martes, 30 de junio de 2015

Natalia

Camilo Gil Ostria


Algo en ella desconcertaba de una forma extraña. Su pelo era largo, de un dorado tan claro que si se contaba con mucha luz parecería que en realidad era blanco. Tenía un alma vieja –algo que me parecía increíble en una mina– no era necesario pasar más de cinco minutos con ella para saberlo. Su mirada, esa mirada traspasaba tus ojos –a veces eso hacía que te sientas incómodo– para llegar finalmente a tu cerebro, donde ella te leía libremente.

Un lunes –tipo seis de la tarde– ella tocó mi puerta. No tenía más de doce años en aquella época –yo tenía veintidós–. Le abrí, vestido únicamente con mis boxers, medio dormido, esperando poder decirle a alguien que se marchará para seguir con mi sueño. Solía dormir de tarde, escribir temprano en la mañana, salir en la noche a fiestas, mi madre siempre decía que mi vida era un desorden... aguafiestas.

La gente mencionaba que yo era sociable, sin embargo pensaban lo contrario a la verdad, la gente me da asco… Pero, ¡¿cómo esperan que sea amable con ellos si a veces son tan imbéciles?!

–Mi padre murió… –dijo ella. Me quedé congelado, nadie nunca me había enseñado cómo reaccionar cuando alguien te dice eso, puse una cara de estúpido por unos segundos. Luego le pedí que pase.

Le dije que me esperara, que iba a vestirme, dijo que no, que no quería pasar ni un solo segundo sola, que sentía que el fantasma de su padre la seguía. Era una simple niña, se notaba en el temblor de sus labios –en una tarde tan cálida como esa– que tenía miedo, mucho miedo. Entonces me quedé así. Se sentó a mi lado, luego de un momento empezó a hablarme:

–Murió a las seis de la mañana, a esa hora le doy su pastilla para el dolor, a las nueve le doy o mejor dicho le daba una para la digestión y en el almuerzo otra para su tos. –Su voz era suave, al hablar miraba únicamente al piso, donde mi alfombra de tonos blanquecinos; manchada con café, quemada con cigarros, aromatizada por vodka y quién sabe que más; reposaba–. Él ya era viejo. Era su hora de partir, todo le dolía, siempre se quejaba de la vida, yo tenía que ir como su esclava, de un lado a otro, preparar el café, traer el periódico, leérselo, y ¡ay de mí si encontraba una novela que le gustaba! Me tenía leyéndosela horas hasta terminarla.

Hizo una pausa, levantó su mirada para mirarme a los ojos. Ya no parecía amenazadora, ahora era como un gato, cuya pata se había roto, merecía cuidados, también los aceptaba. Pero mostraba tener fuerza para luchar si era necesario.

–Tú le gustabas, no sé por qué, pero siempre decía: “Ese Jeremías, siempre escribiendo, haciendo lo que le gusta, amando el arte como Dios manda, ese hombre llegará lejos”, seguía diciendo: “Él sería un buen esposo para ti”. Yo siempre le decía que ya no estábamos en la época donde los padres escogían la pareja de sus hijas, le reclamaba que debería dejar de ser tan anticuado, le recordaba que si me dejara salir, talvez ya habría encontrado un novio.

Hizo otra pausa, esta vez volvió su mirada a la alfombra, me avergoncé un poco del fuerte olor a alcohol, tanto en mi departamento, como en mí mismo. Entonces me levanté, pero no salí de la sala en la que estábamos –en la que muchas veces había caído borracho– talvez por eso no protestó. Encendí un incienso olor a vainilla para disimular los otros olores y prendí la única luz del cuarto. Posé mi vista en un hermoso cuadro que había comprado años antes, era un gran cartucho rosado, con un fondo morado casi negro, resaltaba de una manera hermosa sobre mi pared blanca, el toque de suciedad en la misma hacía –aunque nadie me creía– que ese pedazo de arte se luzca más. La obra; justo encima del sillón plomo en el que Natalia se sentaba; era mi pequeño orgullo.

Entonces volví mi mirada a la niña, me senté justo a su lado, ella se acercó más a mi cuerpo, totalmente congelada; para estar con sus blue-jeans y su polera negra, de manga larga; en realidad me sorprendía. Sus ojos, rojos por tanto llorar, no dejaban de ser bellos. Al poco tiempo de estar en esa posición, ella continúo con su relato:

–Pero quizás él tenía razón. –Su voz era suave, casi un susurro, ella pasó en una caricia su pequeña mano por mi pecho, hasta llegar a mi abdomen, un escalofrío recorrió mi cuerpo y la miré sorprendido–. Lo siento, pero no creo que el fantasma de mi padre deje de perseguirme, a menos de que seas… mi esposo.

–Nata –dije acariciando su mejilla, intentando controlar lo que pasaba ahí, sin herir sus sentimientos, pero al mismo tiempo sin encadenarme a una relación que era prohibida por ley– sé que tu padre era mucho para ti, pero los fantasmas no existen, y si existieran no creo que el de tu padre, o cualquier otro, te persiguiera para que seamos novios –reí de la forma más real que pude, mientras su mano se paseaba libremente por todo mi cuerpo–. Si yo fuera tu padre y volviera del inframundo no sería para que tengas pareja, sino para que no… ¿Entiendes?

Su tono de respuesta fue más débil que antes, su voz se quebró y tartamudeó unas cuantas veces.

–Nnono, tú no entinedes, no entiendes, le hihice una promemesa a mi padre.

–¿Qué promesa? –Mi tono ya no era muy gentil, jamás creí en los fantasmas, pero no por eso quería estar enredado en la promesa de una niña con un muerto. Mi imaginación era bastante fuerte, las pesadillas que vendrían después de eso no parecían muy agradables.

Su mano acariciaba mi nuca, luego mi oreja, un suave toque en el mentón, luego por el borde de mi cuello, hasta llegar a mi espalda.

–Le prometí… –se interrumpió unos segundos, tomó un buen bocado de aire, el incienso se consumía poco a poco– que me casaría contigo…

Silencio, ella quitó su mano de mi cuerpo, mi única luz pareció parpadear –aunque talvez solo era mi mente jugando conmigo– nadie se atrevió a agregar nada. La miré a los ojos, ella lloraba, pero de una forma tan calmada, tan silenciosa… que si no hubiera mirado su hermoso rostro pálido, no hubiera caído en cuenta de que lágrimas caían por él. Odié verla así, con mi dedo índice detuve la caída de la lágrima, luego frote su hombro, intentando calmarla.

–Natalia –volví a mi tono relajado– eso ni siquiera es legal, eres una menor de edad.

–El matrimonio –respondió con un tono lleno de confianza– es solo una formalidad. En la práctica es la unión que tienen dos personas, una unión física-espiritual.

“¡¿Me estaba pidiendo sexo?!”, fue lo primero que pensé, sin embargo no quise decir lo que pensaba en voz alta, aunque talvez ella ya lo sabía, ella siempre sabía... Solo la miré, intentando creer que una creatura tan inocente –pequeña y que parecía tan pura– podría pedirme eso.

–Lo siento –dije, alejándome un poco de ella– pero el matrimonio, sea cómo dices o en una iglesia, se basa en el amor. Yo, lastimosamente, no te amo.

Sentí que algo se rompía en su mirada, intentó darme la espalda. No lo logró, el sillón no era tan grande; pero solo mostrándome un lado de su cara, dijo:

–No seas tonto… –disimuló su tristeza con una sonrisa fingida, dio otra pausa larga para tomar aire– sé que me amas, al menos de una forma física, y ese amor que sientes por mí se puede volver en mucho más.

La chica era linda, pero ¿amor? Ni en sueños.

–Sé que tienes miedo, que deseas que me “case” contigo –giré mis ojos, luego de decir la última frase con sarcasmo casi imperceptible– que te ame, quizás que algún día tengamos una familia. Pero no quiero eso, como decía tu padre soy un escritor comprometido con mi arte, necesito mi soledad, mi espacio. Una esposa no te deja tener eso.

–Solo necesitamos hacerlo una vez…

Sí, eso sin lugar a dudas era hablar de relaciones coitales. La niña era una loca, o quizás sus hormonas saltaban de un lado a otro, como cientos de boli-gomas lanzadas a un cuarto pequeño, algún momento tendrían que dejar de rebotar.

–No –fue mi respuesta, en un tono tan amigable que casi no creí que fuese yo el que hablaba, con mi mano derecha acaricié, nuevamente, su hombro intentando calmarla– no necesitamos hacerlo, tú necesitas hablar con algún especialista –quizás un psicólogo o un psiquiatra– sobre tu padre. Yo necesito ir a una fiesta, tomar suficiente, olvidar esta tarde.

–Por favor… –fueron sus únicas palabras.

Me paré, indicándole que la acompañaría a la puerta. Ella en un impulso desesperado jaló mi ropa interior hacia abajo, dejándome completamente desnudo.

–¡Ya basta! –le grité enojado, ella se quedó mirándome, de pies a cabeza una y otra vez, como hipnotizada. Subí mi ropa lo más rápido que pude, pues mis instintos sexuales empezaban a despertar. La jalé del brazo, Natalia se paró finalmente por voluntad propia y dijo:

–La maldición de mi padre caerá sobre ti, pues ya he hecho todo lo posible por casarme contigo. –Su voz empezó a tartamudear de nuevo desde este punto–: Aahoora, susufre las consecucuencias…
Natalia se marchó.

Al principio, como cualquier ser racional, no escuché sus amenazas. Esa tarde había sido demasiado extraña como para volver a dormir, entonces me duché y fui a un bar cercano. Yo solía ir a discotecas, bailar con chicas lindas y llevarme una a mi casa para tener un buen cacho, pero ese día no estaba de humor, solo quería licor. Mientras peor era su calidad, mejor era para mí.

Entré por una puerta de madera que simulaba las antiguas puertas de las cantinas del viejo oeste de Estados Unidos, cuyas películas era tan famosas –especialmente las de Clint Eastwood– y que disfruté tantas veces con un buen tarro de pipocas. Me senté en el bar y pedí mi trago favorito, exactamente por ser muy barato en ese lugar:

–Un shot de vodka por favor. –Luego de pensarlo un momento agregué–: Mejor que sean dos.

El encargado del bar me miró, preguntó si había tenido un día difícil, le dije que no. No tenía ganas de hablar con nadie, peor con un curioso que se encargaba de escuchar historias deprimentes de borrachos todo el día. Me sirvió con rapidez, con la misma, o incluso más, acabé con los pequeños vasos. Luego pedí dos extras. Volví a acabar con ellos como Speedy Gonzales, luego pedí una cerveza. Me dediqué a escuchar la música, intentando no enfocarme en lo que pasó en la tarde. Había un fuerte olor a vómito inundando el lugar, suerte que mis sentidos estaban confundidos, además de acostumbrados a ese tipo de vida.

Acabé con mi cerveza, la música era bastante antigua, un folk extraño –pero chévere– aunque al tiempo llegó a marearme. En fin, pedí una cerveza más y fui a tomarla junto a la puerta, donde el aire era limpio y la música casi no se escuchaba.

Para empeorar la cosa, no podía dejar de pensar en Natalia desde que la vi por última vez, no podía dejar de pensar en sus suaves manos pasando sobre mi pecho, en su voz, en su dulce sonrisa, en su intento infantil –aunque excitante– de verme desnudo.

Salí, viendo las aceras desiertas, pero en la calle pasaba un auto detrás de otro a velocidades incomprensibles –peor en un estado como el mío–. Entonces una extraña figura, de mi lado de la acera, empezó a acercarse, al principio no le presté mucha atención, pues pensé que era un extraño cualquiera, pero de pronto escuche la voz de Natalia en mi cabeza.

–Él, que ves caminando con decisión, él, esa sombra de extraña procedencia, él, es mi padre.

Un temblor sacudió mi cuerpo. Intenté fijar mis ojos en la figura, pero con la misma decisión con la que venía, justo antes de que pueda verlo bien, giró hacia la derecha, y como si fuera obra del destino los autos dejaron de pasar. Él cruzó la calle y se marchó, jamás pude ver quién era en realidad…

Entonces volví a entrar al bar, pedí otra cerveza. Luego pensé que era suficiente y fui a escribir a casa. Llegué como un rayo, totalmente mareado, con ganas de escribir, luego no recuerdo exactamente qué pasó, pero desperté a las ocho de la mañana tirado en la sala.

Desperté y fui directamente a vomitar, luego me recompuse un poco, serví un vaso de agua y tomé mitad, me dirigí a mi habitación con vaso en mano –derramé un poco del agua por culpa del dolor de cabeza–. Mi habitación; con una cama, una mesa de noche, una silla, un basurero, un escritorio con una máquina de escribir y muchas hojas; era mi lugar favorito.

En lugar de una alfombra blanca, la alfombra es café, por lo que la suciedad no se nota tanto, pero el olor a alcohol y a vómito es muy fuerte, se pega a las cosas para nunca salir. No le di mucha importancia. Me senté, había una rima escrita en la hoja…

Te mataré,
o te amaré,
pero jamás te dejaré.

Otro escalofrío, me paré de golpe e inmediatamente me pregunté quién había escrito eso, luego pensé en que era una de las peores rimas que había visto en mi vida, quién la había hecho no se debería dedicar a ser poeta. Podía haberlo escrito yo –no lo creía posible, yo era un buen poeta– ayer en esas horas que en realidad no recordaba, o alguien podría haber entrado a mi departamento. Lastimosamente había una tercera opción, una en la que ni siquiera quería pensar. El padre, cuya maldición me perseguía, lo había escrito, dejándome un mensaje de la hija.

Me di la vuelta y vi a alguien correr por mi sala. El miedo que afloraba en mi interior se volvió terror, terror puro y verdadero. Me levanté de mi escritorio y busqué algo para protegerme. Escogí el cuarto equivocado, hubiera deseado estar en la cocina llena de cuchillos, desde donde el intruso posiblemente acechaba en ese momento.

Pero en mi habitación no había cosas útiles, usé lo que tenía a la vista, pues era mejor que nada: Mi vaso de agua, claro que antes lo terminé.

Miré con cautela por la puerta de mi habitación, la sala parecía vacía, pero estaba seguro de haber visto algo moverse, entonces pensé que mis sospechas eran correctas. El intruso estaba en la cocina, como para confirmar esto, se escuchó el estruendo de un sartén caer.

Bien agarrado de mi vaso y atento como si Belcebú en persona me estuviese siguiendo, di unos pasos por la sala, justo para poder ver que la puerta de la cocina estaba abierta, miré a través de ella y no me pareció ver nada fuera de lo normal.

Di unos pasos más hacia la puerta, miré desde el marco de la misma y mis dudas fueron aclaradas, no había nadie. Tampoco encontré ningún sartén en el suelo, o prueba de que hubo un intruso en mi departamento. Talvez mi imaginación jugaba conmigo, quizás… Pero era muy difícil para mí creer eso, porque estaba seguro que vi a alguien moverse en mi sala. Bueno, superé todo eso y marché a hacer lo que era importante: escribir.

Lo hice todo el resto de la mañana, apenas escribí dos planas, bueno, en realidad escribí unas diez, pero solo dos servían. Era alrededor de las tres de la tarde y obviamente tenía hambre. Me levanté, salí de mi departamento, lo primero que hice fue tomar un gran trago de aire fresco, luego me dirigí a una pensión en la que suelo almorzar y que siempre guardan un plato para mí; eso es lo bueno de no cambiar de pensión por ser bastante barata.

Caminé hasta el lugar, no eran más de dos cuadras y me hizo bien, sentí como se relajaba mi cuerpo. Entré por su única puerta de vidrio, que tenía colgado un cartel que rezaba: “abierto”.

El lugar era más bien sencillo, me senté en la barra donde el mesero –ese Fabián era un amor de persona– atendía. Además de la caja desde donde se podía ver la cocina, no había gente a mis lados, pues la mayoría se sentaban en las mesas familiares del fondo. Un fuerte olor a carne me llamó y dije:
–Fabián, ya sé que es el almuerzo… –hice una pausa para esperar que él se acercara– parrillada.

El muchacho, de no más de diecinueve años, sonrió. Asintió con la cabeza, también tomó mi propia sonrisa como una orden, pues al poco tiempo trajo un plato bien servido de carne, arroz con queso acompañado de ensalada.

Comí con avidez, tenía hambre. Desde el día anterior no había comido nada, típica vida de artista. Terminé y pedí que trajeran el postre, un delicioso arroz con leche. Lo terminé en menos tiempo del que tardaron en traérmelo, estaba tan rico que había valido la pena. Pagué mi cuenta, me despedí de todos los que trabajaban ahí, pues ya los conocía de memoria y sin decir nada más salí del lugar.
Esa calle era normalmente bastante vacía, pero en esos momentos estaba bastante perturbadora, pues parecía totalmente desierta, con una excepción...

Al frente mío: el padre.

Lo reconocí inmediatamente, pues él era una de esas personas que uno nunca olvida, totalmente calvo, de rasgos finos, tez blanca como la de la hija. Sus gafas de sol y su terno gris. Sin lugar a dudas era él. Me miró fijamente unos segundos, dijo algo que en realidad no alcancé a escuchar y justo enfrente de mis ojos desapareció. Fue como si el aire se lo llevara, o como si él se volviese aire y ¡bum! Ya no está. Al principio no pude creerlo, insistí que era mi imaginación, la maldecí por ser una de escritor, deseé no tenerla e incluso me amenacé con el suicidio, algo que jamás cumpliría. El mismo mesero que me atendió minutos antes salió de la pensión y preguntó:

–Oye, ¿todo bien? –le agradezco que haya hecho esa pregunta, pues me sacó de mis pensamientos, asentí con la cabeza, le di una buena propina, me marché a casa, sin mirar a los lados, ni siquiera miré mi camino. Solo a mis pies, pues ellos no podían ser demonios que volvían de la muerte para que me case con sus hijas, ¿o sí?

Finalmente volví a la poca seguridad de mi casa, como si sirviera de algo cerré todas las puertas, ventanas, todas las posibles entradas –y salidas– para así sentirme un poco más seguro, me desvestí, y dormí.

Como a las cuatro de la tarde algo me despertó.

Todas las cortinas cerradas, la penumbra inundaba mi habitación. No se podía ver absolutamente nada. Me levanté, esta vez tomé precauciones  –guardé un cuchillo en mi mesa de noche, lo agarré con fuerza de su mango y salí de mi cuarto– claro que antes prendí las luces. Toda mi casa, excepto mi cocina que no tenía cortinas –y mi cuarto cuyas luces acababa de prender– estaba en completa oscuridad, no podía ver nada en la sala. Algo tocó mi pie izquierdo. Di un salto a causa del terror, sentí como mi corazón se agitaba un poco, forcé toda mi capacidad visual para ver qué me había tocado. Era mi ropa del día anterior, entonces di cuenta de mi propia estupidez, reí, luego me acerqué a la pared, donde el interruptor de la luz de la sala y la prendí. Un sonido llamó mi atención. Yo estaba asustado como la mierda.

No sé qué era en realidad, se escuchaba cerca de mí, en la misma sala. De pronto una voz en mi mente dijo:

–No temas, solo soy tu futuro suegro… –dejé caer mi cuchillo.

Lancé un grito al aire, sentí como el corazón se aceleraba hasta casi llegar al borde de la explosión, pero podía ver toda la sala, y no había nadie.

Entonces una figura de un hombre –o de “mi futuro suegro”– se materializó enfrente de mí a pocos centímetros de mi cara, sonriendo de oreja a oreja como un desquiciado. Mi corazón, a punto de estallar, se sentía fuertemente en mis oídos, como una puerta siendo tocada con fuerza.

Toc-toc, toc-toc, toc-toc, toc-toc…

A velocidades impresionantes, el espíritu que se había formado estiró su mano; esa mano de dedos blancos y afilados, con uñas largas que parecía que en cualquier momento te sacaría un ojo; a punto de tocarme, yo lo miraba impresionado, no podía moverme, el miedo era mi perdición, entonces me di cuenta que en realidad alguien tocaba la puerta de mi apartamento.

Toc-toc.

–¡Ábreme! –gritó Natalia, el espectro desapareció, todo fue un poco más claro para mí, entonces reí de mis imaginaciones absurdas y marché a abrir la puerta.

Cuando abrí, el susto seguía en mí, entonces vi a Natalia, con sus típicos blue-jeans y una polera, de mangas cortas, blanca. Se acercó un poco a mí y por su baja estatura me obligó a agachar mi mirada. Yo admiraba sus bellos ojos, ella los míos.

Con su decisión típica preguntó:

–¿Ya tienes suficiente de la maldición? –sonrió un poco– ¿o quieres más?

La agarré de la mano, cerré la puerta, la llevé a mi habitación. Ahí, nos casamos. Luego de casarnos por primera vez le pregunté, mientras fumaba un cigarrillo:

–¿Te gustó casarte conmigo? –en su desnudez ella respondió que sí, mientras apoyaba su cabeza en mi pecho. Luego agregó:

–Ahora estaremos juntos hasta que la muerte nos separe. –Al principio un escalofrío amenazó con hacerme retumbar, pero lo controlé. Le di un beso en la frente. Superé su frase.


Y nos casamos una, dos, tres… muchas veces más ese día.

1 comentario:

  1. Camilo, este entretenido relato es del 2015; me pregunto si, desde ese tiempo a la fecha, habrás realizado correcciones de estilo al mismo, de ser así sería estupendo que lo publicaras de nuevo.

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