Manuel Quezada
Diciembre de 1980
Abandono, ese era
el primer sentimiento que me embargaba las tardes que debía hacer las tareas
escolares. Desesperación era el segundo. Pero comenzaban a desaparecer cerca de
las cuatro de la tarde al verlo llegar al barrio, bajándose del bus para luego
llegar a casa con el ramillete de libros bajo su brazo derecho. Con el dedo
índice de su mano izquierda se empujaba los antejos Ray-Ban que se deslizaban a
lo largo de su nariz aguileña por el sudor de las tardes asfixiantes de calor.
Calculaba treinta minutos, sí, treinta minutos, tiempo para que completara su
ceremonia familiar de besar a su esposa, hija, cambiar de ropa y tomar un café.
Luego de eso, llegaba a la puerta de su casa tembloroso para dar los primeros
golpes huecos y contar con toda su atención. Él la abría. Ya me esperaba.
Siempre era el primero. Sin que yo dijese nada, me hacía pasar a la mesa
principal ante la mirada celosa de su familia, para resolver mis tareas
escolares.
Seguía leyendo el
periódico de ese día…
—Pasa hijo —me
decía, con una voz ronca pero melosa.
Al terminar sus
pacientes explicaciones de matemáticas, teniendo yo entendimiento de todo,
desaparecía el abandono y la desesperación, para dar paso al ciclón de mis
tardes de juegos con los vecinos; pero antes de darle las gracias y dejar su
casa lo observaba y sentía que tenía frente a mí a un dios, que lo sabía todo,
desde cómo explicarme lo más oscuro de las matemáticas hasta lo más elemental
de las ciencias naturales. Él solo reía discretamente a mi movimiento de cabeza
para expresar que había entendido. Al cerrar la puerta principal, había una
cola de al menos tres amigos esperando su turno.
Seguía leyendo el
periódico de ese día…
Simón González era
su nombre. Profesor de matemáticas y ciencias naturales de la Escuela Nacional
de Comercio, brillante e introvertido que apoyaba dos causas: explicar las
tareas de los hijos e hijas de sus vecinos, cuyos padres no tenían tiempo
porque volvían a altas horas de la noche, y las iniciativas humanitarias de la
Cruz Roja, que lo seleccionaba como eterno miembro del jurado calificador de la
elección de la reina de la entidad. Gozaba de popularidad entre las señoras y
las señoritas adolescentes al ser el ojo clínico en cada fallo sobre la mujer
más bella e inteligente. Consejero de las adolescentes ganadoras y de las
vecinas. Su mayor fama y atracción residía en su profunda timidez a la hora de
interactuar con todo el vecindario.
Muy de madrugada,
sin fallar, antes de salir hacia el centro de estudios para impartir sus
clases, iniciaba el día con una rigurosa rutina de ejercicios aeróbicos, luego
hacía cuatrocientas abdominales y algunas flexiones de los brazos bajando el
cuerpo hasta que el pecho tocara el suelo que lo mantenían en una
condición atlética envidiable. Las mujeres no disimulaban al verlo salir y
regresar a su casa.
Seguía leyendo el
periódico de ese día…
Esa mañana la
recuerdo: me levanté temprano para prepararme algo de comer. Nadie de la casa
había despertado. Estaba por tomar un café con leche, y mi madre salió de su
habitación adormilada y con una cara de espanto.
—Hoy en la
madrugada se llevaron a Simón González —dijo ella.
—¡Cómo!
—Creo que eran
pasadas las doce.
Cinco elementos de
la Guardia Nacional armados de largos fusiles lo sacaron de su vivienda con
exceso de violencia sin dejar que se vistiera. Caminó custodiado frente a todas
las casas del vecindario únicamente en calzoncillos con los brazos sobre su
cabeza. «¡Sólo doy clases!» «¡Sólo enseño!» «¿Cuál es el delito?» «¡No he
violado ninguna ley!» El cuerpo del profesor comenzó a recibir los culatazos de
los miembros de la unidad militar para hacerlo avanzar hasta llegar a la calle
donde lo esperaba un picop.
—Vi todo por la
ventana, y mis vecinas también —dijo mi madre.
Confiadas en la oscuridad
para no ser vistas, observaron cómo lo empujaron a golpes hasta subirlo y con
él ya dentro, el vehículo desapareció de la vista de los curiosos.
En los días
posteriores no se detuvieron las malas noticias. Las mujeres decidieron no
volver a participar en el concurso de belleza de la Cruz Roja en memoria de él
porque decían que ahora cualquier mujerzuela podía llegar a ser reina.
Dejé de tomar el
café. La noticia me caló hondo. Comenzó un largo período de silencio en el
barrio que duró años. Un silencio más que sumaba en esos días del conflicto
civil que estaba en apogeo. Sólo cuando la confianza estaba a prueba de fuego
entre amigos, se podía hablar y preguntar alguna noticia del profesor Simón.
—Ayer me habló tu
tío Nicolás, sugirió que, por estos días, tomaras otro bus para llegar al
trabajo —mencionó mi madre.
—¿Por qué?
—pregunté extrañado.
—Van a reclutar
jóvenes durante esta semana, y el bus que tomas siempre pasa por un puesto
militar.
Esa mañana caminé
cerca de tres kilómetros hasta el Bulevar del Ejército, una ruta sin retenes
militares hasta la capital. Allí tomaría un bus directo al trabajo sin riesgo de
engrosar las filas castrenses.
Seguía leyendo el
periódico… Transcurría la hora de mi almuerzo, y me detuve en una nota sobre los
desaparecidos por la guerra civil, y me hizo recordar el suceso de Simón
González acaecido aquella madrugada. Recordaba que el abandono y desesperación
de las tareas de mi infancia siempre tuvieron solución, gracias al corazón
benévolo del profesor. Lo declaré mi «Superman» cuando recién había cumplido
los seis años. Fue una tarde que salí a jugar con mi pelota de fútbol por
horas, hasta que mi madre me gritó que no había hecho las tareas escolares,
luego de que ella me había revisado mis cuadernos y comprobó mis obligaciones
académicas. No le hice caso. Los gritos se volvieron más intensos hasta que me
tomó del brazo y me llevó al interior de la casa. Enfurecida y consciente que
saldría a jugar nuevamente, me llevó a su habitación, cerró la puerta y el último
ruido que escuché fue la llave que dio dos giros en la chapa.
—Tienes que
escribir los nombres de tus vecinos y amigos. Luego los dibujas —dijo en voz
alta.
Las cuatro paredes
que me encerraban eran un inmenso mundo. Divisé un chifonier color café oscuro
de cuatro gavetas, con un espejo cuadrado empotrado en la parte superior.
Procedí a abrir una a una, hasta que encontré oro; sí, oro. Había pasado un
poco más de una hora, quizá dos, y vino lo peor: mi madre abrió la puerta y
ante sus ojos no tuvo más reacción que soltar un grito furibundo que traspasó
toda la casa y llegó a los hogares vecinos. «¡Criatura, que has hecho!» Me tomó
del brazo y me sacó de la habitación hacia la calle. Coincidió que el primero
en pasar frente a nuestra casa fue Simón González y ella se quejó frente a él,
hasta pedirle que fuera al cuarto para comprobarlo. Los ojos del profesor se
abrieron de admiración y su mano derecha se posó sobre mi cabeza ante el
asombro de lo que veía.
—Déjame tomar unas fotos —dijo.
Había tomado todos
los lápices labiales de mi madre que encontré en la primera gaveta del
chifonier, y en las cuatro paredes había hecho la tarea escolar ante la falta
de mis cuadernos de anotaciones. Estaban los nombres de mis vecinos, familiares
y amigos de la escuela, y como había tiempo suficiente, me dediqué a dibujar a
cada uno de ellos a la par de cada nombre. La tarea consistía en practicar el
uso de letra mayúscula y minúscula en nombres propios. Terminó de fotografiar
todo y prometió darme una copia de cada una para presentarla como evidencia de que
la tarea estaba concluida.
—Señora, no lo vaya a castigar —le dijo a mi
madre, quien se relajó al verlo sonreír y que no salía del asombro.
De las pocas veces
que no recibí un castigo por lo que había hecho. A partir de esa tarde, se
estrechó mi amistad con mi vecino salvador.
—Le
conseguiré con mi mujer nuevos pintalabios —dijo, y se retiró.
Por la noche llegó
la esposa del profesor con un arsenal de accesorios de belleza femenina para mi
madre. En la tarde del día siguiente, me entregó las fotografías como evidencia
de que la tarea escolar estaba hecha en las inmensas paredes que me encerraron.
«Toma, para el profesor que te dejó la práctica escolar».
Dejé de leer el
periódico y la nota de los desaparecidos al comenzar la hora de la jornada
laboral vespertina. Inicié los cálculos de la planilla de salarios y comisiones
de los empleados para el siguiente viernes.
Nunca encontraron el cuerpo de «Superman». Mi «Superman». Lo recuerdo ahora, ya viejo, cada treinta de agosto.
Muy bueno, un agradecimiento a todos nuestros Superhéroes.
ResponderEliminarGracias Manuel por compartirnos en forma de cuento la tremenda realidad de poder estar desaparecido. Una historia tan actual donde solo habra que sustituir nombres. Gracias a tu niño y sus recuerdos que me permiten redoblar los esfuerzos y aportes para contribuir a una sociedad diferente.
ResponderEliminarMe recordó este cuento la época que vivimos del conflicto , siempre esquivando calles, zonas de militares que podían ser peligrosos para los jóvenes ;y los más lamentable cuando se llevaban personas,por el miedo a que leían e incidían positivamente en su comunidad. Como dicen en el comentario anterior ,solo sustituir nombres y se actualiza. Gracias Manuel por este cuento sencillo pero vivo.
ResponderEliminarLa historia que Manuel nos ha deleitado con su Superman, ha sido y es la historia de muchos héroes que tuvimos durante nuestro crecimiento. Me encanta que la memoria de este Superman sigue viva en muchos de nosotros y con esta escritura queda inmortalizado, el profesor ‘Don Simón’. Talvez su hija llegue a leerla y descubra que su padre vive en el corazón de muchos alumnos y vecinos de esta época (1978-1980). Gracias Manuel por no olvidar a tu Superman! Buenísima escritura. Y felicidades a todos los súper héroes! 🙏🏼
ResponderEliminarSin duda alguna, lo que somos en la edad adulta es lo que de niñas y niños vivimos, todos los rostros, relaciones y experiencias. Una linda narración que además da cuenta de un contexto de país que a toda una generación como la tuya nos tocó vivir. Asumo que el personaje principal de la trama eres tú. Regálanos más cuentos.
ResponderEliminarCardinal, no anecdótico. Honrar la memoria de nuestros seres queridos con hechos y palabras. Ahora más que nunca. Felicitaciones.
ResponderEliminarMe gusto muchísimo tu historia (cuento) me llamo muchísimo la atención. Saludos y muchísimas felicidades 🥂
ResponderEliminarUn homenaje a todas las personas desaparecidas. Es un relato lleno de ternura, me gusta. Simón, el superman del vecindario que bonita forma de recordarlo.
ResponderEliminarMuy bueno lic, me gustan mucho estas historias, nos identificamos ud sabe, sin miedo al éxito!……..WIlliam Q.
ResponderEliminarEste cuento toca una fibra muy personal, parece un testimonial que despierta recuerdos para muchos que vivimos y experimentamos en carne propia esas desapariciones de los años ochenta de la guerra civil. Me gusta el estilo, ameno, fluido y desenfadado, a pesar del tema muy doloroso; muy propio de la forma en que terminamos viendo la vida en esa generación. Lástima que tendemos a pasar por alto los aprendizajes del pasado.
ResponderEliminarEs casualidad no lo se Memito pero yo recuerdo a don Simón (profesor de la ENCO) fue nuestro vecino y jugó fútbol con nosotros ;y me atrevo a decir que esa es su historia.
ResponderEliminarFelicito al autor de este cuento! Definitivamente, todos hemos tenido nuestro Supermán en nuestras infancias! Me encantó la fácil lectura del mismo y como me hizo recordar esos momentos de mi infancia.
ResponderEliminarTriste realidad que vivió el lugar dónde nací y hay otros que viven estás triste situación, recuerdo a muchos de esos, super héroes.
ResponderEliminarGracias Manuel, por esa literatura que escribiste, me hizo recordar también La Santa Lucía, cuando llegaban a reclutar y el primo pasó por esa experiencia.
Excelente cuento, no pude evitar que se me rodaran un par de lagrimas. Excelente tributo a aquellos héroes anónimos que viviran siempre en nuestros mejores recuerdos.
ResponderEliminarEn el momento mi mente se remontó a esos años de mi niñez, en ese pasaje donde jugaba y sucedían acontecimientos que mi mente no entendía, hasta adulto, pero si sentía preocupación cuando decían que había reclutamiento forzoso y que mis hermanos corrían ese riesgo. Me hubiese gustado tener un supermán también. Sigue escribiendo me haces sentirme orgulloso de mi hermano
ResponderEliminarMe encantó!
ResponderEliminarMi superheroína ya no está más tampoco pero siempre vive en mi corazón. Un día tal vez seamos el superhéroe de alguien y quizá logremos ser así de geniales como lo fueron ellos.
Bendiciones.
Un cuento muy emocionante y muy bonito. Es clave en la vida tener superhéroes como Simón. Superhéroes como Simón o Manuel son los que cambian vidas. Debemos aprender de superhéroes como ellos para algún día serlo nosotros mismos y continuar con el ciclo.
ResponderEliminarFelicidades al autor!
ResponderEliminar"...Y cuando vuelve el desaparecido? Cada vez que lo trae el pensamiento..."
Disfrute mucho esta narrativa, pues lo relatado fue una dura realidad, que vivimos en El Salvador.
ResponderEliminarEstaremos expectantes de más escritos Manuel.
La narrativa testimonial, aunque aquí venga en forma de cuento es esencial para la memoria de los pueblos. Más aún cuando persisten los hechos que ahí se narran. En buena hora Manuel por tu historia
ResponderEliminarFelicidades Don Manuel, siempre es agradable leerle
ResponderEliminarFelicidades Don Manuel, siga adelante con esa pasión de escribir.. 🤗 saludos
ResponderEliminarManuel, no soy de San Salvador pero me identifico con la narración de una época que hoy parece tan lejana, por la ausencia de esos héroes idealistas. Que bueno que inmortalizas a un profesor, de los que también hacen falta hoy, y nos mueves a reflexión a los que vivimos esa época.....y continuamos en la actual. Muchas gracias por mantener la memoria de este tipo de superman!!!!
ResponderEliminarMe pareció interesante la manera en que el relato entreteje estos recuerdos de la infancia, junto a su inocencia y travesura, con una realidad tan siniestra como la atravesada durante el conflicto. Creo que en la lectura se percibe rápidamente la marcada presencia de distintos sentimientos, sin duda entre ellos melancolía, pero su narrador consigue hacerlos converger incluso con cierto grado de humor. La ocurrencia del niño con los labiales de su madre sin duda me sacó una sonrisa.
ResponderEliminarTampoco me parece un detalle menor que la identidad de este héroe se preserve con nombre y apellido. Como ya dijeron otras personas entre los comentarios, no existe mejor manera para inmortalizar a este profesor, y nuestros desaparecidos, que continuar transmitiendo a cuantos sea posible su legado y memoria.