Elena Virginia Chumpitazi Castillo
Esta es mi historia. No pretendo convencerte de nada,
solo quiero que leas estas páginas llenas de luces y sombras, y saques tus
propias conclusiones.
En los años noventa vivir en Lima era una mezcla de
miedo, incertidumbre y esperanza. El país acababa de atravesar una lucha feroz
contra el terrorismo, y, aunque quedaban heridas abiertas, la calma empezaba a
instalarse en las calles. Con ella llegó un inesperado boom económico que trajo
cambios radicales, especialmente en mi sector laboral.
Me casé joven y muy enamorada. Corría el año mil
novecientos ochentaicuatro. Apenas tenía veinte años y aún cursaba arquitectura
en la universidad. Mario, mi esposo, era quince años mayor que yo. Trabajaba en
la venta de repuestos de maquinaria industrial, un empleo estable que le
permitía mantenerse, pero sin grandes aspiraciones. Mis padres se opusieron
desde el principio: consideraban que la diferencia de edad era abismal, que
Mario había vivido demasiado mientras yo apenas empezaba a descubrir el mundo.
No estaban equivocados. Mientras yo soñaba con un
futuro lleno de posibilidades, Mario había experimentado una vida sin frenos ni
límites. Perdió a su madre siendo adolescente, y su padre, sin herramientas
para criarlo, dejó que la vida lo moldeara. Se convirtió en un hombre
independiente, con un historial de aventuras que no ocultaba. Había viajado por
Latinoamérica como mochilero, convivido con parejas y experimentado episodios
intensos de pasión y caos.
«Es un hombre que ya vivió demasiado, Catalina. Tú
apenas empiezas», me repetía mi madre cada vez que intentaba disuadirme.
«¡Lo amo, mamá! ¿Por qué no pueden aceptarlo?», le
respondía, segura de que mis sentimientos superarían cualquier barrera.
Nos conocimos en una calurosa noche de verano, mi
familia y yo habíamos llegado a vivir a un barrio de Jesús María cuya
construcción databa de mediados del siglo pasado. Estaba con mis nuevas amigas, Alejandra y
Mayte, compartiendo historias sobre la vida y los hombres, sentadas en el
dintel de la entrada a la casa. De repente, apareció Mario, acompañado de
Miguel, un chico del barrio. Su presencia era imponente: varonil, atlético, con
una mirada intensa que me atravesó como una flecha.
—Hola, mucho gusto. ¿Tú eres Catalina? —me preguntó
con una sonrisa apenas perceptible.
—Sí… hola —le respondí, evitando su mirada, consciente
de que mis mejillas estaban encendidas.
Desde esa noche, Mario me cortejó con una intensidad que
no conocía. Mis amigas comentaban que él estaba «prendado» de mí, de mi
inocencia, de mi apariencia de niña a pesar de tener diecinueve años. Y aunque
los comentarios de amigos y familiares advertían que Mario no era el mejor
partido, la fuerza de mis sentimientos superó todas las voces.
Me casé con él porque lo amaba, o al menos eso creía.
Durante los primeros años, nuestra relación fue muy buena. Teníamos
diferencias, claro: mientras yo soñaba con ser madre, Mario evitaba el tema.
«No estoy listo para tener hijos, Cata. Aún quiero
disfrutar la vida contigo», me decía.
«¿Y yo? ¿Qué hay de lo que yo quiero?», le respondía,
frustrada. Pero lo amaba y, con el tiempo, dejé de insistir. Así fuimos
construyendo nuestra relación, en la que muchas veces predominaba su forma de
ver la vida y a la que yo me adaptaba, aunque no siempre compartiera sus
valores.
Mario empezó a viajar por su trabajo, al principio
sentí frustración ya que hasta ese momento no nos habíamos separado, tres
semanas del mes no lo veía, luego fui adaptándome a la nueva rutina, mientras
él estaba de viaje, yo seguía estudiando, preparando la tesis, permitiéndome culminar
la carrera de arquitectura y conseguir trabajo en una constructora. Cada vez
que Mario regresaba, me dedicaba por completo a él, manteniendo viva la pasión.
Eran tiempos difíciles, había mucha inestabilidad
económica. La inflación no permitía planificar y era una lucha diaria contra la
devaluación de la moneda. Fueron momentos en los que hubo que tomar decisiones
financieras que gracias a mis conocimientos pudimos sortear favorablemente. Empecé
a notar aquellas diferencias de las que me hablaron mis padres, mis amigos. Aun
así, optaba por no hacer caso a mi mente y cambiar de actividad para así no
pensar en lo que se iba tornando evidente en mi vida.
Mientras estudiaba la carrera mi depa, había
sido el centro de estudios y cuando terminamos seguimos reuniéndonos allí,
ahora para pasar un rato agradable, tomar un par de tragos, o simplemente
conversar. Recuerdo un día cuando Javier, el más picaflor del grupo, empezó a
coquetear conmigo, yo ya lo había escuchado antes y siempre le había puesto un
paralé, pero en aquella ocasión empecé a seguirle el juego, fue cuando entendí
que algo estaba pasando en mi relación con Mario.
En esos días recibí una opción de trabajo que mejoraba
notablemente mis ingresos, así que la acepté. Amaba mi trabajo, toda la
creatividad que había en mí afloró, tanto así que laboralmente empecé destacar,
pronto estuve a cargo de un área, no podía estar más feliz, Mario seguía
trabajando en provincia, los días que nos veíamos a veces coincidían con
recarga laboral, entonces ya no podía pasar tiempo con él como antes.
—¿Ya no te emociona que llegue? —me preguntó un día
Alejandra.
—No lo sé… a veces siento que su regreso solo complica
mi rutina —le confesé, sin darme cuenta de lo que esas palabras significaban.
Desde que empecé a trabajar los ingresos económicos se
incrementaron notablemente. Financieramente ya no dependía de Mario.
En esas circunstancias fue cuando quedé embarazada.
Recuerdo claramente el momento de la concepción. Nuestra vida sexual seguía
siendo intensa a pesar de todo, y puedo evocar con nitidez que estábamos de
vacaciones. Habíamos llegado a un balneario en el norte. Aunque el camino había
sido agotador, eso no apagó el deseo que sentíamos el uno por el otro. Fue un
encuentro apasionado, tan especial que marcó el inicio de una nueva vida dentro
de mí. Es un momento que jamás olvidaré.
Siempre había escuchado «reclamos» de mi familia y
amigos sobre cuándo tendríamos hijos, pues ya habían pasado casi diez años.
Estaba en un gran momento de mi carrera, mi condición
física era inmejorable, iba al gimnasio, había acomodado mi vida de tal forma
que los escasos siete días al mes que Mario pasaba conmigo eran perfectos para
mí y mi vida. No contaba con un embarazo, me hice la prueba, y dio positiva, no
sabía si alegrarme o llorar, sentí miedo, una serie de pensamientos rondaron
por mi cabeza.
Mario estaba ilusionado, pese a ello, me dejaba a mí
la responsabilidad de decidir qué hacer.
Seguí adelante con mi embarazo y compartí la noticia
con todos. Fue algo que celebraron con entusiasmo.
Para ese entonces, sentía que podía con todo en mi
vida, con la maternidad, con mi trabajo, de lo que ya no estaba tan segura era si
podía con mi matrimonio.
Empecé a ver todos los defectos que tenía Mario, el
enamoramiento decayó, aunque nuestra vida sexual seguía siendo muy buena.
Me conocía tan bien que podía adivinar hasta mis
deseos más ocultos, lo que nos llevaba a vivir encuentros intensos y
apasionados. No sabía cuánto tiempo podría durar. Sin darme cuenta, comencé a temer
por esta relación tan maravillosa y, al mismo tiempo, a abrirme a nuevas y
tentadoras posibilidades.
Mi mundo interior estaba lleno de sexualidad y
adrenalina, una energía vibrante y desbordante. Ávida de nuevas experiencias,
comencé a canalizar esa fuerza hacia mi lado creativo, transformándola en
ideas, proyectos y expresiones que impactaban a quienes me rodeaban: compañeros
de trabajo, jefes y conocidos.
Fue cuando conocí a Leonardo en una cena de trabajo en
un distinguido restaurante en San Isidro. Recuerdo las luces tenues que
invitaban al romance. Al verlo sentí una emoción nueva. Quizás una premonición,
algo que me decía que era a quien había estado esperando.
Leonardo era completamente diferente a Mario. Podíamos
pasar horas hablando de: trabajo, deportes, filosofía... prácticamente sobre
cualquier tema. Era un hombre apasionado por su profesión. Había logrado
independizarse después de trabajar diez años en una empresa, y ahora la suya
propia estaba en pleno crecimiento, pujante y llena de éxito.
Empezamos a vernos para discutir casos del trabajo, ya
que él se dedicaba a construir casas de veraneo que recién empezaban a
perfilarse en la costa peruana. A veces, yo le daba mi opinión como arquitecta
y, otras, él me ayudaba con sus conocimientos de ingeniería civil.
Ambos sabíamos que la relación no era netamente
laboral, sino que había algo más fuerte, poderoso, que nos empujaba a esas
reuniones que poco a poco se iban haciendo más frecuentes.
Leonardo estaba casado y tenía dos niños, su esposa, una
mujer bastante posesiva, lo celaba continuamente, increíblemente, él estaba
acostumbrado a eso.
En ese entonces ya tenía a Jimena, que acababa de
cumplir un año. Contaba con una nana que la cuidaba a tiempo completo, lo que
me permitía llevar mi vida social sin mayores problemas. Cuando Mario estaba en
Lima, siempre encontraba excusas para salir, argumentando cenas con clientes,
lo que era cierto, aunque también aprovechaba esas oportunidades para
encontrarme con Leonardo. Poco a poco nuestra conexión fue creciendo. Nunca le
había sido infiel a Mario, quizá de pensamiento o coqueteando con algún
admirador, pero esta vez era diferente.
Pusimos fecha, hora y lugar; y allí, al mediodía,
nuestras almas se encontraron. Pasamos toda la tarde entregados a nuestro amor,
como si el mundo exterior se desvaneciera. Hacer el amor con Leonardo fue una
experiencia deslumbrante, un baile de pasiones y susurros. Aunque contaba con
más experiencia que él, eso no importó; cada caricia, cada mirada, se sentía
como un viaje a la luna de ida y vuelta. Estar con él fue lo mejor que pude
haber hecho, y ese mismo sentimiento vibraba en su corazón.
Mario comenzó a tener sospechas de lo que estaba
sucediendo, pero nunca me decía nada. Siempre había sido muy sabio. Cuando
salía con mis amigos, nunca me interrogaba más de lo necesario ni dejaba
entrever sus celos. Era como si comprendiera que no había realmente nada de qué
preocuparse.
Sin embargo, con Leonardo la cosa era diferente. Un
día salí a trabajar como de costumbre para luego pasar horas con él, llegué a casa
alrededor de las diez de la noche. Al entrar, encontré a Mario desnudo en la
sala, bebiendo licor y con una ira que nunca había visto en él.
Había llegado de viaje sin aviso. Solo encontró a la
nana con Jimena, y las sospechas, que ya tenía, parecieron volverse claras para
él.
—¿De dónde vienes? —fue su primera pregunta, sus ojos
estaban vidriosos y su voz, aunque potente, parecía quebrarse por momentos.
—Vengo de una reunión de trabajo —le dije.
—¡No es cierto! ¡Llamé a tu oficina cuando llegué y no
estabas!
—Estaba cenando con unos clientes —Fue lo primero que
se me vino a la cabeza, pero no me creyó.
—Has estado con él, ¿verdad? —Acercándose a mí, intimidante,
empezó a olerme y sentí por primera vez repulsión hacia él.
Me insultó, me recriminó y me acusó de todo lo que se
puedan imaginar. Yo estaba muy asustada y solo atiné a salir de allí.
Me siguió, me jaló del cabello y me regresó a la casa.
Recuerdo que tenía una correa que golpeaba contra el suelo cada vez que decía
algo. Por fortuna, la niña estaba profundamente dormida y no alcanzó a escuchar
sus gritos. Luego, tomó un cuchillo y me amenazó con él. En el fondo yo sabía
que no me haría daño, aunque estaba aterrada.
La noche fue larga, llena de odio por su parte y de
miedo y desprecio por la mía. Finalmente se quedó dormido, aproveché para ir a ver
a Jimena. Aún dormía, así que me acosté junto a ella.
A la mañana siguiente, muy temprano, se duchó y salió
a trabajar sin decir una palabra. Poco después, agarré a mi hija y me fui a
casa de mis padres.
Fueron días tumultuosos. Por otro lado, Leonardo
estaba pasando por algo similar. Él le confesó a su esposa que yo existía y que
la dejaría por mí.
Así comenzó un calvario que duró años, en el que dos
personas se amaban con intensidad, mientras otras dos estaban llenas de rencor,
odio y una profunda sed de venganza, decididas a no permitir la felicidad de
quienes se amaban.
Con el tiempo Leonardo logró llegar a un acuerdo
económico con su esposa, obteniendo finalmente el divorcio. Ella se aseguró de
que a sus hijos no les faltara nada, y poco a poco Leonardo comenzó a encontrar
la paz tras tanto sufrimiento.
En mi caso, la historia fue más compleja, al igual que
mi relación con Mario. Debido a mi inmadurez emocional, le había permitido
ejercer un yugo casi paternal. Por eso, cuando nos separamos, él siguió
manipulándome: me decía que se llevaría a Jimena, amenazaba con quitarse la
vida o con hacerle daño a Leonardo, yo me sentía atrapada en una dependencia de
la que no podía liberarme.
Para Mario, el hecho de que lo dejara y me llevara a
nuestra hija fue un golpe devastador. Dejó de trabajar, perdió la capacidad de
concentrarse en sus ventas y terminó buscando otra actividad para sobrevivir.
Cada vez que nos cruzábamos, aprovechaba la oportunidad para desahogar su
frustración, gritarme sus desgracias y culparme de todo lo que había salido mal
en su vida.
En varias ocasiones dejé a Leonardo y me mudé a casa
de mis padres con la intención de mantener la calma, pero eso no era vida. No
era la vida que había imaginado para mí.
Era un control psicológico que me atormentaba ya que no sabía cómo liberarme, Leonardo me ayudó a superar esta etapa y finalmente pude tener el valor de mandarlo al diablo y dejar de hacerle caso.
Jimena ya había empezado a ir al colegio, Mario ejercía
su rol de padre, a veces la recogía del colegio, también asistía a las
reuniones de padres, pero no quería darme el divorcio, lo que me impedía
formalizar mi relación con Leonardo. Decidimos que, a pesar de eso, no
permitiríamos que esa situación alterara lo que teníamos.
Un día, mientras Jimena jugaba en el amplio
departamento que teníamos en San Isidro, ocurrió una tragedia que marcó
nuestras vidas para siempre. Estaba en el balcón, disfrutando de sus juegos
infantiles, cuando, de manera inesperada, cayó desde el noveno piso. En ese
fatídico momento, tanto Leonardo como yo estábamos en el trabajo; solo la nana
se encontraba cuidándola en casa.
La terrible noticia llegó con una llamada que jamás
olvidaré. Lucinda, la nana, me llamó entre sollozos y gritos de desesperación.
Sin pensarlo dos veces, salí corriendo a buscar a mi hija con la esperanza de
que todo fuera un malentendido. Pero ya era tarde. Cuando llegué a la clínica
Ricardo Palma Jimena había fallecido.
Debía avisarle a Mario sobre lo sucedido, sentí como
mi espíritu escapaba de mi cuerpo, no podía llorar, no tomaba conciencia de lo
que estaba ocurriendo. Informaba de la muerte de Jimena a mi familia y amigos
sin ninguna emoción.
Cuando llamé a Mario, le comuniqué lo sucedido, él dio
un grito de dolor y rompió en llanto, llegó a la clínica tan pronto como pudo,
yo no podía mirarlo a la cara, no entendía nada.
Hubo que hacer los arreglos del sepelio, responder las
preguntas de la policía. Lucinda no sabía cómo hablarme, yo no le decía nada,
entendía su dolor también, pero mi cabeza estaba revuelta de muchos
pensamientos y sentimientos.
En el entierro de Jimena, Mario y yo nos acercamos
juntos al pequeño ataúd. Nos quedamos en silencio, inmóviles, sin atrevernos a
pronunciar palabra. El dolor que compartíamos era tan abrumador que no hacía
falta decir nada; nuestras miradas perdidas lo decían todo.
Aún en shock, solo atiné a refugiarme en la casa de mis padres, no volví a ver a Mario, pero tampoco a Leonardo, decidí irme de la ciudad, por un tiempo, no sabía cuánto sería necesario para encontrar nuevamente a mi espíritu.