Luis Orellana Díaz
Hoy ha vuelto a llover a cántaros como aquella tarde del entierro. No es
abril ni mayo, es un martes cualquiera de febrero, por estos días hace un año
que Pedro nos dejó. No soy de los que recuerdan fechas o conmemoran efemérides,
pero Marina ha colmado de flores los jarrones y ha encendido velas en su
cuarto. La casa está inmensamente hueca, y según parece, poblada de fantasmas
que se agitan por aquí y por allá. Que suben las escaleras a pasitos sigilosos o
se ocultan tras los setos del jardín jugando escondidillas. A veces tengo la
impresión de escuchar risitas o llantos apagados de niños cruzando el callejón
de los geranios. Marina vive con ellos a diario; no sé si se los imagina, pero
yo he terminado por creer que son reales.
Por estos días
hace un año que dejó de hablarme, justo después del sepelio de nuestro hijo.
Marina tiene el sueño liviano y padece de insomnio. Cuando despierto en la
madrugada la escucho vagar por la casa hablando con las fotografías, desempolvando
muebles o puliendo los ventanales hasta que llega el alba. Por las tardes,
cuando regreso del despacho, veo con envidia los hogares iluminados con
bombillas. Marina está convencida que esto de la electricidad es cosa del
demonio y mantiene la casa bajo el mortecino régimen de los fanales. Sé que no deja de pensar ni un instante en él,
pues cuando amanece siempre hay una pequeña flor frente a su fotografía.
Los primeros días después
de la partida de mi hijo intenté dialogar con ella, contarle que también para mí
fue terrible aquella pérdida, pero su dolor no aceptaba parangones y sus
pupilas, siempre esquivas, no volvieron a encontrarse con las mías. Me he
quedado prisionero en un silencio tan grande como la casa. Sé que para ella
existo de alguna manera y siempre tengo ropa limpia y comida caliente, pero nuestro
diálogo ha ido menguando de pequeñas frases a simples monosílabos. A veces,
cuando coincidimos en algún lugar de la casa —aunque últimamente evito
encontrarme con ella—, baja la vista y pasa de largo, yo me quedo angustiado
con una procesión inveterada de palabras atascadas en la garganta.
Entre los dos ya
no existe el tiempo, solo una línea inconexa de sucesos que se entrecruzan en
un presente cada vez más irreal. Las tardes son una monotonía en gris perpetuo.
Tengo la impresión de que ha paramado todo el año. Nos cobija una llovizna
persistente que llena de musgos y puebla de ranas las paredes. No he dejado de
soñar con peces y caracoles desde la muerte de mi hijo.
Ahora es cuando
más extraño los días soleados en el huerto de los capulíes. Los niños trepados
en las ramas y el sol brillando sobre sus cabecitas doradas. ¡Dios mío, no sé
en qué momento les crecieron alas! Primero partió Victoria a continuar sus
estudios en Barcelona. La última vez que la vi decía adiós en la estación del
tren con su mano enguantada en piel de ante y luego… solo sus cartas, su alma desparramada
en la blancura del papel añorando la escritura inconfundible de la madre o del
hermano.
Nunca imaginé lo
que vendría después. Esperamos lo mejor del porvenir sin sospechar que el
destino tiene sus propios planes y los ejecuta inexorablemente. Mi padre solía
decir: «¿Quieres ver a Dios sonreír? Cuéntale tus proyectos.» Marina ha perdido esa alegría de vivir y me
arrastra con ella hacia un desierto en el que solo resuenan los ecos del
pasado. El recuerdo de nuestro hijo lo tiñe todo; a veces descubro sus manos
nevadas arrastrándose sobre el vetusto teclado del piano o sus ojos vacíos
contemplándome detrás de los cristales.
Lo más inaudito es
que aún guardo la noticia de su muerte como incubando un puñal para herir a la
buena de mi hija que aún lo ignora todo. Cuando pregunta por la madre no tengo
otra invención que la de sus ojos enfermos: «Mamá se está poniendo ciega». Y si
pregunta por Pedro le digo que está bien: «Ya sabes cómo es él de descuidado.
Un día de estos terminará por escribirte. Te manda abrazos».
Marina ha
renunciado al mundo, hace meses que no abandona la casa, soy su único contacto
con el exterior. Al mediodía después del trabajo acudo a la farmacia o a la
tintorería. Cuando no voy al telégrafo paso por el correo a recoger las cartas
que llegan de todos lados. Ella se ha olvidado que tiene madre, que tiene hermanos
y hasta una hija… se marchitó del todo en un solo día. Los domingos en la misa
del alba rezo por mis hijos, pero, sobre todo, lo hago por ella. La gente que
la conoce y la quiere me pregunta por Marina. Mi respuesta es siempre la misma:
«Está reconvaleciendo, pronto la verán por aquí. Ojalá y eso fuera cierto».
Una tarde, de esas
diluviales, regresé a casa temprano a causa de un resfrío que me indispuso en
la oficina, accedí por la puerta de servicio que se encontraba abierta. Colgué
el abrigo y el sombrero mojado en el perchero y me deslicé sigilosamente hacia
mi cuarto; al cruzar al lado de la ventana que da al patio interno, la vi
hablando con las plantas, el ruido de la lluvia en la cubierta y el estruendo
de los truenos que acompañaban esa batalla interminable de luz y sombra, me
mantuvieron en secreto.
La contemplé
largamente. Su rostro cobrizo y su cuello delgado estaban marchitos por la
lluvia inclemente del reloj; pero su cuerpo lucía perfecto, inmarcesible bajo
el camisón mojado que delineaba sus formas voluptuosas aún. Marina, de pronto, con
los pies descalzos y llenos de barro, se puso a danzar al rítmico compás de las
gotas de lluvia, abandonada en un ritual sonámbulo. Se veía libre y feliz como yo quizá nunca
volvería a serlo. Desde entonces dejé de compadecerla y empecé a soñarla junto
con los peces y los caracoles.
Esta mañana ha llegado
una carta de Cataluña, la dejaron en el buzón. En el sobre estaba escrito mi
nombre con una caligrafía impecable, al reverso decía: «Remite: Victoria
Saavedra». Hace tiempo que no tenía noticias de Victoria ni de su esposo. Antes
de la muerte de Pedro sus misivas llegaban mensualmente, pero iban dirigidas a
Marina. «Asuntos de mujeres»; me decía Marina sonriente y me iba comentando las
nuevas de forma puntual: «Victoria aprobó las materias sociales, Victoria
comenzó su doctorado, Victoria en Paris, Victoria en Venecia…» Siempre tuvo una
conexión profunda con sus hijos, a veces me anticipaba las nuevas antes de que
le dijesen las cartas.
—He soñado —me
decía— que Victoria ha conocido al chico de su vida.
En otra ocasión me
dijo que nuestra hija estaba muy enferma.
—¿Y tú cómo lo
sabes? —le pregunté.
—Porque lo siento
como una punzada aquí en el vientre —me contestó tocándose la parte baja del
abdomen.
Recuerdo una tarde
de sábado que guisaba pavo para una cena con amigos, los niños jugaban en el
huerto de los capulíes; Marina salió disparada de la cocina —atravesando la
sala donde los amigos tertuliaban— con las manos untadas en aliños. Iba
gritando: ¡Pedrito, cuidado, cuidado! Llegó a tiempo al patio trasero para
atrapar a su hijo que se caía de una rama. Cuando le preguntamos cómo lo supo,
nos respondió tirante por el susto: «Cosas de mujeres». Me comentó después, cuando quedamos a solas,
que el pavo que yacía con el cuello tronchado había abierto los ojos y en la
impresión que le causó vio a Pedro cayéndose de la rama.
Abro la carta que
tengo entre mis manos como una nave, como una carabela que ha cruzado el
atlántico, tiene un aroma a sal y a recuerdos. Hay cosas tan mías dentro de esta carta y
tanta soledad en mí que quisiera habitarla hasta las últimas líneas. Me quedo
en ella sin prisas. Victoria me transporta sobre el rumor de las palabras. Por
primera vez en tantos meses un rayo de luz atraviesa la ventana y veo florecer
los azahares en el naranjo del patio. «Vas a ser abuelo, dile a mamá que me
escriba, que conteste mis cartas, ahora la necesito más que nunca».
Sostengo entre mis
manos esta carta poblada de mayúsculas preciosas y pienso en ella como un pasaporte
capaz de franquear el silencio de Marina. Respiro hondo, me lleno de esperanza.
Cruzando el pasillo, a seis escalones está su cuarto, tal gravedad se apodera
de mi cuerpo que me parece una distancia insalvable. Con mucho sigilo llego a
la puerta de su alcoba, oigo un ruido de voces, como si ella dialogara con
alguien, luego risas y palabras vagas. Con dos golpes anuncio mi presencia:
—¡Marina, Marina!…
Un largo silencio
se hace en la alcoba.
—¡Marina, es carta
de Victoria, son buenas noticias!
Espero un tiempo
prudente como para que ella meditara su decisión. Todo es silencio, deslizo entonces
la carta abierta por el umbral de su puerta.
La luz a través de
la ventana duró muy poco, esa misma tarde volvieron las lluvias y las tierras
anegadas se desbordaron otra vez sobre los caminos; desde su quicio, contemplo
el campo allende de las tapias. En las propiedades de enfrente, las vicuñas
resignadas bajo sus abrigos empapados parecían efigies talladas en la brumosa
melancolía del tiempo. Los días seguían cayendo con inclemencia, las ranas
poblando los rincones, y yo soñando con peces y caracoles.
Marina se volvió aún
más hermética, en la casa se escuchaban solo los ecos de mis pasos, parecía que
incluso los fantasmas se habían esfumado. Comencé a preparar los alimentos y a
cuidar de mis asuntos personales, antes de salir a la oficina le dejaba una bandeja
con el desayuno en la puerta de su alcoba que se mantenía siempre cerrada. En
la tarde cuando regresaba la bandeja me esperaba en el mismo lugar, consumida a
veces, a veces a medias. Respondí la carta de Victoria, le conté —a modo de
escusa—: Que la visión de mamá estaba empeorando, ya no lee ni escribe mucho,
pero está contenta con la noticia y le envía sus bendiciones. «¡Qué más daba si
después de una mentira seguía una procesión de buenas intenciones!».
Nuevas cartas continuaban
llegando. Victoria me contaba los pormenores de su embarazo: el parto se
esperaba para mediados de mayo. Empecé a redactar las cartas como si fuesen dictadas
por Marina llenándolas de consejos que solo una madre podría decir a su hija —conocía de hace mucho las opiniones
de Marina al respecto de los niños—. Victoria se mostraba optimista, su
caligrafía se volvía cada vez más preciosa y se iba poblando de pájaros y de
flores: «Si nace niña se llamará como la abuela y si es varón lo llamaremos
Pedro».
Mientras su felicidad se desbordaba por la blancura
del papel, mi soledad, disfrazada de alegría, se iba expandiendo; atravesando los
caminos desde las alturas de los Andes, a lo largo de mares inmensos, sobre las
crestas espumosas de las olas hasta llegar a manos de mi hija con la apariencia
de albricias.
Mayo estaba por terminarse y las noticias no
llegaban, el temporal hacía intransitable los caminos, los carteros perdidos
bajo sus ponchos de hule emergían de la niebla de cuando en cuando, pero
ninguna carta de Victoria. Una mañana temprano, encontré a Marina armada con
hoz y con tijeras limpiando los yerbajos que habían invadido el huerto, buscaba
algo entre el follaje abigarrado, la maleza lo había poblado todo, desde hace
mucho que no se diferenciaban los senderos que recorrían hasta la bodega donde
se guardan las herramientas, ya ni siquiera recuerdo cómo eran los bancos del
jardín, sólo sé que eran de piedra. Viéndola así, distraída, subí despacio con
la esperanza de sorprender la intimidad de su cuarto y satisfacer esa
curiosidad que me apresaba.
Como lo esperaba, lo encontré cerrado. Forcé el
seguro con un cuchillo de mesa y entré. En medio de una penumbra sostenida por
un tenue quinqué, apenas podía distinguir los contornos de los objetos que allí
habitaban. Un olor a incienso se esparcía en el ambiente y un ruido como el
crujir de un gozne oxidado le imprimía a la escena una dimensión extraña. Unos
segundos después que mis pupilas se acomodaran logré distinguir sobre su cama
una figura humana. Se me cortó la respiración y tuve que forzar a mi pecho a henchirse
varias veces hasta recuperar la calma.
Miré estupefacto cada detalle de la habitación. Era
un collage impresionante que desnudaba ante mis ojos la mente torturada de mi
esposa. Sobre la antigua cama matrimonial, simulando un cuerpo extendido con un
brazo sobre el pecho, yacía el traje de graduación de Pedro impecablemente
planchado. A través de la abertura de la chaqueta fulguraba su camisa blanca
con el cuello rematado por una corbata de pajarita. De entre las mangas de la
chaqueta sobresalían unos guantes blancos y de las bastas de sus pantalones
azules, las medias celestes de colegial se prolongaban hasta dentro de sus
zapatos de charol que se mantenían inexplicablemente verticales. Como si
alguien realmente descansara sobre ese lecho.
Me invadió una mezcla de terror y de ternura. Me
acerqué a la figura con la intención de abrazarla, de levantarla y esperar a que
camine… Por suerte, mi cordura se mantuvo unánime. Con la visión turbada por
las lágrimas, contemplé el rostro de mi hijo que sonreía desde una fotografía
enmarcada en un óvalo de cedro. En la cabecera de la cama, entre los restos de
cera derretida, el remanente de una vela todavía flameaba imprimiéndole a su
rostro la sensación de movimiento.
Los veladores se habían transformado en altares de dioses
de todas las religiones. Todos los animales divinos estaban allí. Todas las
efigies dignas de adoración y; sobre las paredes, trazadas en rasgos fugaces,
las primeras formas de la geometría sagrada. Una colcha cubría la ventana a
manera de cortina, cegando casi por completo, la poca claridad que procedía del
huerto.
En el suelo, a un lado de la cama, sobre una estera
de esparto, dos viejas mantas dobladas formaban un lecho rígido que, flanqueado
por pilas de libros, le daban el aspecto de un sórdido nido en el que Marina se
sumergía cada noche y del que surgía cada mañana como de un huevo primordial. El
ruido de una puerta que se cerraba en el patio me devolvió a la realidad. Dejé
la alcoba en puntillas. No sé si huía del peligro inminente de ser descubierto
o de la perturbadora visión de aquella alcoba que un día también fue mía. No sé
cuánto duró la «visita», porque tuve la sensación de que el tiempo no existía en
el interior de esa pieza.
Me alisté para la oficina con la mente en blanco. Coloqué
el impermeable sobre mis hombros como un autómata; luego calcé unas botas y un
sombrero a ese homúnculo que me representaba en el espejo del recibidor y me
lancé a la calle. Caminé sin rumbo entre la niebla. El pueblo se me antojó como
una extensión de ese cuarto extraño: los contornos brumosos de los árboles, las
etéreas siluetas de las edificaciones, la fantasmagoría de las cúpulas de la
iglesia que parecían flotar libres hacia el cielo. El tañido de las campanas me
sorprendió perdido por unas callejuelas que hace mucho no las frecuentaba y
recordé que salí con rumbo al trabajo.
Mi oficina está en la segunda planta del edificio
de la junta parroquial, allí malvivo
desde hace más de veinte años manteniendo al día los libros de contabilidad. La
oficina queda a unas cuantas cuadras de la casa, siguiendo un zigzagueante
sendero al margen de un río de cristal —claro, en verano— que desde hace mucho
que es un monstruo de color ferroso como el barro que muerde los zapatos. Regreso
sobre mis pasos, ensimismado, cavilando en las extrañas imágenes de ese cuarto:
«¿¡Qué hace, qué busca, qué pretende con esa parafernalia macabra de rituales!?
Es como si quisiera exorcizarlo, divinizarlo, redimirlo». Así de inextricable se
me hacía la mente de mi esposa.
Al medio día regreso a casa, de camino al pueblo
contemplo a los vecinos que recogen en sacos de yute los peces que la creciente
de la noche anterior ha dejado atrapados, aún vivos, en los baches anegados de
la vía. Todavía rumiando las sorprendentes imágenes de esta mañana, paso por
las oficinas del correo. Detrás de un mostrador de madera resquebrajada,
Aurelio saluda con parsimonia, mientras sus pies lo llevan a rastras desde el
mostrador hasta la estantería de las entregas.
—Hace rato que llegaron las cartas, hay una para
vos, te la iba a enviar a la oficina, pero el guambra de los mandados —se
coloca los lentes con manos temblorosas— no ha venido hoy. Parece que todos
andan de pesca.
—Así parece.
Miro la carta que Aurelio toma del perchero y la reconozco
por los timbres postales.
—Es de Vicky —me dice, mientras me la entrega—. ¿Tu
nieto habrá nacido ya?
—Supongo que sí. Ya te lo haré saber.
Con una palmada en la espalda me despido de mi
viejo amigo. Al volver a la calle, comienza a paramar, guardo la carta sin
abrir en el bolsillo del impermeable y camino de regreso a casa, abrigando la
esperanza de que finalmente Marina cambiará de actitud ante un acontecimiento de
tal trascendencia.
A la entrada me detengo frente al portón
desvencijado, ganado por un musgo que le lame los hierros oxidados y que al
abrirlo rechina anunciando la llegada de propios o extraños; lo cruzo y sigo de
largo hasta la casa. A punto de llegar veo a Marina plantada en el umbral de la
puerta principal. Estoy pasmado ante semejante visión espectral y no atino a
decir nada más que: ¡Marina!
—No quiero que traigan más desastres a esta casa
—me dice en tono airado. Inconscientemente me llevo la mano al pecho donde
guardo la carta de Victoria.
—¡Marina! ¡Querida! Se avecinan buenos tiempos,
nuestra vida va a cambiar. ¡Tiene que cambiar!
Me acerco despacio buscando delicadamente su
complicidad. Me mira con ojos penetrantes y toda su locura que ahora me es
patente se expresa en su mirada, luego mueve su cabeza en señal de
desaprobación.
—¿Es que no entiendes? ¡Nunca lo vas a entender! Los
buenos tiempos para nosotros ya no serán ni en los recuerdos.
Saco la carta que llevo atesorándola en mi pecho y
se la extiendo.
—No tienes que dármela, no necesito leerla, sé lo
que trae… Después de un invierno como este solo nos queda un siglo de otoño.
—¿Qué es?, ¿qué es lo que trae?
Estoy seguro que si ella me lo dice no necesito ni
leerla. No me responde, solamente se da vuelta, cruza el callejón de los
geranios con dirección al cuarto de Pedro sin volver la vista atrás, segura de
que sigo sus pasos; me dice mientras asciende las escaleras:
—Tú no estuviste la mañana en que descubrí el
cuerpo inerte de tu hijo en su cuarto colgando de una viga. Tú no viste su bello
cuello de bronce estrangulado por el cáñamo ni te asomaste al infierno de sus
ojos dilatados. Yo, yo sola tuve que bajarlo, usando una fuerza que de seguro
me la brindó el demonio, porque Dios… no sé dónde estaba Dios la noche en que
Pedro se quitó la vida. —Su voz se cargó de ira—. No has vuelto a su cuarto, ¿verdad?
—Y abrió la puerta—. ¡Ven! —me dijo, volviendo su rostro y tocando mi mano
después de siglos de ausencia.
No pude hacerlo, no pude entrar en ese espacio que
para mí quedó vedado desde aquel suceso. Mucho menos ahora después de la
insólita experiencia en el cuarto de Marina.
—Acá vengo cada noche cuando sueño —me dice, y un
escalofrío me sube por la espalda—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres hacer vela
con los ausentes?, porque tu nieto también está aquí desde hace algunos días. ¡Los
Pedros están malditos!
Marina estaba delirando, yo no podía más con estas escenas
de locura. Dejé la casa y corrí hacia la calle, llegué hasta la oficina, a
puerta cerrada leí la carta. La preciosa caligrafía de Victoria se había
tornado en rasgos quebradizos y vacilantes, luego de muchas lamentaciones me
decía que el niño había muerto en el parto. Un caso que los médicos denominan: circular de cordón alrededor del cuello del bebé: esa fue la causa;
es frecuente que se presente, pero es raro que provoque la muerte.
¿Qué más podía esperar? Me quedé pensando en Marina:
sola en esa casa, en ese cuarto poblado de fantasmas. La amaba profundamente,
pero no quería que ese fuese mi mundo. Así estuve largo tiempo mientras mis emociones
se estancaban, solo entonces pude contemplar
hasta el fondo el espíritu de mi esposa. No era el vacío que quedó en el
espacio cuando Pedrito partió, lo que la atormentaba. Era…era, sobre todo, la angustia
que pesa sobre el alma de los suicidas que no pueden descansar en tierra
sagrada. Marina había pasado de este Dios cristiano al que yo no puedo más que
obedecer sin dilaciones. Ella pugnaba por un Dios más antiguo, primordial, un
Dios cósmico al cual confiar el alma de su hijo.
La gente comenzó a llegar para el turno de la
tarde.
—No para de llover —me dice Gabriela, la
secretaria.
—No, no para —respondí.
Afuera las hojas de los árboles seguían
balanceándose por el leve martilleo de las gotas de lluvia y el viento aullaba
perdido por los callejones.