miércoles, 1 de febrero de 2023

El enmarcador habilidoso

Cecilia Escobar


Parada en la ventana intenté distinguir el bulto en la oscuridad de la calle. Eran casi las once de la noche y el único poste de luz en la cuadra no alcanzaba a alumbrar hasta donde mis ojos querían ver. Una silueta borrosa bajó de un vehículo estacionado y cruzó de una acera a la otra entre las penumbras. Minutos antes había yo escuchado el auto que, aunque conducía sigiloso, no pasó desapercibido para los perros callejeros. De inmediato empezaron a ladrar con furia llamando mi atención. 

En un barrio como el mío nada pasa desapercibido. Casi nadie tiene movilidad propia, excepto los taxistas. Era una noche fría de invierno en «el balneario de la nueva generación», como lo llamaba una reconocida marca internacional de bebidas. A mi olfato llegó la brisa del mar después de colarse a través del patio hasta mi sala, la playa quedaba a solo dos calles de mi casa. Yo había terminado de planchar los uniformes de mis hijos y revisado los cuadernos en busca de alguna tarea inconclusa. Las típicas labores de madre un domingo por la noche. 

Seguí observando detenidamente hasta que escuché una voz a mi espalda. 

—¿Qué tanto miras por la ventana? —me preguntó Carlos con curiosidad. 

—Ahí está esa camioneta negra estacionada en la esquina de la calle. Es la tercera vez esta semana —respondí cerrando la cortina y volviéndome hacia mi marido. 

—¿Y qué tiene de raro eso? Algún vecino que llega tarde a su casa. 

—No es un auto cualquiera. Es de los caros —le dije. 

Carlos hizo una parte de la tela a un lado y se puso a fisgonear. Minutos después el coche se deslizó suavemente de regreso por nuestra calle que aún estaba sin pavimentar. Los canes no volvieron a ladrar. 

—No es la misma del otro día —respondió en tono burlón. 

—¿Y tú cómo sabes? ­—inquirí cruzando los brazos. 

—La otra era Mitsubishi. Esta es una Chevrolet —dijo sonriendo. 

—Es gente del malecón —intentó explicarme—. Por lo visto negociantes de pinturas.  El vecino de la esquina está especializado en hacer marcos y molduras de calidad para obras de arte de pintores nacionales. 

—No pensé que hacerlo fuera tan sofisticado —repuse yo—. Mi cuñado trabajó más de cinco años haciendo eso y lo único que consiguió fue dañarse los pulmones. Tantos materiales dañinos y sin protección alguna al trabajar. 

—Eso es diferente. En la fábrica dónde Héctor trabajaba se hacían molduras y espejos a granel. Por lo visto el vecino los asesora con la elección idónea, según el estilo de las pinturas. Hay variabilidad de posibilidades que tienen en cuenta el grosor, anchura, color, el grabado, material, la función, incluso según la pared donde se va a colgar. 

El marco es un elemento importante que realza la obra de arte —prosiguió Carlos entusiasmado con el tema—, no debe ser ni muy grande ni muy pequeño. Tiene que estar en armonía y sobre todo no ahogar a la pintura. Esas son cosas en las que Jorge, el vecino, está especializado. 

—¿Y tú de dónde sabes tanto de arte? —contesté burlona y a la vez sorprendida. 

—Estuve hablando con Héctor de eso hace unos días. ¿O crees que eres la única que ha notado la afluencia de coches caros a este barrio? Me tomé unas cervecitas con mi concuñado el otro día y llegamos a la conclusión que en la vida hay que especializarse en algo. 

Ambos estábamos muy cansados. Apagamos las luces y nos fuimos a dormir. Deseaba con ansías dormirme rápido, últimamente poseía el sueño intranquilo. A veces por las noches, despertaba sobresaltada presa de alguna pesadilla. Carlos empezó a roncar rápidamente, mientras que yo en vez de contar ovejas, enumeraba todas las cuentas que debíamos pagar ese mes. 

Al día siguiente después de dejar a los chicos en el colegio y tocar algunas puertas cobrando la venta de mis productos de belleza, pasé por la tienda del barrio a comprar verduras para el almuerzo. No quería ir hasta el mercado, ya había perdido mucho el tiempo. Cuatro vecinas comentaban en voz baja. 

—¿Te has fijado qué casa más bonita se han construido los Menéndez en los últimos meses? —preguntó la primera. 

—Dicen que el marido estuvo trabajando en Panamá y con lo ahorrado se compró ese terreno, allá hizo también una especialización en carpintería —murmuró la segunda de ellas. 

­—Ebanista será —dijo la tercera mujer—. Como simple carpintero te mueres de hambre en este país. 

—Doris me comentó que su marido es enmarcador. Dicen que Jorge es bien chamba, por eso lo buscan. Tiene solo clientes exclusivos —agregó la cuarta mujer. 

—Qué va a ser chamba ese hombre, señora. ¡Ese es más flojo que caca de pato! —gruñó con resentimiento otra vez la primera. 

Todos en la bodega rieron de buena gana. Yo tampoco pude aguantar la risa. 

—Nunca ha trabajado. Siempre le ha gustado la buena vida —siguió gruñendo. 

—Ya señora, no reniegue tanto que me va a espantar a los clientes —gritó el tiendero. 

—Señor Rodríguez, a sus clientes les gusta el chismorreo —le dije cuando las chismosas se fueron. 

—La tienda se ha vuelto punto de encuentro para comentarios de ese tipo, señito. Pueblo pequeño, infierno grande —replicó suspirando. 

—Lo que pasa es que en invierno no hay mucho que ver en el balneario. En verano hay más diversión. Playa con sol, conciertos, campeonatos. Pero en invierno, la gente se aburre y tiene que conformarse con esas prácticas poco solidarias —contesté yo. 

—La gente habla por hablar. Yo sé que Jorge, no posee una buena habilidad manual para utilizar varias herramientas y materiales. Nunca tuvo interés por el arte o el diseño. Pero tiene habilidades sociales y empresariales. Él trabaja por cuenta propia y está sacando adelante a su familia. Su papá fue carpintero, algo tuvo que aprender en el taller de su viejo, ¿no? Además, su esposa está acostumbrada a vivir bien. Yo también tuve que reinventarme cuando mi mujer se enfermó. La tienda me permite ganar dinero y cuidar de ella —dijo finalmente mientras envolvía los artículos comprados. 

Pagué con sencillo y salí de allí pensativa. Las palabras del vendedor se me tatuaron en el pensamiento. Yo necesitaba urgente la fórmula para un rápido ascenso monetario. Al volver a mi casa me esperaba una sorpresa. Un trabajador de la empresa de servicios traía en ese momento la cuenta de agua consumida el mes pasado. 

Observé el recibo con detenimiento y enfado mientras el hombre se alejaba. 

—Un momentito por favor, no se vaya. Tengo una consulta. 

El hombre se dio la vuelta y caminó hacia mí. Sabía lo que le esperaba. 

—¿No se habrá equivocado de cliente? Este recibo parece el de un regimiento —le dije contrariada—. Aquí vivimos dos adultos y dos niños. No consumimos tanta agua en invierno. 

—Señora —respondió con amabilidad el joven—. Tengo conocimiento que usted ya ha puesto una queja en Sedapal. Es muy posible que los vecinos le estén robando agua. Quizás exista una conexión clandestina. Hace tres meses qué a los Núñez se les cortó el agua y todavía no han acudido a cancelar su deuda. 

Tanta era mi indignación en ese momento que le respondí: 

—Y aunque así fuera el caso. Dos solterones, flacuchos que ni se bañan, no podrían consumir la cantidad exorbitante de agua que sobra en este recibo. 

El hombre hizo un esfuerzo para no sonreír. Cerré la puerta de un portazo. 

Con las horas intenté disimular mi frustración y desencanto. Cómo podría ganar un poquito más de dinero me preguntaba. Carlos iba a trabajar y venía a casa en sus días libres. Su sueldo de camionero alcanzaba raspando, para los gastos más necesarios. Ya bastante esfuerzo había significado para él abandonar sus estudios. 

—¿Mami, que no hay carne? —dijo mi hijita cuando le serví el almuerzo. 

—Otra vez sopa de verduras —suspiró el más pequeño. 

—Coman lo que hay. Esto no es un restaurante. El que quiera otra cosa que se vaya al Sheraton. 

Mi hija se echó a llorar aumentando con eso mi frustración. Yo estaba decidida a hacer algo para mejorar el menú diario. 

«Habilidades sociales es lo que a mí más me sobra». —Pensé mientras lavaba los platos—. «Estoy dispuesta a convertirme en una vendedora estrella». 

Esa tarde pasé por casa de Doris a promocionar mis productos. Ella siempre me había caído bien. Era de modales finos y muy agradable. Sus padres, de clase media, gozaban de respeto en el barrio y vivían a solo una cuadra de su hija. Además, si ella iba en ascenso, ¿por qué no habría de pasar lo mismo con alguno de nosotros? 

—Vecina —le dije zalamera—. Tengo cosméticos de calidad y a buen precio. Cremas, perfumes, joyitas, maquillaje. Accesorios para hombre y mujer. 

Ella me atendió en la puerta. Aun así, pude percibir los efluvios de su riqueza, los muebles nuevos y su juego de comedor. El piso bien pulido y encerado. Los colores cálidos de las paredes. Televisor grande y de pantalla plana, cuadros coloridos adornando las paredes. 

—Nadia —me dijo con su voz suave— déjame los catálogos hasta mañana. Esta noche los veo y te haré un pedido. 

Efectivamente, al día siguiente me hizo varios pedidos que ayudaron a elevar mis puntos como vendedora. Al final de la temporada podría canjear esos puntos por premios y hasta quizás, consagrarme como jefe de equipo y obtener ganancias con las ventas de las otras integrantes. 

Días después llegaron los cosméticos y demás cosas. Para mi tranquilidad, la Doris los pagó de inmediato con billetes grandes. No tendría necesidad de ir mil veces a tocarle la puerta como a otras clientas. 

—Tráeme los catálogos de la próxima temporada —me propuso—. Quiero ver unos regalos para mi mamá y mis hermanas. 

—Te los traeré cuando los reciba —le respondí contenta. 

Los días fueron huyendo lentamente del calendario. Las ventas iban en aumento, mejorando mis ánimos y mis desgastadas ilusiones. Había conseguido con mucho esfuerzo y después de largas caminatas por el malecón, tres clientas exclusivas y solventes que se interesaban por nuevas marcas. Ahora yo promocionaba productos naturistas de una empresa francesa con sucursal en Brasil, cuyo desarrollo más interesante era su compromiso con la sostenibilidad y el reciclaje y que además gozaba de aceptación en mi país. Bastaba con mencionar «el medio ambiente» y mis clientes se animaban a hacer sus pedidos. 

Una noche mientras mi hermana Martha y yo conversábamos de mis logros en la puerta de la casa, vimos pasar una camioneta Toyota de color blanco cerca de nosotras. Nadie bajó ni subió del auto. Este avanzó despacio hasta el final de la calle, dando una vuelta de ciento ochenta grados, para luego regresar esta vez a mucha velocidad perdiéndose de vista. Acostumbrada como estaba a los vehículos oscuros, no pude ocultar mi preocupación al ver un coche desconocido. Parecían vigilar a alguien. Supuse que sería una unidad de Serenazgo, realizando operaciones de patrullaje. 

Los vecinos de enfrente celebraban esa noche. Bebían alegremente y conversaban de fútbol. Tenían la puerta y ventanas abiertas de par en par, la música a todo volumen. En el aire se oía la canción: La calle es una selva de cemento. Con ellos celebraba también Jorge Menéndez, que al vernos, salió de la casa con tres botellas personales en la mano. Nos entregó una cerveza bien helada a cada una. 

—Brindemos por el triunfo de nuestra selección en la semifinal —dijo rodeando la espalda de mi hermana con su brazo y bañándole la cara con su efusiva saliva al hablar—. Si tenemos suerte, podremos coronarnos campeones este año. 

—Eso está por verse. Necesitamos más que suerte respondió Martha, que disfrutaba la bebida de su preferencia—, Brasil es un equipo muy fuerte —continuó diciendo. 

—Yo digo que nada es imposible —respondió Jorge alzando su cerveza en señal de brindis. Bebió un trago y seguidamente mirándome a los ojos agregó—. Dile a Carlos que me llame lo más pronto posible, tengo una chamba para él. Ruta Ayacucho-Chiclayo, carga frágil. —Se despidió. 

Al marcharse mi hermana, me quedé en casa pensativa. No sabía que mi marido estuviera interesado en cambiar de ruta. Él era fiel conductor de camiones JAC en una empresa de transporte pesado. Al día siguiente no le presté más interés al tema. Tan atareada estaba yo aquella semana, que olvidé escribirle a Carlos un mensaje para que contactara a Jorge. A eso se sumó una gripe que me pilló desprevenida y para mi mala suerte tuve que estar en cama varios días seguidos, con dolor y malestar. 

Al tercer día por la noche mientras se jugaba la final de la Copa América, hubo revueltas en el barrio. Policías de civil, allanaron la casa de los Menéndez y arrestaron a mi vecino. 

Yo no podía entender muy bien lo que sucedía. Hasta que Carlos me trajo los días siguientes unos periódicos con las siguientes noticias: 

«Capturan a sujeto que pretendía sacar droga en lienzos hacía Panamá» Un hombre aparecía en los titulares.

—¿Pero qué tiene que ver eso con el vecino? —pregunté—. Hay otra persona en la foto.

Seguí leyendo mientras escuchaba a Carlos hacer caos en la cocina. 

«El hombre camufló diecisiete kilos en sesenta y tres pinturas de óleo. Según fuentes policiales, la droga estaba adherida en las pinturas y en los marcos. Durante una intervención, fue detenido también el ciudadano Jorge Menéndez, acusado de armar los marcos, sellarlos y embalarlos. En su casa fueron encontradas balanzas, bolsas especiales de polietileno, marcos de cuadros para ser armados, material de embalaje. También tres galoneras conteniendo un liquido que arrojó positivo al alcaloide de cocaína. El detenido no ha podido demostrar hasta el momento la proveniencia de una fuerte cantidad de dinero encontrado en su poder, tanto en soles como en dólares». 

Yo no salía de mi asombro. Me dolía la cabeza y la garganta. 

Pobre la Doris —pensé. Dicen que lloró cuando los tombos allanaron su casa. 

«Tranquilízate madrecita. No llores. Esto yo lo arreglo», había dicho Jorge a su esposa para tranquilizarla. Y con todos los vecinos mirando el espectáculo. ¡Qué vergüenza! 

—Negra, te preparé una sopita —dijo mi marido mientras me traía de comer a la cama­—. No me salió tan rica como la tuya, pero esto te hará sentir mejor. Le pedí la receta por teléfono a mi mamá. 

Miré la cara de mi marido, sus manos encallecidas, su cabello despeinado. Él había tenido que volver para atender a los niños mientras yo descansaba, qué locura. Comí en silencio. Nunca había saboreado tanto un caldo de gallina salado.

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