miércoles, 30 de marzo de 2022

Lávense las manos; la pandemia del desamor

Joe Monroy Oyola


Regresar al barrio donde viví junto a mis padres, Julie y Robert Starr, me traía recuerdos de tantos hechos vividos en aquel lugar. Estuve con ellos hasta los veintidós años, cuando partí hacia California. Era una oportunidad de trabajo en aquel periódico local. Aunque siempre he vuelto a ver a mis progenitores, desde el fallecimiento de papá el año dos mil dieciséis, cada vez que voy entrando me parece que los encontraré juntos en la sala. Tuve la mala suerte, decían mis compañeros en la escuela, que nuestra maestra de historia, la señorita Emily Olsen, vivía en la misma quinta que nosotros. Ella domiciliaba en el número 113, entrando el primer apartamento al lado derecho, la única puerta de color verde olivo.

Las familias residentes en las casas aledañas estaban conmocionadas, al igual que mi anciana madre. La presencia policial en la quinta, sus ruidosas comunicaciones por radio, otros oficiales cubiertos de blanco, guantes descartables celestes, gafas protectoras, máscaras sobre nariz y boca. Iban cercando la entrada del apartamento número ciento trece con cintas plásticas amarillas, las usadas en escenas de crimen. Estas circunstancias hicieron que quizá después de meses, los vecinos estuvieran en la calle viéndose los unos a los otros. Un hedor cubría la quinta.  

Al segundo día tras haber llegado ante tan horrible circunstancia, a pedido expreso de mi madre decidí acompañarla durante algunas semanas. Divorciado, sin hijos, nada como impedimento. Mi trabajo a medio tiempo en la revista de ecología, donde en realidad solo colaboraba ofreciendo espacios publicitarios; y mi labor en el magazín de espectáculos, cuando había algún evento. Podría, por ahora, hacerlo a través del teléfono y vía internet desde Oklahoma. Mi cuarto seguía igual, claro está, mucho más ordenado que cuando yo estaba allí; aún mi casaca color guinda con mangas en tono crema, la que tenía estampado el logo de nuestra escuela secundaria. Estaba colgada sobre el viejo perchero, hecho en cedro, de cuatro brazos. El radio digital que mostraba la hora con números; fabricado en plástico, imitación cual madera verdadera, fue la sensación en los años setenta, seguía dando la hora. No entendí la razón por la que estuviesen aún en mi pequeño closet los juegos de dominó, damas, ajedrez; pero ese frasco lleno con canicas de vidrio multicolores era el colmo de la cursilería. El televisor, aquel del gran trasero plástico, sobre la mesa metálica negra al pie del fiel control remoto ¡tenía pilas y funcionaba! Mi cómoda, sí estaba vacía, ¡los tres cajones! Pensé hacer alguna reseña biográfica sobre la señorita Emily, a lo mejor para las promociones que la tuvimos como maestra. Total, que falleciera una profesora, quien trabajó desde su juventud hasta su jubilación en nuestra escuela ameritaba la intención. Pero, mirándolo por otro lado, dónde publicarla, tal vez lo peor sería: ¿quién la leería? Puse mis maletas sobre la cama, la cual estaba cubierta con aquel edredón confeccionado por mi abuela Inés, la del lado paterno, con retazos de telas en todos los colores y diseños imaginables, ¡la envidia que tendría un arco iris! Cuando escuché el más sublime, armonioso y dulce sonido en este mundo:

 —¡Nelson, hijo, el café está servido! —llamó mi mamá—. Mira quienes han llegado a saludarte.

—¡Señora Pflucker!, Oh, ¡señor Pflucker! Que grata y doble sorpresa —dije, extendiendo mi mano para saludarlos—. Por favor tomen asiento.

—Hijo, te trajeron unos panes recién horneados en casa —añadió mi mamá—. A la vez que llevaba hacia la mesa del comedor la cesta de paja cubierta con una servilleta de tela blanca y cuadros verdes.

—Te dije, Julie, que loíibamos a sorprender. De niño, cuando él olía que yo estaba horneando, se aparecía en la ventana de mi cocina; sus dedos y nariz parecían ventosas de pulpo sobre el vidrio.

—Señor Bob, después de algunos meses que no lo veía —comenté, mientras con mi mano insistí en invitarlos a sentarse.

—Karen, tenemos que visitarnos más seguido —agregó mi madre, mientras tomaba la mano de la señora Pflucker—. Ya estamos bien mayores querida amiga, y junto con Emily que en paz descanse éramos las únicas tres familias que hemos vivido siempre en estos condominios.

—Sabes, Nelson, he leído algunos de tus artículos acerca de la farándula; interesantes —mencionó el señor Bob.

—Mi hijo también escribe sobre temas de la conservación de la naturaleza —dijo mi madre.

—Julie, no traje mantequilla, espero que tengas, ya sabes cómo le gusta a tu hijo —agregó la señora Karen.

—En realidad, señor Bob, estar cerca de las estrellas de la música o la actuación tiene sus ventajas, por lo general tengo entradas gratis a los espectáculos.

—No creo que nuestro planeta tenga salvación, solo pierdes el tiempo Nelson —añadió el señor Bob. ¿Conociste en persona a Tom Hanks? ¿Fue por teléfono? Leí tu entrevista.

—No mucha, pero Karen, creo que será suficiente —contestó mamá. 

—La verdad, señor Bob, nunca lo conocí en persona, todo fue por internet.

Parecía que el tiempo hubiese, por capricho, vuelto hacia atrás; esas voces, los aromas de mantequilla recién untada sobre el pan caliente, al mismo tiempo que el vapor de la taza de café iba aproximándose a mí; la textura y el color de esa hogaza...

Si bien no sostenía una comunicación frecuente con la señorita Emily, nos saludábamos en contadas ocasiones por mensajes en internet. En cambio, la amistad entre la maestra y mamá fue siempre cercana. Puedo recordar la última vez que me saludó con un mensaje por mi cumpleaños, un año atrás, donde me dijo, entre otras cosas, que ella hubiese esperado que usara mi talento para escribir cuentos y novelas, y no esas ridículas notas acerca de la farándula.    

Después de algunos días, terminadas las investigaciones, llegaron trabajadores de una compañía de limpieza, dedicada a estos delicados menesteres. Ese mismo día recibí la extraña llamada de un estudio de abogados. Me dijeron, para total sorpresa mía, que la señorita Emily me había incluido entre sus herederos. La lectura del testamento se llevaría a cabo en la oficina ubicada en el centro histórico de la ciudad de Oklahoma, el lunes siguiente, a las diez de la mañana.

El evento se realizó contando con la presencia de la única sobrina lejana, hija de una prima ya fallecida, el único heredero; excepto por un paquete destinado para mí. 

La caja de cartón sellada de manera apropiada tenía unas etiquetas sobre ella. Había información del registro público, números, siglas y mi nombre. Al llegar a casa de mamá, la puse sobre la silla color celeste que estuvo en mi cuarto desde que tuve uso de razón. La dimensión del paquete no era mayor a la de una caja para camisa. Pesaba tal vez algo menos de dos kilos. ¿Qué podría hallar dentro? Aún me sentía ofendido por sus ácidos comentarios acerca de mi trabajo. Pensé en, por venganza, tirar el paquete a la basura. Pero luego vino a mi mente, que tal vez fuera algún dinero en efectivo, en billetes de a dos dólares, quizá los coleccionaba ella. Decían en la escuela, que era tacaña, nunca participó de ningún intercambio de regalos, ni por navidad, que todo lo ahorraba. ¿Quién sabe?

A medianoche, no pude más con la curiosidad, caminé hasta la cocina, encontré un largo cuchillo dentado, aquel que usaba mi madre para partir los panes, y en modo sigiloso lo llevé a mi cuarto...

Puse el paquete sobre la pequeña mesa de madera pintada de blanco, donde solía hacer mis tareas durante el tiempo en la escuela y luego por un año en la universidad, pues dejé para siempre mis estudios de literatura. Prendí una lámpara metálica flexible y direccioné su luz. La sorpresa fue mayúscula, había tres cuadernos de notas, del tipo espiral, quizá los más baratos de su clase. Cada uno tenía un papel pegado en frente que indicaba: 1.-Mi infancia, la familia. El siguiente: 2.-Mi juventud, y el tiempo dictando en la escuela. El último: 3.-Mi vejez.

Me sentí burlado, decepcionado, pudo dejarme algo con valor. Estaba por cerrar la caja con la intención de tirarla; cuando desde la parte interior de la tapa cayó una nota en puño y letra de mi antigua maestra, donde me pedía: “Querido Nelson, por favor, evita tirar estos cuadernos que contienen apuntes personales sin antes leerlos. No son diarios con ociosos detalles cotidianos; tal vez las ocasiones que consideré valedero reservar alguna anotación. Espero encuentres el tesoro que dejé para ti”.

Estuve leyendo por horas. Seguía el orden indicado por Emily. Pude conocer sobre la muerte de su madre durante el parto. Mencionaba, cuánto le hubiese gustado crecer al lado de ella. El amor de su padre, un rudo hombre, que trató de olvidar la muerte de su esposa con trabajo. Supe entonces, que nació el veintinueve de febrero de mil novecientos cincuenta y cuatro, un año bisiesto. Su padre solo le festejó el onomástico al cumplir dos años; coincidió, que el mes de febrero traía veintinueve días también. Ella no tenía recuerdo, o, foto alguna de aquel ágape. Cada veintiocho de febrero su papá le decía: «Ay, pobre mi hijita, que este año tampoco cumplió años».

Aunque fue triste conocer su niñez y el entorno familiar, me resultaba apenas interesante saber sobre su vida. Seguía intentando encontrar alguna pista, tal vez una sigla la cual se complementara con una fecha o lugar. Podría haber un código de apertura para alguna caja de seguridad; continué con la búsqueda...

Abrí el segundo cuaderno, en caso de que el subsiguiente hiciera referencia sobre algún dato de la libreta anterior. Cuando estaba casi por la mitad, cayó una foto en blanco y negro, aunque algo amarillenta, los bordes eran ondeados. Ella abrazaba a un hombre, ambos aparentaban tener edades cercanas. Vestían ropas de baño. Pero me sorprendió la bellísima silueta de Emily, su hermoso rostro. Estaban en la playa, al dorso, una nota: “Para que siempre me tengas presente. De Batman para Robin”. Me di cuenta que no fue un hecho casual el haber encontrado ese retrato en aquella página. Emily escribió una reflexión. “Siempre busqué la perfección, lo más conveniente, preocupada por lo que el hombre con quien me casara pudiera darme y así salir de la pobreza: terminé nuestra relación”.  

Mencionaba lo importantes que éramos sus estudiantes para ella. Citaba la amistad con mi mamá, el potencial descubierto en mí, y del poco interés mostrado para completar mis estudios de literatura. Sentí enfado en verme otra vez juzgado por la señorita Emily, aunque también me sobrevino una gran vergüenza debido al acertado presagio acerca de mi fracaso.

Para entonces, casi había perdido el deseo de leer el tercer cuaderno, nada positivo o conveniente para mis intereses podría encontrar. Pero al voltear la última página del penúltimo cuaderno había otra nota dirigida a mí: “Querido Nelson, tal vez te sientas decepcionado, pero te aseguro que no es solo una aburrida bitácora sobre mi vida. Siempre me conocieron como una persona formal, la cual ha cumplido sus promesas. Confía, y ve al tercer y último cuaderno. Tal vez vendrá a ser lo último importante que hice en mi vida. Es para ti”. 

Hubo algo que me hizo volver a la foto de Emily, junto al atlético y joven galán; me pareció haber visto aquel retrato alguna vez: ¡Imposible, me dije a mí mismo! Estaba algo cansado de la lectura, tuve que poner una pausa. Un correo enviado desde la oficina me encargaba cierta labor. El editor de la revista me pedía una nota sobre la próxima entrega de los Grammy. Debería viajar en una semana a Los Ángeles. Contacté con el agente de Shakira; tenía que concertar la entrevista, lo logré. Dediqué el tiempo a revisar en mi computadora, la información más reciente referente a los cantantes en sus diferentes categorías. Verifiqué cuándo arribarían otros artistas. Preparé el itinerario del viaje. 

Faltando dos días para mi regreso, en auto tal como vine, recordé que me faltaba terminar con el último cuaderno de Emily. Acomodé las cosas para la jornada de regreso, así no olvidaría nada por apurarme en empacar. Me senté entonces en la antigua mesa de estudio de mi cuarto, y abrí el último cuaderno:

Dos carteristas:

Al caminar por la avenida Central, sentía esa brisa fría. Nunca pensé estar sola en mi vejez, tal vez desahuciada de esperanza. En la acera de enfrente vi a un señor de terno marrón. Dos jóvenes con apariencia hispana lo iban siguiendo. Mirando hacia todos lados se acercaron muy rápido a él. Oh, Dios, lo agarraron del cuello, ya le sacaron su billetera, están golpeándolo. ¡Pobre hombre! Cobardes se fueron corriendo; ¿qué podía haber hecho yo? Tan solo quiero hacer mis compras.

El drogadicto

¿Qué pasaba en esa casa?, alcancé a mirar por la ventana a un hombre que golpeaba a una mujer, los conozco de vista, son esposos. Ella gritó:

—¡¡¡Cobarde, te gastaste el dinero de la semana, estás drogado!!! —grita la mujer que es tomada por el cuello —. Trata de liberar su cuello con ambas manos.

—¡¡¡Cállate, o te arrepentirás!!!

Un mendigo minusválido

Pobre mujer, si ya debía de estar arrepentida mucho antes. Sería mejor seguir mi camino. Aún no llegaba a la gasolinera, y ese frío calaba hasta los huesos. ¿Qué hacía aquel mendigo con silla de ruedas en la esquina del frente? Yo lo recordaba. Solo se veía su pierna izquierda. Que yo sepa él caminaba bien, ayer lo vi andando por la tarde con una botella de licor. Ahora estaba mirando hacia ambos lados, ja, creo que no tiene buen negocio hoy. ¡Ya lo decía, se había sentado sobre su pierna derecha! ¡Sinvergüenza! ¡Caminaba raudo empujando su silla de ruedas!

El estigma de la pobreza

Bueno, llegar a esta tienda de la gasolinera me da tranquilidad, es un lugar seguro y aseado. Llenaría mi vaso con un cafecito y de paso sacaría del baño un poco de papel higiénico, ¿por qué se estará escaseando? ¿Qué dice este letrero de papel pegado por dentro en la puerta de la entrada?, me pregunté, lo leí: ¡¡¡Lávense las manos!!!

—Buenos días, señorita —dije, mientras la saludaba también con mi mano. Ni me miró.

—Permiso, señora —me dijo un caballero vistiendo de terno plomo que entró después que yo.

—¡Buenos días, señorita! —saludó el caballero.

—¡Buenos días, bienvenido! —contestó la joven cajera.                                      

Estos baños son tan limpios. ¡¡¡Bendita correa!!! Siempre se me traba para bajarme el pantalón, y para cerrarla luego, aunque ya corrí otro huequito más. Estaba adelgazando muy rápido. Con solo uno pararse e ir saliendo de la cabina, dicen que un sensor hace correr el agua del inodoro. ¡Casi olvidé recoger papel higiénico para la casa! No estaba robando, iba a pagar por el vaso de café, además cumplo con mis impuestos, los dueños deben ser millonarios. Bueno…, casi medio rollo, me alcanza para unos tres días. Mejor mañana compro mi cafetucho, decidí. Se hizo una gran bola en mi bolsillo. Chica mal educada, ni me contestó el saludo. ¡Nada puede decirme!

—¡Nelson, hijo! El almuerzo está servido —avisó mi mamá.

—¡Voy mami!

Noto a mi madre algo inquieta, preocupada... 

—Dime hijo, ¿algo relevante en las notas de Emily? —pregunta, a la vez que me acaricia el cabello— Ya sabes que puedes compartir conmigo cualquier inquietud.

—Gracias, claro que lo sé.

Después de contarle a mi mamá sobre mi regreso a California dentro de un par de días la noté calmada, hasta me pareció aliviada; las atenciones para conmigo debieron haberla agotado. Era tiempo de volver a la lectura del tercer cuaderno, estaba ansioso por poder encontrar alguna información acerca del legado que me dejaba Emily. Llegué a mi cuarto y abrí el cuaderno en la hoja de antemano marcada:

La política

Dicen que hoy veintiséis de febrero, habló el presidente, voy a poner el noticiero nocturno. La relatora mencionó que Donald Trump había dicho que tan solo se había encontrado un caso aislado de coronavirus en California. Era un ciudadano de procedencia china. Ha negado peligro alguno, ningún riesgo de una crisis pandémica para nuestra población; que estamos preparados. Y, es bueno saber que todo está bajo control, el tema del tal coronavirus, debe ser un ataque falaz preparado por los demócratas para hacer ver mal a nuestro presidente. ¡La política apesta!

Honrarás a tu padre y a tu madre

El teléfono sonó; era Cristal; me saludó, y contó entre sollozos que su hijo Albert, en el apartamento de quien vivían, les había pedido que se alistaran para ir a un corto viaje, los tres: ella, su esposo Brian y Albert. En menos de una hora llegaron a un asilo para ancianos. Me pedía que los acogiera, pues su hijo no deseaba tenerlos más en su apartamento de soltero. ¿Qué podía hacer yo? Claro que los recibiría; y eso que todavía Cristal me debe dinero, doscientos dólares, desde hace casi un año. ¡Fresca! Pero al final es más pobre que yo. El día siguiente tendría que usar mi tarjeta donde depositan mi pago de cesantía, para comprar elementos de limpieza, algunos víveres y papel higiénico. Siquiera eso para recibirlos.

La negligencia, un espíritu de estupor

Al terminar el noticiero, esa noche, salí a tirar la bolsa de basura en el contenedor comunitario, casi en la esquina hacia la izquierda. Eran algo menos de las diez. Se escuchaba música en altísimo volumen. Conocía al residente: Patrick, un joven afroamericano; de regreso hacia la quinta, de un carro amarillo estacionado con los vidrios oscuros, descendió otro joven afroamericano. Traía consigo algunas cajas de pizza y una botella de licor. Por precaución me detuve hasta que entrara. Dejó la botella junto a su pie derecho; la canción terminaba, tocó el timbre y golpeó con el puño la puerta; le abrieron:  

—¡¡¡Feliz cumpleaños Patrick!!! —dijo mientras los dos jóvenes se abrazaban.

—Gracias Dwayne, bienvenido a mi covid party. ¡¡¡Esta fiesta va a estar «de muerte»!!!

La llegada de Cristal y Brian

A la noche siguiente sonó el timbre de mi puerta, sabía quiénes eran. Nos abrazamos mi amiga y yo, luego entró su esposo con un par de maletas. Los instalé en el cuarto de visita que yo usaba de almacén. Un plato de sopa de pollo caliente era lo que pude ofrecerles. Después de mostrarles el apartamento, nos dispusimos a descansar.

Hoy, se cumplen dos semanas desde la llegada de Cristal y Brian. Me costó levantarme. Tengo una terrible tos y fiebre. El peor es Brian. Albert, su hijo, me contestó por teléfono, que era una persona muy ocupada, nada podía hacer, y cortó. Ayer llegó hasta la puerta una señorita representante del estudio jurídico. Tenía que hacer un arreglo de mi testamento. Ya recabaron mi firma. Al tomar la calle miré a una ambulancia estacionada en la puerta del apartamento de aquel joven afroamericano Patrick. En ese momento lo llevaban en camilla. Tenía una máscara conectada al oxígeno, los paramédicos cubiertos por entero con unos mandiles celestes, gafas de seguridad, guantes y mascarillas ¿Qué le habría ocurrido? Me alcanzó a ver, él lloraba y tosía. Lo llevaron en la ambulancia. ¡Tanto ruido de la sirena, esas luces rojas! Y, yo, con esta horrible jaqueca. Proseguí mi rumbo, esta vez el viento parecía darme de latigazos en la espalda y pecho.

—¡¡¡Hora de cenar hijito!!! —avisó mi madre—. ¡Tallarines con albóndigas!  ─agregó.

—Pero mamá estoy... ¡¿Tallarines con albóndigas?!

No podía despreciar a mi mamita. Durante la cena conversamos de su posible viaje a California para visitarme. Me preguntó si estaba con alguna enamorada. Le expliqué; estoy solo por ahora, pero serás la primera persona en enterarte de cualquier novedad. Entonces volvió a indagar, si es que había algo que tuviera que compartirle o preguntarle sobre las memorias de Emily. Nelson, hemos sido muy unidos, eres nuestro único hijo. Lo sé mamá, si se diera el caso, claro lo haré. Terminada la cena, me excusé y volví a mi cuarto, seguí leyendo:

Al empujar la puerta de vidrio se veía el mismo letrero pegado por dentro: ¡¡¡Lávense las manos!!! Entré y saludé; como de costumbre la joven cajera me ignoró. Tenía en el bolsillo derecho de mi casaca marrón un vaso plástico con tapa de color crema. Fui al área de las inmensas cafeteras y escuché pasar una ruidosa moto. De manera repentina me sobrevino un espasmo entre el pecho y la espalda. Una incontenible tos me sacudió cubriendo aun el ruido de esa motocicleta. Los comensales presentes se apartaron. Se me cayó el vaso plástico con el contenido, hombres y mujeres salieron despavoridos, dejaron bebidas, dulces, sándwiches. Recogí, lavé el recipiente, me serví otra vez la bebida caliente, y tomé una dona. Cuando llegué al área de la cajera, ella gritó:

—¡¡¡Fuera, váyase, no tiene que pagar nada!!!

Fue hace un rato. Sentí tanta vergüenza; solo dejé las monedas equivalentes al pago, empujé la puerta, creo que por accidente rompí el letrero pues al voltear mi rostro no estaba más en el inmenso vitral.

Algo anda mal en casa. Al llegar quise compartir la bebida y la dona con Cristal. Ella me dijo que su esposo se había quedado dormido, no tosía más y le estaba bajando la temperatura. Me quité la casaca, la tiré a mi lado en la cama por si siento más frío. 

 Estoy dejando estas notas para ti Nelson, por si algo pasara conmigo, me siento cada día peor. Creo que estás listo para revelarte un secreto. Seguro recuerdas la foto que estaba en el segundo cuaderno. Yo tenía veinte años, mi novio veintiuno. Fue un maravilloso hombre: honesto y muy trabajador. Lo dejé pues no era rico, tampoco profesional ni tenía las intenciones de serlo. Lo amé, lo amo aún hoy. Al renunciar a él, lo hice sufrir; con el tiempo se enamoró de una joven humilde y de enorme corazón: ella es tu mami. Nelson, esa es la razón por la que he seguido tus pasos, tú eres hijo de aquel hombre. Nos pusimos por sobrenombre: Batman y Robin. Tu mami y yo tenemos una hermosa amistad, fuimos todos amigos, lo somos aún. Este es el triste ejemplo de un enorme fracaso en la vida; renuncié a un futuro diferente. Fue mi erróneo concepto de la felicidad. Es así como te exhorto a ser valiente; toma el grandioso destino que hay para ti. ¡Escribe esta historia! Atrévete a soñar, pero sobre todo, ¡ama!, como si el último día fuese, ¡hoy! 

Quedé sorprendido. Saber que Emily me cuidaba por ser el hijo del hombre que ella amó. Entendí las preguntas de mamá. Por primera vez en mi vida sentí querer a la señorita Emily. No le diría nada a mi madre, no había necesidad.

A los dos días me reportaba en la oficina. Estaba el editor, quien era mi jefe inmediato, también el gerente general del magazín de espectáculos. Me hablaban de una promoción si lograba entrevistar en exclusiva al cantante John Legend; y un aumento de mi salario, acorde con la nueva posición...

Me levanté y entregué la carta de renuncia, salí de la oficina sin atender los llamados de los ejecutivos. Partí en mi auto a Oklahoma, a casa. Tenía que escribir esta historia sobre la indolencia ante el sufrimiento del prójimo, y, tal vez, solo tal vez, ser un pequeño punto de apoyo; una diminuta vela en la oscuridad, en la eterna lucha contra la pandemia del desamor.

Lo que Nelson Starr nunca pudo saber, a pesar de haber terminado los tres cuadernos, él estaba focalizado escribiendo en su habitación, mientras pasaban los días, semanas y meses; durante el noticiero local daban información de casos criminales:

Un hombre que simulaba ser un minusválido, sentado en estado de ebriedad había caído sobre la pista justo cuando un camión hacía la curva en esa esquina, pasó sobre su pierna derecha que quedó prensada sobre la pista. Los médicos salvaron al hombre, pero perdió su pierna; y mientras se retorcía, dos jóvenes hispanos le habían quitado una bolsa con dinero. La policía está tras de ellos.

El rostro de un hombre denunciado y capturado por cargos de comercialización de drogas, junto con su cónyuge.

En el hospital local, Patrick era desconectado del respirador artificial y cubrían su rostro. Dwayne permanece conectado. El largo timbre proveniente del indicador de los signos vitales conectado a Dwayne hizo volver a la enfermera junto al médico. Menearon la cabeza y desactivaron también la asistencia respiratoria monitorizada.

Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, se contagió del coronavirus...

A la joven cajera nunca más se le vio, desde el día en que pasaron por televisión las escenas de la anciana Emily Olsen. Pudo ver el letrero que ella misma pegó en la puerta del establecimiento. 

Albert vivió con el cargo de conciencia por su indolencia, desde que vio también en el noticiero, las escenas donde mencionaban a sus padres y a Emily. Fueron hallados muertos en el apartamento 113 en estado de descomposición. La cámara mostraba un abrigo que tenía pegado a una de las mangas, un cartel, el cual decía: ¡¡¡Lávense las manos!!!

lunes, 21 de marzo de 2022

Conociendo al enemigo

Rosario Sánchez Infantas


No es que no pudiera dormir, no había dejado de pensar toda la noche. Illary (amanecer) tenía el cuerpo entumecido por haber pasado la noche sin cobijas, acurrucado sobre el suelo irregular y recubierto por hierbas silvestres. Abrió los ojos, una tenue luminosidad le permitió ver la pequeña habitación circular de paredes de piedra, el aire helado se calaba por los resquicios del improvisado techo de matas leñosas. Era un muchacho delgado, de aproximadamente catorce años, de tez morena; su agraciado rostro se mostraba demacrado y con grandes ojeras. Vestía como un hombre del pueblo inca: una túnica que le llegaba hasta las rodillas, un manto a modo de capa, ambos de lana de auquénido y sandalias de cuero.

Afuera algunas avecitas entonaban sus cantos matutinos. Clareaba el día once de junio de 1534 y desde aquel macizo de cerros se veía el amplio y fértil valle que se extendía por setenta kilómetros hacia el sur en la región central andina del imperio de los incas el cual abarcaba cuatro mil kilómetros en lo que varios siglos después sería América del Sur. En las zonas altas los pastizales dorados contrastaban con los abundantes árboles de diversos tonos de verde; en el fondo del valle, cultivos multicolores. Un azul claro se iba imponiendo a los celajes naranja, oro y rosa en el límpido cielo.

«¿No te has ido mal sueño? ¿Cuándo vas a acabar?  –dijo con la voz quebrada mientras se incorporaba hasta quedar arrodillado, inclinó la cabeza y, llorando ruidosamente como un niño pequeño, se dejó caer. Con el rostro en el suelo, lloró mucho tiempo–. ¿Para qué esta vida sin amor, sin alegría, sin vida? ¡Nunca más te veré, madre querida!… –dijo, fijando su mirada delante suyo, como si la recordara y volvió a sollozar–, padre mío, sombra, cobijo… Uchuykilla (luna pequeña), Shullahuayta (flor del rocío), hermanitas mías nunca más reiremos juntos, nunca más juegos, nunca más cantos, ni sus mentirillas serias. –Agitó la cabeza y suspiró. Se quedó unos instantes en silencio y, al parecer recordando algo grave, se incorporó de manera violenta–. ¡Pacha-tikray! ¡Todo se ha vuelto! ¡Nada sirve! ¡Es el fin de nuestro mundo! Alanceados, degollados, humillados y ciegos sin poder creer en lo que creíamos. Han encarcelado y matado a nuestros gobernantes, Sapa Inca, hijos del sol. ¡Cuánto te he pedido madre luna, borra los malos sueños, devuélveme a mi familia, a nuestras comunidades y su buen gobierno!».

Allí, en Tunanmarca (pueblo en la cima) a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, a cero grados de temperatura, en una altiplanicie, entre cientos de pequeñas construcciones pétreas semiderruidas, el muchacho se sentía seguro. Antes del siglo XV, cuando los incas conquistaron esta región, diversos asentamientos humanos se ubicaban en las cimas de los cerros que conforman el valle; integrados al imperio incaico vivieron en poblados en el fondo de la amplia hondonada. Ahora el abandonado pueblo preínca era un buen cobijo para quien quisiera esconderse, lejos de los caminos principales y de las poblaciones, y no ser visto por los invasores españoles que ya se habían afincado en el imperio incaico tomado por asalto y empezaban a fundar ciudades bajo su gobierno, como la ciudad de Jauja, al pie de donde Illary se encontraba. Contar con el apoyo de un gobernante inca títere facilitaba la consolidación de la conquista española.

Illary recordó a su perdida familia. Orqo Wuaranga, su padre, a quien no veía hacía cuatro años, tendría ahora cuarenta años. Era alto, de piel oscura, fornido, parco y preciso. Expresaba su afecto de un modo opacado y algo torpe, lo cual producía profunda ternura en el sensible muchacho. Solía emplear expresiones breves y en un tono pontifical que su hijo creía necesario interpretar con calma. Provenía de Mollepata, un pequeño poblado en la serranía norteña del imperio. Situado en la vertiente oriental de la cordillera de los andes, era uno de los muchos valles interandinos, ubicados alrededor de los tres mil metros de altitud, que intercalaba paisajes agrestes y hermosas campiñas. Dada su proximidad con pastizales para los rebaños reales de camélidos, esa zona se especializó en la realización de tejidos. A los dieciocho años había sido seleccionado para recibir entrenamiento militar. En 1519, a los veintiséis años, Orqo Waranqa tomó como esposa a Cusirimay (la del alegre hablar), hermosa muchacha del lugar, seis años menor que él.  

La joven esposa del guerrero era morena, delgada, de cuerpo armonioso. Su largo cabello negro enmarcaba un rostro gracioso con hoyuelos en las mejillas y hermosos ojos negros. Ella había sido una paco aclla, una de las mujeres que eran reclutadas aún adolescentes y escogidas para ser preparadas en los llamados acllahuasis, por su origen social o por su excepcional belleza. Siendo hija de un cacique regional, fue dada como esposa a Orqo Waranqa, quien participara en una campaña exitosa en la expansión inca hacia regiones norteñas. Gracias a su formación en el acllahuasi, Cusirimay dominaba la elaboración del finísimo tejido cumbi: aquel que servía para la vestimenta del inca y la nobleza.

Al año de convivir la pareja, nació Illary; seis años después llegaría Shullahuayta y tras dos años Uchuykilla. Todo prometía felicidad a la joven familia; sin embargo, cuando el hijo mayor aún no cumplía los diez años, ya emprendía su viaje hacia el imperio incaico la muerte, el trastrocamiento de su cosmovisión, el oprobio, los arcabuces, los perros de caza con los conquistadores españoles. Hacía aproximadamente dos años, en 1532, inició la invasión del territorio imperial, coincidiendo con la guerra civil que enfrentaba a los hermanos Wuáscar y Ataw Wallpa por la sucesión de Huayna Cápac, el gobernante fallecido, padre de ambos. Además, desde los viajes de aproximación al territorio inca, los europeos trajeron los virus del sarampión y de la viruela que diezmaron a la población nativa. 

Muchas hipótesis había revisado Illary en esa larga noche. Su padre podría haber muerto en batalla pues, fallecido el inca Huayna Capac, Orqo Waranqa había pasado a formar parte del ejército de su hijo Ataw Wallpa. Pese a la ruptura política y social generada por la conquista española y la muerte de sus líderes, los miembros sobrevivientes de las aldeas al tener vínculos familiares, culturales y administrativos y al estar relativamente lejos del camino principal (Capac Ñan) se apoyaban a sobrevivir. ¿Qué había pasado con su madre? Antes de que llegaran los españoles una mujer solía morir por enfermedad o por accidente. Ella había desaparecido en un viaje que hizo desde su aldea a la ciudad de Huamachuco, a una hora de camino. El muchacho y algunos compueblanos la habían buscado sin resultados positivos.

Aunque el hambre le apremiaba esa madrugada fría no dejaba de pensar. ¿Había hecho todo lo posible para encontrar a sus hermanitas? ¿Las estaba abandonando al dejar su tierra? ¿La cobardía le hacía buscar a su madre? Permaneció unos instantes mirando hacia lo alto. Bajó la mirada y parpadeó varias veces, como cuando mentía u ocultaba algo. Sacudió la cabeza y suspiró. Sacó varios objetos de un atado, que permanecía cerca a la puerta. Desdobló una pequeña manta de algodón en la que había un plano rudimentario con algunos símbolos. Destapó un pequeño calabacín alargado que contenía tinta negra. Ayudado por una ramita volvió a tachar los ayllus cercanos al suyo a donde podrían haber ido sus hermanitas y donde no las había hallado. Continúo recordando los hechos recientes de su familia y su pueblo, buscando señales que le ayudaran a hallar a su madre. Esporádicamente, hacía pequeños trazos para señalar o remarcar los hitos de la historia reciente y que había detallado Sinchiwaman (halcón valiente), un chasqui que conoció hacía un par de meses.

 

******

Illary permaneció un día y una noche en el fondo de la quebrada: se había luxado el tobillo. Pese a que, con mucho dolor, había vuelto la articulación a su lugar, el adolescente de trece años, no podía caminar pues la tenía muy adolorida e inflamada. El camélido que iba guiando yacía muerto a unos metros y los alimentos que había intercambiado estaban desperdigados en el barranco. Pensando en que sus hermanitas estarían sufriendo por su ausencia, se vendó el pie con el cinturón e inició una penosa caminata por la orilla del río. Sabía que dos kilómetros más abajo, aproximadamente, saldría a un camino sin necesidad de escalar. Ya anochecía cuando lo logró; sin embargo, su tobillo estaba tan inflamado que no podía caminar más. Cuando pensaba pernoctar sentado bajo un árbol, una pareja de ancianos alertados por su perro, se acercaron cautos al muchacho que lloraba amargamente. Al verlo tan desvalido, el hombre le dijo:

Hijito querido, nuestra casa te espera.

Sosteniéndolo desde los brazos para que no apoyase el pie lastimado, con mucha dificultad, lo llevaron a su casa. Lo alimentaron y curaron como a un hijo, mientras escuchaban conmovidos su historia. También en el pequeño asentamiento de los ancianos, enfermedades desconocidas traídas por los invasores había diezmado a sus habitantes. Los sobrevivientes debían, penosamente, realizar las labores agropecuarias antes destinadas a los jóvenes en el sistema de división del trabajo comunitario inca.

A la mañana siguiente cuando Illary despertó los ancianos conversaban con Sinchiwaman, un fornido muchacho de aproximadamente veinte años, que servía al estado como chasqui o corredor de postas del correo inca. El desgobierno debido a la invasión española y las epidemias le había permitido abandonar su importante misión y venir a buscar, sin éxito, a su familia en una comunidad cercana. Les dio una visión más completa de lo que estaba sucediendo: habían muerto muchos gobernantes y curacas, y los que quedaban estaban divididos: unos apoyaron a Wuáscar el inca legítimamente elegido, pero impopular, y otros optaron por Ataw Wallpa su hermano usurpador del mando, pero eficaz guerrero. Muertos ambos mandatarios, el primer grupo había optado por la colaboración y el segundo por la resistencia hacia los españoles.

Sinchiwaman realizaba su servicio en la ruta serrana del camino principal del sistema vial de más de sesenta mil kilómetros que posibilitó el proyecto del imperio incaico. Residía en los tambos o albergues situados al lado del camino principal en las inmediaciones de su comunidad de origen. Testigo de excepción les informó que los pobladores de asentamientos humanos alejados de los caminos principales sobrevivían dolorosamente, huían a las regiones más altas y ariscas o se internaban en la región selvática. Los habitantes cercanos a las vías principales brindaban comida, ropa, leña, licor e incluso mujeres a los españoles y realizaban fiestas a su paso, como se hacía con pueblos amigos. Ello por orden del inca Ataw Wallpa, primero, y de los gobernantes incas títere que los españoles fueron nombrando después.

El adolescente escuchó, con espanto, que el chasqui en Mollepata, su aldea, había encontrado terrenos agrícolas, viviendas y algunos restos humanos abandonados. Solo un par de perros lo habían seguido y ahora dormían a sus pies. Illary lloró con amargura: a sus trece años había perdido a sus hermanitas. Quizás aún podría hallar a sus padres.

El imperio incaico el más extenso de la América precolombina abarcaba el territorio de lo que siglos después serían Colombia, Ecuador, Perú, Argentina, Bolivia y Chile. Fue conquistado entre los siglos XV y XVI a través de alianzas y guerras. El gobernante inca Ataw Wallpa resultó ser el vencedor en la guerra política con su hermano Wascar. El chasqui supo tempranamente de la llegada de los españoles al territorio inca, del exceso de confianza del emperador inca que los dejó penetrar la nación por una apreciación errada de la ofensiva española de parte de un espía suyo. De cómo Francisco Pizarro y su tropa, en tres horas aprisionaron al emperador Ataw Wallpa un sangriento dieciséis de noviembre de 1532 y mataron a diez mil nativos: la elite militar, religiosa, administrativa y técnica de las diferentes regiones del imperio y personal de servicio que no ofreció resistencia pues no estaban armados. Capturado su mandatario el ejército inca se replegó, según se acostumbraba, dando paso al saqueo de Cajamarca, a la toma de esclavos marcados a hierro y cometiéndose un sinfín de tropelías. Se había quebrado el estado incaico.

Los españoles exigieron un fabuloso rescate: dos habitaciones, de aproximadamente ochenta metros cuadrados, llenas de oro y una llena de plata para liberar a Ataw Wallpa. Apenas empezado el saqueo del imperio a gran escala Sinchiwaman desconcertado observó pasar las enormes delegaciones de curacas de las etnias Huancas y Xauxas, con víveres, oro y servidores, para ofrecer su apoyo a los españoles, al no haber perdonado su anexión violenta al imperio inca. Varias veces recibió el mensaje y se lo trasmitió a su relevo: había que llevar todo el oro y plata a Cajamarca. No obstante pasaban los cargamentos de los preciados metales, vio grupos de avanzada de estos seres barbados, de piel y ojos claros y en total dominio de animales de monta jamás vistos, penetrando el imperio para apurar el acopio. Supo de su avidez por el oro y el desprecio hacia los indígenas: robaban, saqueaban, violaban, torturaban y tomaban esclavos a su paso. Primero entraron a la ciudad de Huamachuco y luego se dirigieron al templo (o Guaca) de Pachacámac en la costa peruana.

El correo del inca siguió dando detalles, pero lo que llamó poderosamente la atención de Illary fue la descripción del viaje de las huestes españolas hacia Cusco. Los europeos recibieron y se repartieron el fabuloso rescate en oro y plata, pero ejecutaron al gobernante inca tras mantenerlo ocho meses en cautiverio y marcharon por más tesoros a la capital del imperio. Lentamente había avanzado la gran comitiva que se extendía por varios kilómetros: alrededor de cuatrocientos soldados españoles, un gran número de auxiliares indígenas (los que iban siendo reclutados, los traídos de Nicaragua y los ofrecidos por sus curacas), esclavos negros, gran cantidad de cargadores (humanos y llamas), concubinas, y el flamante Inca títere Tupac Huallpa, su familia y su «corte». Cada etnia que conformaba el gran imperio conservaba las peculiaridades de sus atuendos típicos por lo que era posible reconocer la procedencia de los nativos de tan insólito séquito. El chasqui había visto en él a varios pobladores hombres y mujeres de Huamachuco obligados a marchar, atados. Algo más había dicho el mensajero del inca, pero Illary, desgarrado de dolor, se mordió el labio inferior hasta sentir el sabor salado de su sangre buscando no pensar en lo dicho por Sinchiwaman. 

Aproximadamente dos meses Illary había buscado a sus hermanitas en las comunidades cercanas, en las inmediaciones de los caminos y en las orillas del río próximo a Mollepata. Terminó por aceptar que las había perdido. Entonces decidió ir hacia el Cusco recorriendo la ruta tomada por los españoles.

******

En aquella noche sin dormir, en las inmediaciones de la ciudad de Jauja, Illary había estado buscando algún indicio que le sirviera para encontrar a su madre. Suspiró, las lágrimas recorrieron su frío rostro cuando, como otras veces pensó en que quizás ella también hubiera muerto. Su respiración se agitó mientras su musculatura se crispaba y oprimía fuertemente los puños. Podría haber sido «alanceada» por los barbudos hombres blancos llegados por el oeste, sucumbido a las enfermedades que ellos trajeron o tomada cautiva.

Necesitaba algo a lo que asirse para seguir viviendo. Entre las afirmaciones graves que hacía su padre reparó en: «Un enemigo, si desconocido, mayor». Ahora se daba cuenta que evitaba pensar en situaciones muy dolorosas, como si al negarlas se fueran a eliminar. Se agitó su respiración durante unos minutos. «Tendré que conocer al enemigo, la cima de su maldad. No puedo seguir escapando»–Pensó el muchacho, hizo una inhalación profunda y se irguió con rostro decidido. Había mucho por esclarecer, debía bajar a las llactas o poblados, hasta el Cusco, aunque se expondría a la insania de los invasores. Pero primero debes alimentarte hubiera dicho su madre. Del atado que llevaba consigo sacó un bolso de algodón y un pequeño recipiente de cerámica; fue alternando porciones de harina de cereales tostados y sorbos de agua fresca. Hacía todo de manera rutinaria mientras sus pensamientos no cesaban. De pronto exclamó «¡No!», se atoró y tosió mucho para reponerse. En la búsqueda de su madre no había querido, hasta ahora, asociar palabras que oyera a Sinchiwaman: mujeres reclutadas-concubinas. Lloró amargamente.

viernes, 18 de marzo de 2022

Escondida en la historia

Laura Sobrera


Su última Navidad la sorprendió en casa, con sus hijas, en una sobremesa atípica. Ya en esos días era muy difícil sacarle una sonrisa, al menos para estas tres mujeres que la acompañaban. ¿El lugar? La barbacoa de la morada, el sitio más iluminado del hogar, con grandes ventanales que dan al jardín con árboles frutales y plantas que con sus flores le daban un toque de color a ese día soleado. En la parrilla, todavía quedaban vestigios de la carne asada que fue el plato principal de la comida navideña familiar, la charla era amena y distendida hasta que la mayor, en un momento trascendental le pregunta:

—¿Alguna vez fuiste feliz?

—No —fue la escueta respuesta.

La forma en que lo dijo sorprendió a las hijas, que vieron sus ojos vidriosos por algunas lágrimas que se empeñaba en retener. Se levantó como impelida por un resorte y se alejó del lugar donde se llevaba a cabo esta informal reunión hacia su dormitorio, lugar en el que se refugiaba cuando quería huir de algo que la mortificaba.

Las tres hijas quedaron atónitas sin comprender cómo en ochenta y seis años su madre aseguraba nunca haber sido feliz.

Al cabo de unos minutos, más tranquila, regresa con un cuaderno gastado, amarillento por el paso del tiempo con tapas duras apenas sujetas por unos cuantos hilos que sobrevivieron el correr de los años. María y Martha, las hijas mayores, lo conocían, pero Rosa nunca lo había visto.

Sin pensarlo demasiado Celia, la mamá, se lo entrega a esta última, sin decir ninguna palabra y se puso a hojearlo sin profundizar mucho por el contenido.

Las mayores dijeron:

—Es el diario de mamá.

El asombro de Rosa se manifestó en la cara y sintió un profundo honor de que su madre se lo diera para leer sabiendo que las otras ya conocían lo que estaba escrito en él.

Hasta ese instante, la mamá era la imagen de la perfección o eso creía. Lo que había hecho en su vida y cómo parecía ir más allá del límite de lo excelente y estar en el inalcanzable terreno de lo perfecto, pero eso visto desde la perspectiva de hijas que admiran a su madre como si fuera extraterrenal y viendo que su papá tenía los mismos sentimientos respecto a ella. Brillaba en cada cosa que tocaba o hacía. Eso hizo muy difíciles las cosas para su descendencia que no tenían esa necesidad de ser perfectas, aunque buscaran la excelencia, pero sin ser una obligación, sino más bien, una elección propia.

Fue como haber vivido con el mismísimo rey Midas. Ese monarca de los cuentos infantiles tenía sus lados oscuros. La carencia de expresión en el amor de cualquier tipo fue como si hubiera nacido para sentir, pero no para demostrar, con un escudo o barrera que la separaba del mundo. Sin embargo, aunque suene incoherente, era capaz de los sacrificios más insólitos para cualquiera que no fuera ella misma.

Jamás pensaba en sí misma, como si ella no se perteneciera y fuera mercancía ajena.

Ese diario, escrito con letra de maestra de las de antes con una caligrafía impecable, que Rosa comenzó a leer sin darle trascendencia, fue invadiendo el alma de esta hija que era muy distinta a sus hermanas, tanto, que por lo general había sentido no pertenecer a la familia.

Entre medio de la lectura, hablaban con su madre sobre las palabras que había dicho y aunque sonara reproche, le preguntaron:

—¿Por qué nunca nos abrazaste o besaste?

—A mí me criaron así. Papá nos besaba solo cuando salía de viaje. Yo por ser de las últimas en nacer, ni siquiera fui atendida por mi madre, solo por la tía Iris. Lo hizo bien, pero no era una mamá, aunque así era la costumbre de las familias numerosas de principios del siglo pasado.

Rosa, que sintió la ausencia de demostraciones de cariño quiso cambiar eso en los hijos que engendró, para que nunca les faltaran las muestras de amor filial y así enseñarles la importancia de que los afectos, cariños o amores se argumenten en hechos, palabras, además de las caricias en esa búsqueda de que fueran felices, antes que nada. Fue muy cariñosa con ellos, aún lo es. Nunca faltó la palabra amable, el abrazo apretado, ese contacto físico que es tan importante para formar personas dignas de habitar este mundo caótico.

—¿No sentiste nunca la necesidad de un abrazo, un beso de tus padres?

—No teníamos tiempo para eso. El ocio no era una opción Las labores manuales nos mantenían ocupados. Leer era considerado una pérdida de tiempo, por eso solo destinábamos a ello unos ratos por las noches. Costura, bordado, tejido, las manos siempre ocupadas mantenían nuestras mentes activas con «cosas productivas», soñar no estaba permitido, aunque es imposible evadir las ilusiones —dijo con la mueca de una sonrisa.

—Pero el amor tiene que ser importante, ¿no?

—El amor de las novelas no existe —contesta tajante.

De nuevo se levantó como si necesitara respirar un poco de aire fresco. Siempre la ahogaba enfrentarse a sí misma, algo de lo que vivió huyendo.

Cuando entró en su dormitorio, la menor comenzó a declamar como si fuera una letanía que las demás la siguieron a coro:

«Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo. Y sobre la pampa estaba un viejo gigantesco; enjuto, lívido, sin barbas, estaba un gigantesco viejo de pie, erguido como un árbol desnudo. Y eran fríos los ojos de este hombre, como aquella pampa y aquel cielo; y su nariz, tajante y dura como una segur; y sus músculos, recios como el mismo suelo de granito; y sus labios no abultaban más que el filo de una espada. Y junto al viejo había tres niños ateridos, flacos, miserables; tres pobres niños que temblaban, junto al viejo indiferente e imperioso, como el genio de aquella pampa de granito».

Recordaron esa parábola entre sonrisas y recuerdos.

—¿No les parece que ese viejo es como mamá? —preguntó Rosa. Hasta su descripción física es acorde a ella.

—Sí, tal cual —respondió María— no en vano, José Enrique Rodó personificó con él a la fuerza inquebrantable de la voluntad y a los niños con nuestras entrañas, talentos y capacidades.

Hicieron un silencio que se asemejó a la trama de una obra teatral, aunque pareció que las tres visualizaba esa parábola de formas muy diferentes, según la experiencia de cada una con el alma del hogar.

En ese momento, Rosa encuentra una carta, la lee con gran interés y fue una gran sorpresa que estuviera dirigida a una persona que no era su padre.

Con mirada interrogante les pregunta a sus hermanas:

—¿Quién es la persona a la que está dirigida esta carta?

—Fue un hombre que conoció cuando ya estaba comprometida con papá —contestaron— si lo quieres conocer, busca debajo de una estampa con flores, allí está su foto.

Rosa revisó afanosa cada estampa pegada y allí, como dijeron sus hermanas, estaba la foto de Gustavo, hombre atractivo, ojos claros, cabello rubio con gomina, con un pocito en el mentón, que daba la sensación de fortaleza masculina.

—¿Quién fue Gustavo? —le preguntó Rosa sin anestesia, cuando su madre hubo vuelto.

—No fue nadie.

—Pero mamá, estas líneas no parecen dirigidas a un «nadie».

—Las cosas no se podían cambiar —dijo con voz ahuecada, como si no fuera de ella— estaba comprometida con tu padre y me casé con él.

—¿Intentaste rebelarte?

—Las mujeres no rompían los compromisos.

Cada vez que la conversación llegaba a un punto álgido se alejaba hacia la habitación, como si el tema de conversación fuera una pesada carga de recuerdos, que su cuerpo no pudiera sostener, por eso se retiraba, para respirar, reponerse y ahogar recuerdos que sentía que no debía tener.

Rosa les dijo a sus hermanas:

—La mujer que escribió esta carta y otras cosas en el diario no tiene nada que ver con mamá. La pasión con la que describe lo que significa para ella separarse de Gustavo, ese no poder respirar, el pedirle que no la mire porque no podría dejarlo es amor verdadero, ese que solo viene una vez en la vida y hay que seguirlo o decidir morir, aunque se siga respirando.

Cuando la madre volvió a la mesa, Rosa le dijo algo que la sorprendió:

—¿Sabes mamá?, me hubiera gustado conocer a la mujer que se enamoró de Gustavo.

Un destello de luz intentó asomar, pero solo fue un instante. Su hija lo vio, pero prefirió no decir nada. Ella seguía insistiendo en que no había sido importante, cual mantra aprendido que repetía intentando convencerse de la veracidad de sus propias palabras.

Cambiaron de tema, algo que esa madre agradeció. Para alguien que escondió su corazón durante toda la vida, es casi imposible que cambie de opinión con respecto al «nadie» que estuvo solo un tiempo de su pasado, aunque por las fechas de ese diario, duró hasta que la hija menor cumplió cinco años.

Rosa por fin pudo comprender muchas cosas de la relación de su mamá con el padre, hermanos, ellas, las hijas, una que cambió de forma sustancial con la llegada de los nietos y bisnietos. En ellos pudo abrir un poco ese corazón sacrificado.

Pasada la Navidad, Rosa le escribió unas líneas contando esta historia desde su perspectiva. El corazón de esa gran madre sufrió por enfermedades y dolores del alma, por eso pensó mucho si darle o no ese escrito.

Sus hermanas pensaron que no era buena idea, así que decidió tantear el destino y preguntarle si le molestaría que escribiera sobre su historia, esa que quedó escondida en el tiempo y en su corazón, aunque se empeñara en decir lo contrario.

Cuando la terminó buscó un momento en que estuvieran a solas, y se las leyó, y Celia guardó en el mismo diario, junto a la carta a Gustavo, las líneas que su hija le había dedicado.

Tuvo miedo al mostrarle el diario. Temió ser juzgada y eso no sucedió. A Martha no le gustaba esta historia, le hacía sentir que el papá no había sido importante, pero Rosa era diferente. Ella entendió que el padre, fue papá y eso no podía ser cambiado por nadie. La madre lo quiso mucho y cuidó aún más, pero amor, lo que se dice ese AMOR con mayúsculas es el que sintió por Gustavo. La vida es lo que es, al igual que las personas.

Eso no desmerece todas las otras cualidades que ella tuvo y que fueron muchas, pero como Rosa dijo en esa carta que le dedicó:

«Hay veces que detrás de la historia está escondida una pequeña ventana que otorga un permiso especial; cuando la vida se pone dura o se la siente injusta, podemos asomarnos a ella o tal vez, solo leer unas líneas en las páginas amarillentas de un viejo diario escrito con letra de maestra de las de antes que nos recuerden no únicamente lo que fuimos, sino también, viendo esa foto oculta bajo la postal de una flor, lo que pudimos haber sido».