jueves, 20 de febrero de 2025

El dolor de la felicidad

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Esta es mi historia. No pretendo convencerte de nada, solo quiero que leas estas páginas llenas de luces y sombras, y saques tus propias conclusiones.

En los años noventa vivir en Lima era una mezcla de miedo, incertidumbre y esperanza. El país acababa de atravesar una lucha feroz contra el terrorismo, y, aunque quedaban heridas abiertas, la calma empezaba a instalarse en las calles. Con ella llegó un inesperado boom económico que trajo cambios radicales, especialmente en mi sector laboral.

Me casé joven y muy enamorada. Corría el año mil novecientos ochentaicuatro. Apenas tenía veinte años y aún cursaba arquitectura en la universidad. Mario, mi esposo, era quince años mayor que yo. Trabajaba en la venta de repuestos de maquinaria industrial, un empleo estable que le permitía mantenerse, pero sin grandes aspiraciones. Mis padres se opusieron desde el principio: consideraban que la diferencia de edad era abismal, que Mario había vivido demasiado mientras yo apenas empezaba a descubrir el mundo.

No estaban equivocados. Mientras yo soñaba con un futuro lleno de posibilidades, Mario había experimentado una vida sin frenos ni límites. Perdió a su madre siendo adolescente, y su padre, sin herramientas para criarlo, dejó que la vida lo moldeara. Se convirtió en un hombre independiente, con un historial de aventuras que no ocultaba. Había viajado por Latinoamérica como mochilero, convivido con parejas y experimentado episodios intensos de pasión y caos.

«Es un hombre que ya vivió demasiado, Catalina. Tú apenas empiezas», me repetía mi madre cada vez que intentaba disuadirme.

«¡Lo amo, mamá! ¿Por qué no pueden aceptarlo?», le respondía, segura de que mis sentimientos superarían cualquier barrera.

Nos conocimos en una calurosa noche de verano, mi familia y yo habíamos llegado a vivir a un barrio de Jesús María cuya construcción databa de mediados del siglo pasado.  Estaba con mis nuevas amigas, Alejandra y Mayte, compartiendo historias sobre la vida y los hombres, sentadas en el dintel de la entrada a la casa. De repente, apareció Mario, acompañado de Miguel, un chico del barrio. Su presencia era imponente: varonil, atlético, con una mirada intensa que me atravesó como una flecha.

—Hola, mucho gusto. ¿Tú eres Catalina? —me preguntó con una sonrisa apenas perceptible.

—Sí… hola —le respondí, evitando su mirada, consciente de que mis mejillas estaban encendidas.

Desde esa noche, Mario me cortejó con una intensidad que no conocía. Mis amigas comentaban que él estaba «prendado» de mí, de mi inocencia, de mi apariencia de niña a pesar de tener diecinueve años. Y aunque los comentarios de amigos y familiares advertían que Mario no era el mejor partido, la fuerza de mis sentimientos superó todas las voces.

Me casé con él porque lo amaba, o al menos eso creía. Durante los primeros años, nuestra relación fue muy buena. Teníamos diferencias, claro: mientras yo soñaba con ser madre, Mario evitaba el tema.

«No estoy listo para tener hijos, Cata. Aún quiero disfrutar la vida contigo», me decía.

«¿Y yo? ¿Qué hay de lo que yo quiero?», le respondía, frustrada. Pero lo amaba y, con el tiempo, dejé de insistir. Así fuimos construyendo nuestra relación, en la que muchas veces predominaba su forma de ver la vida y a la que yo me adaptaba, aunque no siempre compartiera sus valores.

Mario empezó a viajar por su trabajo, al principio sentí frustración ya que hasta ese momento no nos habíamos separado, tres semanas del mes no lo veía, luego fui adaptándome a la nueva rutina, mientras él estaba de viaje, yo seguía estudiando, preparando la tesis, permitiéndome culminar la carrera de arquitectura y conseguir trabajo en una constructora. Cada vez que Mario regresaba, me dedicaba por completo a él, manteniendo viva la pasión.

Eran tiempos difíciles, había mucha inestabilidad económica. La inflación no permitía planificar y era una lucha diaria contra la devaluación de la moneda. Fueron momentos en los que hubo que tomar decisiones financieras que gracias a mis conocimientos pudimos sortear favorablemente. Empecé a notar aquellas diferencias de las que me hablaron mis padres, mis amigos. Aun así, optaba por no hacer caso a mi mente y cambiar de actividad para así no pensar en lo que se iba tornando evidente en mi vida.

Mientras estudiaba la carrera mi depa, había sido el centro de estudios y cuando terminamos seguimos reuniéndonos allí, ahora para pasar un rato agradable, tomar un par de tragos, o simplemente conversar. Recuerdo un día cuando Javier, el más picaflor del grupo, empezó a coquetear conmigo, yo ya lo había escuchado antes y siempre le había puesto un paralé, pero en aquella ocasión empecé a seguirle el juego, fue cuando entendí que algo estaba pasando en mi relación con Mario.

En esos días recibí una opción de trabajo que mejoraba notablemente mis ingresos, así que la acepté. Amaba mi trabajo, toda la creatividad que había en mí afloró, tanto así que laboralmente empecé destacar, pronto estuve a cargo de un área, no podía estar más feliz, Mario seguía trabajando en provincia, los días que nos veíamos a veces coincidían con recarga laboral, entonces ya no podía pasar tiempo con él como antes.

—¿Ya no te emociona que llegue? —me preguntó un día Alejandra.

—No lo sé… a veces siento que su regreso solo complica mi rutina —le confesé, sin darme cuenta de lo que esas palabras significaban.

Desde que empecé a trabajar los ingresos económicos se incrementaron notablemente. Financieramente ya no dependía de Mario.

En esas circunstancias fue cuando quedé embarazada. Recuerdo claramente el momento de la concepción. Nuestra vida sexual seguía siendo intensa a pesar de todo, y puedo evocar con nitidez que estábamos de vacaciones. Habíamos llegado a un balneario en el norte. Aunque el camino había sido agotador, eso no apagó el deseo que sentíamos el uno por el otro. Fue un encuentro apasionado, tan especial que marcó el inicio de una nueva vida dentro de mí. Es un momento que jamás olvidaré.

Siempre había escuchado «reclamos» de mi familia y amigos sobre cuándo tendríamos hijos, pues ya habían pasado casi diez años.

Estaba en un gran momento de mi carrera, mi condición física era inmejorable, iba al gimnasio, había acomodado mi vida de tal forma que los escasos siete días al mes que Mario pasaba conmigo eran perfectos para mí y mi vida. No contaba con un embarazo, me hice la prueba, y dio positiva, no sabía si alegrarme o llorar, sentí miedo, una serie de pensamientos rondaron por mi cabeza.

Mario estaba ilusionado, pese a ello, me dejaba a mí la responsabilidad de decidir qué hacer.

Seguí adelante con mi embarazo y compartí la noticia con todos. Fue algo que celebraron con entusiasmo.

Para ese entonces, sentía que podía con todo en mi vida, con la maternidad, con mi trabajo, de lo que ya no estaba tan segura era si podía con mi matrimonio.

Empecé a ver todos los defectos que tenía Mario, el enamoramiento decayó, aunque nuestra vida sexual seguía siendo muy buena.

Me conocía tan bien que podía adivinar hasta mis deseos más ocultos, lo que nos llevaba a vivir encuentros intensos y apasionados. No sabía cuánto tiempo podría durar. Sin darme cuenta, comencé a temer por esta relación tan maravillosa y, al mismo tiempo, a abrirme a nuevas y tentadoras posibilidades.

Mi mundo interior estaba lleno de sexualidad y adrenalina, una energía vibrante y desbordante. Ávida de nuevas experiencias, comencé a canalizar esa fuerza hacia mi lado creativo, transformándola en ideas, proyectos y expresiones que impactaban a quienes me rodeaban: compañeros de trabajo, jefes y conocidos.

Fue cuando conocí a Leonardo en una cena de trabajo en un distinguido restaurante en San Isidro. Recuerdo las luces tenues que invitaban al romance. Al verlo sentí una emoción nueva. Quizás una premonición, algo que me decía que era a quien había estado esperando.

Leonardo era completamente diferente a Mario. Podíamos pasar horas hablando de: trabajo, deportes, filosofía... prácticamente sobre cualquier tema. Era un hombre apasionado por su profesión. Había logrado independizarse después de trabajar diez años en una empresa, y ahora la suya propia estaba en pleno crecimiento, pujante y llena de éxito.

Empezamos a vernos para discutir casos del trabajo, ya que él se dedicaba a construir casas de veraneo que recién empezaban a perfilarse en la costa peruana. A veces, yo le daba mi opinión como arquitecta y, otras, él me ayudaba con sus conocimientos de ingeniería civil.

Ambos sabíamos que la relación no era netamente laboral, sino que había algo más fuerte, poderoso, que nos empujaba a esas reuniones que poco a poco se iban haciendo más frecuentes.

Leonardo estaba casado y tenía dos niños, su esposa, una mujer bastante posesiva, lo celaba continuamente, increíblemente, él estaba acostumbrado a eso.

En ese entonces ya tenía a Jimena, que acababa de cumplir un año. Contaba con una nana que la cuidaba a tiempo completo, lo que me permitía llevar mi vida social sin mayores problemas. Cuando Mario estaba en Lima, siempre encontraba excusas para salir, argumentando cenas con clientes, lo que era cierto, aunque también aprovechaba esas oportunidades para encontrarme con Leonardo. Poco a poco nuestra conexión fue creciendo. Nunca le había sido infiel a Mario, quizá de pensamiento o coqueteando con algún admirador, pero esta vez era diferente.

Pusimos fecha, hora y lugar; y allí, al mediodía, nuestras almas se encontraron. Pasamos toda la tarde entregados a nuestro amor, como si el mundo exterior se desvaneciera. Hacer el amor con Leonardo fue una experiencia deslumbrante, un baile de pasiones y susurros. Aunque contaba con más experiencia que él, eso no importó; cada caricia, cada mirada, se sentía como un viaje a la luna de ida y vuelta. Estar con él fue lo mejor que pude haber hecho, y ese mismo sentimiento vibraba en su corazón.

Mario comenzó a tener sospechas de lo que estaba sucediendo, pero nunca me decía nada. Siempre había sido muy sabio. Cuando salía con mis amigos, nunca me interrogaba más de lo necesario ni dejaba entrever sus celos. Era como si comprendiera que no había realmente nada de qué preocuparse.

Sin embargo, con Leonardo la cosa era diferente. Un día salí a trabajar como de costumbre para luego pasar horas con él, llegué a casa alrededor de las diez de la noche. Al entrar, encontré a Mario desnudo en la sala, bebiendo licor y con una ira que nunca había visto en él.

Había llegado de viaje sin aviso. Solo encontró a la nana con Jimena, y las sospechas, que ya tenía, parecieron volverse claras para él.

—¿De dónde vienes? —fue su primera pregunta, sus ojos estaban vidriosos y su voz, aunque potente, parecía quebrarse por momentos.

—Vengo de una reunión de trabajo —le dije.

—¡No es cierto! ¡Llamé a tu oficina cuando llegué y no estabas!

—Estaba cenando con unos clientes —Fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero no me creyó.

—Has estado con él, ¿verdad? —Acercándose a mí, intimidante, empezó a olerme y sentí por primera vez repulsión hacia él.

Me insultó, me recriminó y me acusó de todo lo que se puedan imaginar. Yo estaba muy asustada y solo atiné a salir de allí.

Me siguió, me jaló del cabello y me regresó a la casa. Recuerdo que tenía una correa que golpeaba contra el suelo cada vez que decía algo. Por fortuna, la niña estaba profundamente dormida y no alcanzó a escuchar sus gritos. Luego, tomó un cuchillo y me amenazó con él. En el fondo yo sabía que no me haría daño, aunque estaba aterrada.

La noche fue larga, llena de odio por su parte y de miedo y desprecio por la mía. Finalmente se quedó dormido, aproveché para ir a ver a Jimena. Aún dormía, así que me acosté junto a ella.

A la mañana siguiente, muy temprano, se duchó y salió a trabajar sin decir una palabra. Poco después, agarré a mi hija y me fui a casa de mis padres.

Fueron días tumultuosos. Por otro lado, Leonardo estaba pasando por algo similar. Él le confesó a su esposa que yo existía y que la dejaría por mí.

Así comenzó un calvario que duró años, en el que dos personas se amaban con intensidad, mientras otras dos estaban llenas de rencor, odio y una profunda sed de venganza, decididas a no permitir la felicidad de quienes se amaban.

Con el tiempo Leonardo logró llegar a un acuerdo económico con su esposa, obteniendo finalmente el divorcio. Ella se aseguró de que a sus hijos no les faltara nada, y poco a poco Leonardo comenzó a encontrar la paz tras tanto sufrimiento.

En mi caso, la historia fue más compleja, al igual que mi relación con Mario. Debido a mi inmadurez emocional, le había permitido ejercer un yugo casi paternal. Por eso, cuando nos separamos, él siguió manipulándome: me decía que se llevaría a Jimena, amenazaba con quitarse la vida o con hacerle daño a Leonardo, yo me sentía atrapada en una dependencia de la que no podía liberarme.

Para Mario, el hecho de que lo dejara y me llevara a nuestra hija fue un golpe devastador. Dejó de trabajar, perdió la capacidad de concentrarse en sus ventas y terminó buscando otra actividad para sobrevivir. Cada vez que nos cruzábamos, aprovechaba la oportunidad para desahogar su frustración, gritarme sus desgracias y culparme de todo lo que había salido mal en su vida.

En varias ocasiones dejé a Leonardo y me mudé a casa de mis padres con la intención de mantener la calma, pero eso no era vida. No era la vida que había imaginado para mí.

Era un control psicológico que me atormentaba ya que no sabía cómo liberarme, Leonardo me ayudó a superar esta etapa y finalmente pude tener el valor de mandarlo al diablo y dejar de hacerle caso. 

Jimena ya había empezado a ir al colegio, Mario ejercía su rol de padre, a veces la recogía del colegio, también asistía a las reuniones de padres, pero no quería darme el divorcio, lo que me impedía formalizar mi relación con Leonardo. Decidimos que, a pesar de eso, no permitiríamos que esa situación alterara lo que teníamos.

Un día, mientras Jimena jugaba en el amplio departamento que teníamos en San Isidro, ocurrió una tragedia que marcó nuestras vidas para siempre. Estaba en el balcón, disfrutando de sus juegos infantiles, cuando, de manera inesperada, cayó desde el noveno piso. En ese fatídico momento, tanto Leonardo como yo estábamos en el trabajo; solo la nana se encontraba cuidándola en casa.

La terrible noticia llegó con una llamada que jamás olvidaré. Lucinda, la nana, me llamó entre sollozos y gritos de desesperación. Sin pensarlo dos veces, salí corriendo a buscar a mi hija con la esperanza de que todo fuera un malentendido. Pero ya era tarde. Cuando llegué a la clínica Ricardo Palma Jimena había fallecido.

Debía avisarle a Mario sobre lo sucedido, sentí como mi espíritu escapaba de mi cuerpo, no podía llorar, no tomaba conciencia de lo que estaba ocurriendo. Informaba de la muerte de Jimena a mi familia y amigos sin ninguna emoción.

Cuando llamé a Mario, le comuniqué lo sucedido, él dio un grito de dolor y rompió en llanto, llegó a la clínica tan pronto como pudo, yo no podía mirarlo a la cara, no entendía nada.

Hubo que hacer los arreglos del sepelio, responder las preguntas de la policía. Lucinda no sabía cómo hablarme, yo no le decía nada, entendía su dolor también, pero mi cabeza estaba revuelta de muchos pensamientos y sentimientos.

En el entierro de Jimena, Mario y yo nos acercamos juntos al pequeño ataúd. Nos quedamos en silencio, inmóviles, sin atrevernos a pronunciar palabra. El dolor que compartíamos era tan abrumador que no hacía falta decir nada; nuestras miradas perdidas lo decían todo.

Aún en shock, solo atiné a refugiarme en la casa de mis padres, no volví a ver a Mario, pero tampoco a Leonardo, decidí irme de la ciudad, por un tiempo, no sabía cuánto sería necesario para encontrar nuevamente a mi espíritu.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Rutinas

Doris Verónica Martínez Méndez


El despertador suena a las cuatro de la mañana, invariable, desde hace cinco años. Descansa en ocasiones los fines de semana, pero no todos. No he logrado adaptarme, no soy una persona madrugadora. La inercia me arranca de la cama. Mi esposo queda dormido y la gata lo acompaña. Mantengo los ojos cerrados hasta que golpeo contra la puerta del baño. En aquella oscuridad narcótica busco el interruptor para encender la luz. Abro la llave de la ducha deseando poder dormir cinco minutos más bajo el agua fría.

A las cuatro y media salgo de mi casa. ¿Olvidé algo? Más vale que no. Empaqué todo lo necesario la noche anterior. ¿No es así? Es día de guardia, no puedo olvidar nada. La luna me saluda, radiante, en el horizonte. El viento en la calle me sacude, haciéndome tiritar. Estornudo una vez, dos, tres veces más. Pongo la calefacción en el auto para desempañar el parabrisas y relajar mis músculos contraídos por el frío. Me acomodo los anteojos y conduzco entre las calles oscuras, donde los impuestos de la municipalidad no alcanzan para iluminación.

Faltan diez minutos para las cinco y ya estoy atrapada en el tráfico matutino. El extenso bulevar es una arteria vital de la Calle Panamericana que conecta los municipios de la periferia con la gran capital. La gran mayoría se dirige a los empleos triviales que los esclavizan de ocho de la mañana a cinco de la tarde con una gastada promesa de superación. Yo, por el contrario, voy a uno de los municipios periféricos y veo los cientos de farolas en aquella procesión solemne de los trabajadores. Las motocicletas son enjambres de luciérnagas zigzagueantes, con sus motores rugiendo a diestra y siniestra de los vehículos. Una guirnalda de luces rojas en mi ruta me advierte del congestionamiento en la zona. Coloco el navegador: Tomemos ruta nacional dos Calle Agua Caliente. Esta ruta es siete minutos más rápida que Bulevar del Ejército Este…

Tomo el desvío. La pronunciada curva me obliga a bajar la velocidad; no hay tendido eléctrico y la pintura que delimita los carriles se ha borrado, las luces de los vehículos me afectan la visibilidad, gracias a mi astigmatismo. Llego al puente y veo el aviso: Carril central reversible de 5am a 9am. Doy un suspiro al encontrarme calle arriba con el autobús que se detiene en estaciones a recoger pasajeros cada diez metros, como un viacrucis del proletariado. No puedo rebasarlo, el carril central es ahora utilizado en sentido contrario al que me dirijo.

Veo el mapa: Tiempo estimado en tráfico, doce minutos.

Luis Miguel en la radio me trae el recuerdo de Isabel. Debería dedicarle un poco más de tiempo y explotar su potencial. En aquella canción encuentro ideas y armo escenarios inspiradores, pero son las cinco y treinta de la mañana y no tengo a nadie para contárselos. Pienso en su padre, un pobre alcohólico que la orilló a criarse a sí misma. Eso explicaría su obsesión por el orden y la pulcritud, su severidad en el trabajo y su amarga soledad.

¡Cataplán! El golpe seco en una de las llantas me saca de mis pensamientos: un bache, la calle está llena de ellos. El alcalde no ha hecho nada por taparlos, ni siquiera los que hay frente a su alcaldía... ¡Zoom! Un auto nos sobrepasa a media curva en aquella caravana, infringiendo la norma. Los pitidos de las bocinas sugieren los insultos e improperios de los conductores que puso en riesgo con su imprudencia.

—¡Qué hijo de puta! —digo en un reproche que nadie va a escuchar.

Continúo mi camino, esquivando baches, motociclistas y el camión de la basura que recolecta los montones de deshechos en la muy poblada urbanización, donde las casas se apilan en pasajes estrechos como si fueran cajas de concreto. Son las cinco y cuarenta de la mañana. El nudo de vehículos en la intersección no me permite cruzar, a solo diez metros del hospital. Una ambulancia con la sirena a todo volumen advierte su paso; imagino a sus ocupantes como guijarros en una maraca, rebotando en las curvas, sin cinturones de seguridad, mientras cuidan del enfermo que trasladan. He perdido el sueño, a expensas de crisis nerviosas y maniobras defensivas. La cámara del marcador detecta mi rostro agotado a las cinco cincuenta y tres y me saluda con su voz robótica: Puede pasar.

Cruzo el pasillo blanco iluminado por largas lámparas y llego a la puerta de vidrio nevado del área de hospitalización. Me recibe un concierto de llantos y gritos en todas direcciones. Los compañeros de guardia se alegran de verme.

—¿Cómo está el tráfico?

—De los mil demonios. ¿Cómo les fue anoche?

—Igual.

Paso la ronda, recibo a los ingresados y dejo ir a los colegas deseándoles suerte en ese éxodo de vehículos. Estoy sola y debo cubrir la emergencia. Pero antes, me preparo un café. Desde mi consultorio escucho el rugido de los motores, las bocinas, las sirenas y los silbatos de los policías de tránsito. El aire acondicionado y la breve tranquilidad de la sala de pediatría vuelve a aletargarme. Luego de quemarme un poco los labios con el café, en su aroma tostado me viene a la mente la figura tosca y huraña de Enrique. Ha crecido mi interés por él. Puedo ver la dulzura escondida en sus ojos negros y me atrae la severidad de su entrecejo apretado. Es un villano para todos, pero no para mí. Yo conozco su secreto. ¿Cómo habría de revelarlo? Sorprendería a todos si lo hiciera, especialmente a Jorge, su hijo.

El chirrido del disco en la impresora anuncia la llegada de un paciente. Salgo de mis pensamientos para entrar de lleno al sistema de emergencia.

—¿Por qué trae al niño, mamá?

—Es que estaba dormido y le dio un nervio.

—¿Un nervio?

—Sí, empezó a mover el pie como si le diera un nervio.

Mi mente viaja de nuevo a los tantos escenarios donde me gusta escapar. Si escribo estos relatos inverosímiles, ¿me creerían? Hubo un tiempo que estas pequeñas crónicas resultaron muy populares en mis redes sociales. ¿Eran críticas, chistes o anécdotas? No importaba. Mis amigos parecían disfrutarlas mucho, como esa columna de Aunque usted no lo crea que aparecía en las tiras cómicas del periódico dominical. ¿Y si tal vez exploto ese mercado? El humor entre colegas es muy importante para mantener la cordura. Extraño poder hacerlo. Pero luego que unos médicos fueran despedidos y sancionados por el gobierno a causa de unos tweets sacados de contexto, es mejor abstenerse de decir lo que uno piensa.

Son las ocho de la mañana y ya me encuentro evaluando a los niños ingresados. Las paredes todavía emanan el olor de la pintura que la nueva administración autorizó, borrando los hermosos murales de Frozen y Winnie Pooh que ayudaban a distraer a mis pequeños de su enfermedad. Ahora no hay colores, todo es blanco, como en un manicomio. Me acomodo en mi estación: una mesa rectangular llena de boletas hechas de papel reciclado, almohadillas de tinta azul y sellos de gomas. Tiene un fregadero al final y, no importa cuánto aprietes la llave del grifo, gotea continuamente, emitiendo un ruido metálico que se pierde entre las melodías de La vaca Lola y El patito Juan.

—Yo creí que usted era de Candelaria —dice una de las madres a otra.

—No. Yo conozco Candelaria por una prima del hermano de la mujer del señor que le trabaja a mi tío Santiago.

La enfermera y yo nos miramos un momento y escondemos la risa. Tomo mis audífonos y decido aislarme de aquel caos de llanto, motores de nebulizadores, toses y melodías infantiles. Todo está bajo control y mientras escribo las notas e indicaciones, mi mente se disocia entre la medicina y la música.

Al momento se encuentra estable, tolerando la vía oral y con aporte de oxígeno… Quisiera ser un pez para tocar mi nariz en tu pecera…

Me detengo un momento. Necesito anotar eso que vino a mi mente de manera brusca. Tomo una de las recetas en blanco y escribo la idea, no tengo tiempo para desarrollarla. Ya lo haré después. Doblo el pequeño papel y lo guardo en el bolsillo de mi bata. Regreso a los expedientes clínicos y aquella melodía me hace pensar en Andrés.

«Es demasiado perfecto, sabrá deslumbrar, sin duda, pero no llegará a nada si no le encuentro algún defecto», pienso.

—Doctora, el niño del otro cubículo volvió a vomitar.

—Voy enseguida —respondo y me quito los audífonos para guardar mis ideas, de nuevo.

El día siguió sus rutinas, sin darme tregua para ventilar mis pensamientos. Tendré unas horas libres antes del turno, las usaré para repasar mis anotaciones.

—No vendrá Pérez —me avisa mi jefe después de almuerzo—. ¿Podrías cubrir la tarde? Te compenso las horas.

—¿Podría irme mañana temprano?

—Mañana no, escogé otro día y me avisás.

Meto mis manos en los bolsillos y puedo sentir el pedazo de papel en el que anoté la idea que se ha ido diluyendo entre mocos, vómito y notas de evolución.

Inicia el turno a las seis de la tarde y me encuentro con mi grupo de guardia. La algarabía en la emergencia tiene horas pico, como el tráfico en las calles. Casi siempre coincide con las horas de comer.

—¿Por qué consulta?

—Lo traigo porque mucho parpadea.

Son las diez de la noche y busco un espacio para cenar con una de mis compañeras en el mismo consultorio que ha visto lo indecible. Limpiamos el escritorio con un poco de alcohol y disponemos la comida chatarra que ha perdido el sabor por estar demasiado fría. Quisiera comer sola, despejarme, pero aquella charla sirve de catarsis, lo cual ayuda a conservar la salud mental. Nos distribuimos las horas de la madrugada para atender la emergencia y descansar un poco, si es que es posible, usando de cama el diván pediátrico en el que apenas se acomoda el cuerpo. El cansancio es brutal, obnubila los sentidos y pronto el dolor de espalda, la luz en la rendija, el llanto de los niños, el frío, la tertulia de las enfermeras, los pitidos de las máquinas y el ruido de mis pensamientos se desvanece.

Amanece por fin. El reporte de turno: Ochenta y siete consultas y cinco ingresos. Doce niños en hospitalización, sin eventualidades, porque, irónicamente, los ánimos destruidos del personal no son un perjuicio al sistema de salud. Tomo una ducha rápida en uno de los baños de la consulta general, pues el pequeño baño de los médicos está ocupado. La regadera es un tubo sin forma que hace caer un chorro de agua directamente del caño. No hay una cortina que evite salpicaduras al piso. Estoy desnuda y me cala una sensación incómoda de estar siendo vigilada. ¿A qué arquitecto se le ocurre colocar una ventana en un baño? De vidrio esmerilado, pero ventana al fin. Escucho el bullicio en los pasillos: Han empezado a entrar los pacientes citados a sus consultas. Utilizo la ropa sucia como alfombra. El inodoro no tiene tapa y mi maleta está sobre el lavamanos. Me las ingenio para poder secar mis pies y ponerme calcetas limpias sin tropezarme. El resto es más fácil. Mi estómago gruñe de hambre. Solo quedan ocho horas más para salir.

El tráfico de las dos de la tarde no es más benévolo que el de la madrugada, pero al menos hay mejor visibilidad. Me detengo en un semáforo, justo frente a la pasarela peatonal. Bajo las escaleras se encuentra una mujer de cuerpo regordete, semidesnuda. Se está dando un baño con una cubeta de agua. Sus pechos caen sobre su abdomen y las enaguas le llegan hasta sus tobillos. El resto de conductores la ignoran, pero algo en ella me parece tan familiar que no puedo dejar de verla. Sus cabellos revueltos se enredan en un moño alto, como si fuera un nido de pájaros. Entonces viene a mi mente: Paloma, la pintoresca mujer de la ciudad de Victoria que deambula por las azoteas gorjeando con las tórtolas, sacando migas de pan de su bolsillo para alimentarlas. ¿Qué pudo enajenar su mente de esa manera? Su imagen se superpone al de aquella desconocida y su historia se desparrama en los rincones de mi mente. Debo tener algunos detalles en el cajón de mi mesa de noche, anotados en pedazos de recetas o boletas de hospital.

¡Piiiip! El semáforo da luz verde, un conductor detrás de mí me muestra su impaciencia con su bocina, induciendo al resto de conductores a hacer lo mismo, y todas las expresiones de mi imaginación se diluyen en la realidad de aquellos pitidos. Por primera vez me percato de la radio y no reconozco la canción ni el artista que suena. Sí me parece que la letra le va mucho a la personalidad de Román, a una de ellas al menos. No tengo oportunidad de detenerme y anotar una frase que me ayude a buscarla después. La repito varias veces para memorizarla, pero sé que al llegar a mi casa la habré olvidado, igual que tantas otras veces.

Son las cuatro de la tarde. Llego a casa por fin. Mi esposo me recibe, feliz de verme. Desempaco la ropa sucia y húmeda y la llevo a lavar.

—¿Cómo te fue? —pregunta él mientras me ayuda.

—¿Por dónde empiezo? —digo, agotada.

El remanso de mi hogar se vuelve un suave somnífero que va apagando el piloto automático en el que me he mantenido.

—¿Quieres ver una película? —pregunta mi esposo después de cenar mientras acomoda los platos en el lavavajillas.

—No. Realmente tengo ganas de escribir.

Me acomodo en mi cama entre los arrumacos de la gata y el frío que se cuela por la ventana. Teniendo la computadora sobre mi regazo, abro por fin el documento que dejé en blanco y veo el parpadeo del cursor en la primera línea. ¿Por dónde empiezo? Cierro mis ojos para elegir entre todos los personajes que transitaron por mi cabeza y pongo mis dedos sobre el teclado. Nada. Suena una melodía en el fondo de mi cerebro. Es esa canción que no reconocí antes, pero sin la letra. Debo poner yo las palabras.

El pequeño cuarto de baño contenía una melodía amortiguada por el agua cayendo de la regadera…

Mi esposo llega pasadas las nueve de la noche y apenas abro los ojos para ver cómo aparta la computadora. Con suavidad quita mis anteojos y me besa la frente.

—Vamos a dormir —susurra y apaga la luz—. Ya mañana terminas lo que estabas haciendo.