José Camarlinghi Mendoza
El pronóstico del clima anunció cielos azules hasta el final de la
tarde y que luego se desarrollaría una tormenta que duraría al menos dos días.
Carlos tenía a un grupo de amigos cincuentones, Peter, Russell, Chris y Martín,
a los que estaba instruyendo en las técnicas básicas alpinas. Ya llevaban tres
días en el refugio Kelman al final del glaciar Tasman en los Alpes del Sur,
Nueva Zelanda. Todos los días salían temprano para practicar los procedimientos
que el deporte de alta montaña requiere. Ese día pondrían en práctica lo
aprendido y harían su primera cumbre, el pico Aylmer. Cuando ya estaban en la
afilada cresta de hielo y rocas que lleva a la cúspide empezaron a llegar nubes
bajas del norte y el oeste. Mala señal; no era ni mediodía y la tormenta se
estaba adelantando. Carlos decidió interrumpir la ascensión. Empezaron el
descenso y justo cuando dejaron atrás el terreno vertiginoso de la arista, se
vieron envueltos en una niebla tan espesa que se perdió el paisaje. La luz
difusa y débil engañaba la vista y no se podía decir con certeza cómo era el
terreno adelante. Por suerte estaban las huellas en la nieve, las que habían
dejado en el ascenso.
Más abajo la neblina no estaba tan cerrada. Se disponían a
atravesar las laderas del glaciar cuando Peter se detuvo y pidió un minuto de
descanso. A Carlos le pareció extraño porque no habían hecho ningún gran
esfuerzo. Se detuvieron manteniendo la cuerda tensa porque caminaban en
territorio de grietas y sería muy peligroso juntarse en un solo punto. Podrían
estar sobre un puente de nieve que colapsaría con el peso de todos. Peter se
sacó la mochila, la puso en la nieve y en vez de sentarse en ella cayó de
bruces. El guía apenas vio la silueta desplomarse no comprendió lo que estaba
sucediendo. Muchas veces él había sentido el mareo que produce el fenómeno
producido por white-out, cuando cielo
y tierra son blancos y no se puede ver la diferencia entre ellos; entonces el
oído medio y la vista no coinciden con la información que mandan al cerebro y
se pierde el equilibrio momentáneamente. Sin embargo, Peter no reaccionaba.
Seguía echado de cara en la nieve. Carlos lo llamó a tiempo que tiraba de la
cuerda. Ninguna respuesta ni reacción. Entonces a pesar del peligro de las
grietas corrió hasta él y le dio media vuelta. Estaba inconsciente. Todos se
acercaron y uno de ellos comentó que ya había tenido un episodio cardiaco unos
años atrás. Inmediatamente empezaron con la reanimación cardiopulmonar mientras
Carlos se comunicaba por radio con el rescate.
El clima se deterioró y empezó a nevar. Por la radio les dijeron
que la torre de control no les había autorizado despegar el helicóptero del
socorro debido a la tormenta y la poca visibilidad. No tenía sentido mandar un
equipo a pie porque les llevaría al menos dos días y la tormenta estaba ya
encima. Tenían que improvisar el rescate ellos solos.
Pasaron incontables minutos de masaje cardiaco y respiración boca
a boca. Peter no daba señales de reaccionar. No tenía pulso y el cuerpo
empezaba a enfriarse. La tormenta se hizo más intensa con el viento y una
copiosa nevada. Carlos tomó una decisión difícil; la de abandonar a Peter y
salvar la vida de todos. Uno de los amigos protestó.
—Si no llegamos al refugio para el anochecer, vamos a morir todos
—dijo con una calma sorprendiéndose a sí mismo.
Todos lo miraron desconcertados y alguno empezó a sollozar. Miraron a Peter, inerte en el suelo, que rápidamente empezaba a cubrirse de nieve. Uno a uno se acercó y abrazó el cuerpo ya helado. Dejaron un bastón clavado al lado del cuerpo para que los rescatistas lo encuentren.
La nieve fresca había cubierto sus huellas. Estaban en medio de un
glaciar gigantesco y la visibilidad era casi nula. El guía intentaba ubicarse,
pero lo cierto es que avanzaba a tientas. No estaba seguro qué dirección tomar
y decidió seguir su instinto, el mismo que le había salvado en ocasiones
anteriores. Sin embargo, esta vez era diferente. El glaciar era demasiado
grande y no tenía muchos relieves o elementos característicos. Era una inmensa
superficie de pequeñas lomas.
La tormenta continuaba azotando con ráfagas de nieve que a
momentos les hacía perder el equilibrio y en otros los cegaba totalmente. Una
ceguera blanca que les desubicaba aún más. En un punto, Carlos decidió parar e
intentar ubicarse. Buscó el GPS en la mochila y para su sorpresa no lo
encontró. Sacó, entonces, el mapa, la brújula y miró el reloj/altímetro.
—¿Estamos perdidos? —preguntó uno de los clientes.
Carlos pensó rápidamente una respuesta. No podía admitir la
realidad porque perdería el control del grupo. Tenía que mantener la calma y el
liderazgo.
—Solo verifico que vamos en la dirección correcta —mintió.
Miró el mapa y lo alineó con la brújula. Ya estaban en las pendientes
suaves cuando ocurrió el incidente de Peter. Eso le dio una pauta de aquella
ubicación. El altímetro le brindó la única certeza. Sabía que la ruta de
ascenso hacía un trazo que se dirigía al noroeste. Decidió entonces seguir la
brújula en el sentido contrario. Según sus cálculos llegarían a la base de la
ladera en cuya cresta estaba la cabaña. Miró las caras sombrías de sus clientes
y no se animó a preguntar cómo estaban.
—Vamos bien… —dijo con la mayor seguridad que pudo y acotó—.
Continuemos.
Giró y empezó a caminar siguiendo la dirección que le daba la
brújula. A los pocos pasos se detuvo nuevamente. Tenía que haber comunicado del
asunto a la oficina del Parque Nacional. Sacó la radio y les contó las malas
noticias. Le dijeron que en el refugio los estaban esperando e improvisando un pequeño
grupo para buscarlos. Carlos les contestó diciendo que sería una locura salir
en el presente clima. Se pondrían más personas en riesgo. Miró a los hombres y
recalcó que estaban bien y que pronto estarían a salvo.
Un par de horas más tarde se encontraron con una grieta enorme.
Carlos se desconcertó en un principio, pero no dijo nada. Habían bajado
demasiado. Estaban al borde de la cascada de hielo. Ese es el lugar donde el
glaciar cambia abruptamente de pendiente y por el peso del hielo se abren
grietas y se forman grandes torres heladas llamadas seracs. Lo bueno, pensó él, es que si caminaban paralelos a las
grietas llegarían a la ladera que estaban buscando. Lo malo era que podría ser
peligroso. Las fisuras que se abren en el hielo podrían llegar a cubrirse con
consecutivas nevadas de manera de formar delicados puentes que ocultan los
abismos helados. Podría darse el caso que todos estuvieran sobre un mismo puente
de nieve y si no era lo suficientemente sólido se precipitarían a las
profundidades del glaciar. Eso le aumentó el estrés, sin embargo, mantuvo la
calma y se mostró sereno frente a los hombres que le seguían.
De pronto, sus temores se hicieron realidad: el piso se hundió
bajo sus pies. No atinó a hacer nada. Sus músculos se contrajeron y antes que
llegara a pensar nada se quedó colgando en el vacío. Agradeció que el segundo
día de instrucción les había enseñado el proceso de rescate en grietas. Cada uno
de ellos practicó las técnicas varias veces. Con el jalón de la caída el resto
de la cordada trastabillaba y al llegar al suelo nevado clavaban las piquetas.
Luego organizaban una polea para sacar al caído. El día entero practicaron
hasta lograr frenar e instalar la polea de rescate. Esa misma noche, Carlos les
dijo que había que practicar el armado del sistema porque era fácil de
olvidarlo. Les contó que él nunca había caído en una grieta. Eso ocurría muy
ocasionalmente, pero era un procedimiento en el que había que lograr
automatizarse; que cuando ocurriera un incidente real, no tendrían tiempo de
estar pensando. Parecía que al menos habían aprendido a frenar la caída. En ese
instante sintió una especie de cariño hacia los hombres que estaban afuera. Sin
embargo, estaba seguro que no lograrían instalar el sistema de poleas para
sacarlo. Inmediatamente se puso a trabajar en su auto-rescate. Tenía todo el
material para ascender por la cuerda colgado en su arnés. Sacó los
dispositivos, los colocó en la cuerda y poco a poco empezó al ascenso. Cuando
ya estaba por llegar al labio de la grieta sintió el primer tirón. Con el
segundo ya pudo ver que sus alumnos habían logrado organizar el complejo
sistema. Ya fuera de la grieta los felicitó efusivamente. No les dijo que la
mayor parte del rescate lo había hecho él solo. Lo haría luego, cuando estén a
salvo y bajo techo. Por el momento su intención era la de fortalecer su
confianza.
—No recuerdo haber visto esta grieta cuando vinimos en la mañana.
—dijo uno de ellos.
Carlos sopesó la delicada situación en la que tiene que dar
información sin atemorizar a sus clientes. Dentro de sí reconocía que estaba medio
perdido. Dudaba que pudiese encontrar el camino de retorno, pero no podía
perder la imagen de líder profesional que sabe lo que hace. En su mente crecía
lentamente una especie de angustia. Él era el único que tenía las capacidades
para ponerlos a todos a salvo. Si perdía credibilidad todos intentarían tomar
la iniciativa y la desorganización que eso produciría podría ocasionar la
pérdida de sus vidas. Decidió entonces admitir que se habían desviado un poco,
pero inmediatamente afirmó con certeza.
—No sé si ustedes han observado este glaciar desde el refugio. Si
lo han hecho y se acuerdan, la mayoría de las grietas corren perpendiculares a
la ladera del refugio. Si seguimos la misma línea llegaremos a nuestro destino.
—¡Es cierto! —dijo uno de ellos con cierta alegría.
Ese comentario animó a los otros que asintieron con una especie de
alivio, sin embargo, una pequeña semilla de duda pasó por sus mentes y Carlos
se dio perfecta cuenta del asunto.
La tormenta no amainaba. La temperatura continuaba bajando y se
hacía mucho más intensa con el viento. Los hombres empezaron a luchar por sus
vidas. Carlos, debido a los años de experiencia y trabajo era el que tenía más
resistencia al sufrimiento y a los elementos. Los otros tres, que pasaban la
mayor parte de su vida en una oficina y un hogar atemperados comenzaron a
sufrir los efectos de la hipotermia. Se volvieron más lentos y descoordinados.
Tuvo que ordenarles a gritos que no se detuvieran, y a pesar de aquello, se
detenían cada cincuenta o sesenta metros.
El avance se ralentizó aún más. Decidió hacer una parada para
hacerles beber y comer. Sacó todos los chocolates, las barras energéticas que
tenía y lo poco de té caliente que le quedaba en el termo. Uno por uno les hizo
comer y beber. Ya no usó el tono de seguridad para inspirarles confianza. Esta
vez les dijo que estaban luchando por sus vidas. Que tenían que dar todo de
ellos para continuar. Que él los llevaría hasta el refugio. Los dulces y el té parecieron
hacer efecto. Se levantaron con mejor ánimo y empezaron nuevamente la caminata.
Solo Carlos sabía que la situación en la que estaban era muy grave. Haciendo un
gran esfuerzo abría huella en la nieve fresca y profunda al tiempo que jalaba
la cuerda con la cual estaba atado a sus clientes. Avanzaba en control remoto,
como autómata, no sabía a ciencia cierta a donde se estaba dirigiendo. Al menos
el viento venía por detrás; no tenían que luchar en contra de él.
Miró el reloj. Estaban caminando casi seis horas desde que
abandonaron a Peter. En un día normal habrían llegado al refugio en máximo dos
y media. En otras dos llegaría la oscuridad. Pensó en su familia, su esposa,
sus hijos. Se le anudó la garganta y por unos instantes se le aguaron los ojos.
No podía dejarse dominar por pensamientos negativos, la salvación de todos
dependía de que él se mantuviera sereno. El esfuerzo de abrir la huella en la
nieve profunda lo sumió en un estado muy parecido a la meditación. Ya no sentía
el cansancio. Concentrándose en su propia existencia tuvo la certeza que
volvería a ver a sus seres queridos. En ese momento sintió un tirón en la
cuerda. Quiso seguir avanzando, pero parecía que estaba atado a un peso muerto.
Giró y entre los copos de nieve que traía el viento vio que el que le seguía,
Martín, yacía de bruces en el suelo. No
otro mas por favor, pensó Se acercó lo más rápido que pudo, le sacó la
mochila y lo hizo girar. El hombre abrió los ojos.
—Carlitos… me estoy muriendo…
Un sobresalto de adrenalina le hizo olvidar sus pensamientos, llamó
al resto y les dijo que tendrían que construir un refugio improvisado, era
imposible continuar. Sacaron unas pequeñas palas y empezaron a cavar en la
nieve fresca. El ejercicio los reavivó un poco y lograron hacer un hueco lo
suficientemente grande y profundo como para entrar sentados. Carlos sacó una
tela plástica que sirve como protección de emergencia, la aseguró con piquetas y
nieve en el lado que daba el viento, y recorrió el resto sobre la cavidad donde
ellos estaban. Se sentaron en sus mochilas y se acurrucaron para darse calor. Inmediatamente
sintieron el alivio de estar fuera del viento. Carlos compartió los últimos
pedazos de chocolate que le quedaban. Ya no tenía nada que beber.
El hombre que había colapsado estaba muy pálido. Se sentó a su
lado, le abrió la chaqueta y sintió que estaba muy frío. Sacó una mantilla de
rescate, esas que están hechas con aluminio refractante. Abrazó a Martín y
cubrió a ambos con ella. El hombre lo miró y le dio una media sonrisa.
—Ya me siento mejor —dijo suavemente—, gracias.
A Carlos le tembló nuevamente la quijada y miró a otro lado sin
saber qué responder. Sacó la radio y se volvió a comunicar. Les dijo que habían
construido un resguardo y que esperarían a que pase la tormenta. La voz
entrecortada del oficial de guarda parques les prometió que tan pronto mejore
el tiempo, mandarían un helicóptero con el grupo de rescate. Todos se animaron
al escuchar las noticias que les daban cierta tranquilidad. No estaban tan
abandonados a su suerte.
El techo de tela colapsó por el peso de la nieve recién caída.
Tuvieron que trabajar nuevamente para sacarla. En apenas cinco minutos volvieron
a sentir la dentellada del frio. Una vez dentro de la protección, empezaron a
temblar. Carlos les ordenó friccionarse rápidamente el uno al otro. El
ejercicio activaría los músculos y les devolvería el calor. Así lo hicieron
hasta que dejaron de tiritar.
—Tienen prohibido dormirse —dijo en tono autoritario—. El que se
duerme, puede no despertar más.
Los hombres se miraron entre sí y reconocieron el miedo en sus
miradas. El guía para cambiar el ánimo empezó a contar la anécdota de un
cliente italiano que estaba muy distraído porque atravesaba un proceso de
divorcio y que se embarcó en un vuelo a La Paz. En pleno aterrizaje y desde la
ventanilla se sorprendió ver palmeras y playas en las cercanías. Al pasar por
migración preguntó si estaba en Bolivia y el oficial, entre carcajadas, le
respondió que no, que estaba en Baja California, México.
Cada uno de ellos contó una historia cómica que le había ocurrido.
Entre las risas y las historias, parecía que los hombres se habían olvidado de
su precaria situación. Incluso Martín se animó a contar varias historias. De
rato en rato, Carlos se levantaba un poco y empujaba la nieve para que no se
acumulara y colapsara el delgado techo. Sin darse cuenta los cubrió la noche.
Se callaron y no quisieron hablar al respecto, pero todos pensaron que si venía
el rescate sería al día siguiente. Tendrían que soportar la noche apretados en
el estrecho resguardo. No dormirse sería ahora una complicación muy difícil.
Carlos sacó su linterna y preguntó si alguien más había traído. Dos de ellos
las tenían. Al principio del viaje les había recomendado llevar siempre el
botiquín, la mantilla de emergencia y la linterna. El que la había dejado en la
cabaña ni intentó justificarse; miró a todos disculpándose.
Prendieron una sola. Se turnaron para agarrarla y alumbrar al
rostro de los demás. Se les acabaron las anécdotas y comenzaron con los chistes.
Después de alrededor de una hora se apagó la primera linterna. En la obscuridad
pudieron ver a través del techo de tela una leve luminiscencia.
—¡El refugio! —dijo con alegría.
Empujó la nieve acumulada y aumentó la mancha de luz sobre la
tela. Sacó la cabeza y entre la neblina y las ráfagas de nieve pudo ver una
mancha de luz en la distancia. Metió la cabeza debajo la tela, prendió su
linterna, los miró uno por uno y les preguntó.
—¿Cómo se sienten? —sin esperar respuesta continuó—. Se ve la luz
de la cabaña. Podemos llegar a ella.
Todos gritaron de alegría y se alistaron lo más rápido que
pudieron. Apenas lograron encordarse y ponerse en camino.
—Sólo yo prenderé la linterna. Los demás tendrán que seguir la
huella.
Los tres asintieron con la cabeza y se prepararon para seguir, a
oscuras, la dirección en que les tirara la cuerda.
Cuando salieron de la pequeña cueva sintieron el látigo del
viento. El frio había calado ya en sus músculos y no podían moverse muy rápido.
La profundidad de la nieve, que llegaba por encima de la rodilla les hacía
mover más lentamente. No se podía empujarla para hacer un canal. Era necesario
sacar la pierna muy alto para dar un paso. Al descargar el peso sobre el pie,
este se hundía profundamente. Había que poner todo el peso del cuerpo sobre esa
pierna hasta que dejara de hundirse. Una
vez que estaba firme, se necesitaba un gran esfuerzo para sacar el pie que
estaba atrás y hacer lo mismo. Carlos abría la huella lo más rápido que podía
porque sabía que tenía que mantener una velocidad para que sus clientes no se
congelaran. No era posible dadas las condiciones. Pronto llegó a ese estado en
el que se movía como autómata. La mente en blanco, concentrado en el esfuerzo
físico y con los sentidos adormecidos. No supo cuánto tiempo estuvo así,
reducido su rango de visión al par de metros que iluminaba la linterna donde
los copos se arremolinaban mientras el aire silbaba y hacía flamear la tela de
su ropa. El haz de luz solamente le mostraba la superficie blanca donde tenía
que hacer la próxima pisada. Cuando intentaba mirar más adelante el destello
rebotaba en los miles de cristales de hielo que flotaban en el aire. De reojo
podía observar la leve luminosidad a la cual se estaban dirigiendo. Estaban,
todavía, con la buena dirección. No se percató del paso del tiempo hasta que el
viento empezó a filtrarse por su ropa. Literalmente sentía cómo el aire
atravesaba cada una de las capas, llegaba a su piel, rodeaba su cuerpo y se
llevaba el calor. En unos segundos de
lucidez pensó que debería haber visto la hora para calcular el tiempo. Ahora
era tarde, no tenía ni idea de cuanto habían avanzado. En ese momento se dio cuenta
de algo mucho más importante; tenía que haber llamado por radio para que los
guarda parques se comuniquen con el refugio y les digan que no apaguen las
luces. Se detuvo miró atrás y apenas divisó las siluetas blancas que se movían
como fantasmas. No pudo discernir si fue esa imagen o el viento que le dio de
frente lo que le provocó escalofríos. Estaban separados cada uno por unos ocho
metros de cuerda y esperó a reunirlos a todos. Lo que vio en los rostros de los
hombres no le gustó. Estaban demacrados, sufriendo intensamente. El que había
colapsado anteriormente quiso sentarse y desapareció en la nieve. Todos le
ayudaron a pararse.
—¿Cuánto falta? —pregunto uno de ellos.
—Una hora —mintió Carlos sin pensar, luego sacó la radio e hizo el
pedido.
—No se si lo logro —dijo el que acababan de levantar.
—¡Claro que si! ¡Ya falta poco!
El silencio de los hombres se hizo más intenso en el aullido de
las ráfagas. Carlos no quiso mirarlos, se dio media vuelta y nuevamente empezó
el trabajo.
Ahora no era solamente lidiar con la nieve profunda; tenía que
jalar a Martín. Pasó otro tiempo inmensurable hasta que un nuevo tirón en la
cuerda despertó al guía de su inercia. Miró atrás y solo pudo ver el busto del
hombre sentado. Le jaló con la cuerda y no obtuvo respuesta. Con una mezcla de
rabia e impotencia volvió en sus pasos hasta llegar a él. Ahí observó que el
hombre tenía las manos peladas.
—¿Porqué no tienes guantes? —le gritó.
El hombre miró sus manos azules y sonrió levemente.
—No tengo frío —dijo casi alegre aumentando su sonrisa.
Carlos llamó al resto del grupo y les preguntó si tenían guantes
extra. Alguien le pasó un par que eran muy livianos para las condiciones, pero
eran mejor que nada. No quería que los otros vean las manos así que lo hizo de
espaldas a ellos. Al ponérselos le pareció que los dedos eran ya pedazos de
hielo. Martín seguía sonriendo como si no se diera cuenta de lo que pasaba.
Antes de reemprender la marcha miró hacia la luz. Su corazón dio
un vuelco y casi pierde el control de si mismo. No parecía que estuviera más
cerca. No podía entender cómo después de horas de marcha seguían en medio del
glaciar. Cerró los ojos y por unos instantes pensó en que, tal vez, no había
sido una buena idea salir del refugio improvisado. Con la emoción de ver la luz
de la cabaña, emprendieron la marcha y abandonaron la tela. Ahora ya no tenían
con qué protegerse. No tenían otra salida que seguir avanzando. Al menos la luz
seguía ahí.
Respiró profundo y volvió al trabajo de abrirse camino en el polvo
helado. Así avanzó seis o siete metros y nuevamente la cuerda lo detuvo. Miró
atrás. Martín no se movía. Jaló la cuerda con fuerza gritándole que avanzara.
Parecía que no entendía lo que tenía que hacer. Jaló con más fuerza hasta que
finalmente dio el primer paso. Carlos entró de nuevo en el túnel donde
solamente veía sus piernas rompiendo la superficie blanca rodeada de obscuridad
y la pequeña luz en la lejanía. Sintió un pequeño tirón en la cuerda y con
cierta rabia jaló hacia delante. Entonces pudo avanzar un poco más rápido. Con
cierto alivio sintió que ya no necesitaba jalar con el cuerpo para que Martín
le siguiera. Siguió adelante varios pasos con sorprendente facilidad. Estaba
por alegrarse de la nueva condición, pero había algo no le parecía correcto.
Volteó la cabeza hacia atrás y no vio a Martín. Volvió por su huella recogiendo
la cuerda hasta el nudo donde había estado atado. Por detrás aparecieron
Russell y Chris.
—¡Martín! —gritaron los tres.
Prendieron la segunda linterna e intentaron frenéticamente ver
entre las brumas. En uno de los rayos de luz Russell creyó ver algo que se
movía.
—¡Ahí está! ¡Martín!
Carlos apuntó su linterna al lugar y no vio nada. Chris tampoco.
—¡Les juro que ahí estaba! ¡Vamos a buscarlo!
El guía dio otra mirada hacia donde apuntaba, pero no vio nada. Le
costó convencerlo que era inútil intentar buscarlo. Russell empezó a llorar, a
maldecir y a culpar a Carlos. Intentó entonces sacarse la cuerda que los unía
para ir a buscar a su amigo. Le tomó de la mano.
—La única posibilidad que tenemos es llegar al refugio. Tenemos el
tiempo contado. No vamos a aguantar mucho más. Si quieren salir con vida,
tienen que seguirme.
Miró a los dos a la cara, les dio la espalda y continuó hacia la
luz. Escuchó un sollozo y al poco tiempo la cuerda se puso tensa. Jaló un poco
y la tensión no cedió. Pensó un momento. Había hecho todo lo que estaba en sus
manos para salvar a sus clientes. Cada decisión que había tomado lo hizo en
base a su experiencia y conocimiento. Si tenía otra oportunidad no cambiaría ni
una sola. La gente bajo su responsabilidad se estaba muriendo. Dos de ellos ya
estaban muertos. Pensó en las implicaciones y tomó la decisión que nunca
imaginó tomaría: soltó la cuerda que lo
unía a Russell y Chris; intentaría salvarse él solo. Miró a los hombres que
seguían intentando otear entre los torbellinos y las brumas, gritando de rato
en rato el nombre de su compañero. Por última vez les llamó tirando de la
cuerda. Ni siquiera le escucharon. Carlos se dio media vuelta y miró sus piernas
enterradas. Bajó la cabeza hasta que el mentón tocó su pecho y empezó a llorar.
No podía abandonarlos. Sabía que si daba el primer paso ya no se detendría pero
que, si sobrevivía, se arrepentiría el resto de su vida. La luz de su linterna
pestañeó. La idea de quedarse en la obscuridad le dio otra perspectiva. Tenía
que salvarse. Habría luego tiempo de enfrentar consecuencias. Decidido a vivir
levantó la vista en dirección de la cabaña y no pudo comprender lo que veía. Había
varias luces. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaba él también perdiendo la razón por la
hipotermia? Las luces se movían. Contó cinco o seis. Al rato escuchó su nombre.
Era la voz de un colega. Habían estado despiertos esperando en la cabaña.
Cuando vieron la luz de la linterna de Carlos, se organizaron y salieron en su
búsqueda. Traían bebidas calientes y comida energética.
—¿Y los otros? —le preguntó.
Carlos bajó la cabeza y la movió negativamente. Rodaban las
lágrimas por sus mejillas. El colega lo abrazó y dirigió a los otros para que
ayudaran a los sobrevivientes. Una hora más tarde entraron silenciosamente en
el calor reconfortante. Otros montañistas que los estaban esperando los
recibieron con vítores y alegría, pero al ver el estado en el que estaban y que
faltaban dos, uno a uno los abrazaron silenciosamente.
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