Rosita Herrera
Las sombras de la
ciudad comenzaban a insinuarse, una brisa helada acariciaba los caldeados y
extenuados cuerpos de los habitantes del gran Santiago. Todo indicaba que era
hora de comenzar la jornada. Tomó las llaves del Chevrolet Sail, año 2017. Arregló
su cabello en el espejo de la entrada dejándolo casualmente desordenado. Echó
un vistazo a su departamento y salió sin dejar que sus pensamientos lo hicieran
perder más tiempo del necesario. Mientras se dirigía al estacionamiento de la
calle Teatinos el olor a comida rápida estimuló su apetito y sacando algún
sencillo que guardaba de la carrera anterior, compró un hot-dog al que
embadurnó de salsa picante y mostaza y se lo engulló en menos de dos minutos. Observó
al vendedor, encontró atractivo su torso y la determinación de su rostro, pero
al topar con su mirada, de inmediato la escabulló y apresuró su ida. Subió al
auto y, como era su costumbre, se persignó y pidió que todo resultara bien. Le
dio contacto al vehículo y salió lentamente por la ruta ascendente que lo
encaminaría al tráfico habitual de cada ocaso citadino. La play list del
equipo de sonido tocaba la secuencia de jazz predilecta concertada por
compositores de todos los tiempos y estilos cuya cadencia y precisión en cada
una de sus frases le inyectaban fortaleza y animosidad, a la vez que lo
insertaban en la oscuridad ancestral de la urbe, la que invita a encender la amígdala
y sintonizar la intuición de tal manera que las furias de la noche no
entorpezcan una eficiente jornada. Al salir del estacionamiento un hombre
cercano a los cuarenta años cruzó… le recordó a… ¡Diablos! ¡Qué desagradable
sensación! Ya no era aquel tipo de mente estrecha y actitudes cobardes, al
menos se había empeñado en no serlo desde aquel día… y ahora, era otra persona,
odiaba todo lo relacionado con su pasado, volver a nacer era poco, desaparecer
y convertirse en nada, eso sí lo calmaba.
Lucas, lucas,
lucas, solo eso necesito para virarme de este país y… helo ahí, mi primer
cliente. ―Dando un certero giro para cambiar rápido de carril sin ocasionar
grandes sobresaltos ni atraer a los que por oficio cuidan el orden en la
ciudad, se situó frente al mismo.
―Buenas noches,
voy a Padre Hurtado con Apoquindo, por favor. ―Luego de señalar su destino suspiró
profundo y descansó su cabeza en la ventana, se notaba el agotamiento y la
incomodidad de llevar un violín como equipaje de mano.
―Linda noche, ¿no
cree? ―La mira por el espejo retrovisor y rápidamente dirige su atención al
camino.
―Sí, creo que sí,
no he tenido mucho tiempo de apreciarla, en verdad. ―Busca su mirada en el
espejo y luego la dirige hacia la ventana.
―Perdone que me
meta, pero ¿es usted concertista o algo por el estilo? Digo, por como viste y
porque eso que lleva debe ser un violín, ¿no es así?
―No se preocupe,
no me molesta, me agrada hablar de lo que hago. En efecto, es un violín y he
dado un concierto con la sinfónica.
―¡Qué maravilla! La
felicidad que debe experimentar al tocarlo es una fortaleza que pocos poseen.
―Es verdad, aunque
a veces preferiría ser taxista como usted o ingeniera o futbolista, algo más
rentable.
―Comprendo, se
tiende a pensar que las vidas ajenas son mejores, aun así, yo apuesto por la
música y le reitero mis felicitaciones.
―¡Gracias! Eso me
llena el espíritu, por aquí me bajo, ¿cuánto le debo?
―Cinco mil. ―Se
detiene y amablemente le recibe el dinero.
Recordaba cuando a
sus trece años quedó seleccionado en la escuela de talentos musicales de su
ciudad y no tenía el instrumento ni a quien recurrir para comprarlo, sacudió su
cabeza y siguió su rumbo con la firme convicción de no perder el norte y el
objetivo de aquella noche de trabajo, quizá ella tenía razón, en tiempos como
estos más valía ser taxista que un gran saxofonista sin trabajo…, pero sabía
que eso no era cierto.
La última vez que
había ido a un concierto de jazz había sido con Esteban, hacía mucho ya de eso,
¿cinco años? Y no pudo resistir las ganas de besarlo, él no sabía que era… pero
es que esa noche se lo iba a decir, sin embargo, lo estropeó todo y recibió una
humillante respuesta al cambiar rápidamente sus labios por una fría mejilla, en
fin, nada qué hacer, solo aceptar. Recordó, y comenzó a odiarse de nuevo, cómo
le producía escozor cuando se topaba con Iván en el colegio, este lo buscaba
tanto y no entendía por qué, era tan aseñorado para hablar, y su forma de
mirarlo, de introducirse en su mente y señalar lo que estaba pensando. ¡Caramba!
Si era un brujo o bruja que adivinaba su estado de ánimo, su nivel de tolerancia,
homofobia temporal o auto discriminación, en fin, captaba toda la mierda que en
mí convulsionaba cada cierto tiempo.
En verdad, era el
único que me entendía y sabía lo que yo no quería saber, así y todo… ¡Bah!
De nuevo la misma
vaina, vaya, no quiero perder el foco.
¿Quién está ahí? Es
un tipo… sí, de esos que pareciera que vinieron a este mundo con el kilometraje
contado, bien digo, andan siempre apurados y chuteando al que no le da el paso,
bueno, al menos eso me favorece, nadie los llevará más rápido a su destino.
―Buenas noches, a
Providencia con Los Leones, por favor. ―Al quedar sentado, comienza a enviar
audios dando directrices sobre algunos archivos.
No se anima a
conversar con él, le recuerda a su papá, siempre distante y metido en sus
asuntos, ignorándolo, desde aquella vez cuando descubrió a su niño de nueve
años vestido con pañuelos de fina seda y empotrado en los tacones rojos de la
madre. El padre puso cara de quien acaba de morder un ajo, se retiró de la
habitación con sigilo y nunca más le dirigió la palabra al hijo.
―Su destino, señor
―lo dice mirando por la ventanilla que da a la vereda.
―Toma y quédate
con el cambio. ―Le pasa un gran billete y sin mirarlo da la vuelta y se va.
Eso tienen estos
hijos del capitalismo, son unos pelotudos, pero cuando les sirves no escatiman
en pagarte el buen servicio.
En fin, la vida
sigue, con capitalismo o sin él, aunque sin él estaríamos mucho mejor, menos
suicidios, menos estrés, más tiempo libre, niños felices, padres sin deudas,
hmm, ¿en qué momento nos metieron en esta celda con los muros pintados de
libertad?
Qué hermosa está
la noche, llega el otoño y con él una infinidad de conflictos existenciales que
afrontar… Otro cliente, ¡bendito seas!
―Buenas noches,
joven, voy hasta Salvador, por favor.
―¡Cómo no!
Era una anciana de
más o menos setenta y cinco años. La última vez que vio a su madre, antes de
morir, debió haber tenido aquella edad, pero al contrario de la pasajera que se
veía muy activa, pasaba el ochenta y cinco por ciento del día postrada en cama frente
a un televisor que cumplía la misión de fundir su cerebro. Cuando nos empezamos
a hacer adictos a dicho aparato es porque no queremos nada más de la vida, y
nos entregamos a la pérdida del raciocinio que nos cobra en microdosis.
Miraba de reojo a
la mujer y le cautivaba la dulce expresión de su rostro. Pocos ancianos lo
logran, pero aquella irradiaba la tranquilidad y el beneplácito de los justos.
―Se viene el
tiempo frío, hay que emigrar a tierras cálidas, mis huesos se resienten
demasiado.
―Oh sí, qué más
quisiera yo, perseguir al sol y sus beneficios por el mundo entero.
Lamentablemente pertenezco a ese porcentaje de gente que no tiene elección.
―Oh, por supuesto,
no quise ser insensible, yo tengo la posibilidad de hacerlo cada año, es más,
paso cada estación en diferentes lugares del mundo. Soy escritora de ciencia
ficción y, bueno, mis libros han gustado muchísimo, pero no fue siempre así,
trabajé muy duro, por lo que ahora me jacto del éxito. ―Asoma un pícaro gesto
de satisfacción.
―Hemos llegado a
su destino, mademoiselle. ―Detiene el motor y le regala una gran
sonrisa.
―¡Quédese con el
cambio, cariño! ¡Qué tenga una buena noche! Y persiga al sol… siempre.
¡Vaya! ¡Sí que le
ha ido bien con sus libros! ¡Qué gran billete! Creo que iré a dormir, ya no hay
más qué hacer, bueno, bueno… a casa entonces, querubín.
La noche había
quedado en silencio, Street Dreams 4 del gran Lyle Mays sonaba suavemente,
creando una atmósfera de absoluta plenitud. El automóvil se deslizaba
cadencioso por el asfalto. Vislumbra el estacionamiento de calle Teatinos y ve
cruzar y luego bajar a una sombra, de seguro es el cuidador que ha salido a
comprar cigarros.
―¡Hey, Robert! El
vicio te está consumiendo, ¿eh, amigo? Ah, ¿y qué?, ¿no me das bola ahora? Bueno,
bueno, ya me estarás pidiendo favores, solo es cuestión de tiempo. ―Lanza una
carcajada sin prestar atención más que a los pormenores que conlleva el
estacionamiento, cierre y salida del auto.
Qué callado está,
quizá necesite una oreja, no tengo ganas de escuchar a nadie, pero al menos le
preguntaré si precisa algo… después de todo me ha salvado de varias…
Al ver que se
acerca, se detiene. Algo en él le parece raro, quizá su paso cansino, la
capucha… o las manos en los bolsillos.
―¡Diablos! ¡Quién
es usted! Será mejor que se vaya, el cuidador ya debe estar llamando a los
carabineros, además, las cámaras de seguridad están por todos lados…
―¡Tranquilo! Te he
estado aguardando desde que saliste, he tomado todas las precauciones
necesarias para vengarme a mis anchas. ―Saca un revólver de su bolsillo y le
apunta directo a la cabeza.
―¿Se puede saber
quién eres? ¿Qué quieres? ―balbucea y su tono de voz ya es más bajo y pausado.
―¡Hey, sí! Parece
que ya me estás reconociendo, de hecho, lo hiciste hace unas horas, cuando me
crucé en la salida, vi la expresión de tu rostro, ese fastidio y repugnancia
que me regalabas día a día en el último grado de la secundaria y… eso no
bastaba, ¿verdad? Faltaba el broche de oro del último día del colegio en que me
permití ser el punching ball de un grupo de pelotudos mafiosos que
intentaban purgar su mierda en aquellos que les muestran su propia imagen. Aquel
día nunca lo voy a olvidar, fue uno de esos en que sabes que no debes levantarte,
sin embargo, lo haces y vas igual, como si importara realmente tu presencia en
algún lugar del planeta. ―Se había acercado al punto de estar sintiéndole el
aliento, aunque su rostro continuaba en la oscuridad.
A medida que la
tensión se acrecentaba y la violencia se hacía patente, era incapaz de
escucharlo, surgían como endiabladas un cúmulo de imágenes protagonizadas por
un individuo execrable, atormentado e incapaz de generar paz y bondad a su
alrededor y, claro, seguido por otros de la misma especie pateando, orinando y
vulnerando hasta lo más íntimo al que tenía al frente, ahora, a punto de
despedirme de un solo balazo. No podía quitar de mi mente a Al Pacino en Carlito’s
way o, su traducción latina, Atrapado por su pasado, en ella se nos
reafirma que puedes ser malo y luego arrepentirte y volver al carril, vivir en
la oscuridad e inconsciencia y después encontrar tu propósito de vida, no
obstante, no queda ni una torpeza sin pagar, el daño que le hicimos a otros se
debe expiar, es parte de la gran estrategia universal que nos enseña a ser
humanos. Salgo de mí, no opongo resistencia. La bala que ha emergido con un
ronco estallido silenciado ha atravesado mi pecho. La sangre pegajosa y
caliente borbotea y siento que todo me da vueltas. Iván se escabulle nuevamente
por las sombras, dejándome tirado en el cemento frío, fue una buena noche,
llena de sueños y gente hermosa que ayudó a sustentarlos ¡Oye! ¡Pucha,
perdóname! ¡Viejo, tarde me di cuenta!... ya no importa nada, yo era como tú y
me odiaba, pero tú eras mejor que yo. De todos modos, me quería ir hacía rato,
pero qué mal que manchaste tu vida de sangre, la vida te lo cobrará, amigo, y
eso me dice, entonces… que no eras mejor que yo, solo era cuestión de tiempo.
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