armando; ya te puse algo de mercancía son siete paquetitos en una cajetilla de cigarrillos, la metí ahorita en el bolso de Claudia. A mí tú no me vas a dejar. Confírmame que recibiste el mensaje. Desde la esquina te vi entrar. ¡Contesta!

Dentro del apartamento, Armando espera por su esposa. El ruido del motor del Volkswagen le resulta inconfundible. En ese momento deniega una llamada entrante de Tony, la puerta se está abriendo y el sonido de una campanita le indica un mensaje de voz, él apaga su celular, sin siquiera percatarse del urgente mensaje de Tony.

Al entrar, Claudia muestra el ceño fruncido, con la parte interna del zapato derecho se saca el izquierdo, y con el lado interno del pie descalzo retira el otro. Armando la saluda, ella no responde. Claudia va hacia la salita donde se desabrocha los cuatro botones blancos del lado izquierdo de su falda jean azul y tira la cartera sobre el mueble anaranjado de tres cuerpos. Su esposo le pregunta por su hosquedad. ¿Qué te hice?, ¿por qué esa cara? Ella le reclama por continuar en sus negocios turbios con Tony, Armando le asegura que ya no tiene nada con él. Hemos cumplido cinco años de matrimonio hoy y ni siquiera te has acordado, al menos un ramo de flores, las más baratas, pero, nada. ¿Cómo?, ¿hoy?, ¿estás segura? Armando mira la fecha en el calendario que está sobre la refrigeradora, se golpea con su mano el lado derecho de la cabeza.

La cena entre los esposos es un monólogo de Armando, ella a nada contesta. Al terminar la comida, él trata de lavar los platos, pero Claudia puso su mano mojada en señal de alto, al mejor estilo de algún policía de tránsito. De su palma derecha chorreaba agua jabonosa, luego siguió con el aseo. El celular suena en la sala, presurosa se seca en el delantal a cuadritos rojos y blancos que la navidad anterior le regaló doña Inés, va hacia el mueble donde dejó su bolso, era su suegra, pero ya había cortado. Con sorpresa, pues no fuma, alcanza a ver dentro de su bolso una cajetilla de cigarrillos, la abre; entonces llama a gritos a su esposo, le pide explicaciones. Claudia le pregunta por qué ha puesto en su cartera esa cajetilla conteniendo unos paquetitos con un polvo blanco que parece ser cocaína. De entre las más secretas memorias de Claudia asoma aquel corto tiempo en que también consumió, la reconoce. ¡Mañana te denuncio descarado!

Luego de unos pocos minutos Armando dice que va a comprar baterías para una linterna y sale del apartamento. Regresa casi a las dos horas, trae consigo un paquete en una bolsa plástica negra. Él murmura que es más económico adquirirlas por paquete tamaño familiar, luego se va hacia el dormitorio.

Al otro lado de la ciudad de Los Ángeles, en la zona South Central, alguien toca la puerta del cuarto de Rodrigo.

─Abre, soy Paco ─grita, toca otra vez la puerta─. Apúrate que necesito el baño.

Rodrigo baja el volumen de su radio, le fastidia interrumpir su canción en ritmo de rap, se va acercando a la puerta y escucha:

──Te digo que soy Paco.

─Ya espera ─contesta, y al llegar a la puerta la abre─. Pensé que ya estabas muerto, baboso, el patrón te va a liquidar.

─Estoy vivito y coleando ─responde mientras entra corriendo en dirección al baño.

Rodrigo abre por segunda vez la puerta de su vivienda, y le grita a Paco, pues así como huele, ya apestas a muerto. Animal qué has tragado. Al salir del baño su compinche le explica que se pasó de tragos con su novia y no se había dado cuenta que se había descargado su celular.

─Se supone que tú te encargas de las llamadas para los trabajos, de ir a revisar los lugares, reconocer a los sujetos que nos vamos a tumbar, sus rutinas, todo lo que debemos de saber.

─Lo siento, no te preocupes, dame los datos y mañana empiezo el rastreo.

─Ya no hay tiempo, el trabajo lo tengo que hacer mañana por la mañana. Te la perdiste.

─Caray, te la vas a llevar solo. Entonces me largo.

Ya en la mañana, Armando escucha el mensaje de Tony que no quiso atender. Le avisaba sobre la cocaína colocada en la cartera de Claudia para que él vendiera. De forma sigilosa va hacia el auto de Claudia, entra por el lado del copiloto, luego de un par de minutos cierra la puerta del Volkswagen. Su intención es caminar con rumbo hacia la gasolinera donde trabaja.

En la esquina de el frente, desde está mercado de abarrotes, se puede oír la música mejicana en alto volumen. El aroma a comida emanaba de la carretilla ubicada junto a la puerta del establecimiento comercial, el olor a choclo sancochado era tan consistente que podría decirse que viajaba hacia los cuatro puntos cardinales, como si no tomara en cuenta la dirección del  cambiante viento. Un par de pequeños perros vagabundos, uno negro, el otro de algún tono plomizo, exhiben balanceándose las greñas colgantes en sus orejas y barrigas, cual clientes, caminando extasiados en dirección a la tienda.                                                                         

En la acera del frente dos hombres van comiendo sándwiches, una anciana renga, con bastón, viene acercándose, su blanca cabellera y figura encorvada inspira compasión. Armando ha salido del apartamento, por primera vez antes que su esposa, para colocar el paquete. Recuerda que no había echado llave a la puerta de su vivienda, así que regresa hasta el umbral de la entrada y mientras la asegura con llave se queda mirando los números. Recuerda otra vez las fechas: catorce por el día de los enamorados y el veintitrés por el cumpleaños de Claudia, cuando la viejita que camina con un papelito en su mano izquierda mirando las placas de los apartamentos lo ve, y lo sigue.                                  

En ese momento sale Tony de su vivienda y reconoce a Armando. Trata de cerrar rápido su puerta para alcanzarlo, pero no encuentra su llave. A media cuadra los pasos de la anciana dejan de ser pausados para convertirse en una rápida caminata, y ya casi en la esquina al frente de la tienda de abastos la mujer cana alcanza a Armando, quien solo puede oír: ¡feliz cumpleaños!, y luego una detonación, quizá no tuvo tiempo de sentir el proyectil impactando su ser, quitándole el bien más valioso que solo se recibe y pierde una vez… la vida.          

A media cuadra Tony queda paralizado con la boca abierta, el cigarrillo que fuma pierde todo sostén cayendo al piso; Tony corre en la dirección opuesta.

Claudia sale a las ocho con veinte minutos, como cada día, al sentarse en su auto mientras revisa su espejo retrovisor, nota un tumulto de personas en la esquina frente al local comercial. Otra vez, esta gente y sus riñas, todo lo quieren arreglar a puñetazos. He estado pensando que Armando parecía decirme la verdad sobre esa droga en aquella cajetilla, ¡caray ya recuerdo, ayer, aquí se me acercó ese Tony! Mejor volveré a conversar hoy con Armando, quizá esta vez me dijo la verdad.                               

Llegando a la primera luz roja escucha un sonido como el tic tac de un reloj despertador, esos antiguos con las campanas sobre él, y con una cuerda manual metálica al dorso, similar a la prehistórica llave para abrir latas de sardinas, como el que aún tiene su suegra. Bajó el volumen del radio. Tarde se da cuenta del artefacto que está activado en el piso del copiloto. Los nervios la traicionan, recuerda la amenaza hecha primero a Tony, luego a su esposo, que los denunciaría con la policía, cambia la luz del semáforo a verde, cuando trata de alcanzarlo estirando su brazo derecho a todo lo que da para tirarlo por la ventana, el extraño aparato detonó…

Los carros tocaron sus claxon, la línea por donde venía conduciendo Claudia se congestionó. Pudo ver flotando un polvito multicolor, como papelitos brillosos picados, y un payasito en miniatura que sobresalía de la cajita del piso, con un pequeño letrero que decía: ¡Perdóname! Emana un aroma a rosas, el favorito de Claudia.

 Se estaciona llorando y sonriendo. Ella sostiene el regalo sorpresa, lo acerca a su pecho y lo besa, luego toma su celular y marca el número de su esposo, vuelve a hacerlo, otra vez, por tercera ocasión; entonces deja el mensaje de voz:

─Armando, mi amor, eres un bandido. Gracias, claro que te perdono. Voy a confiar en ti. Esta noche te daré una sorpresa, sorpréndeme tú también mi tigre. Te amo.

Cuando Claudia llega al estacionamiento de su trabajo ve a su jefe hablando con tres oficiales de policía. Dos autos patrulleros están al lado de la entrada, la quedan mirando.

Rodrigo está viendo la televisión, cuando pasan por el noticiero la información del asesinato que perpetró. Dan el nombre de la víctima y nota que no coincide con el de Tony. Una mujer lloraba a gritos era la madre del occiso, doña Inés Ayala. Al verla Rodrigo se levantó del mueble y tomándose los pelos exclamó: ¡doña Inés!

Su mente cabalgó hasta aquel día, el último que asistió a clases, una década atrás, cuando sale corriendo y llorando; entonces la señora que vendía tamales afuera de la escuela lo vio con su rostro contra los muros externos del centro de estudios. Se le acercó, él la conocía por las pocas veces que había podido quedarse con unas cuantas monedas tras la venta de caramelos y pudo comprarle un tamal.

Por algunas noches Rodrigo accedió a ir al cuarto de aquella quinta dónde vivía doña Inés Ayala con su hijo Armando Zapata de diecinueve años entonces, Rodrigo con solo nueve. Si bien doña Inés no logró que volviera a la escuela, lo llevó al hospital donde tenía una amiga enfermera. El examen médico mostró un cuadro severo de desnutrición; la evaluación psicológica, diagnosticó que padecía de esquizofrenia, además de dislexia, lo cual provocó dificultad para la lectura o escritura de letras y números. Desapareció sin despedirse, sin agradecer después de pernoctar tres semanas con doña Inés y Armando. Fue el mejor tiempo de su vida.

Rodrigo se dio cuenta del terrible error, él mata a delincuentes, gente de mal vivir, cree que hace justicia. En la televisión, las imágenes muestran a la joven viuda llorando, quien dice al reportero, que perdona al asesino, como le ha enseñado su suegra. Al lado doña Inés grita, ojalá que al asesino de mi hijo lo maten de igual o peor manera, que agonice sin misericordia alguna. Claudia la mira sorprendida, apenas balbucea: ¿Y el perdón?

El teléfono celular de Rodrigo suena trayéndolo de regreso a la realidad:

─¡Rodrigo, el jefe te está buscando!, el Tony está cantando todo como canario con la policía. Aquel que mataste vivía en el apartamento catorce veintitrés tres, Tony vivía en el catorce ochenta y tres. Mataste a un inocente.

Rodrigo quedó estupefacto, después de unos segundos pudo contestar:

─No, Paco, no lo maté yo, sino la dislexia, y también me mató a mí.

Antes de terminar la conversación, derriban la puerta de un golpe y entran tres hombres fornidos de raza hispana, los brazos tatuados con calaveras, y una leyenda en las vinchas negras, con letras rojas, que dice: «Los Barrios Mojados»; portan armas automáticas y las rastrillan frente al indefenso Rodrigo.

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