viernes, 30 de septiembre de 2022

Carpe diem

Roberto Murcia


Todos en el pueblo estaban de acuerdo en que la señorita Altagracia De la Cuesta era la mujer más hermosa que hubo en esta zona desde que se tiene noticia. Sus facciones de diosa, piel inmaculada de color blanco marmóreo, adorable figura y porte aristocrático, la hacían merecedora de ese título, que, aunque no era oficial, era parte de la memoria colectiva. Bardos inspirados compusieron espléndidos sonetos alabando sus virtudes legendarias. Se la comparó con María Félix, la gran dama del cine mexicano por su parecido físico y altivo carácter. Bien podría adjudicársele el comentario que el cineasta francés Jean Cocteau hizo de la actriz: «Maria, elle est si belle qu'elle fait mal (María, ella es tan bella que duele)». Desde el mismo instante en que nació, en febrero de 1914, se supo que había algo especial en aquella criatura, pues en ese preciso momento ocurrió un eclipse de sol. Eso, aunado a que no tenía arrugas ni la coloración rojiza propia de los neonatos, su expresión calma —ya que no lloró al nacer—, y sus ojos que no parpadeaban, así lo hacían presagiar.

La familia De la Cuesta, una de las más antiguas de la comarca, podía rastrear su abolengo hasta los albores de la conquista, que se realizó con violencia atroz en contra de una población indígena que fue sojuzgada durante varios siglos hasta que se rebeló junto a los criollos y logró su independencia, pero en la que persistían ideas introyectadas de sus antiguos amos como la creencia en la superioridad de los peninsulares.  Su residencia —una vivienda con valor histórico construida en 1540, que perteneció a sus antepasados por generaciones—, fue casa de habitación del primer oidor de la Real Audiencia de los Confines, establecida por la corona española en estas provincias. Tenía espaciosas estancias bordeadas por amplios corredores que encuadraban un hermoso jardín donde cuatro avenidas convergían hacia una fuente con forma de flor que se abastecía de agua proveniente de las bocas de cuatro leones imponentes. Por el portón principal podían pasar con facilidad hombres montados a caballo por un pasillo que llevaba hacia el jardín en el que espléndidas rosas reinaban a sus anchas.

La urbe llegó a su apogeo con rapidez, pero su declive también ocurrió con prontitud, así como un destello fugaz que ilumina el firmamento por unos segundos y deja ver su magnitud, para luego desaparecer. Abandonada por el Virreinato de la Nueva España que trasladó la facultad jurisdiccional a la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, que, en lo sucesivo, pasó a ser la sede oficial, y diezmada por pestes, sufrió una reducción drástica de su población y quedó congelada en el tiempo cual si fuera una reliquia viviente de un pasado remoto. En la actualidad, después de arribar a la localidad, los visitantes de tierras lejanas pueden afirmar sin temor a equivocarse que han experimentado en carne propia lo que era vivir en la época colonial, tal es la arquitectura y la particular atmósfera ibérica que se respira en sus parajes. 

Ya en su infancia, Altagracia se destacaba por su belleza e inteligencia. Sus maestros la ponían de ejemplo a seguir a los demás condiscípulos por su comportamiento y aplicación en los estudios. Su desempeño escolar, como cabría esperar, era óptimo. Sus padres, Marco Aurelio y Dorotea, perdieron dos de sus hijos posteriores, un varón y una niña, a causa de disentería y difteria respectivamente. No fue sino hasta ocho años después; cuando tuvieron a su siguiente hija sobreviviente, seguida de dos niñas más; que conformaron un núcleo familiar desarrollado en torno a una madre que cuidaba de las hijas y un papá que proveía para sus necesidades y deseos.

Cuando ingresó a la adolescencia el esplendor de su hermosura se reveló como una epifanía largamente anunciada. Era solicitada de manera reiterada para los reinados que se llevaban a cabo en el pueblo, en los que siempre ocupaba el lugar de reina y era fotografiada junto a su séquito, cual si fuera una monarca. Ganaba todos los concursos de belleza al grado que se eliminaron, puesto que nadie osaba competir con Altagracia. A su fiesta de quince años asistieron los jóvenes solteros de las mejores familias de la región, quienes ambicionaban cortar esa flor. Al graduarse de maestra —el título más alto al que aspiraban la mayoría de las damas en esa época en la que pocas llegaban a las universidades—, ella fue la única de su promoción en concluir sus estudios, porque los demás fueron incapaces de aprobar todas las materias, dada la extrema dificultad de las mismas; por lo que se dio la situación particular de que en la ceremonia solemne en la que estuvieron presente las autoridades de educación del país, hubo tan solo una graduada, a la que llegaron las felicitaciones y flores de sus amistades.

Mas la felicidad es frágil, en la familia De la Cuesta también hubo sinsabores. Se supo que había desavenencias entre los cónyuges y hasta hubo rumores de infidelidad que ellos negaron en todo momento. La señora, Dorotea, enfermó de gravedad, por lo que se temía lo peor.  Después de una corta convalecencia, falleció, dejando a Marco Aurelio al cuidado de sus cuatro hijas. Altagracia les llevaba un mínimo de ocho años a sus hermanas menores; razón por la que pasó a desempeñar el papel de madre sustituta. Su padre, un hombre que perdió parte de su empuje vital luego de la muerte de su cónyuge, desconocedor de las intrincadas complicaciones que pueblan el alma femenina y sin conocimiento de cómo criar a un grupo de mujeres, delegó esa tarea en su hija mayor, quien para entonces era una señorita juiciosa y responsable; que gobernaba el hogar a su discreción, con mano de hierro; mientras él se dedicaba a los negocios en lo cual era diestro, lo que le permitió amasar una considerable fortuna.

Después de las exequias, la joven hizo confeccionar trajes negros para ella y sus hermanas en señal de luto —que debieron usar durante muchos años, más de los que dictaba la etiqueta—, e hizo una fogata con todos sus vestidos sin importarle el llanto de las pequeñas al ver consumidos sus atuendos favoritos; también decretó que, en lo sucesivo, en esa casa no se escucharía música, ni habría motivo alguno de celebración, por lo que no hubo más piñatas ni fiestas de cumpleaños en aquel hogar.

Con el auge de su belleza, aparecieron una multitud de pretendientes a los cuales rechazó de forma sistemática, quizá debido a su sentido del deber que le exigía cuidar de su padre y sus hermanas en ausencia de su madre, papel que asumió por completo, aunque con severidad.

Fueron muchos los que se perdieron en las hermosas, pero peligrosas aguas de sus ojos azules. Alejandro Rojas, muchacho de buena familia, la cortejó de todas las maneras posibles, le enviaba presentes que eran retornados sin abrir, hacía piruetas montado de pie sobre la silla de montar del caballo con el fin de llamar su atención, lo cual a ella solo le producía hilaridad. Tal fue su obsesión al verse rechazado, que no comía y descuidó sus estudios, al punto que sus padres temían por él. Le dirigía misivas que redactaba con cuidado y primorosa caligrafía en un intento desesperado para ablandar el corazón de su adorado tormento, las que Altagracia rompía sin siquiera mirarlas. En su desesperación, le envió un mensaje por medio de una conocida común, suplicándole que le diera su amor, afirmando, además, que, si no lo correspondía, se quitaría la vida, a lo que la joven respondió «No permito que me hagan chantaje. Haga el favor de no volver a enviarme mensajes». Alejandro apareció muerto en su alcoba. Dejó una carta de despedida en la cual afirmaba que moría por ella. Si bien hubo una tristeza general ocasionada por la pérdida del que fuera una promesa truncada en la flor de su juventud, no podían señalarla como culpable, pues cada quien otorga su afecto al que juzga merecedor de sus favores y nadie está obligado a amar en contra de su voluntad.

Muchos otros sufrieron suerte similar y fueron rechazados, se alejaron derrotados, lloraron su desamor y terminaron contrayendo matrimonio con otras señoritas. De ellos, Isaías Garza, un poco más comedido, alimentó un amor platónico por la beldad. De carácter tímido, no compartía los exabruptos y muestras emocionales extremas de Alejandro. Según afirmaba, se sentía contento con el hecho de que lo considerara su amigo, atesoraba los minutos que estaba en su presencia, que eran escasos, y no aspiraba a merecer sus favores. Eso le permitió acercarse a ella sin sufrir su rechazo. Durante años cultivó esa pasión sin esperanza hasta que su madre lo hizo entrar en razón, le dijo: «Hijo, si sigues aquí, terminarás siendo un anciano solitario y amargado. Es mejor que te vayas a vivir a otra ciudad. Allí encontrarás a alguien que sepa valorar tu bondad y abnegación». Aunque no concordaba por completo con las ideas de su progenitora, Isaías, aceptó el consejo, se trasladó a una población lejana y terminó casándose con otra mujer, sin que lograra olvidar a la diva, a quien siempre colocó en un pedestal. Tuvo una hija llamada Altagracia, a la que le relataba la historia del amor de su vida.

Aparte de su autoimpuesto celibato, ella exigía lo mismo de sus hermanas, que al crecer fueron cortejadas por jóvenes de su edad. El advenimiento de la pubertad no representó para estas el despertar de tiernas ilusiones, sino más bien un recrudecimiento de la censura inquisitorial. Se interpuso de manera tenaz a cuanta aproximación sentimental observaba en su entorno familiar. Toda epístola era interceptada y destruida cual si se tratara de un asunto vital de estado. Cualquier intento de acercamiento era arrancado de raíz. Los pocos que se atrevieron a frecuentar el hogar eran despedidos con la admonición de que no debían volver a poner un pie allí, si se sospechaba que albergaban intenciones románticas hacia las señoritas.

Al parecer consideraba su deber, y el de las chicas, permanecer en luto y soltería perpetua, algo que ellas rechazaban en su interior, pero a lo que eran incapaces de oponerse de forma explícita. Los placeres de la carne constituían un fruto prohibido que había extraviado a muchas almas piadosas en el pasado y no permitiría que la perdición del infierno, amenaza de la virtud, se propagara como cáncer en su hogar. Ante la menor falta al pudor, real o supuesta, —por ejemplo, si alguna recibía una misiva de un admirador, aun si esta no era solicitada sino enviada por su autor, sin tomar en cuenta las intenciones de la destinataria —ellas sufrían castigos barbáricos, siendo azotadas y obligadas a hincarse sobre granos de maíz durante horas; posteriormente debían confesarse con el cura párroco y hacer penitencia para expiar sus pecados.

No obstante, el sometimiento inflexible de su imperiosa voluntad sufrió un resquebrajamiento gradual, en la medida en que sus hermanas, que para entonces pasaban de los veinticinco años, y ante la perspectiva nada halagüeña de permanecer solteras por el resto de sus vidas —algo que consideraban seguro si seguían bajo el mando de su familiar—, decidieron, cada una a su manera, romper su círculo de control.

Susana, influenciada por una religiosa que se dio a la tarea de inculcarle altos ideales religiosos, ingresó al convento de las carmelitas descalzas y, en lo sucesivo, llevó una existencia contemplativa en el interior de un monasterio, alejada de las miserias mundanas. Antes de irse manifestó que prefería la paz del claustro a la persecución policial a la que era sometida en el hogar paterno.

Eliza, cansada de tantos romances frustrados y atormentada por un amor avasallador que le hizo contemplar la posibilidad del suicidio, se marchó con un comerciante, quien la convenció de que su única opción para casarse y burlar el férreo cerco impuesto por su pariente, era huir con él. Consciente de que su decisión la apartaría para siempre de su familia, pues en el futuro se la considerarían una paria, siguió con su designio a pesar de las consecuencias. No se volvió a saber nada de ella.

Ángela, la menor, más inteligente, persuadió a su padre de que debía aceptar una beca del gobierno para estudiar en los Estados Unidos de América, que le había ofrecido un funcionario gubernamental conocido de la familia que deseaba quedar bien con ellos; a pesar de que Altagracia protestó por lo que consideraba entregar su hermana a un futuro incierto, —y, aunque no lo declarara, fuera de su control personal—, no hizo que esta desistiera en su propósito, y la pequeña, quien mostró en ese momento crucial el temple del que estaba hecha, se salió con la suya; obtuvo la aprobación de su papá y viajó al extranjero; estando allá conoció al que sería su esposo y formaron un hogar feliz; de manera que no regresó a vivir a su pueblo natal.

Altagracia compartió los últimos años de su padre, Marco Aurelio, quien sufrió un deterioro mental que lo mantuvo postrado en su lecho por largo tiempo. Él, que se caracterizó en su juventud por su brillantez, perspicacia de negociante y capacidad para prever el futuro, se vio reducido a depender de sus cuidadores aun para las necesidades más básicas. Pasaba de los sesenta, cuando murió su progenitor. Ángela recibió su herencia en efectivo que se le envió a los Estados Unidos. Ella quedó sola con su criada, María Exaltación, una muchacha virgen y soltera, al igual que ella, de raigambre indígena, de rostro nada agraciado y expresión taciturna, pequeña pero fuerte como una mula, que provenía de una aldea cercana.

Entonces sintió el peso de su intolerable soledad, acostumbrada como estaba a la compañía de sus hermanas, primero, y de su padre, después. La embargó la congoja, la nostalgia por una época que no volvería. La belleza fue remplazada por la decadencia; la fuerza se tornó debilidad; la firmeza, flacidez; la lozanía, vejez; tal es la inevitable consecuencia de la carcoma del tiempo que no se puede evitar. Sus contemporáneos, en su mayoría, habían abandonado su tierra natal en pos de mejores oportunidades que las ofrecidas por un anquilosado pueblo en el que solo sobrevivía el recuerdo de un pasado glorioso; se habían casado y tenían hijos y nietos.

Nuevas generaciones suplantaron a las anteriores, constituidas principalmente por foráneos que venían de aldeas vecinas a ocupar los puestos de aquellos que se habían marchado. Trajeron consigo hábitos que los pobladores originales no siempre aprobaban. Hubo un decaimiento de las buenas costumbres y una relajación de la moral. Proliferaron los lupanares y tabernas de mala muerte donde se hacía honor a la inmundicia y la concupiscencia. Las niñas salían embarazadas antes de llegar a la mayoría de edad, sin casarse, amancebadas bajo la mirada impávida de sus progenitores. Ante la presencia soez de tal gentuza, perdió toda esperanza de encontrar entre sus vecinos un alma gemela que aliviara su soledad. Entonces lamentó haber despreciado a tantos jóvenes de bien en su juventud.

Cuando se encontraba en el ocaso de su existencia llegó al pueblo Armando Vidal, quien tenía en esa época alrededor de cincuenta años. Vestía con elegancia, el cabello bien cuidado, reluciente de brillantina y un diente de oro que mostraba al sonreír. De trato amable y buen parecer, trabó conocimiento incidental con ella, permaneció por un corto tiempo y luego debió marcharse a otra ciudad. Altagracia viajaba con cierta regularidad a dicha urbe para recibir tratamiento médico, puesto que en su población no existía un hospital con facultativos de todas las especialidades.

Un día en que oró a la virgen para que aliviara su soledad —lo que hacía con frecuencia—, se encontró por casualidad con Armando en una calle de la referida localidad. Consideró que este hecho del azar era una señal divina, por lo que al verlo le dijo: «Usted, es la repuesta a mis oraciones». Él se sorprendió ante tal declaración. En un principio sospechó de la cordura de la dama, no obstante, luego de algunas explicaciones comprendió a que se refería. Poco después se casaron. Muchos consideraron que se trataba de un matrimonio por conveniencia. Altagracia, que acariciaba los setenta, era solo la sombra de lo que fue en su mocedad, pues su belleza devino en flor marchita, sin embargo, contaba con recursos económicos heredados de su padre quien falleció como un hombre acaudalado.

En esa época descubrió los placeres carnales que se había negado en su juventud y este despertar tardío de Eros fue tan fuerte como lo fue su represión. Exigía de su esposo que la atendiera cual si fuera una quinceañera que recién experimenta la sexualidad, esperando recuperar en forma tardía todo el tiempo que perdió en aras de su deber filial. Deseaba hacer el amor con inusitada frecuencia para una mujer mayor, a cualquier hora, de manera que fue sorprendida en más de una ocasión por su fiel servidora, quien al ver ese comercio impúdico solo acertaba a persignarse y elevaba su mirada al cielo en señal de contrición. Los gestos de cariño que en público le prodigaba a su amado incomodaban a muchos espectadores, pues en esos momentos de éxtasis, parecía olvidarse de que, al ser observada, convenía mantener el recato propio de su edad. También cambió su apariencia externa, vestía colores vivos, trajes ligeros y hasta se atrevía a mostrar sus rodillas de vez en cuando.

Por si fuera poco, mostró una notable debilidad: complacía a su marido en todos sus caprichos. En contra del consejo de sus amistades, le regaló un auto último modelo, le obsequió varios terrenos —que él le exigía poner a su nombre como prueba amor— y le dio diversas sumas en efectivo que él aseguraba, invertiría en negocios que los harían millonarios y de los que nunca se supo el fin. Bajo el hechizo de su pasión otoñal, se desentendió de la administración de los bienes heredados y los confió en manos de su consorte. Tal era la renuncia de su voluntad a la que el nacimiento del amor la había inclinado. Una a una, fueron traspasadas las posesiones familiares producto del trabajo de su padre a su cónyuge, y el dinero transferido a su cuenta bancaria. Aunque algunos amigos bienintencionados quisieron disuadirla de su error, ella no los escuchó, pues lo miraba todo a través de los ojos de su enamoramiento. Como dice el adagio popular: «Es más fácil parar una mula en bajada que una vieja enamorada». Cuando ya no tenía más que ofrecer, Armando la abandonó por una chica de dieciocho años, embarazada de otro hombre que la dejó, y a la que convenció de irse con él.

Lloró y permaneció en su lecho sin apenas comer por varios días. Cuando por fin se levantó, destruyó todo aquello que le recordara al bellaco con la furia de un torbellino. Lanzó contra las paredes y el piso las fotografías de su boda haciéndolos añicos. Los marcos que se desprendieron y múltiples fragmentos de vidrio volaron por los aires. Desgarró su ajuar de novia centenaria. Destrozó con saña la ropa de su exesposo, zapatos de las mejores marcas y trajes de cachemir, que ella le había obsequiado. Hasta que el suelo quedó cubierto de trozos de cristal, cerámica, partes de calzado y jirones de tela. Una vez que hubo terminado, se tendió a llorar sobre el estropicio. María Exaltación, al verla en tal estado de agitación, temió que hubiera perdido el juicio y corrió donde una vecina para pedirle consejo. Esta la miró con parsimonia y le dijo: «Déjela, es mejor expulsar el veneno de la culebra para que no siga haciendo daño».

Con posterioridad, Armando le envió la orden de desalojo de la casa familiar, que ahora le pertenecía a él. En un principio casi le da un infarto. Luego sentenció que primero muerta antes que salir del que había sido su hogar por tantos años. Ante la perspectiva de que sería expulsada por la fuerza, sus amistades intentaron en vano convencerla de abandonar su vivienda por su propia voluntad. De forma que tuvieron que sacarla en andas, sentada sobre una silla a manera de trono, como santo en procesión, seguida por una cuadrilla de mozos que cargaban sus posesiones, frente a la mirada atónita de sus vecinos. Entonces Altagracia saboreó lágrimas amargas al contemplar como el último reducto que la unía a su pasado grandioso le era arrebatado.

Malbarató los tesoros familiares, joyas de oro, vajillas de plata y objetos ancestrales, para recaudar fondos que ahora le harían falta. La mayoría fueron adquiridos por un usurero que los valoró a precio de gallo muerto. «Usted no es más que una rata inmunda» le dijo tragándose su orgullo al recibir el pago. El hombre sonrió y le contestó: «Pero mi dinero es tan bueno como el de cualquiera». Solo conservó su lecho antiguo tallado en cedro, algunos muebles básicos, sus más preciados recuerdos y un baúl grande que siempre la acompañó en el que guardaba sus documentos, cuya llave colgaba de su cuello. Se fue a vivir a una humilde vivienda de dos habitaciones que fue lo único que pudo encontrar dada su menguada economía.

Por las tardes, con lágrimas de cólera e impotencia, observaba pasar a su exmarido junto a su nueva pareja, conduciendo el carro que le regaló, para visitar las propiedades adquiridas con su patrimonio. Además, este se daba la gran vida, prodigándose toda clase de lujos y derrochando el dinero con prostitutas y cuanta mujer bonita se cruzaba en su camino. Si alguna vez se encontraban en la calle, ella le gritaba epítetos tales como bribón, pícaro, vividor, a lo que él respondía alejándose lo antes posible. Se afirma que interrogado acerca de si no le pesaba ver en la ruina a la que fue su esposa, Armando habría dicho: «Bastante soporté a esa momia lasciva. Ni con todo el oro del mundo podría pagarme por el asco que sentí cada vez que sostuve relaciones sexuales con ella». Se supo que él había contraído nupcias con otras viudas ricas en el pasado, a las que persuadió de traspasarle sus pertenencias para luego abandonarlas y, en lo sucesivo, disfrutaba la fortuna mal adquirida mientras esta duraba, dado que no se negaba ningún placer y ninguna suma de dinero le parecía suficiente para satisfacer sus caprichos.

Altagracia pasó sus postreros años en compañía de su fiel sirvienta, quien a pesar de que ella no contaba con recursos para pagarle, se mantuvo a su lado. Sobrevivían con cantidades pequeñas de dinero que su hermana Ángela le enviaba desde el extranjero y dádivas de caridad de algunos vecinos, que les servían para sufragar sus necesidades más básicas. Permaneció en la penuria, afligida por las deudas y la soledad. Sin embargo, no abandonó su fe religiosa que le ayudó a sobrellevar las miserias de la existencia. Asistía a misa vestida con sus raídos vestidos, únicos testigos de un pasado mejor, y recibía a diario el sacramento eucarístico. Arrepentida de su desvarió crepuscular, retornó a una vida de penitencia y abrazó la pobreza como una oportunidad que el cielo le ofrecía para expiar sus pecados y aligerar el tiempo que su alma inmortal permanecería en el purgatorio.

Sus últimos días no fueron mejores. Padeció de una debilidad que le impidió levantarse de la cama durante una semana. Apenas probó alimento a pesar de que su criada le proporcionó sus comidas preferidas: cuajada recién colectada, caldo de gallina y atol de elote. «Todo me sabe igual, desabrido» dijo. Todo hacía presagiar que su existencia llegaba a su fin. Alarmada por el estado de su ama, María Exaltación solicitó la ayuda del médico de cabecera de Altagracia, don Policarpo Raudales, quien la había tratado a ella y su familia durante muchos años. Este acudió a su lecho de enferma sin cobrar sus honorarios en vista de su precaria situación económica. De nada sirvieron sus atenciones, después de realizar sus mejores esfuerzos se dio por vencido y declaró que no había algo más que pudiera hacer por su paciente. La luz vital se apartó de su debilitado cuerpo como si fuera una llama que se apaga lentamente. Murió una mañana de mayo en que los rosales dieron sus más hermosas flores.

Tras el deceso, todo el pueblo, ricos y pobres, jóvenes y adultos, vinieron a su velorio, que se llevó a cabo en la antigua residencia familiar, comprada a Armando por una sociedad cuyo presidente era un viejo amigo de la finada, quien la prestó gustoso al enterarse de su muerte, dijo: «No es correcto que Altagracia sea velada y enterrada en medio de la miseria. Ya que le tocó vivir en esta sus últimos días, que al menos disfrute de un funeral digno del recuerdo de su esplendor».

Se abrieron las puertas de la vieja residencia —que fue adquirida con la intención de construir un hotel de lujo, un proyecto que aún no se había ejecutado— a todos aquellos que quisieran llegar a darle el último adiós. Su hermana envió de los Estados Unidos una modesta suma para ocuparse de los visitantes. Los pobladores pudieron observar por primera vez después de muchos años las augustas estancias y preciosos jardines que evocaban imágenes del pasado. Se obsequió con nacatamales de carne de cerdo, ponche de frutas, vino, café y refrescos, a los miembros de familias de bien. La plebe, que se coló forzando el portón por donde entraban las bestias y se instaló en el pasillo, fue provista con aguardiente, comida y naipes para que pasaran el rato. En su mayoría, los asistentes no habían conocido a Altagracia en vida, ni les importaba en absoluto que hubiera muerto; al fin y al cabo, los funerales en los aislados poblados del interior donde reina el aburrimiento no son más que una excusa para reunirse y departir a expensas de los deudos.

Pocos quedaban de quienes la conocieron en el auge de su belleza. Apenas vagos recuerdos de la que fuera la máxima beldad que la ciudad hubiera conocido. Los vecinos acudieron en gran parte por curiosidad, por lo que habían escuchado de los mayores. Muchos integrantes de las nuevas generaciones no parecían dispuestos a creer que aquella anciana de aspecto senil e insignificante, arrugada como una pasa, cuyos restos descansaban en la capilla ardiente, causara tal desasosiego entre los jóvenes en su época de lozanía.

Su exesposo ni siquiera se dio por enterado, cuando le comentaron que había fallecido su exmujer dijo: «Tengo asuntos más importantes que atender funerales». Su hermana Ángela, que entonces era una mujer mayor, hizo el esfuerzo de viajar con su marido y sus hijos, pero no pudieron llegar sino hasta después de pasados dos días del entierro, al celebrarse las misas de novenario. En el funeral, aparte de María Exaltación, solo un extraño lloraba desconsolado, era Isaías Garza, el que, a pesar de los padecimientos propios de su avanzada edad, al enterarse de la infausta noticia, viajó acompañado por su hija en cuanto pudo. «No podía faltar a las honras fúnebres de quien fuera el amor de mi juventud, la que despertó en mí la más sublime de las pasiones», expresó en esa ocasión.

Los pocos bienes que dejó le fueron cedidos a María Exaltación, ya que su hermana, única heredera, no manifestó interés en los mismos. El juez le hizo entrega de las posesiones en presencia de testigos. Al abrir el cofre, cuya llave Altagracia guardaba con tanto celo, se encontraron documentos antiguos, algunos recuerdos personales y una carta de amor escrita de puño y letra por su madre, Dorotea, poco antes de morir, dirigida a su amante, un tal Tranquilino Valverde. Fue así como todos se enteraron del oscuro secreto de la familia De la Cuesta.

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