Luis Orellana Díaz
Cumplía ocho años
cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un
verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de
los almacenes. Mis hermanos menores y yo no entendíamos cómo podían introducir
personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos
con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando
una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado
aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de
una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus
barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un
televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.
Todos Los Santos
era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por
la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena
fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba
a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones
afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar
la tentación. Y así lo hizo por una semana, sin lograr ahuyentar la «manada» de
niños ociosos que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de
la tarde. Hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único
canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.
Con los días, a
doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia
e ilusión y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar,
para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña
pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar
cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo
programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en
los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis
preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…
No exagero al
afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas
patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de
lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas
perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas
rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…»,
a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su
peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de
los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un
ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile
Row.
Afuera de la caja
mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas
de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los
líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles
de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por
las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los
mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o
simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis. Y todos los primeros viernes de cada mes a
confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor
de los pecados según el cura Soriano.
La nieta de doña
Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en mi clase. Una rara alergia había
retrasado su inicio escolar. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá
porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas
de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos
a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba
en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en
altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación
indescriptible que me cortaba las palabras.
Dedicada al
estudio, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras
chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las
piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de
rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la
encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía
con la mirada. En mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la
misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de
mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más:
una oportunidad para encontrarla en su casa.
De vez en cuando
se juntaba con nosotros para ver los dibujos animados y luego desaparecía. Me
daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas,
dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro
pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser
niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa miraba hacia ambos
lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas. Yo
atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos
inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la
impecabilidad con la que Ligia las observaba.
La gallada a la
que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre
todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo,
estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio;
temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las
tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba
historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de
un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre
para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía
siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas
abotonadas hasta el cuello.
Alfonso, el más hermético, su padre era
propietario de una sombrerería, un hombre torvo que le obligaba a trabajar
después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas
inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros
lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres
y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».
Nunca olvidaremos
aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul
intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los
eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los
chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras
de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se
organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la
nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma—
y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de
tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre
de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y
ella no llegó.
Estábamos a la
mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes de eso,
había golpeado varias puertas averiguando por su nieta sin que nadie diera
razón. Mi madre supo decirle que no la había visto durante la mañana. Sin
sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para
tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando
era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una
correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí,
asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi
madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en
tiempo récord.
—¿Han visto a
Ligia esta mañana? —preguntó preocupada.
La expresión de su
rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza
—Si terminaste de
comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela asegura
que fue temprano en la mañana a comprar víveres en el mercado y carbón para la Bilbaína,
desde entonces no aparece —lo dijo levantando las cejas y abriendo los párpados
en señal de asombro—. El fogón estaba frío y tenía que llevar el almuerzo a su
madre al taller de costura. ¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar
como dándonos una última oportunidad.
Nos miramos los
unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros
asustados, pero era inútil.
—No, no… no
—respondimos respectivamente.
—Entonces… ¿Qué
esperas? Ve y averigua entre tus amigos.
Salí disparado y
en un dos por tres alboroté a toda la gallada. En una ciudad pequeña, era muy
raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto
como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba
con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado. La morena, su
mejor amiga, aseguró haberla visto en la calle De las Herrerías caminando de la
mano de un hombre adulto. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de la
vieja Maruja Gualpa, hablaba discretamente con la yerbatera como compartiendo
algún secreto paradójicamente, a la misma hora en que Jacinta había saludado
con la extraviada en la plaza de las flores.
Las versiones se
multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia
se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres
de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el
taller de modas en el que laboraba como dependiente para comandar la búsqueda. Lo
primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un
militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor
casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos,
la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en
nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego.
Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación
creciente.
A su abuela doña
Elena se le bajó la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada y sin
ninguna información de la hija. Tuvo que venir su médico de cabecera para
inyectarle unos calmantes, luego le recetó una infusión de valeriana con ajo.
Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá.
Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose
en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen
aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va
el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para
hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas
antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda». Los que la conocíamos
estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con
papá?, él era la autoridad.
Nos imaginábamos
los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos
«gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado,
por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo
de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».
—¡No hables de
esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar
muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos
de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho»
carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, la tiraba de las trenzas.
Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.
—¿Por qué dices
eso? —le pregunté.
—Porque esa es la
manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.
Avico, el
carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y
de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al
año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto
del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque
rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del
Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la
ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la
carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una
carreta con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlas en las panaderías,
y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y
el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra
para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave.
El miedo se apoderó también de los adultos.
Cumplidas las
cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por
investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su
responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena—
del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no
puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las
personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo, una
señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era
madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no
existía. En su lugar, un cura de apellido Aguirre que fungía de tío de Elena,
era su verdadero padre. En largas noches, durante el tiempo que duró la
investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por
supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.
Vivíamos en una
casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que
cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que
olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a
dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las
radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En
época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta
la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo,
pendiente del diálogo de mis padres:
—Hace rato que la
curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre
—relataba papá con tono indignado.
—¡Es algo inaudito!
—dijo mi madre entre susurros para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para
castigarlo?
—Absolutamente
nada —respondió. —¿Sabías que Elena no
era la única hija de Aguirre?
—Ave María
Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque
siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con
ese cura desde que era una niña.
—Fíjate —dijo,
—Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia.
Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace
recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la
niña.
La revelación nos
asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de
mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que
descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio
refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo
encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus
malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de
aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la
manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó
en silencio, corrí la manta y miré en la pared, del cuarto en penumbra, la
sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de
mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar
en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.
Cuando comenzaron
las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las
ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron
en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el
cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido,
pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de
forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella
mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único
ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de
nube— y negó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la
corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los
puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.
En la plaza de
carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados. Algunas vendedoras manifestaron haberla visto
conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día.
Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado
en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de
las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran
fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio
a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba
tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto
repetía: «Ligia amiga, amiga».
Por su parte Segarra,
padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba
en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver
con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de
ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos
esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que
tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo
abandonó, dejándole los hijos a su cargo. Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de
la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte; llevaba
varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía
bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media
hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo
sabía, por supuesto.
Las sesiones
televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó
ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados
para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por
el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no
eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas
de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de
veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había
pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y
el ejército —gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda
por los bosques aledaños y los márgenes de los cuatro ríos que riegan la
ciudad.
Elenita estaba
segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la
amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija.
Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a
verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi
madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable,
aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.
La gallada se diezmó.
Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los
asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las
noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la
bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo
sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior
con huertos frutales. Carlitos y Alfonso vivían en casas contiguas a la
mía y usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como
gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con
la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.
Carlitos, el más
cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las
conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se nos juntaba unas
pocas horas. Con suerte, su padre lo ponía a vigilar los sombreros de paja
recién blanqueados. Una tarde, estaba
por cumplirse una semana de la desaparición, llegó más hermético que de
costumbre. Dibujaba círculos y líneas sobre el musgo seco del tejado con una
rama de durazno. Nosotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en
las que podíamos rescatar a Ligia.
—No es nada de lo
que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había
detrás de la casa.
—¡Qué sabes? —murmuró
Carlitos.
—¿Qué sabes? —dije—. ¡Ya suéltalo de una vez!
—Oí a mi padre
decir algo, pero… ¡no puede enterarse nadie! ¡lo juran?
—Lo juramos por la
gallada —dijimos y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso, al tiempo
que sonaban las aldabas en la puerta de la sombrerería. Alfonso se escabulló
deslizándose por el duraznero antes de que su padre llegue al patio trasero. Se
fue con el secreto en la punta de los labios.
A los pocos días
de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre
el reclinatorio que daba frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre
Soriano lo desdobló, Un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso, aún
estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del
mercado. La seda del vestido violeta tenía, a nivel del pecho, una extraña
marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más
bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía
claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.
El pánico se
apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal,
quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la
primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche
de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí, a casa de la abuela. Las
vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las
casas, en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en
los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la
escuela.
La madre de mi
madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión.
Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de
unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato,
alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba
en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas
del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa
solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado
al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el
quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.
«La cuerda se
rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba
convencido de que Avico tuviese algo que ver con el caso. Esta desaparición era
un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y
chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, esta era la
forma más fácil de echar tierra sobre el asunto. Nuestro retorno al barrio pasó
desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de
forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que
vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos
los Santos.
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