jueves, 25 de abril de 2013

Salvajismo capital


Violeta Paputsakis 


Gael se levantó esa mañana para ir a trabajar más temprano que de costumbre y antes de que sonara el despertador. Le pareció el augurio de un buen día ya que normalmente el incorporarse de la cama era una verdadera lucha que incluía varios minutos de dar vueltas entre las sábanas lamentándose por su suerte. Mientras se vestía con los ojos aún entrecerrados, los primeros rayos de sol comenzaban a ingresar por la ventana de su pequeño dormitorio. Mecánicamente tomaba la ropa de la silla dispuesta al costado de su lecho e iniciaba la rutina a la que estaba acostumbrado, se dirigía al baño contiguo, se aseaba y luego, sentado en la cocina comedor, tomaba un desayuno rápido. Trataba de hacer todo en el tiempo justo, para él la puntualidad y la asistencia al trabajo eran algo importante.

Nunca se había imaginado como empleado en una dependencia municipal, sellando y pasando archivos a otras oficinas, sin embargo eso era lo que pagaba las cuentas y no podía dejarlo. Día tras día se sentaba detrás de su escritorio y recibía papeles, corría la ruedilla de numerar, la empapaba en tinta, presionaba con fuerza unas cinco veces en distintas copias, llenaba algunos datos, daba de alta la información en la computadora que hace un año le habían instalado en la oficina compartida y finalmente se la pasaba al compañero que se encargaba de llevarla al área que le daría tratamiento al tema en cuestión. Así transcurrían seis horas de su jornada en el lúgubre cubículo del antiguo edificio ubicado en el centro de la ciudad. Algunas veces el tiempo allí era mayor por la necesidad de juntar las horas extras que le aseguraban agregar unos pesos a su sueldo al final del mes. Lo único que le daba ánimos era saber que el resto del día podría ocuparlo en hacer lo que realmente le gustaba e importaba.

Gael se había divorciado tres años atrás, luego de otros tantos de vivir una relación de pareja enfermiza. Soportó mucho tiempo los insultos y hasta la agresión física de Mirian, él la amaba y creía que ella cambiaría su actitud y podrían ser felices. Finalmente, una calurosa tarde de septiembre, luego de acusarlo una vez más de ser un hombre sin ambiciones, un pobre infeliz que quería que vivieran en la pobreza, guardó la ropa de Gael en un bolso y lo echó de casa. Aunque él insistió durante meses su perdón, prometió todos los cambios posibles y se rebajó inimaginablemente, no hubo forma de que Mirian aceptara continuar junto a él. Durante los diez años juntos tuvieron dos hijos, Juan hoy tenía trece años y Mara diez. Se casaron cuando Juan estaba en camino, Gael amaba con locura a Mirian y quizás ella pensó que ese amor alcanzaría para ambos, el tiempo demostró lo contrario. Mientras ella, todavía joven y atractiva, volvió a casarse con un ejecutivo de excelente pasar económico; Gael, sufría por casi no poder ver a sus hijos. Según las propias palabras de su expareja quería evitar que se contagiaran de su mediocridad y falta de objetivos en la vida.

Así, algunas de sus tardes más felices las compartía con Juan y Mara, en otras ocasiones se dedicaba a cuidar y arreglar la pequeña huerta que había sembrado en el cuadrado de tierra que tenía en el departamento en alquiler, también le gustaba leer y se había suscripto a la biblioteca de su barrio. Veía a su familia muy poco, durante los años junto a su mujer se había alejado y destruido lenta pero definitivamente la relación con ellos, al quedarse solo fue imposible recomponer las grietas creadas. Luego de Mirian no había vuelto a encontrar el amor, continuaba herido y tenía miedo de volver a sufrir. Si tenía una necesidad la satisfacía con dinero de por medio, pero no era algo que requiriera demasiado a menudo. En suma, más allá de todo, del no tener el trabajo que hubiese deseado y de pasar gran parte de su día en una actividad que aborrecía con todas sus fuerzas, podría decirse que buscaba acercarse a eso que algunos se empeñan en llamar felicidad.

Era una mañana de verano y a pesar de que la estación ya no tenía la misma magia que antes de lo vivido con Mirian, Gael auguraba una buena jornada. Como todo lunes esperaba un tránsito complicado con gente bocineando enojada porque alguien no reaccionaba lo suficientemente rápido al semáforo o manejaba lentamente. Al reflexionar sobre el tema, nuestro cuarentón siempre llegaba a la conclusión que el mal humor de la gente se debía a tener que volver a la triste realidad de la rutina y a un trabajo desdichado luego de haber vivido un fin de semana en el que creían que esa era la vida que se merecían.

Todas estas reflexiones antes de salir de casa fueron las que hicieron que le llamara tanto la atención la tranquilidad reinante. Atravesó casi la mitad de la ciudad manejando y no se encontró con ningún embotellamiento, eran muy pocos los autos que circulaban, luego de un trecho más estacionó el vehículo a un costado, sacó su celular y corroboró la hora y el día. Se convenció que era lunes, no era feriado y que eran las seis cuarenta de la mañana, decidió continuar la marcha. Durante el trayecto siguió pensando que quizás había sucedido algo extraordinario, algún atentado, algún accidente, alguna muerte importante y por eso había tan poca gente circulando, tenía que haber una explicación.

Gael no tenía la costumbre de escuchar las noticias, cuando prendía la radio o el televisor optaba por la música o por alguna película, consideraba que la realidad y la información no le ayudaban a sentirse bien, así que podía prescindir con gusto de ellas. Encendió el apaleado estéreo que combinaba perfectamente con su Fiat Uno modelo 2000 y comenzó a buscar en el dial un programa informativo. Luego de dar varias vueltas escuchó voces y dejó de apretar el botón sintonizador.

-Un excelente lunes en el que podemos disfrutar de compartir momentos con nuestra familia, del verde del campo o de salir a hacer ejercicios. Así es Lilian –contestaba el coconductor- todo es posible en este comienzo de semana cuando nos acompaña una temperatura tan agradable, yo recomendaría especialmente un paseo por alguno de los ríos que rodean nuestra ciudad. Igualmente durante la mañana vamos a hacer un recorrido por todas las actividades programadas en estos días.

Gael continuó escuchando unos minutos más y decidió buscar otro programa. Estas personas parecían pertenecer a algún programa religioso o similar, ¿quién más puede hablar de esa manera un lunes a la mañana?, pensó mientras continuaba la búsqueda en el dial. Mirando a su alrededor le llamó la atención la vestimenta de la gente, era totalmente informal, similar a la de un domingo y no a la de un día de inicio de semana laboral. Los ánimos que se percibían en los rostros y gestos mostraban tranquilidad, despreocupación, indudablemente algo estaba sucediendo y Gael se sentía como el único que no formaba parte de ese ambiente.

Llegó al edificio donde funcionaba la dependencia municipal de la ciudad, al estacionar su auto descubrió que el espacio estaba cubierto mayormente por bicicletas. Hasta el viernes último esto no era así, recordó confundido, se bajó del auto y se dirigió a la oficina que compartía con tres compañeros más. Jorge, quizás el más amargo de todos los trabajadores del lugar, lo recibió con una amplia sonrisa. –Veo que seguís aferrándote a esa chatarra Gael, es muy gracioso que elijas prestar tus servicios voluntarios justo en la oficina encargada de sacarlos de circulación y que te aferres a él. El joven lo miró desconcertado, no sólo no entendía nada de lo que le decía sino que el espacio a su alrededor estaba totalmente cambiado. Las sucesivas oficinas pequeñas y oscuras, habitadas por empleados cargados de expedientes y amargura se habían transformado en un iluminado salón con escritorios por aquí y por allá, rodeado todo por gente que iba y venía ruidosa y alegremente, llevando y trayendo papeles, conversando y riéndose. La vestimenta era similar a la que había visto en las calles y se sentía totalmente fuera de lugar con su pantalón de vestir gris, su camisa blanca y su chaleco a rombos.

-¿Qué es lo que está pasando aquí?, ¿por qué están vestidos así y están tan alegres?, ¿sucedió algo? ¿hay algún festejo? Las preguntas se atropellaban en su boca y sus compañeros lo miraban sin comprenderlas.

-No pasa nada Gael –le dijo Oscar, uno de los trabajadores más antiguos del lugar, mientras dejaba unos papeles en un escritorio-, ¿vos te sentís bien? Si preferís podés ir a casa, ya sabés que podés dar tus horas cualquier otro día sin problemas.

-Dar horas, voluntariado, ¿de qué me están hablando?, yo trabajo aquí al igual que ustedes por el sueldo a fin de mes y no, no puedo irme así como así aunque piense que están todos locos hoy.

-¿Sueldo?, ¿qué querés decir con esa palabra? –repuso Jorge pacientemente-¿Estás con algún problema en el que necesités que te ayudemos Gael?

-¿El sueldo no era una forma de pago del antiguo sistema capitalista? –preguntó Oscar sin obtener respuesta.

Alterado y confundido Gael caminó hasta su escritorio, lo encontró diferente, estaba lustrado, unos clips de colores separaban unas hojas prolijamente acomodadas y dos cuadros con paisajes de bosques le otorgaban vida al espacio. No existía nada de la tristeza, fealdad y decrepitud con la que recordaba el lugar que ocupaba allí. Se sentó y trató de ordenar sus ideas, cruzaron por su mente mil posibilidades. Le estaban quizás jugando una broma, no, eso no tenía sentido, nadie podía tomarse tantas molestias y esto era algo grande que involucraba a todo el mundo; ¿perdió la memoria en algún momento y no recordaba los últimos años?, trató de rememorar un golpe, un accidente o algo pero fue en vano. Decidió tomarse la situación con calma, todos lo miraban extrañados y no quería continuar llamando la atención.

-Disculpen me siento un poco mal -dijo a quienes iban y venían con miradas furtivas- voy a quedarme sentado unos minutos y después inicio mis labores, ¿les parece? Inmediatamente varios de sus compañeros se acercaron a darle ánimos, lo invitaron a regresar a su casa y hasta le sirvieron una taza de té caliente y unas medialunas. Seguramente se te bajó la presión porque no desayunaste bien, dijo alguien que no alcanzó a divisar.

Sentado allí decidió que lo mejor era observar lo que sucedía a su alrededor y a partir de eso intentar comprender lo que ocurría. Pasados unos minutos ingresó una persona para hacer un trámite, uno de sus compañeros se levantó y se ofreció a atenderla.

-Quiero entregar mi chatarra –dijo la joven-, no necesito una bicicleta pero me vendría bien el espacio para cultivo.

-No hay ningún problema, digame dónde está asentándose en estos momentos y le buscaremos una huerta cercana –explicó su compañero como si se tratase de un trámite totalmente común y cotidiano.

Luego de que la mujer se fue, Gael lo llamó tímidamente y le consultó –Mario discúlpame, estoy un poco confundido hoy, me querés aclarar el intercambio que hizo esa joven recién.

-Bueno –dijo titubeante- es lo de siempre, todavía quedan personas que tienen chatarras, los viejos autos que ya casi no funcionan porque no hay combustible y elegimos una forma mejor de vivir. Entonces vienen aquí y se los cambiamos por bicicletas y terrenos para cultivo. Gael asintió sin decir nada y le agradeció la aclaración.

Pasado un tiempo más, algunos de sus compañeros comenzaron a despedirse y llegaron nuevas personas que Gael no conocía para reemplazarlos en sus funciones. Incluso llegó una joven a su escritorio y le preguntó si prefería hacer unas horas más ese día, que ella no tenía problema en hacer las suyas en otra ocasión. Gael decidió retirarse y le agradeció por relevarlo.

Al salir del lugar, Martín lo invitó a acompañarlo al galpón. –Mi esposa está allí y quizás vos también quieras intercambiar algo. Decidió aceptar, quería seguir conociendo y sumando las piezas para resolver el enorme rompecabezas que era su mente. Según entendía, sin saber cómo, el mundo que recordaba ya no existía y las reglas de la vida diaria habían cambiado totalmente. Dedujo también que esta nueva realidad era más simple y que la gente la disfrutaba mucho más; no estaba seguro aún, pero parecía que el trabajo no existía de manera formal y que se realizaba de forma comunitaria y voluntaria. Reinaba la armonía, la alegría, la prestancia, el interés por ayudar y conocer al otro, sin duda todo esto era muy diferente a lo que estaba acostumbrado.

Gael se ofreció a llevarlo en el auto, pero Martín replicó risueño. –Estás loco, yo no me subo a una chatarra, vení vayamos caminando que queda cerca. Gael aceptó pero llegó al lugar cansado, caminaron más de veinte cuadras, parecía que todos allí caminaban o andaban en bicicleta, en las calles se veían sólo uno que otro vehículo. El lugar era un gran tinglado repleto de gente riendo, niños jugando y productos por doquier, según parecía era una especie de mercado o supermercado. Instintivamente Gael revisó el bolsillo de su pantalón pero no encontró su billetera, buscó en los otros orificios pero tampoco tuvo suerte. –No voy a poder comprar nada –le dijo a Martín- parece que me olvidé la billetera y no tengo dinero. -¿Dinero?, hace mucho que ya no usamos eso, ¿qué te pasa hoy Gael?, te quedaste en el tiempo, le contestó su compañero sin esperar respuesta ya que al instante estaba saludando a la gente del lugar y sentándose en uno de los espacios allí dispuestos.

Gael reflexionó unos minutos mientras recorría el galpón. ¿Aquí no existe el dinero?, ¿estaré en un tiempo futuro o en un espacio diferente?, se preguntó confuso mientras volvía a pensar en la posibilidad de haber perdido la memoria. A su alrededor veía quesos, carnes, frutas, niños, verduras, risas, cestos de mimbre, ropas tejidas y cosidas, gente cortándose el pelo, muebles artesanales, personas cocinando o comiendo, flores, música y colores, todo entremezclado, recubierto de alegría y sazonado con los aromas más deliciosos. Las personas recorrían los distintos puestos intercambiando sus productos por los de los otros de forma simple, sin equivalencias monetarias. Según parecía no sólo no existía en esa nueva realidad el dinero sino que tampoco existía el concepto de él, por lo que la gente, liberada de esa atadura, de la necesidad de consumir salvajemente para mostrarse mejor ante el resto, disfrutaba su tiempo y sus días libremente, ocupándose de lo que realmente les gustaba y disfrutaban.

Al encontrarse nuevamente con Martín y escuchar una de sus conversaciones, Gael descubrió que la ciudad contaba con espacios públicos de debate literario, histórico, geológico y filosóficos, entre tantas otras cosas más. En ese instante se sintió en el paraíso, no sabía cómo había llegado allí pero definitivamente ése era su lugar, quería conocer y disfrutar todo lo que siempre había ansiado vivir.

Pasadas varias horas y luego de recorrer cada recodo del galpón, Gael caminaba a su auto cargado de frutas, queso y mermelada, habían insistido en que los llevara, a cambio él debía llevarles al día siguiente unos señaladores de libros en alpaca que realizaba cuando era joven, en la vorágine del momento lo había recordado y sus conocidos lo invitaron a fabricarlos nuevamente. Una sonrisa de oreja a oreja iluminaba su rostro y su paso, se sentía el más dichoso de los hombres y feliz de haber abandonado su triste pasado. En este nuevo lugar todo era posible, estaba decidido a hacer realidad los proyectos que había dejado abandonados y que ahora tomaban sentido.

Ya era de noche, la luna brillaba a lo lejos e invadía con su cálida luz el recorrido por la ciudad. Mientras se acercaba a su casa se prometía que al día siguiente entregaría su chatarra y la cambiaría por un espacio en alguna de las huertas de la ciudad para así poder sembrar más verduras, el espacio de su casa era muy pequeño.

Cuando estaba a sólo unos metros del portón de ingreso, escuchó fuertes bocinazos tras él, como si un vehículo insistentemente quisiera llamar su atención. Frenó y giró bruscamente su cuerpo hacia el costado buscando el lugar de donde venía el sonido, al instante se encontró en la oscuridad de su habitación, sus ojos acostumbrados a la penumbra sólo podían ver los titilantes números rojos del despertador electrónico que marcaban las 6.00 de la mañana, el viejo mundo cayó sobre él burlescamente. Detuvo de un manotazo el lacerante sonido e instintivamente se levantó de la cama, se quedó allí, volviendo al mundo, reflexionando, anhelando. Luego de unos minutos se acostó nuevamente y se amoldó al hueco habituado ya a su figura. Qué este mundo se vaya al carajo, gritó mientras cubría su cuerpo con las colchas. En el instante en el que volvía al idilio de los sueños recordó la última estrofa de unos de sus poemas favoritos:

Yo no sé si ese mundo de visiones
vive fuera o va dentro de nosotros.
Pero sé que conozco a muchas gentes
a quienes no conozco.

5 comentarios:

  1. Mucha claridad en la expresiones! Felicitaciones Sra!

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  2. También considero lo del comentario anterior. Mucha claridad. Muy bien descripto y valioso el mensaje. Escribir es conocer lo mejor de los que nos rodean, por lo menos lo más sincero y transparente de nosotros mismos. Felicitaciones !

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  3. Muchas gracias, me alegra mucho que les haya gustado la historia.

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  4. Es una ilustrativa historia sobre la utopía; se que es posible de realizarse, lo que no sabemos aún es como.

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  5. Parece el mundo después del agotamiento del petróleo y después de la fase de anarquía que le seguiría.

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