miércoles, 17 de abril de 2013

La Hueste


Dennis Armas


Después de haber sido atropellado por una apurada ambulancia y lanzado de cabeza contra el pavimento sentí que la vida se me iba.

Por supuesto que eso no era lo único que sentía. Sentí al policía de tránsito retirando discretamente mi billetera mientras yo yacía tirado en el suelo. Escuchaba los celulares de la gente tomándome fotos incesantemente. Oía a los niños lanzar expresiones de asombro: ¡Asu! ¡Qué paja! ¡Mira! ¡Lo han matado! ¡Qué bacán! Por mi ojo derecho entreabierto y con mis pestañas cubiertas de sangre, pude ver a dos hombres corriendo hacia mí; uno de ellos tenía una cámara grande sobre el hombro y el otro un micrófono en la mano; eran periodistas, que con sonrisas de alivio dibujadas en sus rostros se aproximaban a toda velocidad. Para ellos yo era una suculenta noticia caída del cielo.

El periodista se percató que tenía el ojo entreabierto y sin pensarlo dos veces me comenzó a entrevistar:

    - Amigo ¿Qué te pasó? ¿Te atropellaron? ¿Estás bien golpeado? ¿Te duele?

Yo trataba de girar mi antebrazo derecho para hacerle la señal del dedo y mandarlo a la mierda, pero no lograba hacerlo sin sentir un dolor insoportable. Supe entonces que tenía el brazo roto.

El periodista insistía.

- ¡Amigo! ¡Hey amigo! ¿Te sientes mal? ¿Cómo te sientes por haber sido atropellado por una ambulancia?

Yo solo agonizaba.

- ¿Te hubiera gustado que te atropellara otra cosa? –insistía el reportero.

¡Cómo me hubiese gustado tener en ese momento los poderes que tendría después!  Le hubiera dado a ese sujeto la entrevista de su vida.

Finalmente ocurrió lo que nunca pensé que ocurriría: empecé a elevarme.
Ya no sentía mi cuerpo. Era liviano como el aire. Como si se tratara de un sueño, podía ver la calle a metros debajo de mí. Podía ver mi cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo, en medio de un charco de sangre, con un motón de curiosos rodeándome y tomando fotos. Al poco tiempo alcancé alturas mayores y pude ver las azoteas de los edificios. No sabía lo que estaba pasando. No sabía si era real o estaba soñando.

Seguí subiendo como un globo de helio soltado al viento, y al poco rato sentí un estruendo terrible que me hizo levantar la vista. Era un avión 737 dirigiéndose a mí como una flecha de cien toneladas. Recuerdo que grité cuando fui absorbido por una de sus turbinas. En esos milisegundos pude ver horrorizado las piezas del motor en violenta rotación. Un milisegundo después ya me encontraba afuera y continuaba mi ascenso. Me volví hacia atrás y pude ver, desde arriba, al avión de pasajeros que me acababa de atropellar volando intacto, como si se hubiese estrellado contra un fantasma. Y eso fue exactamente lo que había sucedido. Continué elevándome hasta que los aviones ya parecían diminutos puntitos blancos volando  muy por debajo de mí. A medida que subía noté que aceleraba. La ciudad se convirtió en una manchita gris. Se empezaron a notar los cerros, los ríos y el gran océano. Así atravesé la estratósfera. Alcé la mirada para ver hacía dónde me dirigía y pude divisar, a lo lejos, un pequeño cuadrado flotando en el cielo. Conforme pasaban los segundos el cuadrado se hacía cada vez más grande, hasta que me di cuenta que se trataba de una plataforma suspendida al nivel de la termósfera, a unos cuatrocientos kilómetros del suelo. Cuando estuve lo suficientemente cerca empecé a desacelerar y mientras me acercaba a ella pude notar toda su magnitud: era colosal.

Ascendiendo ahora muy despacio llegué a  la gran estructura cuadrada y empecé a volar a unos metros sobre su piso, el cual estaba cubierto de brillantes baldosas de mármol. Muy a lo lejos en el horizonte pude ver lo que parecía ser una muralla, en medio de la cual habían dos puertas doradas de exagerada altitud.

Lentamente comencé a bajar hasta que mis pies tocaron el suelo. Una repentina sensación de peso invadió todo mi cuerpo y me caí. Pude sentir el frío de las baldosas en contacto con mis manos; su superficie era tan suave y resbalosa que me imaginé que caminar por ella debía ser como andar en patines. Y no me equivoque.

Al tratar de ponerme de pie me resbalaba. Cada vez que trataba de enderezarme, uno de mis pies se deslizaba por la brillante superficie y me caía otra vez. Finalmente logré erguirme sobre mis piernas con mucha dificultad, haciendo denodados esfuerzos para mantener el equilibrio.

    - Ahora ya sé por qué los ángeles tienen alas… -dije en voz alta.

Estaba parado, pero tenía miedo de dar siquiera un paso. Para empeorar las cosas sentía frío, mucho frío, aunque no el que debiera sentir a esa altura.
Finalmente, y con mucho cuidado, me atreví a dar un paso; desgraciadamente mis dos pies se resbalaron al mismo tiempo y en sentidos opuestos, abriéndome como una bailarina de ballet.

Me estrellé contra el suelo sintiendo un terrible dolor en la entrepierna que me hizo soltar todas las lisuras y maldiciones que se me ocurrieron. Después de un rato, cuando el dolor menguó, se me ocurrió una idea:

- ¡Ni hablar! –me dije a mí mismo.

Me senté sobre la pulida superficie, y usando mis manos como remos, me empecé a deslizar sobre mis glúteos, rumbo a la gran muralla situada a quién sabe cuántos kilómetros adelante. ¡Carajo! ¿Así se mueven todos en el cielo?
Y avanzando sobre mis acolchonadas nalgas pude llegar a las inmediaciones de la muralla, después de dos días.

Me había dirigido hacía las grandes puertas doradas que presumí eran la entrada. La muralla era inmensa, de más de cien metros de altura, pero las macizas puertas de oro eran aun imponentes.

Frente a las puertas doradas noté una figura humana muy musculosa y de unos tres metros de alto. Supuse que debía tratarse de algún tipo de vigilante. En vida siempre me vendieron la idea de que a las puertas del cielo se hallaría San Pedro, y que este sería un viejito flaco y de barba larga, no este Goliat.

A unos cincuenta metros de mi destino, las baldosas de mármol se volvieron ásperas y mi pobre trasero lo notó enseguida. Me puse de pie. Fue una sensación agradable sentir que ya podía usar las piernas. Empecé a caminar hacía el guardián alto y musculoso que yacía parado frente a las puertas, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Tenía cabello castaño, barba y bigote muy bien arreglados, una cinta dorada alrededor de la frente, y vestía una túnica blanca ajustada a la cintura que dejaba uno de sus formidables pectorales al descubierto y calzaba sandalias de un material parecido al cuero.
Me acerqué cautelosamente al gigante de tres metros. La severidad se dibujaba en su rostro y tenía una mirada intimidante que había clavado en mí. Me miraba como si yo me hubiese acostado con su mujer.

Cuando estuve a cuatro metros de él lo miré directamente a los ojos y pregunté:

- ¿Zeus?

El gigante puso la cara que pondría un padre homofóbico al enterarse que su hijo es gay. Completamente escandalizado, me apuntó con su poderoso dedo y grito:

    -¡Incrédulo insolente! ¡Cómo te atreves a confundirme con un dios pagano!

    -¡Oh disculpe! –me apresuré a decir- ¿Quién es usted entonces?

    -Soy Gabriel

    -¿Gabriel? –pregunté asombrado- ¿El ángel Gabriel?

    -¡Arcángel Gabriel! –aclaró el ser celestial.

   -Oh, discúlpeme otra vez, es que soy nuevo aquí y no conozco a nadie –me excusé.

    -Ni lo harás –sentenció el arcángel.

-Me quedé mudo por un momento. No entendía lo que quería decir, pero de seguro no era nada bueno para mí.

-El arcángel Gabriel me apuntó con el dedo y lo movió de un lado a otro en señal de negación.

    -Tú no pasas –me dijo.

Me quedé callado una vez más sin saber qué decir. ¿Es que acaso había algún error?

    -Disculpe -dije yo-, pero a qué se refiere con que yo no paso.

    -A eso mismo ¡Tú no pasas! ¡No eres digno!

Abrí la boca asombrado y miré hacia atrás. Miré hacía ese océano de baldosas sobre las que había tenido que arrastrar el trasero durante dos días. ¿Todo ese viaje había sido en vano?

    -Un momento –le dije-, creo que no entiendo. ¿Usted me habla en serio?

    -¡¿Acaso tengo cara de estar bromeando?!

    -No pues, cara de eso no tiene. Pero no entiendo, si no soy digno, entonces por qué me trajeron aquí.

    -Nadie te trajo aquí.
   
   -Cómo que nadie me trajo aquí. Cuando me morí, automáticamente me empecé a elevar a través del cielo ¡Incluso me atropelló un avión!

    -La travesía que realizaste es una propiedad intrínseca del alma –explicó el arcángel-. Todas las almas hacen el mismo recorrido cuando salen de sus cuerpos. Al llegar aquí es donde son juzgadas.

    -¡Ah! Entiendo. Es como el piloto automático del alma.

    -¡Murrff! –refunfuñó Gabriel- Si quieres verlo de ese modo, sí, así  es. Ahora hazte a un lado que está llegando un alma que sí es digna.

    -¿Un alma digna?

Inmediatamente me di vuelta y vi a una persona en bata blanca volando hacia nosotros. Volaba sentada, como si manos invisibles la trajeran delicadamente. Al principio no pude identificar quién era, pero cuando aterrizó suavemente frente a mí me quedé boquiabierto.

    -¡Presidente Fujimori! –exclamé con asombro.

Fujimori me miró, sonrió y extendió los brazos como queriendo abrazarme, pero no me abrazó.

   -Querido compatriota peruano…-empezó- no desesperes… Te prometo, que cuando entre al cielo, voy a hablar con Dios para que te deje entrar. No te preocupes, te lo promete tu chino. Ahora hazte a un ladito para que yo pueda pasar.

Desconcertado me hice a un lado y lo observé mientras caminaba hacia las enormes puertas doradas, las cuales se desvanecieron como por arte de magia, dejando el camino libre para el recién llegado. Gabriel hizo una parsimoniosa reverencia mientras Fujimori entraba al cielo como Pedro en su casa. Inmediatamente después, las macizas puertas de oro reaparecieron instantáneamente produciendo un sonido ensordecedor, similar al de un trueno.

El estruendo fue terrible. Fue el portazo más colosal que me habían dado en la cara hasta ese momento. Y dudé que otro lo pueda igualar.

Una fugaz sonrisa maquiavélica se asomó en el rostro de Gabriel al verme tambaleándome con las manos en los oídos.

Ya le iba a decir algo cuando de pronto el gigante hizo otra teatral reverencia. Evidentemente el respetuoso gesto no era para mí. Me di vuelta y me encontré con que otra alma ya había llegado con lentes y todo. La nariz aguileña, la sonrisa cachacienta y la cabeza cubierta de ralos cabellos peinados hacia un costado eran inconfundibles.

   -Doctor Montesinos, bienvenido, pase usted –dijo Gabriel inclinado y con la mano izquierda apoyada sobre el vientre.

Las puertas doradas desaparecieron nuevamente y Vladimiro Montesinos caminó soberbio hacia el interior del cielo.

  -Espero que su estadía sea placentera por toda la eternidad –le dijo el  arcángel.

Vladimiro ni volteó a verlo. Simplemente levantó el dedo índice por encima de la cabeza mientras se alejaba indiferente, como diciendo  sí, sí, sí lo haré, ya cállate…

Conociendo yo el estruendo que hacían las puertas al reaparecer, me tapé los oídos lo más fuerte que pude, pero no sucedió nada, las puertas continuaron abiertas, y era porque una tercera alma había aterrizado detrás de mí.
Una vez más me volví, solo para encontrarme cara a cara con Medusa. Lancé un grito de espanto, pero luego me di cuenta que solo se trataba de Laura Bozzo.

Laura me miró con despreció.
  
    -¡Hombre tenías que ser! –me vociferó.

   -Señora Laura –dijo el Arcángel Gabriel-, tan hermosa y vivaz como siempre, sea usted bienvenida al paraíso.

  -Gracias –dijo Laura Bozzo-, era lo menos que podía esperar después de trabajar con tanta chusma ¡Uf!

    -Tiene usted toda la razón – respondió el zalamero celestial.

Y Laura Bozzo entró al cielo caminando con la frente exageradamente en alto, como si estuviera entrando a un lugar que es muy poco para ella.

¡¡CABUM!! Las puertas doradas reaparecieron inesperadamente. No tuve que tiempo de taparme los oídos.

El arcángel me miro con una sonrisa malvada, como si disfrutara con mi sufrimiento.

    -¿Te duelen los oídos? –me preguntó el muy cínico.

    -Escúchame bien Gabriel. Yo…

    -¡Shhh! Callate, que ahí viene el grupo Colina.

    -¡¿Qué cosa?!

Efectivamente. Traídos gentilmente por una fuerza invisible venían volando los asesinos mercenarios del grupo paramilitar “Colina”.

Se posaron suavemente sobre las baldosas a unos treinta metros de mí y empezaron a caminar hacia las puertas doradas. Caminaban como una banda de compadres ebrios. Venían sonriendo, empujándose amistosamente unos a otros y lanzando carcajadas.

Una vez más, las puertas se desvanecieron dejando libre la entrada al Paraíso.

    -Bienvenidos caballeros –los saludo Gabriel-, aquí todos sus sueños se harán realidad.

    -Oye grandote –le habló uno de los mercenarios-, ¿aquí hay ricas hembritas?

    -Todas las que ustedes deseen.

    -¡Bestial! Gracias compadre.

Y entraron todos al cielo riéndose a carcajadas.

Esta vez me cubrí los oídos a tiempo. Las descomunales puertas se materializaron a la velocidad de la luz, produciendo su característico sonido de trueno.

Gabriel se mostraba muy satisfecho, pero yo estaba desconcertado.

  -¡Óyeme bien Gabriel! –le dije irritado-, ¡no puedo creerlo! Todas estas personas –y me volví de inmediato a mirar hacia atrás por si aparecía otro desgraciado. Ya no apareció ninguno felizmente- todas estas personas han cometido pecados muchísimo peores que los míos. Ellos han delinquido, han matado, han mandado matar, han robado, han corrompido, se han aprovechado de la miseria ajena, han mentido hasta más no poder… En cambio yo, el peor pecado que he cometido fue pisarle accidentalmente la cola a un perro -admito que la indignación me hizo exagerar un poco-. No comprendo cómo puedo ser yo el indigno. No entiendo cómo ellos sí pueden entrar y yo no. ¡Explícame! Y para colmo, todos ellos no han tenido que venir hasta aquí arrastrando el trasero por el suelo. ¡En cambio yo sí! ¡Explícame!

El arcángel guardián levantó el mentón y soltó una carcajada.

    -Es muy fácil –dijo aun riendo-. Es cierto que todas esas personas han hecho lo que tú dices. Todos ellos han cometido crímenes que van desde lo vulgar hasta lo atroz, sin embargo todos ellos han creído en Dios. En vida pueden haber sido asesinos, ladrones, mentirosos, corruptos, viles oportunistas, etcétera, etcétera,  pero nunca dejaron de creer en Dios. Y eso es lo único que cuenta.

    -¿¡Qué!? Pero un momento…

   -¡En cambio tú! –me interrumpió el arcángel- dejaste de creer en Él en tu temprana adolescencia. Renunciaste a Él, y por lo tanto eres indigno de estar en el cielo. En vida puedes haber sido una buena persona, amable y empática, pero no creías en Dios. Te volviste un ateo, y ese es el peor de todos los pecados. En realidad, es el único pecado que puede cerrarte las puertas del cielo, por lo tanto jamás entrarás.

No podía creer lo que estaba escuchando.

    -¡Un momento! ¿Me estás diciendo que creer en Dios de la boca para afuera es suficiente para entrar al cielo? ¿No cuenta el que hayas sido bueno?

    -¡Creer en Dios es una obligación!

    -¿Una obligación? ¿Cómo creer en algo puede ser una obligación? Yo analicé las cosas, medité, filosofé y llegué a la conclusión de que Dios no existía. Es cierto que mi conclusión estuvo errada, pero tenía derecho a usar la lógica, la ciencia, a tener un criterio propio. Tenía todo el derecho de usar mi inteligencia y dudar, de sacar mis propias conclusiones. Creer en lo que todo el mundo cree es lo más fácil del mundo, pero usar la cabeza y formarte ideas propias… ¡eso es lo difícil!

    -Confía en el Señor de todo corazón y no en tu propia inteligencia –tarareo el arcángel- Está escrito en Proverbios 3:5

    -¿Qué no confíe en mi inteligencia? ¡¿Entonces para que mierda tengo este mojón dentro del cráneo?!

    -¡Suficiente! ¡Ya no hablaré más contigo, blasfemo! Tu sola presencia ofende esta entrada. ¡Te condeno a lo más profundo del Infierno! –sentenció señalándome con un dedo acusador.

Enseguida vino un viento huracanado y me levantó del suelo. Me elevó con violencia y me arrojó fuera de la plataforma. En ese momento comencé a caer.
Y caí hacía hacia la Tierra como un meteoro. Mientras caía gritaba, pero el feroz rozamiento del viento opacaba mi voz. Podía ver el suelo cada vez más cerca y no era capaz de detenerme. Me sentía como un paracaidista al que le falló el paracaídas y siente una mezcla de horror y frustración al saber que ya no hay nada que hacer. Debajo de mí había un suelo volcánico oscuro y gris.
Colisioné contra el suelo con la velocidad de una bala de cañón, pero mi descenso no se detuvo. Me clavé en la tierra como una flecha disparada al agua y seguí bajando a gran velocidad. No podía ver nada, pero sí era capaz de sentir la fricción de piedras y arena mientras descendía cada vez más y más.

No estoy seguro cuanto duró esa tortura. Posiblemente un par de días o una semana, tiempo en el que estuve completamente ciego, sufriendo el interminable y violento restregón de rocas y tierra sobre todo mi cuerpo.

Finalmente pude percibir que desaceleraba. Dentro de todo fue un alivio. No sabía lo que iba a pasar ahora, pero sea lo que fuese tenía que ser diferente a mi situación actual.

Me hallaba pensando en ello cuando súbitamente sentí que rompí una superficie. Fui como una piedra atravesando una ventana, pero lo que realmente atravesé fue el techo de una caverna. Seguía cayendo, pero ahora estaba en una estancia cerrada, pero de magnitudes indefinidas, bañada por una luz rojiza naranja tenue proveniente de todas las direcciones, también pude sentir viento sobre mi cuerpo. Fue una sensación maravillosa después haber estado taladrando medio planeta (si es que aun estaba en la Tierra)
La caverna era de una extensión titánica. Fue como haber entrado a un mundo subterráneo; con cadenas de montañas negras que se extendían hasta el horizonte, y en cuyas laderas se podían vislumbrar entradas de cuevas, desde las cuales se asomaban y retraían fugazmente rostros grotescos y curiosos. Aquel mortecino resplandor rojizo naranja que emanaba de todos lados sumergía a la caverna en un ocaso perpetuo, sin él no hubiese podido ver nada. En las entradas de algunas cuevas pude distinguir lo que parecían ser fogatas, con esqueléticas figuras danzando alrededor, pero estaban muy distantes como para verlas en detalle.  

Golpeé el suelo arenoso con la violencia de un proyectil. No entendía si yo era carne o espíritu, pero el impacto me dolió.

Después de espabilarme del golpe, empecé a subir por las paredes del cráter que mi colisión había formado. Una vez que logré salir me puse de pie sin saber qué esperar.

Mirando a mi alrededor me di cuenta que estaba en medio de un bosque de estalagmitas, esas formaciones rocosas en punta que nacen de los suelos de las cuevas y pueden llegar a medir varios metros de altura.

Hacía un calor húmedo y el olor a azufre era embriagante. Había un sonido que repercutía por todas partes, un sonido como el de tallarines siendo estrujados por un tenedor. Se escuchaba en todas direcciones. Me llamó la atención un área que despedía esa extraña luminiscencia, y lo que pude ver fue a miles de gusanos fosforescentes retorciéndose sobre el suelo; se estaban comiendo lo que parecían ser los huesos de un animal extraño. Ese era el origen del pálido fulgor rojo naranja que invadía todo el lugar: miles de millones de gusanos fosforescentes  y carnívoros. Muchos caían del techo como una lluvia asquerosa y se quedaban pegados sobre las altas puntas de piedra que salían del suelo, pero la mayoría de ellos tapizaban las lejanas paredes de la caverna, así como también su techo.

Caminé cautelosamente por el bosque de estalagmitas y, a la larga, encontré una laguna. No era de extrañar que en las cavernas existan pequeñas lagunas de agua empozada, por lo que no me llamó mucho la atención.

Me quedé parado frente al agua esperando que algo pase. Pero no sucedía nada.

Cuando la ansiedad empezó a menguar me acordé del fiasco sufrido en las puertas del cielo. La ira empezó a crecer en mí. Comencé a sentir una mezcla de rencor, decepción y frustración.

De milagro no caí sentado sobre la punta de una estalagmita –me dije-, Gabriel se habría orinado la túnica de la risa, estoy seguro que me debe estar viendo. ¡Maldita sea!

    -¡Maldita sea! –grité mirando hacia arriba y agitando el puño con ira- ¿Así es la cosa?  ¡¿Así es la cosa?! ¡No te importan los pecados de la gente, no te importa si uno ha sido bueno o malo, lo único que te importa es que te besen el culo! ¡Te gusta que la gente entre a tus iglesias, se ponga de rodillitas y te bese el culo! ¡Nos haces egoístas y nos pides que seamos altruistas; nos haces lujuriosos y nos pides que seamos castos; nos das la inteligencia y nos pides que no la usemos! Y al fin y al cabo ¿para qué?  Si solo te importa que te adoremos. ¡Te revienta que alabemos a falsos ídolos porque eres un picón! ¡Sí tú! –y señalé al techo con vehemencia- ¡Eres un egocéntrico! ¿Qué clase de Dios eres? Allá en la Tierra hay millones de huevones que se sacrifican por ti, dejan de fumar por ti, dejan de tener sexo por ti, dejan de beber por ti… Eso te gusta ¿no? ¡Eso te gusta! ¡Seguro que todos los santos están en el cielo, pero no porque hayan sido buenos, sino porque la santidad es la mejor forma de adulación! ¡Sí! ¡Chúpense esa santitos! ¡Son todos unos adulones! ¿Pero saben qué? ¡Se cagaron! Porque sus sacrificios fueron en vano, igualito los iban a dejar entrar al cielo, con sacrificios o sin ellos, bastaba solo con creer en Dios. ¡JA JA JA! Solo había que creer en Dios…

De pronto sentí un ruido detrás de mí.

Me volví enseguida y me quedé congelado al ver a un horrible bebé agazapado sobre el suelo a unos diez metros, mirándome con un par de ojos enormes, sin párpados. Su piel era blanca como un fantasma y sus miembros tan largos que había adoptado la forma de un arácnido, de su boca sobresalían pequeños colmillitos tan finos como agujas.

No supe qué hacer. El bebé-arácnido simplemente me miraba desde el suelo ¡y me sonreía! Eso era lo más perturbador, su pequeña sonrisa debajo de esos grandes ojos sin párpados.

Di dos pasos hacia atrás, cuando escuché más ruidos. Arrastrándose por entre el laberinto de estalagmitas salieron cientos de bebés-arácnidos que parecían muy interesados en mí. Como un ejército de pequeños cuerpos deformes y rostros macabramente sonrientes, empezaron a caminar hacia mí. Avanzaban velozmente, pero por cortos trechos, igual que cucarachas.

Me preparaba a correr cuando escuché una voz varonil y gruesa a mis espaldas:

    -No tengas miedo, no te harán daño –dijo la voz.

Me di la vuelta de inmediato y vi a un niño. Era delgadísimo hasta los huesos y con orejas ligeramente puntiagudas. Estaba desnudo y sumergido en la laguna hasta la cintura, su piel era blanca como la de aquellos bebés, pero sus ojos, completamente amarillos y brillantes, contrastaban con su pelo negro, corto y trinchudo.

Con la expresión más adusta que puede caber en un rostro infantil,  y con la voz de un hombre  maduro, me dijo:

  -Esas criaturas que ves son bebés nacidos muertos. Al nacer muertos no tuvieron tiempo de creer en Dios, y es por eso que terminaron aquí.

    -¿Quién eres? – le pregunté.

El niño estiró la comisura de los labios en una torva sonrisa y respondió:

    -Mi nombre es Lucifer.

Ahora mi atención estaba puesta en dos sitios: los bebés-arácnido acercándose por mi espalda, y ese niño huesudo al frente.

    -¿Lucifer? –le dije- ¿Eres Lucifer? Es decir, ¿Satanás?

    -No dejes que mi apariencia te engañé –dijo el niño elevándose de la laguna hasta quedar parado sobre sus aguas-, puedo adoptar la apariencia que yo quiera.

    -De acuerdo.

Para mi alivio los monstruitos se había detenido a una distancia prudencial, pero sus respiraciones asmáticas eran algo que me resultaba terriblemente incómodo, sentía que en cualquier momento se abalanzarían sobre mí.

    -Yo estoy aquí por la misma razón que tú –dijo Lucifer caminando sobre la superficie del agua hasta llegar a tierra seca.

    -No, un momento –me atreví a discrepar-. Según tengo entendido usted fue expulsado del cielo por rebelarse contra Dios.

    -Cierto –respondió el niño con voz de hombre-, pero ¿qué significa rebelarse?

    -Pues…

   -Significa libertad. Abandonar el conformismo y superar al que está en el poder. Ir más allá de él.

De tanto en tanto miraba a mis espaldas para cerciorarme que los bebés-arácnido sigan a una buena distancia.

    -Pues sí. Usted quiso superar a Dios –le dije.

    -¿Y qué hay de malo en eso?

    -¿De malo?

    -Ustedes, los hombres, tienen un nombre para aquellos que tratan de superar a sus rivales más poderosos, los llaman “Campeones”.

Lucifer levantó lentamente el dedo índice y los bebés-arácnidos se fueron por donde vinieron.

    - Ya conociste a Gabriel, ¿no es así?

    -Sí, es un idiota.

    -Él solo es el reflejo de la autoridad a la que sirve. Como todos los ángeles, hace lo que le dicen, cuándo se lo dicen. Siempre está de acuerdo con Dios, siempre le da la razón, igual que todos los demás. En realidad, Gabriel, Rafael, Miguel, Uriel y todos los otros, no son más que espejos que reflejan el rostro de Dios. Yo fui diferente. Yo no me incliné. Yo fui la voz discordante.  Es por eso que Dios me temía. Y antes de que me hiciera más poderoso que Él, se deshizo de mí, arrojándome aquí. Pero ¿sabes? me gusta aquí. ¿No te parece cálido este lugar?

    -Bueno… en realidad, no está mal, nada mal –dije observando los alrededores con más calma.

    -Te he observado desde que aterrizaste…

    -Si a eso se le puede llamar aterrizaje… -dije nervioso.
Lucifer miró al suelo pensativo.

    -Te he observado desde que colisionaste. Y tu blasfemia me ha conmovido. Es el reflejo de mis pensamientos.

    -Eh… de acuerdo. Pero ¿qué pasará conmigo?

Una vez más sonrió.

    -¿Quieres unirte a mi hueste? –me preguntó el demonio.
-          
    -Me estás ofreciendo trabajo?

   -Es una forma de decirlo, pero a diferencia de todos los trabajos que has tenido en vida, este te va a gustar… y mucho.

Yo reflexioné unos segundos y luego dije:

- Solo tengo una pregunta.

-Dime.

-Bueno… Esta pregunta tal vez te parezca un poco infantil, pero, si acepto, ¿tendré poderes?

Lucifer no se inmutó. Después de una breve y escalofriante pausa dijo:

- Podrás ir y venir del infierno al mundo de los hombres. Podrás adoptar la apariencia que se te plazca. En el mundo de los hombres no estarás sujeto a las leyes de la materia y la energía. Podrás comunicarte con los mortales, matar a algunos si lo deseas, pero nunca les prometas nada ni  reveles tu verdadera naturaleza ante muchos.

Una sonrisa perversa se dibujó en mi rostro. Después de todo, podré complacer a ese periodista. Lo visitaré una noche y le daré la entrevista que tan empeñado estaba en conseguir de mí. Solo espero que la apariencia que estoy pensando en adoptar no le resulte… muy perturbadora.

3 comentarios:

  1. Todavía no sé si estoy en ascenso o descenso precipitado... Excelente Dennis la capacidad de transmitir sensaciones tan ficticias. Felicitaciones!

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  3. Gracias Natalia. Me alegra mucho que te haya gustado. No es la primera vez que mezclo el mundo real con el fantástico. Aunque debo de confesar que temí ofender a algunos.

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