martes, 19 de noviembre de 2024

Un paso, una huella

Rosario Sánchez Infantas


¡Lo que daría porque alguien me rascase la espalda!

Me estremezco cuando muerde, sacude y me arranca un pedazo de piel, nervios y músculo. A veces solo se desplaza para volver al ataque. Me imagino que busca la grasa de mi cuerpo flaco. ¡Oh! Esta picazón insufrible me ha despertado. Soñaba que una fiera me devoraba. ¡Mierda! ¡Esto es el infierno! Deben ser larvas de mosca que se agitan. Se desplazan comiendo en mi espalda. ¡Qué comezón! ¡Esto es insufrible!

Me duele todo el cuerpo, me cuesta respirar y estoy aturdido. Veo que, del pecho hacia abajo, estoy atrapado por el lodo, piedras y plantas que arrastró una avalancha. Lo intento, pero es inútil, no puedo escapar de esta masa casi sólida.

La ceja de selva y sus miles de voces me permiten orientarme dónde estoy. No sé qué hago aquí ni qué día es. Recuerdo, vagamente, que las primeras luces del día son la señal de ponerse en pie y, rápidamente, hacer las cosas. Me parece que hice tantas cosas y que urge hacer muchas otras. ¿Ya comerían las mulas?, ¿mulas?... ¡Claro soy arriero! La primera obligación de un arriero es cuidar de sus mulas, siempre lo digo y mi Laura se molesta. ¿Dónde está Laura? Alguien vendrá a ayudarme.

Siento hambre. Recuerdo que cuando niño, en mi caserío en el sur de la China, despertaba y dormía con hambre. Había noches frías en que las viejas cobijas parecían sábanas mojadas. Los huecos de mis zapatos dejaban que el sucio barro mojara y entumeciera mis pies todos los días de la temporada de lluvias y en los deshielos de la primavera. Sin embargo, hasta cuando las ratas mordisqueaban mis orejas mientras dormía, tenía libertad para intentar hacer algo. Ahora no puedo hacer nada. Parece que estos malditos insectos, además del sufrimiento, me están devolviendo mis recuerdos. ¡Qué ganas de frotarme la espalda contra una roca rasposa!

¡Me están comiendo los gusanos! ¡Ahora es mi hombro derecho y ambos brazos! ¡Ayúdame, madre! ¿Llegará ayuda?   

Hijo mayor de una joven pareja de campesinos analfabetos, nací en un caserío de la provincia de Guangxi, en una época de hambruna por los desastres naturales y la epidemia del cólera. La situación económica se puso peor tras la derrota china en la Primera guerra del opio y por la sobrecarga de impuestos a los agricultores; tuvimos que abandonar nuestras pequeñas tierras. En un año habrían de morir mis padres y mi hermanita menor de una enfermedad desconocida. Along Li, el anciano barquero que nos transportaba me adoptó, pese a ser viudo y pobre. Habría de legarme el deseo de ser buena persona y la sabiduría de miles de hombres de todos los tiempos, mediante los proverbios que orientaban su actitud hacia la vida. Cumplí los cinco años cuando inició la guerra civil entre la dinastía Qing y los rebeldes Taiping. Pudimos sobrevivir catorce años de masacres generalizadas, devastación de poblados, casi treinta millones de personas muertas, migraciones y la profundización de la crisis económica y política en China.

Muerto mi protector, con diecinueve años y sin saber qué hacer con mi vida, me dirigí al puerto comercial de Macao. Allí conocí a «enganchadores» que informaban del éxito de colonos chinos afincados en América. Gruñéndome el estómago de hambre, me pareció fabuloso recibir dinero adelantado para pagarlo con mi trabajo en una hacienda del Perú, para lo cual me hicieron firmar un contrato por ocho años. No podía haber imaginado que, decenas de compatriotas morirían y serían echados al mar, pues enfermaban por la suciedad, desnutrición y apiñamiento, en un viaje que duró cuatro meses. La segunda semana del viaje, para espantar el dolor y el arrepentimiento me repetía como un mantra: «Si te subes a un tigre no bajarás cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre».

El 24 de junio de1870 llegué al puerto peruano del Callao y luego a la hacienda San Rafael en un valle norteño para trabajar en el cultivo de la caña de azúcar. Ni en los peores momentos, en mi patria, llevé grilletes en los pies y dormí encerrado con otros culíes como yo. Solo tenía derecho a una libra y media de arroz diario, dos mudas de ropa y una frazada al año, además de un lugar para dormir en un destartalado galpón. Gran parte del jornal de ocho reales semanales se convirtió en cupones para comprar, a precios carísimos y en la hacienda misma, algo de comida, abrigo, jabón o tabaco. Con ello incrementaba mi deuda, llegando a pensar que moriría sin poder pagarla.

Los hermanos Yiu y Along Apac tras nueve años de semi esclavitud cumplieron su contrato de trabajo en una hacienda algodonera y decidieron ir a probar fortuna, con otros connacionales, en la ceja de selva central. Dicha región estaba recibiendo grupos de colonos italianos y austro alemanes, decididos a hacer de la selva feraz un lugar de trabajo y residencia. Cuando llevaba tres años labrando la tierra, corrió la voz entre mis compañeros que Yiu Apac le había escrito una carta a Chián Apac, su sobrino, y lo animaba a fugarse de la hacienda y afincarse en la selva central. Allí ellos labraban la tierra y comerciaban libremente. Tres de nosotros compartimos la esperanza de fugarnos. Ella nos hizo resistir y hacer minuciosos preparativos. «Incluso la liebre muerde cuando es acorralada», me decía a fin de tranquilizarme por no cumplir mi contrato.

Tras muchas peripecias, atravesando casi medio país que nos consideraba paganos, atrasados, sucios y bárbaros, una mañana lluviosa de marzo de 1873 ingresábamos a La Merced, la tierra prometida. Un pequeño poblado en las últimas estribaciones de la cordillera de Los Andes, rodeado de bosques con una gran diversidad de plantas y animales silvestres. Tras haberse talado los árboles y haberle ganado terreno a la selva en algunas pequeñas haciendas próximas al pueblo se cultivaba coca, café, caña de azúcar y frutales, principalmente. En medio de la espesura de los bosques en pequeños claros habitaban varias tribus hostiles. Unos kilómetros más adelante, hacia el oriente, comienza la inmensa llanura amazónica que se extiende hasta el Atlántico.

Los caminos y trochas estaban intransitables, el calor era intenso y el temor a los nativos permanente. Salpicadas en la selva central una docena de haciendas con mano de obra andina y de algunos culíes. Los migrantes más antiguos en el lugar cultivaban pequeñas parcelas o se dedicaban al comercio; vendían sus productos agrícolas en poblados andinos aledaños. Allí compraban herramientas agrícolas y diversos utensilios que trocaban con nativos selváticos amistosos. Primero debí trabajar como peón en la hacienda de un peruano, a fin de juntar un pequeño capital, lo cual fue posible con la ayuda mutua que se prestaban nuestros connacionales, alrededor de cien, en su mayoría dedicados a la agricultura.

Poco a poco me fui acostumbrando a este entorno duro pero que permitía vivir en libertad. En un pequeño descampado, los peones andinos y sus familias, los días domingo, compartían comida, música y bailes. Por primera vez en cuatro años fui tratado como un igual por estas personas peruanas. Uno de esos domingos conocería a Laura Soto Vicuña. Una jovencita de piel trigueña, grandes ojos negros, rasgos armoniosos y apretadas trenzas. Era tan bella que me pareció inalcanzable. Sin embargo, me dije: Chián Ku seguirá trabajando mucho para un día ser digno de pedirla como esposa. Trabajé, Laura y yo nos enamoramos y gracias a que los andinos valoran al hombre trabajador y honesto, sus padres bendijeron nuestra unión y un misionero franciscano me bautizó, confirmó en la fe cristiana y casó el mismo día. Fuimos muy felices.

Cuando ya habían nacido nuestros tres chinitos peruanos, dos paisanos y yo teníamos nueve mulas y algunos burros y viajábamos juntos por esos peligrosos caminos, como arrieros. En la temporada de lluvias no salíamos debido a las precipitaciones torrenciales, crecidas de ríos y deslizamientos de lodo y piedras. Fue entonces que me buscó un fraile franciscano, que pidió llevara a tres de sus compañeros hasta su centro principal, el Convento de Santa Rosa de Ocopa, porque nadie más quería salir en esta época del año. Desde el siglo XVII los franciscanos paralelamente a la conversión de nativos, realizaban actividades comerciales en las zonas en las que iban instalando sus misiones. En ellas producían caña y en sus trapiches se elaboraba azúcar, melaza y aguardiente; los nativos debían trabajar tres días por semana para los franciscanos. Así mismo, proyectaban caminos de penetración a la selva, hacían construir puentes y llevaban la religión católica. Muchos de ellos morían flechados por nativos hostiles y sus cuerpos nunca fueron ubicados.

La explotación del caucho, que se expandía en la Amazonía, llegó muy cerca de la Merced. Se ofrecían recompensas a los nativos que cazaran a otros nativos a fin de ser utilizados como mano de obra esclava. Es así que algunas misiones franciscanas habían sido asaltadas y se habían llevado a hombres adultos y herido a algunos pobladores. En una reciente incursión dos frailes habían resultado heridos y era preciso llevarlos a su convento sede viajando unos diez días hacia el suroeste del país. Me dejé persuadir, y es que hablaban muy bonito. Conmovían al tocar las fibras más sensibles de quienes los escuchaban. No parecían ser los mismos que, en varias ocasiones, habían intentado tomar y explotar el Cerro de la Sal, el cual había sido administrado en paz y armonía por diferentes etnias, en la selva central, durante miles de años hasta la popularización de la sal marina.

La luz del amanecer, el canto de las aves y las miles de voces en la jungla me terminan de despertar. Todo me duele. Todo me pica. Estoy en una orilla del río Tulumayo. Nos ha arrastrado una avalancha. No veo a los frailes ni a las mulas. Esta trocha es muy poco transitada especialmente en esta época de luvias. Creo que es el fin.   

 

Tres años me costó intentar reconstruir la vida de Chián Ku, mi bisabuelo. Me siento desolado, estoy sentado en una piedra, no puedo sostenerme en pie. Los archivos de los monjes señalan la fecha y el nombre de dos franciscanos muertos, probablemente en una avalancha en 1880, en inmediaciones de Pacaybamba, a orillas del río Tulumayo. Quizás fueron sacrificados por nativos y echados al río. No figura el nombre del arriero culí que los guiara en su último viaje.

El cementerio del Convento de Santa Rosa de Ocopa cobija a difuntos de los poblados cercanos; en un pabellón exclusivo se conservan las lápidas de mármol de los monjes muertos en más de tres siglos de funcionamiento del monasterio. Quise comprobar por mí mismo que no están las tumbas de los monjes guiados por mi bisabuelo, que murieron en circunstancias desconocidas y cuyos cuerpos nunca se hallaron. Siempre escuché en casa «La esperanza es como un camino de campo: al principio, no existe ningún camino, pero a fuerza de caminar la gente traza uno». Tenía la esperanza de que el sacerdote que me informó se hubiera equivocado y que los franciscanos tuvieron la humanidad de dar cristiana sepultura, en Ocopa, al arriero que murió sirviéndolos. Quizás hubieran traído un cadáver anónimo a enterrar aquí. La fecha del entierro podría guiarme hacia la verdad.

Me abruma no poder hacer algo, ahora que suponía estar tan cerca de hallar los restos de mi ancestro. Alguien con pocas luces ha «arreglado» el cementerio; las tumbas antiguas y modestas han recibido una gruesa capa de esmalte blanco, tapando las inscripciones en el cemento.

–Si nos apuramos podemos visitar las catacumbas bajo el altar mayor –escucho lejano el mensaje de un monje guiando a media decena de seminaristas de la capital.

«Claro, quizás encuentre información valiosa en esas catacumbas». Me levanto, sacudo el polvo de los pantalones y corro para alcanzar al pequeño grupo. «Apúrate lentamente» escucho en mi mente como en casa desde que tengo memoria. Sonrío, hace más de ciento cuarenta años el bisabuelo Chián nos legó esta sabiduría milenaria traída desde la otra orilla del Océano Pacífico. Los alcanzo ingresando, por un costado del altar mayor, a la antigua sacristía que ahora almacena floreros, crucifijos, pequeñas andas y cirios. Mediante una escalera bajamos a una cripta que alberga aproximadamente cuarenta nichos. Mientras el guía explica que bajo sus pies están enterrados los primeros misioneros muertos en Ocopa, cuestiono mi hipótesis inicial. Aquí solo están los miembros de la comunidad religiosa. En los nichos no aparecen los nombres de los monjes que murieron cerca de Pacaybamba. Me imagino que tras el retraso en la llegada de los sacerdotes heridos y el arriero culí, habrían enviado a otros arrieros a buscarlos o enterrarlos en las inmediaciones de la avalancha o en el poblado más cercano. Solo por no interrumpir continúo con el grupo.

Aún me entusiasmó escuchar que algunos franciscanos están enterrados en ciudades selváticas como Pangoa, Río negro o Satipo, equidistante entre el lugar del accidente y Santa Rosa de Ocopa. ¡Quizás los enterraron en Satipo!¡Podría buscarlo allí! ¿Ciento cuarenta y cuatro años después? ¿Sus compañeros no sabrían dónde están enterrados?

¡Ya no era necesario hallar sus restos! Su presencia paradigmática ha estado en la vida de tres generaciones de peruano-chinos porque, Morir sin perecer, es presencia eterna, me parece escucharlo decir. Guardo, en la cartera, la imagen sepia del hombre delgado que sonríe con tierna timidez.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Sin salida

Amanda Castillo


Valeria Arazá, una joven estudiante de cuarto semestre de derecho, provenía de una familia de escasos recursos económicos, la cual estaba decidida a superar el círculo de pobreza mediante la educación que le diera a sus hijos. Ambos padres se dedicaban a realizar cualquier tipo de trabajo que representara obtener algún dinero para sostener a su hija en otra ciudad.

Valeria se esmeraba por obtener las mejores calificaciones, lo que le permitía recibir un descuento en la matrícula universitaria cada semestre. Como era de esperarse, ella vivía con lo mínimo y no disponía de dinero para lujos. Sin embargo, su deseo de superación era más fuerte que las limitaciones económicas que enfrentaba.

La mayor parte del tiempo pedía prestados a sus compañeros los libros y materiales de lectura que no podía comprar. Acostada en su cama, pasaba largas horas de la noche leyendo el material que le prestaban, en su pequeña habitación, que contaba con una cama modesta y una canasta de mimbre para guardar su ropa. En un rincón, había una pequeña mesa que sostenía una estufa eléctrica de una hornilla y los pocos utensilios de cocina que tenía. El baño, ubicado en el pasillo del inquilinato, era compartido por las diez personas que vivían en el mismo piso.

Valeria era una muchacha hermosa: pelo crespo, piel morena y tersa, esbelta y con lindas facciones, razones suficientes por las cuales no le faltaban pretendientes. Sin embargo, ella era muy cautelosa con los hombres que se le acercaban. Su madre le repetía una y otra vez:

—Mija, no me vaya a defraudar. Usted sabe que todas nuestras esperanzas están puestas en usted.

—Sí, mami. Yo sé.

—Bueno, no sobra la advertencia. Manténgase firme en sus propósitos, ya ve cómo nos toca de duro a su papá y a mí.

Sus padres habían planeado que una vez ella terminara la universidad, podría hacerse cargo de la educación de sus hermanos menores.

Su padre, un hombre muy amoroso, pero exigente al mismo tiempo, le decía a su mujer:

—No es necesaria tanta cantaleta, María. La niña sabe muy bien que el estudio es lo primero.

Dado los estrictos patrones de crianza de sus padres, Valeria no había llevado nunca un novio a su casa, ellos pensaban que no los había tenido, pero en realidad, ella tuvo varios romances a escondidas.

Transcurría el año 1996 cuando Valeria conoció a Alveiro. Él cursaba el octavo semestre de ingeniería civil. Se conocieron en una fiesta de disfraces. Aquella noche, ella llevaba puesto un vestido corto, rojo, con lentejuelas, que había sido utilizado para interpretar a uno de los personajes del grupo de teatro de la universidad, al cual pertenecía. Estaba hermosa y sensual. Los chicos la miraban extasiados por su belleza. Alveiro la invitó a bailar, y la conexión fue inmediata.

Alveiro era dulce y especial con ella, disfrutaban de pasar tiempo juntos y se apoyaban mutuamente. Ambos vivían sus propias tragedias. Por un lado, Valeria en ocasiones se sentía muy sola, lloraba en silencio y dudaba de si debía continuar estudiando o sería mejor devolverse a su ciudad para trabajar a y ayudar económicamente a su familia.

Él, por su parte, había perdido a su padre recientemente y su hermano mayor estaba preso acusado de narcotráfico. Dada la difícil situación económica de la familia, Alveiro dedicaba las noches a trabajar como taxista, para ayudar a su madre con los gastos del hogar y pagar al abogado de su hermano. Sentía que su mundo era un caos. Nunca había trabajado y ahora tenía una responsabilidad muy pesada para él. Además del secreto que le ocultaba a Valeria: En realidad, aún seguía enamorado de otra mujer. Se hizo novio de ella para intentar olvidar a su exnovia, quien lo había dejado por otro hombre tiempo atrás.

Después de varios meses de relación, tuvieron sexo por primera vez. Ocurrió en el mismo taxi. Alveiro condujo hasta un sitio solitario en las afueras de la ciudad. La emisora favorita de Valeria transmitía el programa radial de medianoche. Las baladas en inglés y la lluvia golpeando con fuerza el parabrisas del vehículo creaban un ambiente propicio para la intimidad. Ambos se dejaron llevar por el deseo y las ansias de explorarse mutuamente. A partir de ese momento, la relación se volvió cada vez más intensa y los encuentros sexuales comenzaron a ser muy frecuentes. Generalmente, usaban preservativos, pero cuando no tenían ninguno a mano, Valeria optaba por la píldora del día después.

Cada mes, Valeria estaba muy atenta a la llegada de su periodo menstrual. En especial, cuando usaba la píldora para planificar. Pero un día la alarma se encendió. La regla no llegó. Ella lo tomó con calma, «Debe ser una alteración por las hormonas». No le dijo nada a Alveiro. Decidió esperar unos días.

Ya con dos semanas de retraso, Valeria le contó a Alveiro lo que estaba sucediendo:

—Hay que hacerse la prueba —dijo él.

—¿Vamos juntos?

—No puedo, mor. Tengo que estudiar.

—¿Y si sale positivo? —quiso saber ella.

—Esperemos, mor. No nos adelantemos.

—Solo te digo una cosa —dijo Valeria, mirándolo de frente—. Si es positivo, no lo voy a tener.

Alveiro incómodo, agachó la mirada, le dio un beso frío y distante en la mejilla y dijo antes de salir:

—Estoy pendiente, mor.

Sentada en uno de los bancos de la plaza de Nariño, Valeria reflexionaba sobre su situación. La tarde estaba soleada, y las familias y amigos conversaban animadamente, mientras los niños jugaban y los ancianos disfrutaban del calor del sol. En una de las esquinas, un grupo de música popular andina amenizaba el ambiente. Por un momento, la muchacha se olvidó de sus problemas y se dejó llevar por el bullicio.

Después de un rato se levantó lentamente y se dirigió a la Iglesia de San Juan. Era su lugar favorito para hablar con Dios. «Los milagros existen. Si no estoy embarazada, te prometo que me portaré bien. Tú puedes, por favor, ayúdame a salir de esto», rezó en silencio. Levantó la mirada y se encontró con la dulzura en los ojos de Jesús en la cruz, confiaba en que su oración sería escuchada.

El repicar de campanas, anunciado la misa de seis, la sacó de sus pensamientos. Pronto empezaría a hacer frío, no llevaba ropa abrigada, así que decidió irse a su pequeña habitación, la cual era su hogar en aquella ciudad.

 

Al día siguiente, Valeria se armó de valor y fue a un laboratorio a tomarse una prueba de embarazo. Quería salir de dudas de una vez por todas. Antes de conocer el resultado, buscó un teléfono público y llamó a casa de su novio:

—Flaco, tengo miedo de saber, ¿por qué no vienes y lo abrimos juntos?

—No puedo ahora. Estoy estudiando para un parcial. Más tarde voy a tu casa.

Valeria lo esperó, mordiéndose las uñas por la ansiedad, pero Alveiro no llegó. Con el corazón acelerado y las manos temblorosas, abrió el sobre. Sus ojos permanecieron fijos en la única palabra que era capaz de leer en ese momento:

«Positivo».

Abrumada por el resultado, se tumbó en la cama, repitiendo sin parar: «No lo puedo tener… no lo puedo tener… no lo puedo tener». Sentía que su mundo se había derrumbado. Era consciente de las consecuencias que tendría para su vida el estar embarazada. «Mis papás me van a matar. Ellos no se merecen esto».

Para ella no era fácil tomar esa difícil decisión, pero sentía que no tenía otra opción. Si se arriesgaba a tener a su hijo, no podría continuar con sus estudios. Sus padres no la seguirían apoyando. Tendría que retirarse de la universidad y dedicarse a trabajar para mantenerse ella y su hijo. No sabía qué podría suceder con Alveiro. Pero esperaba contar con él. Entonces buscó unas cuantas monedas y lo volvió a llamar:

—Te he estado esperando —señaló enojada.

—Ahh… Es que he estado muy ocupado.

—Sí, pero me dijiste que vendrías. Esto también es importante, ¿cómo es que me dejas sola en este momento? Sabes que debemos hablar. Ya tengo el resultado.

Se produjo un incómodo silencio al otro lado de la línea.

—¿Flaco, estás ahí?

—Sí. Aquí estoy, ¿y entonces qué te salió?

—¿Por teléfono, en serio? ¿Oye… qué te pasa? Este es un tema de los dos.

Alveiro seguía en silencio.

—¿Ya te imaginas lo que te voy a decir, cierto?

—Sí, sí… y estoy muy confundido y desesperado. No sé qué hacer. Yo te busco después.

Alveiro colgó la llamada sin despedirse.

Valeria sintió como si un hoyo en la tierra la estuviera absorbiendo. Estaba aturdida y sin saber qué hacer con exactitud. Era claro que Alveiro no sería un apoyo para ella, la había estado evadiendo desde que le contó su preocupación.

Transcurrieron cuatro semanas desde que Valeria confirmó su embarazo y se mantenía firme en su decisión de abortar, pero no tenía idea cómo lo haría. Imaginó todas las formas posibles hasta que recordó a un médico que la había tratado alguna vez cuando ella enfermó y que le ofreció su ayuda si lo llegase a necesitar. Decidió visitarlo y contarle lo que le sucedía.

—Ah, metiste las patas, chiquilla, ¿por qué no te cuidaste?

—Sí, lo hice, pero esas pastillas fallaron.

—Para que la píldora del día después funcione, hay que ser muy puntual en las horas que se toma después de la relación sexual.

—Me demoré en tomarlas, creo —manifestó Valeria, bastante acongojada.

—No te preocupes, yo te voy a ayudar. El galeno le extendió una fórmula médica y le dijo que comprara un medicamento. Le explicó la forma en que debía usarlo.

Los días de Valeria transcurrían entre sus obligaciones académicas y la angustia por la decisión que estaba a punto de tomar. Su cuerpo había empezado a cambiar. Se sentía extraña, diferente, especial. Sabía que el tiempo jugaba en su contra.

Una noche tuvo un sueño:

Corría en medio de un bosque, su amigo médico la perseguía y ella huía con una niña en sus brazos. Se despertó bañada en sudor y lágrimas.

Si bien Valeria había dicho que no podía tener un hijo en ese momento de su vida, en el fondo de su corazón abrigaba la ilusión de que Alveiro la detuviera.

«Si él me dice que no lo haga, no lo hago».

Con un hilo de esperanza llamó de nuevo a la casa de Alveiro y esta vez le contestó su madre:

—Él no se encuentra.             Salió de viaje. ¿De parte de quién?

—Soy Valeria.

La señora calló por un momento.

—Bueno, cuando regrese yo le digo que usted lo llamó.

Valeria colgó el teléfono y se sintió inmensamente vacía, comprendió que estaba sola y que no tenía alternativas. Se dirigió a una farmacia y con el poco dinero que le quedaba compró el medicamento. Esperó a que llegara la noche y realizó lo que el médico le había indicado.

Despertó a medianoche con terribles calambres en su vientre. El dolor era desgarrador e insoportable. Pedía ayuda. Imploraba que alguien la escuchara y acudiera hasta su habitación. No le importaba que alguno de sus vecinos del inquilinato donde residía, se enteraran de lo que había hecho, sentía que estaba muriendo. Aquella noche llovía a cántaros, razón por la que nadie la escuchó.

Acurrucada en posición fetal, decidió quedarse inmóvil. Después de varias horas de angustia, una sensación húmeda y pegajosa la hizo mover. Descubrió que estaba sangrando. Se levantó y al hacerlo, algo se desprendió dentro de ella. Abrió las piernas y una bolsa de sangre salió de su cuerpo. Temblando se inclinó para observar. Era una bolsa pequeña con un contenido blanquecino, su mente se nubló, se sintió mareada y cerró los ojos para no ver lo que había dentro. Temblaba sin parar y su corazón latía a un ritmo acelerado. «Todo está bien, todo está bien. Respira… respira… respira».

Estaba paralizada por el terror. No tenía fuerzas, se resignó a su destino. Pensó que iba a morir. Sin embargo, poco a poco el dolor fue cediendo y Valeria se quedó dormida.

 

A la mañana siguiente despertó menos adolorida, como pudo limpió todo sin detenerse a mirar. Se sentía muy débil, pero debía salir en búsqueda de comida. Se reportó enferma en la universidad y se quedó en cama durante tres días. No obstante, el sangrado no se detenía. Si bien no era copioso, aún estaba presente. Una semana después empezó a percibir un olor fétido en su cuerpo, comprobó que se trataba de la sangre que salía por su vagina. Alarmada llamó al médico y este le indicó que se fuera a un hospital.

Valeria estaba asustada y esa misma noche acudió a la sala de urgencias. Allí, tuvo que explicar lo sucedido.

El médico de turno la increpó:

—¿Cómo se te ocurre hacer eso, por qué no te cuidaste? ¿Era más fácil deshacerte de tu propio hijo? Verás que te voy a denunciar.

Al examinarla, la trató con brusquedad. La miraba con desprecio.

—Hay que hacerte un legrado. Esto está infectado adentro. Es lo que les pasa por matar a sus hijos.

Valeria no soportó más. Un llanto incontrolable se apoderó de ella. Lloraba angustiadamente. Sola, desprotegida, culpable, sin saber qué hacer. La enfermera que estaba presente se compadeció de ella:

—Tranquilícese, mija, no llore así. Esto va a pasar.

Valeria no se podía controlar, temblaba y el llanto sacudía su cuerpo sin cesar. Intentaban canalizar una de sus venas, pero los movimientos lo impedían. Le trajeron un vaso con agua y la pusieron a oler un paño embebido con un agradable aroma. Otra enfermera vino y le habló:

—Mija, no importa lo que haya pasado. Ahora tenemos que salvarla. Si no le hacemos el procedimiento, se puede morir por la infección.

—No quie… eeero que él me opere —logró balbucear en medio del llanto.

—No, él no es el cirujano. Tranquila.

La llevaron a un cuarto aislado, lejos de la mirada acusadora del médico. Acostada en la camilla, la intensidad de la luz blanca lastimaba sus ojos irritados por el llanto. Los gritos de una mujer, ubicada enfrente de ella, aumentaban su angustia.

Al cabo de un largo rato, llegó por ella un joven enfermero con una silla de ruedas.

—¡Paciente Valeria Arazá!

—Soy yo —balbuceó Valeria.

—Vamos al quirófano —dijo sin preámbulos.

Cuando Valeria salió de la clínica, su estado emocional era patético. Ya no le dolía nada de su cuerpo, pero su corazón estaba herido de muerte. La tristeza y la culpa se habían apoderado de ella. No encontraba paz y alegría en nada de lo que le ocurría. Regresó a clases y continuó con sus estudios, aparentando que todo estaba bien en su vida, mientras el recuerdo de aquella noche la perseguía en silencio. Valeria pensó en quitarse la vida. Acudió a un sacerdote con quien se confesó y sintió algo de alivio momentáneo. Pero el dolor y vacío emocional seguía estando ahí, presente cada día, carcomiendo su alma y bebiendo sorbo a sorbo el dorado caudal de su existencia.

Alveiro apareció semanas después, ella no le quiso volver a hablar.

Valeria terminó la universidad e inició de manera rápida su vida laboral, se consolidó como una profesional exitosa. Sus padres se sentían muy orgullosos de ella. La situación económica de la familia empezó a cambiar y ella se hizo cargo de la educación de sus hermanos menores.

Pero cada noche, en la soledad de su cama, Valeria lloraba en silencio. Rogaba a Dios que la perdonara por lo sucedido. Siempre supo que no había tenido otra salida, sin embargo, el recuerdo del rostro de aquella niña que llevaba en sus brazos, cuando corría entre los árboles, la acompañaba cada día de su vida.

Años después Valeria se casó y tuvo dos hijos. Al ver el rostro de su primera hija, sintió que por fin Dios la había perdonado al darle nuevamente la oportunidad de ser madre. Educó a sus hijos con esmero y profundo amor. No obstante, a pesar del paso del tiempo, de una vida próspera y de los triunfos alcanzados, Valeria no deja de preguntarse: «¿Qué hubiera sido de mi vida, si la hubiera tenido?».

Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche horrible, pero Valeria sigue pensando en la hija que nunca llegó a nacer. Rememora lo sucedido, suspira con tristeza y no puede evitar murmurar: «Ahora, ya tendría veintiocho años».