jueves, 6 de marzo de 2014

Amor a primera vista

Elena Villafuerte


Sentado en un sillón de respaldo alto, Máximo Cano de Velasco revisaba los libros de contabilidad y se aburría enormemente. Miró hacia el ventanal, por el que se colaba un rayo de sol en el que flotaba una multitud de partículas. Se imaginó ser una de ellas, cayendo despacio hacia el piso de cerámica, para reunirse con otras muchas motas de polvo que al día siguiente la criada barrería hacia la calle. Escuchó el ladrido de uno de los perros, al cual contestó otro, y unas pisadas aproximándose, hasta que se abrió de golpe la puerta del despacho.

- Hola, primito – lo saludó Abel, de veintidós años, dándole un manazo en el hombro. – ¿Qué haces? ¿Aburrido como de costumbre? Deja eso y ven. Vamos a conocer a las primas de Lucas.

Máximo enarcó las cejas, dudoso. Era el mayor por tres años, así que veía con aparente desdén los juveniles arranques y la despreocupación de su primo hermano. Abel era más alegre, y siempre intentaba sacarlo de sus casillas, cosa por otra parte muy fácil de conseguir, porque Máximo tenía el genio demasiado vivo.

- ¿Cuáles primas, tú? No sabía que tenía primas.

- Creo que son sus primas segundas o terceras, que acaban de llegar ayer de Tampico. Dice que están guapas.

- Eso mismo dijo de las del mes pasado, y no es por nada pero estaban para los tigres.

- Triste Máximo, qué exigente. Vamos. No te vas a casar con ellas, nomás vamos a verlas. ¿Quién quita y conoces al amor de tu vida? – soltó la carcajada. – Uno nunca sabe, a lo mejor lo que dicen del amor a primera vista sea cierto. Yo ya me estoy cansando de darle vueltas al parque todas las tardes, a ver si alguna de las que pasan me gusta, pero si el río suena…

Era domingo, día de visitas, y encontraron por el camino multitud de conocidos. El centro estaba pletórico de gente, por lo que tuvieron que esquivar paseantes de todo tipo antes de llegar a una casa de cantera rosa, con balcones y rejas de hierro forjado.

- Quiubo – los recibió Lucas, un muchacho alto y flaco cuya principal cualidad era la longitud de su nariz.- Pasen, por favor. Pasen, pasen – continuó, empujándolos del recibidor a la sala. – Ya saben que están en su casa. ¿Algo de tomar? ¿Agua? ¿Un café, té, chocolate?

Una vez cumplidos los requisitos de la cortesía y del buen gusto, los tres jóvenes pasaron al tema de interés.

- Y entonces, ¿a qué hora bajan?

- Qué impaciencia – se sonrió Lucas. – Ya saben que las damas pueden tardarse lo que quieran, y probablemente lo harán. Así que relájate, Máximo.

- ¿Yo? – se recargó en el brazo del sillón, tapizado en terciopelo y bastante incómodo. – Estoy tan relajado que si tardan diez minutos más me quedo dormido.

- Espero que no, Máximo- se escuchó desde la puerta que se abría, y los jóvenes brincaron al entrar en la habitación la tía Cecilia, madre de Lucas, seguida por tres muchachas. – Sería una pena que estas señoritas no le conocieran en la plenitud de su simpatía.

Máximo se apresuró a disculparse, deseando sobre todo desaparecer. ¡Qué vergüenza! ¡Él y su imprudente lengua! Hubiera querido huir de la sala, ser una mosca y trepar por las paredes hasta las sombras del altísimo techo. A duras penas consiguió balbucear algo durante las presentaciones, y pasó la siguiente media hora completamente ofuscado, demasiado mortificado como para ver que una de las chicas lo miraba furtivamente.

Adela, a sus veinte años, era una muchacha de hermosas manos blancas con largos dedos de pianista, ojos oscuros y pelo lacio que le caía recto hasta los lóbulos de las orejas. No era una mujer bella, pero sí atractiva. Sin embargo y pese a los esfuerzos de todas sus parientes, aún no se había casado y ni siquiera novio formal tenía. La fama de su carácter se había extendido por toda la región. Había rechazado a varios pretendientes, y por más visitas que hacía con su madre, tías y primas a casas, fiestas y reuniones donde hubiera jóvenes prospectos, ninguno llamaba su atención.

Esa tarde, por casualidad, había ido a saludar a Carmen y a Eutimia, sin saber que ellas pensaban recibir visitas masculinas. Una vez que supo quiénes irían quiso regresar a su casa, pero su tía Cecilia prácticamente la obligó a quedarse.

- No, hija, tú no vas a ninguna parte.

- ¡Pero tía! ¿Para qué quiere usted que me quede? Yo no voy a conocer a nadie…

- No conoces a Máximo.

- Sí que lo conozco, Abel lleva años diciéndome que es su primo favorito y que es taaaan buen partido, taaaaan inteligente, taaaan honrado…

- No lo conoces, Adela, nunca lo has visto.

- ¿Y cómo lo voy a ver? El señor, taaaaan honesto, taaaaan sutil, le dijo a Abel que ni se le ocurra presentarnos, porque con mi genio que me aguanten en mi casa. – Adela estaba indignada. – Dice que él quiere una mujer dulce y no una arpía saca ojos.

- Y ahí va el imprudente de Abel y te lo dice. Ay, Dios mío. – suspiró la tía Cecilia – Se parece tanto a su tío abuelo, mi suegro, que en paz descanse. Siempre diciendo lo que no debe a quien no debe.

- Pues sí, tía, pero el hecho es que me voy. ¿A qué me quedo? ¿A ver si me sigue insultando un hombre que tiene esos modos y con esos comentarios impropios?

- Hija, – respondió la tía Ceci, paciente – hazme caso. Tu mamá, mi prima, era igual de terca que tú, hasta que me escuchó y empezó a leer las cartas de tu papá. Y ya los ves, tan felices.

- Está bien, – resopló Adela- me quedo. Pero sólo porque usted me lo pide. Y sé que no me va a gustar ese señor.

Ahora que tenía delante al monstruo, Adela reconsideraba. Alto y delgado, recio, con porte, esas cejas negras tan pobladas, los labios gruesos… no estaba nada mal. Discretamente, aprovechando que las primas de Lucas estaban luciendo su habilidad en el piano, se acercó a su tía Cecilia y se sentó a su lado.

- Oiga, tía Ceci – susurró - ¿se verá muy evidente si le ofrezco algo más a Máximo?

La tía Cecilia, con los ojos pegados a la pianista en turno, aplaudió con todas sus fuerzas mientras hablaba por la comisura de los labios, del lado izquierdo.

- No te apures – dijo. – Yo me encargo. Pues qué bien tocas, Lichita – felicitó a la artista, que complacida se ruborizó decentemente. – Mi hermana Alicia me había dicho que estudiabas piano, pero nunca que fueras tan talentosa. Pero bueno, ¿qué ya se acabó el café? ¡Braulia! ¿Dónde estará esa muchacha? – Doña Cecilia sabía perfectamente que Braulia estaba en ese momento rumbo a la tienda de dulces del otro lado de la plaza. – Nunca está cuando una la necesita. Adela, hija, no seas mala, sírvele algo más a Máximo, tiene la taza vacía.

Al levantar Máximo los ojos para agradecer a quien le servía más café se tropezó con otros, del tono exacto al de los chocolates Constanzo que tanto le gustaban.

La boda se realizó en marzo, pasado el seco frío del invierno. Máximo estaba guapísimo, con corbata de seda gris, traje negro y zapatos de charol. Adela, a la última moda con un larguísimo velo de tul cubriéndole el cabello corto, largos collares de perlas y guantes arriba del codo, la viva imagen del glamour.

La pareja recibió primero a una niña, Sagrario, y después a un niño, Bernardo. Pero aunque Adela estaba feliz en su papel de madre y señora Cano de Velasco, Máximo estaba angustiado. Lo cierto era que las cuentas ya no salían. Sus padres habían sido ricos, pero tras el paso de los revolucionarios y después, los agraristas, la familia entera había quedado muy mal parada. El rancho se había perdido, y Máximo, que había sido el responsable de llevar los números, había encontrado empleo en la capital del estado como contador de una de las varias empresas de minería. Pero ahora, con el cierre de cada vez más minas y el crecimiento de la familia, Máximo veía el panorama francamente negro. Su hermano mayor Cosme, que primero había sido jefe de un grupo de rebeldes insurgentes y luego vio truncadas sus aspiraciones militares, había vuelto a San Luis y presionaba a Máximo para que le pasara una “ayudadita”. Ayuda que en la realidad significaba la manutención de un hombre juerguista, empistolado y con malas compañías.

De forma que cuando la mina cerró, Máximo tomó la decisión de buscar empleo lejos de la ciudad, donde la situación general se ponía cada vez más complicada, tanto por la escasez de empleo como por el regreso de Cosme. Tras unos meses muy difíciles, en los que estiraba lo más que podía los pocos ahorros que le quedaban, le ofrecieron trabajo en la Huasteca Petroleum Company. Máximo empacó el menaje de casa, a sus dos hijos y a una muy renuente y embarazada Adela, y se trasladó al clima húmedo, caluroso y selvático de Veracruz.

La casa era de madera, pintada color de rosa, con techo rojo y ubicada estratégicamente dentro de un campo de petróleo lleno de árboles: plátanos, mangos, naranjos, copites, palo de rosa, yuca, palma de coco… pasto por todas partes, arbustos donde no, y caminos de tierra. Se levantaba sobre pilares que la separaban del suelo más o menos un metro, primero, para refrescarla, y segundo, para evitar que las alimañas entraran tan fácilmente. Lo que no era decir mucho, porque había cucarachas, tarántulas, moscas, mosquitos, ciempiés, avispas, serpientes y alacranes al por mayor, y muchas de ellas acababan dentro de la casa, buscando escapar del calor. Diariamente había que mover los muebles y pasar el trapeador, empapado en petróleo, para desalentar a los nefastos visitantes; con tres niños y una bebé, Adela no podía arriesgarse a que se colara una víbora. Mucho menos cuando Máximo salía temprano a recoger los envíos de monedas de oro para pagar la nómina. Adela padecía cada quincena, cuando él se trasladaba armado de la casa hacia Tuxpam, acompañado por dos sujetos con escopetas, a buscar la bolsa de dinero que dejaba caer el avión de la Compañía Mexicana de Transportación Aérea, CMTA para abreviar. Se imaginaba a su marido a caballo por la selva, arriesgando la vida, con las bolsas de monedas en las alforjas y la pistola en el cinto, a merced de cualquiera de los delincuentes que vivían a salto de mata esperando precisamente esos envíos.

Adela se quedaba sola con los cuatro niños, Sagrario de siete años, Bernardo de cinco y medio, Emiliano de cuatro y Lita de ocho meses. Había días en los que no quería ni levantarse, presa de una profunda tristeza, una desesperación que le hacía sentir que se ahogaba entre las cuatro paredes de la casa. Soñaba con tener noticias de San Luis, pero ¡el correo tardaba tanto! Para cuando ella se enteraba de las “últimas” tendencias de la moda, ya habían pasado seis meses o hasta un año. Se sentía aislada, como vivir en una isla desierta. La única diversión de este campo era sentarse en el corredor a ver pasar las arañas, cuando Adela estaba habituada a las tardes de té y chocolate, de pastas finas, en las que se hablaba de moda y se veía a la gente paseando por la Plaza de Armas, y tal vez hasta uno que otro automóvil por la calle de Zaragoza.

Y así, Adela comenzó a adelgazar. Casi no comía, y el doctor le indicó que probablemente padeciera anemia, porque además sufría de un cansancio extremo. Cada vez más Adela se la pasaba en cama, mientras sus hijos iban a la escuela y su marido se ausentaba. Ella no quería preocupar a Máximo, pero otra razón por la que le resultaba tan difícil levantarse era por el intenso dolor de espalda que tenía. Él lo achacaba a su falta de ánimo, y le prometía que próximamente harían un viaje a San Luis, que podría ir a visitar a su familia, ver a sus amigas.

Hasta el día en que el médico, tras una revisión, pidió hablar a solas con Máximo.

- Señor Cano de Velasco – empezó, con un tono que hizo que a Máximo se le paralizara el corazón en el pecho. – Me temo que le tengo malas noticias. Muy malas.

- ¿Qué pasa, doctor?

- Doña Adela, pues verá, hace tiempo que sufre de cansancio y ya ve usted que ha adelgazado mucho…

- Sí, sí. – Máximo lo interrumpió impaciente. - No me describa lo que ya conozco. Suéltelo sin anestesia, doctor. ¿Qué le pasa?

- Pensábamos que era anemia, o la simple tristeza de estar lejos de su tierra, pero mucho me temo que estábamos equivocados. Doña Adela tiene cáncer, Don Máximo, y muy avanzado. Lo siento.

La enterraron en Tampico, una tarde de lluvia torrencial que hacía ríos por en medio de las calles. Caminando junto a la carroza fúnebre, Máximo no veía nada, no pensaba en nada, no sentía nada. No podía permitirse sentir. Su amada esposa, su Adela, su amor a primera vista estaba muerta, dejándolo solo con cuatro hijos, la mayor de diez, la menor de dos. Si se permitiera sentir, gritaría al Cielo su rabia y dolor, se dejaría morir junto a la tumba.

- Adela, -  susurró, de rodillas en la losa, tragándose las lágrimas – no se vale. ¿Por qué, Adela, por qué? ¡No es justo! ¿Qué se supone que haga ahora? ¿Cuidar yo solo a cuatro criaturas? ¿Por qué te fuiste, Adela, por qué? ¿Qué te hice? ¿Qué más pude haber hecho? Ya nunca irás a San Luis, ya nunca te veré bailar, ya no te enojarás conmigo por haberte metido en un lodazal en plena selva… ¿Y ahora qué hago? Habías prometido envejecer conmigo, mi amor, mi Adela, y me has dejado solo.

Después de un largo rato, se levantó, se puso el sombrero y empezó a caminar por entre las tumbas. Los niños lo esperaban en casa de sus parientes. La vida tenía que seguir.

Dos semanas después del entierro, empezó la primera carta.


Señorita Josefa.

El día de hoy ha cruzado su recuerdo por mi mente y me atrevo a escribirle, esperando acepte usted estas líneas que escribo con el corazón en la mano.

Como probablemente sepa ya, mi esposa Adela ha fallecido. Aunque aún albergo un gran dolor, no me siento capaz de enfrentar la vida solo, y hoy al recordarla a usted mi corazón ha latido nuevamente con ilusión. Es usted quien puede regresar el calor a mi hogar, que ha quedado tan frío y huérfano de amor.

Ofrezco a usted, Josefa, un nombre sin tacha, y la promesa de una familia que espera con angustia su respuesta, pues ella ha de hundirme en la más negra desesperación o bien, como apenas me atrevo a soñar, dejarme entrever la esperanza de una vida dichosa a su lado.

Espero con ansiedad unas líneas de su amable mano.

Máximo Cano de Velasco


Máximo dejó el manguillo sobre el escritorio y se cubrió el rostro con las manos. Por sus dedos escurrían ardientes lágrimas. 

5 comentarios:

  1. Cuento costumbrista muy bien logrado sobre la realidad de la clase media de los 20s. Hay pocos bien escritos porque la mayoría de los escritores se dedican a los valores revolucionarios únicamente olvidando este segmento social.

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  2. Muchas gracias por leer, y sobre todo por su amable comentario.

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  3. Narrativa ágil y con saltos sorpresivos que mantienen la atención del lector. Refleja la decadencia de una clase media que, igual que el protagonista, buscaba su camino

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  4. Después de leer este bien logrado texto la sensación en la piel fue un leve escalofrío y algunas discretas lágrimas que tuve que ocultar: la suerte del pobre Máximo, su dolor y la desgarradora petición de salvamento a una mujer que no ama pero que él se convence de sí necesitarla, son la expresión de un desarrollo en la escritura de Elena que nos mueve emociones y logra la empatía con los personajes. Felicitaciones a la autora por compartir estas líneas.

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  5. Me gustaron mucho estas líneas, entre otras: - "Miró hacia el ventanal, por el que se colaba un rayo de sol en el que flotaba una multitud de partículas. Se imaginó ser una de ellas, cayendo despacio hacia el piso de cerámica, para reunirse con otras muchas motas de polvo que al día siguiente la criada barrería hacia la calle." y - "El día de hoy ha cruzado su recuerdo por mi mente y me atrevo a escribirle, esperando acepte usted estas líneas que escribo con el corazón en la mano." , pues discurren con mucha naturalidad y ligereza, demostrando que se ha incorporado ya el arte de narrar al arte de escribir. Saludos y éxitos.

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