Rosario Sánchez Infantas
Los domingos por las tardes treinta estudiantes internas, entre los nueve y dieciocho años, marchábamos hacia el pequeño bosquecillo ubicado en el fondo del complejo educativo. En esta ciudad andina, a 3400 metros sobre el nivel del mar, la temperatura variaba entre cinco y veinte grados centígrados, por ello disfrutábamos tomar el sol sentadas sobre trozos grandes de algunos árboles talados. El internado y la sección primaria estaban ubicados en una casona antigua, bien conservada y con hermosos jardines, colindante con una pequeña capilla gótica. Las instalaciones de secundaria eran nuevas y equipadas con campos deportivos.
El cielo claro, aire seco, estaciones muy marcadas, sembríos, arboledas y un río caudaloso caracterizaban al amplio valle en el cual se ubicaban pequeños pueblos y algunas ciudades como ésta en la cual las Hijas de la caridad administraban el colegio desde inicios del siglo XX. Durante la semana el aroma a cipreses se sentía en los diversos ambientes; en el bosquecillo el viento frío traía la fragancia de la tierra cultivada, del eucalipto en los fogones aledaños, las retamas tiernas o el olor de la comida en preparación en la cocina del hospital psiquiátrico vecino de nuestra morada.
Una vez cada dos semanas las internas podían ser visitadas por sus padres y
salir hasta las tres de la tarde con ellos. La mayoría de las estudiantes éramos hijas de obreros o
empleados de los centros mineros de la región central del país o de
agricultores de la cercana selva alta. Muchas de ellas llegaban en abril y solo
regresaban a sus hogares en diciembre al finalizar el año académico. Los fines de semana sin visita escuchábamos las canciones que la emisora
local difundía con muchos meses de atraso en la radio a pilas que María Isabel
tenía. Cantar, conversar, tejer era lo que las internas hacíamos hasta que el
sol desaparecía tras la tapia vecina y la auxiliar nos llevaba a la misa en la
capilla del colegio.
Mañana y tarde
asistíamos a clases y permanecíamos dos horas en la sala de estudios antes de
cenar. Una tarde nos enteramos en ella que la madre de María Isabel había fallecido. Siendo la hermana mayor debía acudir
a las exequias y ayudar en la organización del hogar por
un par de días. Lo solicitaba el padre en una misiva
que trajo desde el lejano centro minero otro hijo suyo, de luto riguroso. Con
el semblante cambiado regresó el martes siguiente y salió los siguientes dos
fines de semana, para ayudar en casa. En este lapso las
tardes de domingo fueron más silenciosas y nostálgicas, pues quizás la música no
nos alegraba, sino que nos distraía de la tristeza por la familia, los amigos y
el pueblo ausente. A las seis con treinta de la tarde mientras esperábamos
abrieran la capilla la veíamos trasponer la gran reja y despedirse de su
hermano, que la traía de regreso de su localidad, ambos vestidos de negro.
Era
grande y feo. En la sala de estudio pasé mucho tiempo pensando en aquel cuadro
que presidía la pared delantera. Un grueso marco de madera rojiza, que mostraba
polvo y algunas cerdas adheridas al barniz, protegía un mensaje escrito con
letras góticas que decía: «Tenéis una vocación
que os obliga a asistir indistintamente a toda suerte de personas: hombres,
mujeres y niños, y en general, a todos los pobres que os necesitan». Una mancha
gris cubría parcialmente el nombre del autor, el santo cuyo nombre llevábamos
en la insignia del colegio.
La primera vez que lo vi, aplicando la teoría de conjuntos que nos enseñaban en clases, me pregunté por qué «los hombres, mujeres y niños» estaban en otro conjunto que «todos los pobres que os necesitan». Luego trataba de entender qué significaba esa vocación que me generaba una obligación. El diccionario decía que era «la inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de la religión». Recordaba la historia del sacerdote sobre una muchacha que sentía debía ingresar como novicia en una congregación para servir a Dios. Se resistía, luchaba, pues la ilusionaban el mundo, los chicos, los placeres, las tentaciones del demonio; después de mucho sufrimiento se rendía al llamado divino. Y entonces la obediencia y la desobediencia, lo que quería y lo que debía, la virtud y el pecado combatían en mí. Quizás el Creador del universo me había llamado, pero yo, tentada por el demonio, no quería obedecer su mandato. Si Adán y Eva habían sido echados del paraíso por comer una manzana, yo de seguro ardería por toda la eternidad en el infierno.
Eran mucho temor y culpa para manejar a los diez años.
Un día reparé que estaba prohibido
que las alumnas de una sección del internado ingresáramos a la otra. Quizás Cristo Pobre quería más a las internas de los
dormitorios comunes, las que pagaban pensiones más baratas, porque eran más
parecidas a él. Quizás por tener papá y mamá algo más de dinero para pagar
dormitorios privados Jesús no
nos quería tanto a mi hermanita de nueve años y a mí. ¿De dónde sería el Cristo Pobre? Recordé al Señor de los
Milagros de las procesiones en mi ciudad, al Señor de la
Agonía ubicado debajo de un arcángel con su arcabuz en una iglesia de la
capital, los arcos y alfombras de flores con que celebraban
al Nazareno resucitado en un valle cercano. Me sentí muy tonta por
tardar en darme cuenta que Dios,
aunque tomaba diferentes nombres, era el mismo siempre. Pero surgió la inquietud: «El santo patrono de mi colegio, ¿sería alemán como la hermana Hildegarde?» Ya había pasado una semana, pero al recordarla sentí el golpe, el
ardor, la sorpresa y la humillación de la bofetada que no vi venir desde su
cuerpo de cien kilos y un metro ochenta de altura. No pude terminar la explicación
que estaba dándole y me mandó ir a confesar mi pecado: darle un empujón a una
compañera por decir que mi apellido era vulgar. Me parecía fácil aprender lo
que enseñaban en el colegio; pero la vida era más difícil de entender. En casa
había asimilado que el apellido y la familia era algo sagrado que se debía defender,
y resulta que aquí eso era un pecado. Más que nunca sentí el ramalazo del desarraigo familiar; y esa como casi
todas las noches imaginé el camino de regreso que hacían mis padres hacia
nuestra localidad, en plena oscuridad después de habernos visitado en el
internado. Recordé que la carretera sinuosa al borde del caudaloso río tenía
cada cierto trecho miniaturas de capillitas que recordaban accidentes mortales.
Cuando la tristeza era inmanejable me prestaba algún libro de
las alumnas de secundaria, uno de los que más me impactó fue El retrato de
Dorian Gray. Conocía otros lugares, personajes y circunstancias que me
hacían olvidar la nostalgia, la culpa y la posibilidad de quedar huérfanas; pero
las tareas escolares no se hacían solas. La añoranza de la familia y las
llamadas de atención por no cumplir con lo encomendado por la profesora, se
traducían en llanto por todo lo llorable, no solo por las asignaciones
incompletas. Aquel día que la profesora me llevó, anegada en lágrimas, donde la
hermana tutora para que me conmine a ser disciplinada recordé su obligación de asistir
indistintamente a los hermanos, y esperé ser asistida sin saber exactamente lo
que eso significaba. La religiosa de mediana edad me miró, se rio burlona y me
dijo:
–¡Ah! Tú eres
la llorona.
Algo sucedió en mi interior.
Su mirada vacía de afecto me recordó los ojos de la
zarigüeya disecada que había en mi aula. Sentí
que yo crecía. Respondí en silencio: «Soy llorona… y
muchas cosas más». Regresé a mi
aula sin pedir permiso para ello.
De vez en cuando todavía me preguntaba si no era
pecado burlarme silenciosamente de los que me parecían actos injustos,
inhumanos y falta de servicio de las Hermanas de la Caridad. Con la
racionalidad de mis diez años me dije que siempre habría tiempo de hacer una
buena confesión y arrepentirme… ¡algún día!
Con gran
sonrisa, contemplé a las monjas, como en aquelarre, enterándose lo que ya se
sabía en la sala de estudios: el supuesto hermano de María Isabel la había
embarazado. Su madre alertada por un familiar que vio a la joven pareja un fin
de semana en una ciudad aledaña, vino a reclamar la irresponsabilidad del
colegio. Pero hay diversas fuentes de reclamos, este provenía de una modesta
vendedora del mercado que se sintió agradecida con que le dieran un certificado
de estudios aprobatorio de ese año académico.
Quise a los roedores la medianoche en la que, tras
el alboroto, vi a Sor Hildegarde y la rata que trataba de matar, escoba en mano,
pataleando juntas en el pasillo. La rata, más ágil, se repuso primero y echó a
correr. Pensé: «algún día puedo arrepentirme bien». Me
preguntaba si hacían caridad las hermanas y, en ese caso, qué les daban a los
pobres, ¿el caldillo en el cual
flotaban cinco o seis filamentos casi transparentes de col, del cual tomábamos
un plato y medio pues para disminuir el exceso de sal le añadíamos agua del
grifo, o los conejos en salsa de maní que probamos las internas en el
cumpleaños de la hermana superiora? Yo anticipaba la respuesta. Y cuando debíamos confesar nuestros pecados, me reservaba contarle al
sacerdote que prefería a Caín respecto a Abel (qué culpa tenía el primero de que
sus ofrendas no fueran agradables al Creador), que no me simpatizaba el Hijo
pródigo (al que debían homenajear era al hijo que se quedó ayudando a su padre),
que hallaba mucho más pecadores que yo en el pueblo escogido de Dios, que una
vez mirando el cuadro El descendimiento de la cruz, me lo imaginé a él
desnudo. En esas y muchas ocasiones solo resolvía que quedaba pendiente la
confesión en la que revelara haber confesado parcialmente.
Después de amenazar a mi madre, con que escaparía
del internado y que no me responsabilizaba si mi hermanita menor me seguiría en
la fuga, un sábado nos llevaron a consulta en la capital de la región. Cuando
regresamos al internado, mis padres permanecieron cerca de una hora en la
dirección y cuando pensamos que venían a despedirse, empezaron a empacar
nuestras cosas y regresamos juntos a casa. En el trayecto, vi una carpeta con
el cargo de una carta en la que el psicólogo, visitado por la mañana, recomendaba
que la edad de las niñas –ahí aparecía mi nombre y el de la
pequeña– exigía que nos sacaran del internado y viviésemos con papá y mamá. El
profesional la llamaba «Señora Hildegarde…». Yo sabía que las religiosas eran solteras, me supo muy bien pensar que
no habría tenido a quien abofetear la señorita monja. Un pecado más que
confesar… ¡en el futuro!
Las Hijas de la caridad y lord Henry
Wotton: cóctel peligroso para influenciar tempranamente a una niña.
Aprendí a reírme para lidiar con el
dolor. Más adelante preservaría mi salud mental escribiendo ficciones.
Enterada de que Francisco Franco restauró el control de las
cárceles por parte de órdenes religiosas y que las Hijas de la Caridad son
sospechosas y algunas acusadas, en el caso de los niños robados a sus padres por
el franquismo, recuerdo que Cristo, el hombre, enseñó que hay iras santas, ¡y,
yo no tengo nada que confesar!
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