jueves, 23 de enero de 2025

Marina

Luis Orellana Díaz


Hoy ha vuelto a llover a cántaros como aquella tarde del entierro. No es abril ni mayo, es un martes cualquiera de febrero, por estos días hace un año que Pedro nos dejó. No soy de los que recuerdan fechas o conmemoran efemérides, pero Marina ha colmado de flores los jarrones y ha encendido velas en su cuarto. La casa está inmensamente hueca, y según parece, poblada de fantasmas que se agitan por aquí y por allá. Que suben las escaleras a pasitos sigilosos o se ocultan tras los setos del jardín jugando escondidillas. A veces tengo la impresión de escuchar risitas o llantos apagados de niños cruzando el callejón de los geranios. Marina vive con ellos a diario; no sé si se los imagina, pero yo he terminado por creer que son reales.     

Por estos días hace un año que dejó de hablarme, justo después del sepelio de nuestro hijo. Marina tiene el sueño liviano y padece de insomnio. Cuando despierto en la madrugada la escucho vagar por la casa hablando con las fotografías, desempolvando muebles o puliendo los ventanales hasta que llega el alba. Por las tardes, cuando regreso del despacho, veo con envidia los hogares iluminados con bombillas. Marina está convencida que esto de la electricidad es cosa del demonio y mantiene la casa bajo el mortecino régimen de los fanales. Sé que no deja de pensar ni un instante en él, pues cuando amanece siempre hay una pequeña flor frente a su fotografía.

Los primeros días después de la partida de mi hijo intenté dialogar con ella, contarle que también para mí fue terrible aquella pérdida, pero su dolor no aceptaba parangones y sus pupilas, siempre esquivas, no volvieron a encontrarse con las mías. Me he quedado prisionero en un silencio tan grande como la casa. Sé que para ella existo de alguna manera y siempre tengo ropa limpia y comida caliente, pero nuestro diálogo ha ido menguando de pequeñas frases a simples monosílabos. A veces, cuando coincidimos en algún lugar de la casa —aunque últimamente evito encontrarme con ella—, baja la vista y pasa de largo, yo me quedo angustiado con una procesión inveterada de palabras atascadas en la garganta.

Entre los dos ya no existe el tiempo, solo una línea inconexa de sucesos que se entrecruzan en un presente cada vez más irreal. Las tardes son una monotonía en gris perpetuo. Tengo la impresión de que ha paramado todo el año. Nos cobija una llovizna persistente que llena de musgos y puebla de ranas las paredes. No he dejado de soñar con peces y caracoles desde la muerte de mi hijo.

Ahora es cuando más extraño los días soleados en el huerto de los capulíes. Los niños trepados en las ramas y el sol brillando sobre sus cabecitas doradas. ¡Dios mío, no sé en qué momento les crecieron alas! Primero partió Victoria a continuar sus estudios en Barcelona. La última vez que la vi decía adiós en la estación del tren con su mano enguantada en piel de ante y luego… solo sus cartas, su alma desparramada en la blancura del papel añorando la escritura inconfundible de la madre o del hermano.

Nunca imaginé lo que vendría después. Esperamos lo mejor del porvenir sin sospechar que el destino tiene sus propios planes y los ejecuta inexorablemente. Mi padre solía decir: «¿Quieres ver a Dios sonreír? Cuéntale tus proyectos.»  Marina ha perdido esa alegría de vivir y me arrastra con ella hacia un desierto en el que solo resuenan los ecos del pasado. El recuerdo de nuestro hijo lo tiñe todo; a veces descubro sus manos nevadas arrastrándose sobre el vetusto teclado del piano o sus ojos vacíos contemplándome detrás de los cristales.

Lo más inaudito es que aún guardo la noticia de su muerte como incubando un puñal para herir a la buena de mi hija que aún lo ignora todo. Cuando pregunta por la madre no tengo otra invención que la de sus ojos enfermos: «Mamá se está poniendo ciega». Y si pregunta por Pedro le digo que está bien: «Ya sabes cómo es él de descuidado. Un día de estos terminará por escribirte. Te manda abrazos».

Marina ha renunciado al mundo, hace meses que no abandona la casa, soy su único contacto con el exterior. Al mediodía después del trabajo acudo a la farmacia o a la tintorería. Cuando no voy al telégrafo paso por el correo a recoger las cartas que llegan de todos lados. Ella se ha olvidado que tiene madre, que tiene hermanos y hasta una hija… se marchitó del todo en un solo día. Los domingos en la misa del alba rezo por mis hijos, pero, sobre todo, lo hago por ella. La gente que la conoce y la quiere me pregunta por Marina. Mi respuesta es siempre la misma: «Está reconvaleciendo, pronto la verán por aquí. Ojalá y eso fuera cierto».

Una tarde, de esas diluviales, regresé a casa temprano a causa de un resfrío que me indispuso en la oficina, accedí por la puerta de servicio que se encontraba abierta. Colgué el abrigo y el sombrero mojado en el perchero y me deslicé sigilosamente hacia mi cuarto; al cruzar al lado de la ventana que da al patio interno, la vi hablando con las plantas, el ruido de la lluvia en la cubierta y el estruendo de los truenos que acompañaban esa batalla interminable de luz y sombra, me mantuvieron en secreto.

La contemplé largamente. Su rostro cobrizo y su cuello delgado estaban marchitos por la lluvia inclemente del reloj; pero su cuerpo lucía perfecto, inmarcesible bajo el camisón mojado que delineaba sus formas voluptuosas aún. Marina, de pronto, con los pies descalzos y llenos de barro, se puso a danzar al rítmico compás de las gotas de lluvia, abandonada en un ritual sonámbulo.  Se veía libre y feliz como yo quizá nunca volvería a serlo. Desde entonces dejé de compadecerla y empecé a soñarla junto con los peces y los caracoles.

Esta mañana ha llegado una carta de Cataluña, la dejaron en el buzón. En el sobre estaba escrito mi nombre con una caligrafía impecable, al reverso decía: «Remite: Victoria Saavedra». Hace tiempo que no tenía noticias de Victoria ni de su esposo. Antes de la muerte de Pedro sus misivas llegaban mensualmente, pero iban dirigidas a Marina. «Asuntos de mujeres»; me decía Marina sonriente y me iba comentando las nuevas de forma puntual: «Victoria aprobó las materias sociales, Victoria comenzó su doctorado, Victoria en Paris, Victoria en Venecia…» Siempre tuvo una conexión profunda con sus hijos, a veces me anticipaba las nuevas antes de que le dijesen las cartas.

—He soñado —me decía— que Victoria ha conocido al chico de su vida.

En otra ocasión me dijo que nuestra hija estaba muy enferma.

—¿Y tú cómo lo sabes?  —le pregunté.

—Porque lo siento como una punzada aquí en el vientre —me contestó tocándose la parte baja del abdomen.

Recuerdo una tarde de sábado que guisaba pavo para una cena con amigos, los niños jugaban en el huerto de los capulíes; Marina salió disparada de la cocina —atravesando la sala donde los amigos tertuliaban— con las manos untadas en aliños. Iba gritando: ¡Pedrito, cuidado, cuidado! Llegó a tiempo al patio trasero para atrapar a su hijo que se caía de una rama. Cuando le preguntamos cómo lo supo, nos respondió tirante por el susto: «Cosas de mujeres».  Me comentó después, cuando quedamos a solas, que el pavo que yacía con el cuello tronchado había abierto los ojos y en la impresión que le causó vio a Pedro cayéndose de la rama.

Abro la carta que tengo entre mis manos como una nave, como una carabela que ha cruzado el atlántico, tiene un aroma a sal y a recuerdos.  Hay cosas tan mías dentro de esta carta y tanta soledad en mí que quisiera habitarla hasta las últimas líneas. Me quedo en ella sin prisas. Victoria me transporta sobre el rumor de las palabras. Por primera vez en tantos meses un rayo de luz atraviesa la ventana y veo florecer los azahares en el naranjo del patio. «Vas a ser abuelo, dile a mamá que me escriba, que conteste mis cartas, ahora la necesito más que nunca».

Sostengo entre mis manos esta carta poblada de mayúsculas preciosas y pienso en ella como un pasaporte capaz de franquear el silencio de Marina. Respiro hondo, me lleno de esperanza. Cruzando el pasillo, a seis escalones está su cuarto, tal gravedad se apodera de mi cuerpo que me parece una distancia insalvable. Con mucho sigilo llego a la puerta de su alcoba, oigo un ruido de voces, como si ella dialogara con alguien, luego risas y palabras vagas. Con dos golpes anuncio mi presencia:

—¡Marina, Marina!…

Un largo silencio se hace en la alcoba.

—¡Marina, es carta de Victoria, son buenas noticias! 

Espero un tiempo prudente como para que ella meditara su decisión. Todo es silencio, deslizo entonces la carta abierta por el umbral de su puerta.

La luz a través de la ventana duró muy poco, esa misma tarde volvieron las lluvias y las tierras anegadas se desbordaron otra vez sobre los caminos; desde su quicio, contemplo el campo allende de las tapias. En las propiedades de enfrente, las vicuñas resignadas bajo sus abrigos empapados parecían efigies talladas en la brumosa melancolía del tiempo. Los días seguían cayendo con inclemencia, las ranas poblando los rincones, y yo soñando con peces y caracoles.

Marina se volvió aún más hermética, en la casa se escuchaban solo los ecos de mis pasos, parecía que incluso los fantasmas se habían esfumado. Comencé a preparar los alimentos y a cuidar de mis asuntos personales, antes de salir a la oficina le dejaba una bandeja con el desayuno en la puerta de su alcoba que se mantenía siempre cerrada. En la tarde cuando regresaba la bandeja me esperaba en el mismo lugar, consumida a veces, a veces a medias. Respondí la carta de Victoria, le conté —a modo de escusa—: Que la visión de mamá estaba empeorando, ya no lee ni escribe mucho, pero está contenta con la noticia y le envía sus bendiciones. «¡Qué más daba si después de una mentira seguía una procesión de buenas intenciones!».

Nuevas cartas continuaban llegando. Victoria me contaba los pormenores de su embarazo: el parto se esperaba para mediados de mayo. Empecé a redactar las cartas como si fuesen dictadas por Marina llenándolas de consejos que solo una madre podría decir a su hija —conocía de hace mucho las opiniones de Marina al respecto de los niños—. Victoria se mostraba optimista, su caligrafía se volvía cada vez más preciosa y se iba poblando de pájaros y de flores: «Si nace niña se llamará como la abuela y si es varón lo llamaremos Pedro».

Mientras su felicidad se desbordaba por la blancura del papel, mi soledad, disfrazada de alegría, se iba expandiendo; atravesando los caminos desde las alturas de los Andes, a lo largo de mares inmensos, sobre las crestas espumosas de las olas hasta llegar a manos de mi hija con la apariencia de albricias.

Mayo estaba por terminarse y las noticias no llegaban, el temporal hacía intransitable los caminos, los carteros perdidos bajo sus ponchos de hule emergían de la niebla de cuando en cuando, pero ninguna carta de Victoria. Una mañana temprano, encontré a Marina armada con hoz y con tijeras limpiando los yerbajos que habían invadido el huerto, buscaba algo entre el follaje abigarrado, la maleza lo había poblado todo, desde hace mucho que no se diferenciaban los senderos que recorrían hasta la bodega donde se guardan las herramientas, ya ni siquiera recuerdo cómo eran los bancos del jardín, sólo sé que eran de piedra. Viéndola así, distraída, subí despacio con la esperanza de sorprender la intimidad de su cuarto y satisfacer esa curiosidad que me apresaba.

Como lo esperaba, lo encontré cerrado. Forcé el seguro con un cuchillo de mesa y entré. En medio de una penumbra sostenida por un tenue quinqué, apenas podía distinguir los contornos de los objetos que allí habitaban. Un olor a incienso se esparcía en el ambiente y un ruido como el crujir de un gozne oxidado le imprimía a la escena una dimensión extraña. Unos segundos después que mis pupilas se acomodaran logré distinguir sobre su cama una figura humana. Se me cortó la respiración y tuve que forzar a mi pecho a henchirse varias veces hasta recuperar la calma.

Miré estupefacto cada detalle de la habitación. Era un collage impresionante que desnudaba ante mis ojos la mente torturada de mi esposa. Sobre la antigua cama matrimonial, simulando un cuerpo extendido con un brazo sobre el pecho, yacía el traje de graduación de Pedro impecablemente planchado. A través de la abertura de la chaqueta fulguraba su camisa blanca con el cuello rematado por una corbata de pajarita. De entre las mangas de la chaqueta sobresalían unos guantes blancos y de las bastas de sus pantalones azules, las medias celestes de colegial se prolongaban hasta dentro de sus zapatos de charol que se mantenían inexplicablemente verticales. Como si alguien realmente descansara sobre ese lecho. 

Me invadió una mezcla de terror y de ternura. Me acerqué a la figura con la intención de abrazarla, de levantarla y esperar a que camine… Por suerte, mi cordura se mantuvo unánime. Con la visión turbada por las lágrimas, contemplé el rostro de mi hijo que sonreía desde una fotografía enmarcada en un óvalo de cedro. En la cabecera de la cama, entre los restos de cera derretida, el remanente de una vela todavía flameaba imprimiéndole a su rostro la sensación de movimiento.

Los veladores se habían transformado en altares de dioses de todas las religiones. Todos los animales divinos estaban allí. Todas las efigies dignas de adoración y; sobre las paredes, trazadas en rasgos fugaces, las primeras formas de la geometría sagrada. Una colcha cubría la ventana a manera de cortina, cegando casi por completo, la poca claridad que procedía del huerto.

En el suelo, a un lado de la cama, sobre una estera de esparto, dos viejas mantas dobladas formaban un lecho rígido que, flanqueado por pilas de libros, le daban el aspecto de un sórdido nido en el que Marina se sumergía cada noche y del que surgía cada mañana como de un huevo primordial. El ruido de una puerta que se cerraba en el patio me devolvió a la realidad. Dejé la alcoba en puntillas. No sé si huía del peligro inminente de ser descubierto o de la perturbadora visión de aquella alcoba que un día también fue mía. No sé cuánto duró la «visita», porque tuve la sensación de que el tiempo no existía en el interior de esa pieza.

Me alisté para la oficina con la mente en blanco. Coloqué el impermeable sobre mis hombros como un autómata; luego calcé unas botas y un sombrero a ese homúnculo que me representaba en el espejo del recibidor y me lancé a la calle. Caminé sin rumbo entre la niebla. El pueblo se me antojó como una extensión de ese cuarto extraño: los contornos brumosos de los árboles, las etéreas siluetas de las edificaciones, la fantasmagoría de las cúpulas de la iglesia que parecían flotar libres hacia el cielo. El tañido de las campanas me sorprendió perdido por unas callejuelas que hace mucho no las frecuentaba y recordé que salí con rumbo al trabajo.

Mi oficina está en la segunda planta del edificio de la junta parroquial, allí malvivo desde hace más de veinte años manteniendo al día los libros de contabilidad. La oficina queda a unas cuantas cuadras de la casa, siguiendo un zigzagueante sendero al margen de un río de cristal —claro, en verano— que desde hace mucho que es un monstruo de color ferroso como el barro que muerde los zapatos. Regreso sobre mis pasos, ensimismado, cavilando en las extrañas imágenes de ese cuarto: «¿¡Qué hace, qué busca, qué pretende con esa parafernalia macabra de rituales!? Es como si quisiera exorcizarlo, divinizarlo, redimirlo». Así de inextricable se me hacía la mente de mi esposa.

Al medio día regreso a casa, de camino al pueblo contemplo a los vecinos que recogen en sacos de yute los peces que la creciente de la noche anterior ha dejado atrapados, aún vivos, en los baches anegados de la vía. Todavía rumiando las sorprendentes imágenes de esta mañana, paso por las oficinas del correo. Detrás de un mostrador de madera resquebrajada, Aurelio saluda con parsimonia, mientras sus pies lo llevan a rastras desde el mostrador hasta la estantería de las entregas.

—Hace rato que llegaron las cartas, hay una para vos, te la iba a enviar a la oficina, pero el guambra de los mandados —se coloca los lentes con manos temblorosas— no ha venido hoy. Parece que todos andan de pesca.

—Así parece.

Miro la carta que Aurelio toma del perchero y la reconozco por los timbres postales.

—Es de Vicky —me dice, mientras me la entrega—. ¿Tu nieto habrá nacido ya?

—Supongo que sí. Ya te lo haré saber.

Con una palmada en la espalda me despido de mi viejo amigo. Al volver a la calle, comienza a paramar, guardo la carta sin abrir en el bolsillo del impermeable y camino de regreso a casa, abrigando la esperanza de que finalmente Marina cambiará de actitud ante un acontecimiento de tal trascendencia.

A la entrada me detengo frente al portón desvencijado, ganado por un musgo que le lame los hierros oxidados y que al abrirlo rechina anunciando la llegada de propios o extraños; lo cruzo y sigo de largo hasta la casa. A punto de llegar veo a Marina plantada en el umbral de la puerta principal. Estoy pasmado ante semejante visión espectral y no atino a decir nada más que: ¡Marina!

—No quiero que traigan más desastres a esta casa —me dice en tono airado. Inconscientemente me llevo la mano al pecho donde guardo la carta de Victoria.

—¡Marina! ¡Querida! Se avecinan buenos tiempos, nuestra vida va a cambiar. ¡Tiene que cambiar!

Me acerco despacio buscando delicadamente su complicidad. Me mira con ojos penetrantes y toda su locura que ahora me es patente se expresa en su mirada, luego mueve su cabeza en señal de desaprobación.

—¿Es que no entiendes? ¡Nunca lo vas a entender! Los buenos tiempos para nosotros ya no serán ni en los recuerdos.

Saco la carta que llevo atesorándola en mi pecho y se la extiendo.

—No tienes que dármela, no necesito leerla, sé lo que trae… Después de un invierno como este solo nos queda un siglo de otoño.

—¿Qué es?, ¿qué es lo que trae?

Estoy seguro que si ella me lo dice no necesito ni leerla. No me responde, solamente se da vuelta, cruza el callejón de los geranios con dirección al cuarto de Pedro sin volver la vista atrás, segura de que sigo sus pasos; me dice mientras asciende las escaleras:

—Tú no estuviste la mañana en que descubrí el cuerpo inerte de tu hijo en su cuarto colgando de una viga. Tú no viste su bello cuello de bronce estrangulado por el cáñamo ni te asomaste al infierno de sus ojos dilatados. Yo, yo sola tuve que bajarlo, usando una fuerza que de seguro me la brindó el demonio, porque Dios… no sé dónde estaba Dios la noche en que Pedro se quitó la vida. —Su voz se cargó de ira—. No has vuelto a su cuarto, ¿verdad? —Y abrió la puerta—. ¡Ven! —me dijo, volviendo su rostro y tocando mi mano después de siglos de ausencia.

No pude hacerlo, no pude entrar en ese espacio que para mí quedó vedado desde aquel suceso. Mucho menos ahora después de la insólita experiencia en el cuarto de Marina.

—Acá vengo cada noche cuando sueño —me dice, y un escalofrío me sube por la espalda—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Quieres hacer vela con los ausentes?, porque tu nieto también está aquí desde hace algunos días. ¡Los Pedros están malditos!

Marina estaba delirando, yo no podía más con estas escenas de locura. Dejé la casa y corrí hacia la calle, llegué hasta la oficina, a puerta cerrada leí la carta. La preciosa caligrafía de Victoria se había tornado en rasgos quebradizos y vacilantes, luego de muchas lamentaciones me decía que el niño había muerto en el parto. Un caso que los médicos denominan: circular de cordón alrededor del cuello del bebé: esa fue la causa; es frecuente que se presente, pero es raro que provoque la muerte.

¿Qué más podía esperar? Me quedé pensando en Marina: sola en esa casa, en ese cuarto poblado de fantasmas. La amaba profundamente, pero no quería que ese fuese mi mundo. Así estuve largo tiempo mientras mis emociones se estancaban, solo entonces   pude contemplar hasta el fondo el espíritu de mi esposa. No era el vacío que quedó en el espacio cuando Pedrito partió, lo que la atormentaba. Era…era, sobre todo, la angustia que pesa sobre el alma de los suicidas que no pueden descansar en tierra sagrada. Marina había pasado de este Dios cristiano al que yo no puedo más que obedecer sin dilaciones. Ella pugnaba por un Dios más antiguo, primordial, un Dios cósmico al cual confiar el alma de su hijo.

La gente comenzó a llegar para el turno de la tarde.

—No para de llover —me dice Gabriela, la secretaria.

—No, no para —respondí.

Afuera las hojas de los árboles seguían balanceándose por el leve martilleo de las gotas de lluvia y el viento aullaba perdido por los callejones.

lunes, 6 de enero de 2025

Quimeras

Rosario Sánchez Infantas


Me sentí desnudo y doblemente vulnerable.

Fluían ondulantes y envolventes las notas del bolero caribeño en la fría noche andina. Sentí que su voz grave, tersa y desgarrada se dirigía a mí, a pesar de la centena de personas que ocupaba el pequeño auditorio en la ceremonia del hospital donde trabajo.

Por qué no han de saber

que te amo vida mía

Por qué no he de decirlo

Si fundes tu alma con el alma mía.

Y también estaba su gracia, que no era solo belleza. Alto, atlético y de piel canela. En su rostro armonioso destacaban unos grandes ojos negros y cabellos ligeramente ensortijados. Cualquiera que lo viera diría que era hermoso.

De seguro, muchos de los presentes, imaginaban complacidos que dedicaba la canción a su novia, sentada en primera fila. Otra criatura hermosa, esbelta y delicada, de mirada profunda, piel morena y sedosos cabellos rizados. Electricista Daniel y asistente de contabilidad Nuria, provenían ambos de la costa norte peruana. Sus características físicas llamaban la atención del personal asistencial y de los pacientes, en su mayoría de procedencia andina.

Se vive solamente una vez,
Hay que aprender a querer y a vivir
Hay que saber que la vida,
Se aleja y nos deja llorando quimeras.

El flamante hospital de la seguridad social estaba ubicado en un centro metalúrgico, en la sierra peruana, a cuatro mil metros de altura. Albergaba técnicos especializados y profesionales de diversas partes del país. Uno de ellos era yo, el doctor Vera Amorín, médico cirujano, hijo único del dueño de una hacienda en el vecino valle del Mantaro. Realicé mis estudios escolares como alumno interno en un colegio de élite en Lima, la capital peruana; lugar en el cual, posteriormente, estudié medicina. En los años cincuenta, mi piel blanca, cabello castaño, apellidos europeos y la acomodada posición económica de mi familia, ocultaban mi origen andino. Era una época en que lo nativo y del interior del país eran vistos como algo vergonzoso.

Mi piel blanca, cabellos castaños, apellidos europeos y buena posición económica encubrían mi origen andino en los años cincuenta en los cuales lo nativo y lo del interior del país eran vistos como algo vergonzoso.

Lo único que recuerdo de mi padre es su trato hosco y autoritario con mi dócil madre y conmigo. Murió al caerse del caballo cuando yo terminaba la primaria; pero ya había decidido que su hijo fuera médico. Me dejó también inseguridad, inercia y el respeto absoluto de las normas como medio de protección. Cumplí el designio paterno sin atreverme a escuchar mi propio sentir. A los treinta años, me había acostumbrado a ser un buen médico, a justificar mi escasa vida social en mis abundantes alergias, espasmos bronquiales y cefaleas. Acallé mi palabra leyendo mucho, escuchando música clásica e interpretando el violín en mi pieza del hospital.  

No quiero arrepentirme después,
De lo que pudo haber sido y no fue
Quiero gozar esta vida,
Teniéndote cerca de mí hasta que muera.

«Lo que pudo haber sido y no fue». Este verso del bolero me confronta con mi más grande y frustrado anhelo: lo que pudo ser y no fue. No habría nada más que pedirle a la vida si pudiera decir: «Quiero gozar esta vida, teniéndote cerca de mí hasta que muera».

El recuerdo de la burla paterna y de mis malos desempeños sociales arraigó profundamente en mí. Esto se entrelazó con el imperativo de ser perfecto y competente en todo lo que emprendiera para así lograr el cariño y aprobación de familiares y amigos. Al enfrentar las situaciones sociales anticipaba desempeños torpes que terminaban cumpliéndose y reforzando la pobre imagen que tenía de mí mismo. Estudiar mucho y obtener buenos calificativos me brindaba la única opinión aceptable acerca de quién era yo.

Desde la escuela de medicina hubo varias mujeres hermosas a las que parecía interesar. Sin embargo, establecer vínculos con ellas me parecía algo que escapaba a mi control y me generaba mucha ansiedad, evitándolo de plano. Agradecí cuando me dieron la reputación de arrogante y me dejaron en paz. Muy pronto también me catalogaron así en el hospital en el cual empecé a trabajar. Soy de naturaleza solitaria; sin embargo, en aquellas frías noches, en las que el hospital parecía navegar en la densa oscuridad de un mar polar, mientras veía caer la nieve, me inundaba la tristeza, sentía que todos los ángeles habían muerto. Es entonces que sufría la necesidad de un «nosotros».

Cuando llevaba trabajando medio año en este hospital llegó, desde la capital, Verónica Mendoza. Una nutricionista que bordeaba los treinta años, guapa, desinhibida y muy independiente. Causó entusiasmo entre el personal masculino y críticas entre el femenino. No sé qué me vio que dedicó cinco meses a conquistarme. 

Es una muy buena compañera, tiene un agradable sentido del humor, mantiene muy lindo el departamento y en los eventos a los que asistimos se lleva toda la atención que no quiero sobre mí. Foráneos, profesionales, solteros y con padres fallecidos, terminamos casándonos en una sencilla ceremonia, sorprendiendo así a nuestros compañeros de trabajo por la rapidez de nuestra decisión.

Hoy coincidimos en la consulta pediátrica: nosotros y nuestra pequeña Verito; Daniel y Nuria con su Danielito. Luego de la sorpresa inicial y las frases de cortesía, mientras esperábamos el turno de atención de nuestra bebé, recordé haber realizado, un tiempo atrás, el examen físico del antebrazo fracturado de Daniel. No pude evitar estremecerme al tocar su piel, nos miramos, nos encontramos y sin decir palabra nos despedimos. Desde entonces cada cual propuso a su imaginación la quimera de ser feliz en su matrimonio. Entonces también cobró sentido el bolero aquel que comienza y termina así:     

Qué importa si después,
Me ven llorando un día
Si acaso me preguntan,
Diré que te quiero mucho todavía.