miércoles, 29 de mayo de 2019

Los espejos de la vida

Javier Oyarzun


Al girar la cerradura con mi llave percibí un fuerte olor a podredumbre proveniente del basurero, que se encuentra en la cocina. Me di cuenta de que se acumulaban cáscaras de sandía y otros restos de comida que vertían sus líquidos viscosos por un orificio hacia el interior del contenedor de plástico. Reforcé la basura con otra bolsa para botarla por el ducto de desperdicios, y lavé el contenedor con abundante agua dentro de la tina.

Abrí el ventanal para disipar el hedor, y me senté en mi sillón a observar la capital desde la altura de mi departamento. Disfruté del silencio, la oscuridad y el aire fresco que inhalé en cada inspiración profunda que entró por mi nariz hacia los pulmones.

La luz del celular interrumpió mi tranquilidad. Miré la pantalla, era un mensaje de WhatsApp de Mariela, que me avisaba de que no se juntaría conmigo ese día, porque debía visitar a sus padres. Viernes y no tenía nada que hacer, los amigos de antaño se han ido casando y teniendo hijos, ahora casi no los veo.

Después del mensaje de Mariela, me puse a pensar en mis padres, hace cinco años que no los veo, desde ese fatídico día que cerré de un portazo todo contacto con mis progenitores en mi natal Concepción.

De aburrido decidí llamar a Angélica, una vieja amiga también soltera con quien en ocasiones he compartido la soledad. Su respuesta fue positiva y convenimos en juntarnos en su departamento, que está a un par de cuadras del mío, en una hora más.

Tomé el automóvil y conduje hasta una botillería, que se ubica al frente de un parque, con la clara intención de comprar un espumante que amenizara una buena conversación y ojalá algo más.

Al bajar del vehículo sentí un fuerte dolor de cabeza y un zumbido en mis oídos, un poco mareado crucé y comencé a avanzar entre los árboles, algo me llamaba a continuar, como esas corazonadas que no tienen explicación racional.

Cuando llegué a un claro me detuve, luces de colores fulguraban desde un objeto volador suspendido sobre mi cabeza, me quedé mirando embobado, no parecía un dron, era demasiado grande.

El ovni proyectó una fuerte luz brillante que me encegueció, segundos más tarde, cuando pude ver nuevamente, me encontraba en un habitáculo lleno de espejos que reflejaban mi figura desde todas las direcciones.

Luego de la sorpresa inicial, comencé a dar vueltas por la habitación, toqué todas las murallas esperando encontrar algún mecanismo que me dejara salir, pero era inútil, estaban hechas de algún mineral cristalino muy resistente a los golpes que comencé a darles.

Me senté derrotado en el piso, resople fuertemente mirando al frente como buscando una explicación, en ese momento los espejos dejaron de reflejar mi imagen para comenzar a mostrarme un quirófano donde una mujer realizaba trabajo de parto, a su lado un joven tomaba una de sus manos, eran mis padres, los reconocí por antiguas fotografías que alguna vez vi.

Ahora era un bebé, mi madre me daba pecho, me cuidaba todo el día, mi padre llegaba muy tarde del trabajo, me observaba desde el umbral de mi puerta por varios minutos, después sin decir ni una palabra caminaba a su habitación para caer rendido del cansancio y dormir.

Vi mis primeros pasos, corría por el jardín y era recibido por los brazos de mi madre, mi padre leía el periódico sentado en una manta y miraba de reojo lo que hacíamos.

Así se sucedían las imágenes de mi vida ante mis ojos: la entrada al colegio, los juegos, las peleas infantiles, tareas escolares y travesuras, la vuelta al hogar empapado los días de lluvia, cambiarse de ropa y calentarse al lado de la estufa a parafina, el aroma a comida casera que llegaba desde la cocina, el viejo transistor tocando antiguas canciones de amor en una emisora A. M.

Ya era un adolescente: las primeras fiestas, los besos robados, los cigarros fumados a escondidas, el inicio de las discusiones con papá.

Ahora me veía en la universidad: relaciones sexuales, alcohol y drogas. Al verlo ya no me parecía tan divertido como en aquella época, las peleas subían de tono, mi madre me defendía, pero a la vez trataba de aleccionarme, no escuchaba a nadie.

Empecé a trabajar, pude pagar viajes por el mundo, fiestas y un auto, siguieron los problemas con mi padre, hasta que un día la situación estalló, no soporte más las críticas, tomé mis cosas y me marché.

Me sentí una porquería, un ególatra narcisista que no se preocupaba de sus propios padres, experimenté rabia y luego una profunda pena, no quería seguir viendo, pero era imposible parar de mirar las imágenes que continuaban sucediéndose, mi éxito laboral en contraste con la tristeza de mis papas, grité con todas mis fuerzas: «¡Basta!». Cubrí mis ojos con mis manos y lloré desconsoladamente.

Había humedad bajo mi cuerpo, estaba tirado sobre el césped mojado otra vez en el parque, me levanté, limpié lo que pude mi ropa y comencé a caminar hacia fuera del lugar, oí risas y olí mariguana desde todos los rincones, estaba atestado de jóvenes que me miraban extrañados cuando pasaba por su lado.

Abrí la puerta del vehículo, me senté en el asiento del conductor, respiré profundo para calmarme, tomé el celular, entré al WhatsApp, apreté el icono de Angélica y escribí: «Hola, Angélica, disculpa pero no podré juntarme contigo hoy día, en este momento voy viajando a Concepción, te llamo de vuelta».

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