jueves, 19 de junio de 2025

Una de policías (primera parte)

Luis Orellana Díaz


Cumplía ocho años cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de los almacenes. Mis hermanos menores y yo no entendíamos cómo podían introducir personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.

Todos Los Santos era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar la tentación. Y así lo hizo por una semana, sin lograr ahuyentar la «manada» de niños ociosos que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de la tarde. Hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.

Con los días, a doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia e ilusión y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar, para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…

No exagero al afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…», a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile Row.

Afuera de la caja mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis.  Y todos los primeros viernes de cada mes a confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor de los pecados según el cura Soriano.

La nieta de doña Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en mi clase. Una rara alergia había retrasado su inicio escolar. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación indescriptible que me cortaba las palabras.

Dedicada al estudio, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía con la mirada. En mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más: una oportunidad para encontrarla en su casa.

De vez en cuando se juntaba con nosotros para ver los dibujos animados y luego desaparecía. Me daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas, dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa miraba hacia ambos lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas. Yo atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la impecabilidad con la que Ligia las observaba.   

La gallada a la que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo, estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio; temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas abotonadas hasta el cuello.

 Alfonso, el más hermético, su padre era propietario de una sombrerería, un hombre torvo que le obligaba a trabajar después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».

Nunca olvidaremos aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma— y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y ella no llegó.

Estábamos a la mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes de eso, había golpeado varias puertas averiguando por su nieta sin que nadie diera razón. Mi madre supo decirle que no la había visto durante la mañana. Sin sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí, asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en tiempo récord.

—¿Han visto a Ligia esta mañana? —preguntó preocupada.

La expresión de su rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza

—Si terminaste de comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela asegura que fue temprano en la mañana a comprar víveres en el mercado y carbón para la Bilbaína, desde entonces no aparece —lo dijo levantando las cejas y abriendo los párpados en señal de asombro—. El fogón estaba frío y tenía que llevar el almuerzo a su madre al taller de costura. ¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar como dándonos una última oportunidad.

Nos miramos los unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros asustados, pero era inútil.

—No, no… no —respondimos respectivamente.

—Entonces… ¿Qué esperas? Ve y averigua entre tus amigos.

Salí disparado y en un dos por tres alboroté a toda la gallada. En una ciudad pequeña, era muy raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado. La morena, su mejor amiga, aseguró haberla visto en la calle De las Herrerías caminando de la mano de un hombre adulto. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de la vieja Maruja Gualpa, hablaba discretamente con la yerbatera como compartiendo algún secreto paradójicamente, a la misma hora en que Jacinta había saludado con la extraviada en la plaza de las flores.

Las versiones se multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el taller de modas en el que laboraba como dependiente para comandar la búsqueda. Lo primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos, la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego. Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación creciente.          

A su abuela doña Elena se le bajó la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada   y sin ninguna información de la hija. Tuvo que venir su médico de cabecera para inyectarle unos calmantes, luego le recetó una infusión de valeriana con ajo. Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá. Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda». Los que la conocíamos estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con papá?, él era la autoridad.

Nos imaginábamos los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos «gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado, por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».

—¡No hables de esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho» carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, la tiraba de las trenzas. Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté.

—Porque esa es la manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.

Avico, el carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una carreta con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlas en las panaderías, y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave. El miedo se apoderó también de los adultos.

Cumplidas las cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena— del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo, una señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no existía. En su lugar, un cura de apellido Aguirre que fungía de tío de Elena, era su verdadero padre. En largas noches, durante el tiempo que duró la investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.

Vivíamos en una casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo, pendiente del diálogo de mis padres:

—Hace rato que la curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre —relataba papá con tono indignado.

—¡Es algo inaudito! —dijo mi madre entre susurros para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para castigarlo?  

—Absolutamente nada —respondió.  —¿Sabías que Elena no era la única hija de Aguirre?    

—Ave María Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con ese cura desde que era una niña.

—Fíjate —dijo, —Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia. Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la niña.

La revelación nos asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó en silencio, corrí la manta y miré en la pared, del cuarto en penumbra, la sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.

Cuando comenzaron las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido, pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de nube— y negó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.

En la plaza de carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados.  Algunas vendedoras manifestaron haberla visto conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día. Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto repetía: «Ligia amiga, amiga».  

Por su parte Segarra, padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo abandonó, dejándole los hijos a su cargo.  Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte; llevaba varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo sabía, por supuesto.

Las sesiones televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y el ejército ­—gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda por los bosques aledaños y los márgenes de los cuatro ríos que riegan la ciudad.

Elenita estaba segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija. Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable, aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.

La gallada se diezmó. Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior con huertos frutales. Carlitos y Alfonso vivían en casas contiguas a la mía y usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.

Carlitos, el más cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se nos juntaba unas pocas horas. Con suerte, su padre lo ponía a vigilar los sombreros de paja recién blanqueados.  Una tarde, estaba por cumplirse una semana de la desaparición, llegó más hermético que de costumbre. Dibujaba círculos y líneas sobre el musgo seco del tejado con una rama de durazno. Nosotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en las que podíamos rescatar a Ligia.

—No es nada de lo que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había detrás de la casa.

—¡Qué sabes? —murmuró Carlitos.

—¿Qué sabes? —dije—. ¡Ya suéltalo de una vez!

—Oí a mi padre decir algo, pero… ¡no puede enterarse nadie! ¡lo juran?

—Lo juramos por la gallada —dijimos y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso, al tiempo que sonaban las aldabas en la puerta de la sombrerería. Alfonso se escabulló deslizándose por el duraznero antes de que su padre llegue al patio trasero. Se fue con el secreto en la punta de los labios.

A los pocos días de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre el reclinatorio que daba frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre Soriano lo desdobló, Un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso, aún estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del mercado. La seda del vestido violeta tenía, a nivel del pecho, una extraña marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.

El pánico se apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal, quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí, a casa de la abuela. Las vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las casas, en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la escuela.

La madre de mi madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión. Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato, alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.

«La cuerda se rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba convencido de que Avico tuviese algo que ver con el caso. Esta desaparición era un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, esta era la forma más fácil de echar tierra sobre el asunto. Nuestro retorno al barrio pasó desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos los Santos.

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