martes, 28 de julio de 2020

El largo camino a la libertad


Rosita Herrera

La lluvia arreciaba, el viento silbaba y limpiaba todo lo que había a su paso en la desolada estación de un pueblo cercano a Chillán. Allí se encontraba Martín viendo cómo se alejaba el tren de las cinco de la tarde con destino a Santiago, hasta convertirse en un diminuto punto perdido en la inmensidad.
Era un hombre alto, frisaba los setenta años, vestía un abrigo gris marrón de gabardina, zapatos de buen cuero negro y un sombrero del mismo color que su sobretodo.
Se paró de pronto con ayuda de su bastón y luchando contra la fuerza del viento se enderezó y comenzó la marcha con destino a la panadería y luego a su casa.
Desde que dejó de trabajar como profesor en una escuela vespertina, sus días se componían de pequeñas actividades que conformaban una rutina amable que lo sacaba de pensamientos autodestructivos y agobiantes, pero, aun así, el pasado lo visitaba muy a menudo y le era difícil no acudir a su llamado, pues había miedos no resueltos.
El viento tibio en la cara lo hacía feliz, también el recorrer algunos kilómetros con la ayuda de su bastón, una suerte de sumisa compañía y mudo auditor de sus contradicciones cotidianas que, desde hacía un tiempo, manifestaba en voz alta. El ir a la estación de trenes era, dentro de su rutina, uno de sus momentos favoritos. Los trenes significaban para él algo así como el desapego a la vida, el marcharse de un lugar sin mirar atrás, una sensación de libertad exquisita y temeraria.
Había estado privado de ese dichoso bien en su juventud, diecisiete años tras las rejas por una estupidez, sintiose atrapado en un vertiginoso camino de incertidumbre y argumentaciones existenciales como lo era la efímera seguridad que da el poder, el dinero y el deseo de integridad que él siempre había admirado en algunos seres que vinieron al mundo con ese chip de la consciencia incorporado.
Era un muchacho lleno de sueños que quería surgir a costa de esfuerzo y constancia en sus labores docentes, admirador de los grandes escritores rusos quienes le habían mostrado las desigualdades de la vida y cómo a veces la nobleza no nos sirve para nada, pese a ello, lograba siempre encontrar un resquicio humano de bondad y esperanza que lo alentaba a seguir el camino recto, aquel que sus padres le imponían como un dogma…, pero no, no era eso lo que él buscaba, no era la simpleza del castigo o la recompensa, era la maravilla de la libertad, de la despreocupación, aquella sensación de saber que todo tiene un orden y está atado a leyes universales que debemos respetar, no porque el castigo apremie, sino porque se es un sabio conocedor de la fortuna y los hombres superiores velan por la suya.
Transcurría el invierno de mil novecientos cuarenta, había conseguido trabajo en una escuela pública de una localidad minera llamada Coronel, a treinta y dos kilómetros de la ciudad de Concepción en el sur de Chile. Este pueblo que se caracterizaba por una historia de lucha contra el abuso y la explotación laboral gozaba de los más grandes contrastes: la abundancia, aquella riqueza desbordante y, por otro lado, la carencia, que duele y da rabia de tanta fealdad en sus muros, suelos y olores. Había un tercer mundo, el que desde la neutralidad permitía apreciar las discrepancias y hacerse partícipe de ambos sin comprometerse con ninguno.
Los niños llegaban cada mañana en condiciones paupérrimas a calentarse en el fuego de la pequeña salamandra que entregaba su tibieza a no más de quince por día, los que asistían en forma intermitente a gozar de una habitación templada y de un alimento caliente que cayera a sus estómagos.
Martín procuraba ser parte de esa fracción amable del día y, además, estimular sus sueños tratando de incorporarlos en un viaje imaginario a través de sus escritores favoritos.
El joven era apuesto y muy cálido en el trato, esto despertaba la simpatía de los jefes y la envidia de sus pares.
Ya terminaba la jornada del día viernes y una vez que todos sus pequeños discípulos se habían retirado, se disponía a ordenar el salón de clases, cuando de pronto ve la sombra imponente del director de la escuela:
―¡Martín! ¡Qué bueno que no se ha ido! Necesito hablar con usted y cumplir con un gran amigo. ―Junto con decirlo se sentó en una pequeña silla que desapareció bajo su descomunal figura y grueso abrigo, al que acompañaba su atuendo un sombrero elegante y un maletín de cuero café―. Lamento venir a última hora, pero es que el día ha estado muy ajetreado.
―No se preocupe, don Bernardo, lo entiendo perfectamente, pero… dígame, ¿en qué lo puedo ayudar?
―Mira, hay una persona con mucho poder en el  pueblo de Lota, don Matías, nos ha ayudado en el mantenimiento de esta escuela y podemos seguir contando con él para lo que necesitemos, su empresa carbonífera está progresando mucho y ha traído la modernidad a estas tierras, tiene dos niños en edad escolar, por lo que me ha pedido que le recomiende al mejor maestro que conozca y, sin dudarlo, pensé en ti.
Martín sintió que un frío intenso recorría su espalda, si bien él quería surgir a costa de su esfuerzo, no le interesaba codearse con la aristocracia del país, puesto que sabía que era un germen corrosivo que se insertaba en las capas más bajas de la sociedad carcomiendo sus energías y destruyendo sus vidas sin ninguna clemencia. Pese a ello y viendo la necesidad de su jefe por complacer a su amigo, no tuvo más remedio que aceptar su pedido.
―La verdad, don Bernardo, es que lo haré por usted ya que mi tiempo es escaso. No solo trabajo acá, también ayudo a mi padre con los asuntos de la iglesia, pero hablaré con él.
Martín sintió rabia consigo mismo por no haber tenido la entereza de rechazar la petición, pero es que la oferta laboral era tan escasa en lugares alejados de la capital que temió a las represalias indirectas de don Bernardo que a la larga podrían desencadenar un despido.
Volvió a su hogar cabizbajo, a su paso se veían mocosos corriendo por las calles, sin zapatos y con la ropa raída viendo la oportunidad de darle un «zarpazo» a algún distraído transeúnte que llevara descuidada su billetera. Niños que ya no eran niños, una extraña dicotomía que era consecuencia de una sociedad injusta e irresponsable.
Al llegar a su hogar encontró a su padre leyendo el capítulo del sermón muy ensimismado, apenas se percató de la llegada de Martín. Este pasó raudo a la cocina a hurgar en las ollas de su madre quien preparaba la cena, ya prontos a recibir el sábado, solo faltaba la presencia de su querido hijo.
―¡Martín, hijo! ¡Justo llegas para la comida! ¡Qué alegría! Tendremos que preparar el sermón de mañana. ―Acto seguido, lo abraza muy fuerte y le palmotea la espalda.
―Padre, no podré asistir mañana a la prédica, lo siento, pero tengo un compromiso de trabajo que fue imposible eludir. ―Baja la mirada y se dispone a ayudar a su madre.
Al día siguiente, se levanta muy temprano, a regañadientes con la vida, ordena sus libros y se prepara para salir. En Lota lo estaría esperando don Matías, en su gran casona.
«Seguramente es un magnate dedicado a maltratar gente y a explotarlos hasta el desfallecimiento con la sola idea de crear su propio imperio. Siempre me pasa lo mismo, digo sí cuando quería decir no. Qué mal me siento, solo he venido por cumplir. Martín, Martín… así nunca te podrás convertir en un hombre virtuoso…».
Eran casi las ocho de la mañana cuando bajó del incómodo bus, al poner los pies en la carretera se dio cuenta de que estaba escarchada y de que el viento era despiadadamente helado. Se arrebozó en su abrigo lo que más pudo y se dispuso en dirección a la mansión de don Matías.
Desde el gran portón de entrada hasta la casona había que caminar aproximadamente un kilómetro, que no advirtió debido a que en el trayecto ensayaba su presentación con respecto a su persona y a la cátedra que impartiría a los niños. Al llegar, sintió una profunda admiración por la fineza y belleza de la construcción, el lugar en sí era una gracia divina,  la abundancia se precipitaba en cada rincón, cualquier esfuerzo humano de los que había visto por lograr la armonía en una construcción era un irrisorio e inútil atrevimiento de aquellos que no conocían la exuberancia en la tierra y… él se sentía tan pobre y pequeño, pero… no, eso era la primera tentación de satanás, un espejismo de la banalidad.
Se reincorporó y dejó atrás sus cavilaciones.
Un señor alto y bien parecido salió a su encuentro, se notaba un hombre de mundo, pero también se veía en él aquella experiencia que no es regalada, sino fruto de una vida llena de esfuerzo y sacrificio.
―¡Martín! ¡Qué gusto! Te estaba esperando. Bernardo me avisó ayer que venías y me alegró mucho la noticia ya que un profesor con tu preparación y dedicación es difícil de encontrar por estas tierras. ―Le da la mano muy afablemente y le indica que entre, dirigiéndolo a su oficina.
Martín, hablando con monosílabos, lo sigue en su recorrido.
Nuevamente las contradicciones inundaban su vida, aquel hombre no tenía nada de despiadado ni de déspota, todo lo contrario, era muy amable y la paga que recibiría sería mucho más grande de la que él había estimado.
―¿Te parece bien, Martín? Sé que la vida está difícil así que si lo consideras poco solo dímelo.
¿Qué si le parecía bien?, pensó, lo que recibía en la escuelita era una propina en relación a lo que obtendría por enseñar en esa gran residencia.
Martín se despidió, pero antes de que se fuera, don Matías lo invitó a conocer su casa y a las personas que vivían en ella. En aquel paraíso se divisaba a lo lejos a una niña y un niño de aproximadamente nueve y doce años, corriendo por el jardín. La servidumbre se dedicaba a sus labores con mucha alegría, todo iba perfecto en aquella casa, don Matías no era el hombre cruel que se había imaginado… o lo ocultaba muy bien. Al dirigirse a la puerta principal, pasó por fuera de una sala donde había una enorme biblioteca, un hombre relativamente joven lo miró con sorna, salió a su encuentro y con bastante gracia y dominio de sus gestos inclinó la cabeza y le hizo una reverencia. Martín muy confundido no supo qué hacer y solo atinó a mirarlo atisbando una sonrisa.
En el camino de vuelta a casa reflexionaba sobre lo acontecido y si bien se había llevado una gran sorpresa al darse cuenta de que don Matías era un personaje muy respetable, aquel que apareció de súbito, al final de la visita, le había dejado una desagradable sensación de vulnerabilidad, y es que los débiles pueden ser presa fácil de los poderosos cuando estos combinan ambición con afabilidad, pero… ¿Por qué le atemorizaba esto? ¿Será que la vida pretendía mostrarle el duro contraste entre la integridad y la corrupción?
Transcurrían sus días entre la escuela, la iglesia y la casona en Lota. Todo iba de maravilla, con lo que estaba ganando podría independizarse muy luego, aunque esto a sus padres no les alegraba, sentía que ya era tiempo de poder tener una vida que le permitiera desarrollar una mayor conciencia y así poder tener sus propias ideas con respecto a ella.
Desde niño había estado inmerso en un mundo absurdo y lleno de contrariedades, el amor a Dios debía ser la consigna, pero aquello conllevaba la gran mayoría de las veces el odiarse a uno mismo, a su cuerpo, a sus emociones; la renuncia a sentirse bien, negar sus deseos y ansias de libertad, apegarse a los seres humanos de una forma dañina y castradora, tal como lo hacían sus padres con él. Muchas veces se encontraba con la disyuntiva de querer romper las normas y mostrar el malvado ser que habitaba dentro de él con el bueno, con el santo, con el ejemplar hijo de mamá y de la iglesia, aquella que aborrecía y a la que se había negado a ir por primera vez.
Un día de aquellos en que debía ir a dar clases a la casa de don Matías, divisó nuevamente al hombre resuelto y oscuro, estaba en el despacho de aquel, al verlo se dispusieron en forma rápida y automática al saludo bonachón característico del dueño de casa, pero no sabía por qué extraña razón se respiraba nuevamente la vulnerabilidad que había sentido en aquella ocasión.
―¡Qué tal, Martín! ¡Te estábamos esperando! ―Se paró de su escritorio y se acercó a la puerta de su oficina para darle la mano y hacerlo entrar―. Te quiero presentar a mi hermano, él ha venido a pasar conmigo una temporada, lo verás deambulando por la casa, si te provoca con sus ironías, no le hagas caso, él es así, un desenfadado con la vida, no le rinde cuentas a nadie ―lo dice mirando a su hermano al mismo tiempo que carcajea.
―No se preocupe, don Matías, yo he venido a trabajar y en eso me concentraré. Con su permiso, los niños esperan la clase.
Salió muy apresurado, ya era incómodo para él interactuar «con los de arriba» más difícil se le hacía al estar siendo observado por una persona que escudriñaba en su ser como para encontrar cualquier sesgo de debilidad y convertirlo en objeto de soborno o de burla.
Cada vez que se encontraba en aquella casa no dejaba de admirar sus lujos, le llamaba mucho la atención aquel desprendimiento inconmensurable de recursos, pero no era tan solo eso, no se notaba ningún tipo de esfuerzo, todo se manifestaba mágicamente, ¿quién o quiénes estaban detrás?, ¿cómo era humanamente posible tanto dinero, en un contexto de dolor, escasez y esfuerzo? Ideas que colmaban su mente hasta el instante de quedar embobado admirando «Paisaje de cordillera» de Valenzuela Llanos, una pintura que se encontraba en el corredor que lo llevaba a la biblioteca.
―Un gran pintor, ¿no crees? ―le habla al oído y lo acorrala con su presencia para luego hacerse un lado y dejarlo seguir su camino.
―Sí, es uno de los grandes, un provinciano que supo salir adelante haciendo lo que le apasionaba.
―Interesante cómo valoras la vida, Martín, pero creo que hay que buscar la forma de disfrutar, ese «salir adelante» no es un lema que me estimule tanto como aquel tópico literario que sí me hace sentido: Carpe Diem y no hay más para mí. ―Se escabulle del lugar haciendo nuevamente la reverencia elegante y graciosa que Martín había admirado.
En cada regreso a su hogar no podía evitar ver el contraste de la gente sufriente y la riqueza desbordante; lo bello y lo feo; lo cálido y lo frío; lo execrable y lo seductor, y él no quería ser parte de aquel Chile abominable, pero tampoco quería serlo de aquella fracción que se enriquecía a costa de la explotación del bajo pueblo mestizo.
Martín se culpaba todos los días de su debilidad al sentirse atraído por ese mundo y en más de alguna ocasión haber querido ser parte de ellos, a pesar de que su experiencia de vida lo alejaba de toda candidez de pensamiento, no podía, muchas veces, luchar con la ilusión de honestidad y camaradería que le ofrecían sus patrones.
Admiraba en su interior el desenfado y elegancia de Joaquín, pero no le daba confianza… su oscuridad lo descolocaba, nada bueno podía surgir al lado de él; don Matías le proporcionaba aquella apertura a un mundo desconocido y desafiante que él tanto anhelaba, todo era accesible en aquel lugar comenzando por apreciar una excelente obra de arte y siguiendo con una abismante y actualizada biblioteca.
Al salir aquel día de la casona, su patrón no estaba, había pasado por su oficina para despedirse y le llamó la atención el desorden inhabitual de su despacho, entre aquel desconcierto se atisbaba detrás de su escritorio una pintura de inestimable valor ligeramente ladeada por lo que dejaba a la vista una caja fuerte levemente abierta; se paralizó ante tal oportunidad, se vio tomando el dinero, un dinero que a ellos no les hacía falta y ¡qué bien! les haría a tantos, pero por qué Dios insistía en estas terribles pruebas de honestidad, se alejó despavorido y quiso no haber entrado a ese lugar, una gran aflicción en su pecho le avisaba que nada bueno se auspiciaba, al darse vuelta tropieza con Joaquín y trata de disimular su turbación con un torpe saludo, hasta que por fin se ve libre de aquel territorio que le hacía proyectar como en un espejo toda su debilidad.
¡Qué diablos! ¡Qué ocurrió! ¿Dónde estaba don Matías? ¿Por qué Joaquín salió a su encuentro y no lo detuvo para preguntarle qué había pasado?
Llegó a su casa y sus padres lo esperaban con sus rostros desfigurados y envueltos en lágrimas, junto a ellos un oficial de policía con las esposas en la mano, sin dejar ni un ápice de duda con respecto al acusado, revisaron su maletín y no había nada, revisaron los bolsillos de su abrigo y… sí, metido entre medio de un periódico que siempre llevaba doblado en los bolsillos de su abrigo, estaban los documentos y el dinero  «…,pero… cómo llegó hasta mis bolsillos… la pintura… ¡Claro! En aquel momento, cuando conversábamos, hubo un instante en que me acorraló…».   
―¡Joven!, está usted detenido, tiene derecho a permanecer en silencio…
―¿Me puede explicar qué ocurre? ―Mientras, se dejaba esposar y miraba a sus padres con cara de no entender nada.
―Se le acusa de robo a la propiedad privada por haber extraído de la caja fuerte de don Matías la suma de diez millones de pesos, entre dinero y documentos bancarios.
―No entiendo nada, pero puedo explicarlo todo ―lo dice casi al borde de las lágrimas.
―Será mejor que no me explique nada a mí, oiga. Hágalo al lado de un abogado y frente al juez.
Martín agachó la cabeza y comprendió que no había nada que hacer. Al llegar a la comisaría divisó a lo lejos a Joaquín que acompañaba a su hermano, ambos abandonaban el lugar y al encontrarse con Martín, don Matías lo miró con pena y dolor, al instante, Joaquín lo hace reaccionar y lo conduce hacia el vehículo.
«Pero qué injusticia, ni siquiera un mínimo resquicio de duda, es decir, la vida nos asigna un lugar de privilegio o de desventaja, que tenemos que cargar hasta la muerte. No, no me quedaré tan tranquilo, intentaré hablar con él y explicarle, no hay registro, ni testigos de que yo haya hurtado aquel dinero… a menos que … ¡Por supuesto! Joaquín…».
Al entrar a la comisaría, el personal de guardia lo miró con compasión y se acerca a tomarle la declaración un oficial a cargo.
―En qué lío te metiste, cabro… ―Al terminar la oración levanta la mirada para ver su expresión y corroborar sus sospechas.
―En ninguno, señor, me quieren culpar de un robo que yo no he hecho.
―Mira, lamentablemente, nos llegan muchos casos como este, y resulta que simplemente se trata de desviar la atención pública hacia otros focos de tal manera que algo ilícito ocurrido al interior de las grandes esferas, pase desapercibido. Solo te puedo decir que, si no cuentas con un buen abogado, tendrás que pagar con cárcel tu inexperiencia.
―Pero… a qué se refiere con eso, señor, solo hablaba con ellos del trabajo que se me había encomendado. ―Lo mira directamente a los ojos para demostrar su veracidad.
―En realidad, no es necesario decir ni hacer nada. Ellos se dan cuenta cuando a las personas se les abrillantan los ojos con el dinero, el gustito del poder, el soñar que uno puede llegar a ser como ellos.
Martín se quedó en silencio, y pensó en todas aquellas instancias en que deliraba ante la magnificencia de aquel mundo. Se dio cuenta de que había sido objeto de estudio para imputarle un robo que nadie cuestionaría. Inculpar a Joaquín era una tarea imposible, pronto estaría fuera de Chile disfrutando del dinero que le hizo creer a don Matías que él había robado y este, claro, privilegiaría a su hermano.
Divisó la panadería y recordó que los bizcochos de miel le encantaban y que la noche anterior se había quedado dormido pensando en ellos. Ya era la hora en que abrían y no podía más de la emoción al imaginar el sabroso té al contacto con la delicada masa que inundaría de fragancia su hogar.
Los años en la cárcel le enseñaron la simpleza de la vida, le mostraron que la integridad no repara en circunstancias y no se apiada de los que dudan o sienten la lasitud en su camino. Conoció a muchos como él que fueron entrampados para poder encubrir crímenes mayores como la muerte de mucha gente producto de la explotación laboral y de sus malas condiciones de vida… en fin, ya era libre, había pagado con sus mejores años su brutal candidez y ya no quería seguir enfrentándose a sus constantes enjuiciamientos.
Antes de llegar a la panadería ve a un borracho que está con medio cuerpo sobre la acera, su rostro se encuentra ensangrentado producto de la feroz caída.
«Pobre hombre, lo ayudaré, quizá pueda encaminarlo a algún lugar».
―¿Lo puedo ayudar? Si no tiene dinero le ofrezco pagarle un carro para que lo lleve a su casa. ―Lo toma de la cintura e intenta ponerlo de pie.
―No te preocupes… ―Le incrusta la mirada y luego la baja para ordenar sus vestiduras, apareciendo la sordidez de su sonrisa―. Dormiré en cualquier callejón…, Martín, estaré bien.
Al oír su nombre se da cuenta de que el borracho es Joaquín, viejo y miserable.
―Igual, no puedo dejarlo aquí, al menos permítame llevarlo a alguna parte.
―Hmm… después de lo que te hice sufrir… ―lo dice para sí mismo― Mi hermano nunca creyó que yo no había tenido nada que ver, así que tuve que decirle la verdad: Aquel día, sentí un gran disturbio en su despacho, la puerta de entrada estaba abierta, alguien se había metido en su oficina, fui a ver y tú te encontrabas ahí, te pusiste nervioso, podría haberte dado tiempo de explicarme lo que te pasaba, pero no quise hacerlo, sentía envidia  de la admiración que Matías te tenía, se veía reflejado en ti, pero yo… había visto cómo te atraía el lujo y la riqueza, sabía que en tu interior existía una lucha constante entre el bien y el mal, veía tu resentimiento, pese a que lo manejabas discretamente y presentía que en cualquier momento darías el zarpazo, solo había que prepararte el escenario y, ese día, cuando entraron aquellos delincuentes, te asomaste y yo te espiaba desde un rincón del pasillo, me di cuenta de que ellos no habían alcanzado a robarlo todo, así que supuse que hurtarías el resto. Me diste la oportunidad de reivindicarme y demostrarle a Matías que eras peor que yo, pero fue imposible convencerlo, así y todo, no tenía pruebas para señalar lo contrario y tampoco lo hubiera hecho, yo era su único hermano.
―¡Desgraciado! ¡Me quitaste mis mejores años! ¿Qué diablos tenía que ver yo con todas tus frustraciones? ¿Qué derecho poseías de truncar mi futuro? ¿Qué se creen todos los de «tu especie»? ―Lo agarra fuerte del abrigo y lo deja en el mismo lugar del que lo había recogido―. Solo me queda por decir que la vida me ha dado la oportunidad de escupirte en la cara y hacerte ver que la nobleza es como un roble, robusta, limpia y recta hasta el final, y si bien podemos dudar y sentirnos débiles ante las banalidades de este mundo, la reflexión y una firme convicción en nuestros principios siempre saldrán a nuestro encuentro.
Además, mientes vilmente, no hubo delincuentes, tú robaste el dinero y esa era tu coartada, ya me habías manchado horas antes, cuando me acorralaste frente a la pintura ¡Púdrete en tu maldad! Ya el caso está cerrado y, a Dios gracias, mi camino está lejos del tuyo.
Martín entró a la panadería en busca de los bizcochos y se dirigió a su casa para poder disfrutarlos, el frío se hacía cada vez más intenso, así como la tranquilidad de su alma. Los viejos demonios ya estaban sepultados y los que quedaban eran retazos de un hombre que ya no existía porque había muerto y vuelto a la vida en aquella cárcel…, pero sin miedo.

viernes, 24 de julio de 2020

Alguien alguna vez me dijo…


Constanza Aimola

Ahora era yo quien era infiel, aun con la argolla de matrimonio puesta en un motel de mala muerte en el centro, mientras atravesaba por algo emocional que parecía un estado narcótico. Ya no tenía miedo, lo había hecho cinco veces más, después de que mi esposo me dijera que nadie diferente a él iba a querer hacerlo conmigo.
Cada vez que nos encontrábamos la habitación era más grande, en la primera solo cabía la cama, estaba temblando de miedo porque únicamente había estado con un hombre por muchos años, recuerdo cómo con los ojos cerrados y con el corazón a mil le intentaba dar placer y que cuando los abrí por unos segundos vi el rostro de mi esposo en el suyo, lo tenía grabado en mis ojos y mi mente, la que en ese momento me jugaba una mala pasada.
La segunda vez que nos vimos, estuvimos en una habitación con sauna por la que tuvimos que inventar muchas mentiras con nuestras parejas, por el olor fuerte a eucalipto que se quedó pegado al cuerpo y el cabello.
Fueron en total seis encuentros, no sabíamos que el de la habitación con la bañera sería el último, al final toda nuestra historia quedó descubierta por nuestras parejas y algunos amigos cercanos. Estaba destrozada tras este rompimiento y tengo que confesar que lo llamaba a la oficina todo el día solo para escuchar su voz, él sabía que era yo y no me importaba, estaba realmente desecha.
Después de esto, cualquiera era la oportunidad perfecta para hacerlo con varios hombres. Una exposición de productos que ni me interesaban, la fiesta aburrida de un amigo, el encuentro con un viejo conocido del trabajo, los ojos de un sujeto cualquiera con el que me encontraba seguido en un café, en común, que eran casados o tenían dueña.
Esta es una de las historias que me contaron en la librería café que inauguré después de muchos años de planearlo y soñarlo. Allí, hacía tertulias, lecturas de libros, proyección y discusión de películas, presentación de música y poetas, ventas de libros, cuadernos hechos a mano por mí misma, muñecos fabricados de forma artesanal, talleres de muchas cosas y obviamente ofrecía un delicioso y oloroso café que salía de una hermosa máquina que traje de Italia.
Ese dos de marzo, lo recuerdo perfecto porque era mi cumpleaños, Lola me contó esta historia, logrando deshacerse de los secretos y la culpa que la acompañó durante varios años, mientras compartíamos café, una taza tras otra, hasta sentir que se me subía la tensión, tanto que parecía que me tiraban por los ojos, con las mejillas muy rojas pero ávida de toda esta información que mi cliente y nueva amiga me contaba.
Esto se me convirtió en costumbre, escuché muchas historias, como por ejemplo la de Monserrat, una mujer muy hermosa, con una sonrisa que encantaba. Recuerdo que sus mejillas se sonrojaban con facilidad y hacía un gesto con los ojos demostrando algo de vergüenza, lo que la hacía muy atractiva.
Solía ir los viernes a la librería, pedía un café moca con un toque de canela, agua y leche por mitades iguales y mucha espuma, se sentaba en la barra, sola y leía un libro vulgarmente romántico como ella le llamó, un día que le pregunté por sus preferencias en la lectura.
Después de casi dos meses con esta misma rutina, un día me pidió que le agregara licor a su café y tras tomarse unos cuantos me contó su historia. Toda la vida había sentido atracción por las mujeres, algunas experiencias traumáticas con el sexo opuesto durante la niñez y un gusto innato la habían llevado a declararse definitiva y abiertamente adoradora de las mujeres. Nunca tuvo parejas masculinas, fueron por lo general romances pasajeros y algunas relaciones serias y medianamente duraderas.
Esta experiencia que se detuvo a contarme, tenía algo particular, había conocido hace poco a una mujer a la que le gustaban los hombres, ya se había casado y separado y tenía una hija. Era menor que ella, pero había vivido varias experiencias, todas en la heterosexualidad.
Pues bueno, en una fiesta después de haber terminado con su última pareja, Montse, muy pasada de tragos se lanzó a esta mujer que le llamaba la atención y allí empezó la aventura de Karina, que pensaba en pocas palabras, algo así como: “me asusta, pero me gusta” chocando con todos los prejuicios de la sociedad y Monserrat que con su encantadora forma de ser la invitaba a que se dejara ir.
Un día la trajo a la librería y me la presentó, tomó un café negro y sin azúcar, era de las mías, hasta en esos gustos son muy diferentes, sin embargo, se ven hermosas juntas, han empezado una relación y están viviendo la historia fantástica que muchos quisieran, es hasta ahora una historia con un final feliz.
Y si de alas se trata, un piloto de la Fuerza Aérea es un perfecto ejemplo para una historia de amor, con muchos altibajos como cuando en un vuelo hay turbulencia.
Una tarde en la que llovía mucho, tanto que se rompió una de las tejas del local, llegó corriendo y entró a la librería una mujer, morena, de pelo negro azabache, linda sonrisa con blancos dientes. Prefirió sentarse en un espacio que tiene cojines en el piso, con pequeñas mesas, velas, incienso, un lugar muy acogedor para leer, escribir y cubrirse de la lluvia. Eligió café helado con crema encima y salsa de chocolate, una bebida muy dulce para mezclar con lo amargo y triste que escribía.
Esta es una historia que me contaron en dos etapas. Silvia, ese era su nombre, venía por lo general a mi negocio los miércoles después de las cinco de la tarde, la primera vez que me empecé a enterar de los detalles de esta historia fue un día que, por error, dejó olvidado el cuaderno en el que escribía y lo acepto, lo leí.
Me encontré con dramas de vida, la historia de amor de una pareja que, para decidir vivir juntos, tuvieron cada uno con anterioridad historias de desamor por separado.
Silvia no visitó el local por dos semanas, cuando regresó, por primera vez se sentó en la barra y me preguntó por el cuaderno, le confirmé que allí lo había olvidado y acepté de una vez que lo había leído, ella no estaba molesta, entonces supo que me había enterado de esa parte de su historia en la que se había enamorado siendo muy joven de un hombre que, tras prometerle matrimonio, había decidido casarse con otra, tras pasar algunos meses separados por compromisos laborales.
El tiempo los volvió a unir, después de algunos kilos menos de peso y varios litros de lágrimas que derramó por este hombre. Era innegable para los dos el gusto físico y las ganas que tenían el uno por el otro, lo que permitió que aún molesta, con dolor profundo por el engaño y en medio de una relación seria con otro hombre, se entregara completamente esa noche.
Raúl estaba casado, aunque no era feliz, ambos tenían hogares que parecían funcionales ante la sociedad, aunque esa noche los dejó marcados para siempre, por lo que, aunque Silvia se embarazó de su pareja, nunca perdió la esperanza de ser parte de su vida y su amor siguió intacto.
Silvia acompañó esta noche su relato con una mezcla particular, tragos pequeños de amaretto con leche caliente, lo que empezó a subir la temperatura de la conversación, tanto que tuvimos que retirarnos de la concurrida barra del lugar a una mesa un poco apartada. Yo no podía dejar de escucharla casi ni parpadeaba y cambié mi café negro amargo por agua con hielo para bajar el calor de mis mejillas sonrojadas por lo que contaba, así como la forma apasionada con que expresaba sus sentimientos.
Después de durar separados por algunos años, vivir muchas aventuras momentáneas, historias de pasión desenfrenada, hombres aburridos con los que no duró mucho y uno que otro abusivo, este hombre empezó a ver crecer al hijo de Silvia desde la distancia por las fotos en sus redes sociales en las que nunca había un hombre a su lado. Hasta ese momento estaba casado, pero al terminarse esta relación decidió buscar a Silvia. Le preguntó abiertamente por el papá de su hijo y obtuvo la respuesta que quería escuchar, esta persona no existía.
Silvia accedió a verse con él y la pasión desenfrenada, el amor, la atracción física y el gusto que sentían eran evidentes. La lejanía había hecho que aumentara una cierta tensión que ocasionó que cuando se entregaron de nuevo, explotaran en sensualidad y deseo, por lo que nunca más pudieron separarse.
Dejaron sus aventuras, parejas estables y pasajeras y cada uno con hijos de diferentes personas, se unieron en una nueva y feliz familia.
Para este momento los vidrios de la ventana que estaba a nuestro lado se habían empañado en la mezcla del frío de afuera y la conversación acalorada que sostenía con Silvia, ya después de dos horas de hablar me dijo que no me contaba más porque tenía que irse. Tras este episodio los he visto algunas veces pasar con su pequeño hijo de la mano por el mercado de las pulgas que hay en frente de la librería y se ven realmente felices.
Por mi parte, aquí me quedo esperando a que nuevos visitantes me cuenten sus historias, sin dudarlo se las relataré.

viernes, 17 de julio de 2020

Café amargo

Diego Velásquez González


Desde el colegio, David fue una persona llevada de su parecer. Gustaba cazar peleas así supiera que las iba a perder. Cualquiera que le diera un motivo podía considerarse su oponente. Compañeros, maestros, familia y sobre todo sus parceros[1], «los amigos, leales en la buena, hipócritas y falsos en la mala» según sus palabras. No le importaba si era hombre o mujer. Aquello que dicen que a las mujeres no se tocan ni con el pétalo de una rosa era una bobada. De ser necesario lo hacía, así tuviera que subsanar la falta. Una vez llegó a pegarme. No sé por qué dejé que lo hiciera y menos las razones por las que seguí siendo su amiga.

«Diga pues como es… que se venga el que quiera, que acá lo recibo… usted no es mi mamá para que me mandé». Esas eran sus respuestas acostumbradas ante los reclamos que se le hacían. Pero todo ese impulso, la más de las veces, terminaba en ser pura y física carreta[2]. Cuando se le confrontaba en privado pasaba de ser tremendo gallo fino a ser una tímida y escurridiza gallina. Había que apreciar sus cambios de actitud, sobre todo cuando a la mamá la llamaban al colegio a responder por sus desmanes. Entonces asumía el papel de un niño juicioso e incomprendido. Se asemejaba a un tonto que no era capaz de nada. Entonces, madre e hijo terminaban afirmando que era que se la tenían montada.

No puedo decir que hayamos sido realmente amigos. Nuestra relación estuvo marcada, como la de la mayoría de los millennials[3] por los espacios y momentos compartidos. Ahora que lo pienso, tal vez me gustaba. Un muchacho alto, delgado de un cuerpo definido, que usaba uno aritos de oro y que junto a el tatuaje de una mujer en el brazo derecho era para mí algo… mmmm. Quizás, nuestra amistad estaba construida bajo la misma premisa de lo efímero, de prepararnos para deslindar el vínculo al cambiar las circunstancias.

Terminó el bachillerato conmigo hace cerca de siete años, aunque con grandes dificultades. Todos en el grupo le ayudamos de una u otra manera. Al finalizar se fue a prestar el servicio militar a una zona al sur del país, en los límites con el Perú. O más bien se lo llevaron, porque su mamá hizo hasta lo imposible para que eso no ocurriera. Habló con cuanta persona pudo en compañía de su político de marras. Quizás eso sirvió para que el comandante del distrito decidiera enviarlo. Tal vez declaró entre los suyos que: «al hijo de papi y mami hay que volverlo un hombrecito». Yo estaba convencida que allá se iba a morir. Se hizo adicto a la marihuana. Decía que allá, aunque no la recomendaban, tampoco se la prohibían y que una vez fumados unos porros se le despertaban unas ganas de matar unos cuantos guerrilleros, bandidos o cualquier cosa que se le pareciera. Yo sinceramente creo que a esa costumbre de meterse sus plones[4] antes de salir a patrullar le agregaba el consumo de drogas más fuertes.

Cuando venía de licencia me buscaba. Lo recibía, escuchaba y acompañaba en sus trabas[5]. Incluso me llegué a involucrar de manera directa en una que otra. He de reconocer que eso de sentirse una idiota por un tiempo tiene su encanto. Yo sabía que David no me convenía. En mi casa lo odiaban. De cierta manera, su presencia era la manera de imponerme a la voluntad de mis padres y su deseo de seguir marcando la ruta de mi vida. Tenerlo de amigo los mantenía en tensión y eso me encantaba. Me volví un poco alterna a su lado, frecuentábamos bares y grupos de rock. Tres años atrás, había llegado a la ciudad de Pereira con mis padres y el estúpido de mi hermanito. Una de las razones del traslado de la familia radicaba en que querían ofrecernos un espacio diferente, quizás menos estresante al ambiente que se sentía en la capital y que con el paso del tiempo se hacía cada vez más difícil. Entre tanto, mi madre no dejaba de infundir en mí un espíritu individualista, de querer reclamarlo todo y crecer creyendo que el mundo me lo debía todo.

Piolo, como le decíamos por cariño ya que siempre andaba con el corte de cabello rapado vivió en la época del colegio dificultades económicas. Era común que muchos de los compañeros se turnarán para comprarle algo de comer en los descansos creando una especie de solidaridad de grupo hacía él. En ocasiones se enfermaba por lo mal alimentado que estaba. Se veía demacrado, falto de energía y todos sabíamos las razones, pero no le gustaba hacerlo evidente. Era muy dado a eso de no pelar el cobre[6]. Sé que siempre esperaba que pasáramos de ser simples amigos a ser amigos con derechos. Le decía que esperáramos, que nos tiraríamos las cosas. Era la manera de mantenerlo cerca, siempre a la expectativa. Sabía que, si le daba lo que quería, pronto se alejaría y necesitaba quien me cuidará. Además, he de reconocer que cuando andaba de buenas pulgas, era un amigo excelente.

Uno de sus mejores sucedáneos frente a sus ataques de ansiedad ante la falta de su consumo adictivo era tomar café negro. Cuando se lo servían con las acostumbradas dos bolsitas de azúcar, las rechazaba diciendo que no las necesitaba. Y a continuación remataba con su frase, «Me gusta tomar el café amargo para recordar lo amarga que es la vida». Y entonces, disfrutaba escuchar a propios y extraños señalar que la vida no es amarga sino hermosa y toda la verborrea que sigue, a lo que él respondía que por ningún lado encontraba lo hermoso que le atribuían.

Realmente consideraba que la vida era ese valle de lágrimas que los católicos anhelan abandonar para poder encontrar el rostro del Padre olvidándose de vivir por añorar un paraíso del cual fuimos desterrados y al que ojalá nunca volviéramos. A veces nos poníamos a filosofar, yo le decía que el cielo o el infierno comienzan en la tierra, que aquí empezamos a vislumbrar ese sueño. Piolo respondía que eso era una tontería, que la vida solo son miserias, que bastaba ver que nuestros padres habían hecho tanto esfuerzo para terminar en nada. Y, por lo tanto, que después de tanto esfuerzo, poco o nada cambiaría. Que todo no deja de ser una trágica comedia.

Cuando menos pensé, volvió a desaparecer de mi vida, del barrio, de la ciudad y de los lugares donde a veces lo encontraba dejando pasar una borrachera o uno de sus viajes con alucinógenos, bien sea solo o en compañía de sus parceros del momento. Siempre pensé que cualquier día leería de su muerte en el periódico local, o alguien de su disfuncional familia me llamaría a informarme. Algunos decían que se había ido para la guerrilla, otros que para los paramilitares o que se convirtió en una mula del narcotráfico. Y no es que fuera excesivamente ambicioso. Su modo de vestir desordenado, con ropa de segunda regalada y siempre dispuesto a recibir lo que le quisieran dar era su marca, su característica. «Claro que me sirve, yo tengo talla de limosnero» era su frase preferida.

Su nacimiento había sido producto de un accidente. La madre terminó sufriendo demasiado. Murió algunos años después de que termináramos el colegio. Su padre, quien quedo viviendo con Piolo, era un hombre maltratador e injusto, que terminó por imponerse a las resistencias de ella a un nuevo embarazo y como consecuencia nació Piolo. Doña Cecilia, la mamá de David, me contó que por algún tiempo pensó en abortar. Lo sopesó durante largas noches de insomnio durante unas tres o cuatro semanas, pero al final no fue capaz. Quizás el peso de la idea del pecado era superior a su voluntad. Tal vez por ello terminó quejándose de ese embarazo todo el tiempo. Y entonces bien se dice que quien no fue tenido con ganas, no vivirá con ganas.

La última vez que lo vi fue una noche que apareció en mi casa. Era tarde, más de las once. Me puso un mensaje al teléfono. Decía que bajará, que necesitaba hablar conmigo. Salí del cuarto tratando de no hacer ruido y mis padres se dieron cuenta. Estaban rojos de la ira. Don Gustavo, como siempre me referí a mi padre, afirmó que esa no era hora de ir a una casa decente y que si a ese muchacho no le habían enseñado modales. A pesar de esa advertencia, fui hasta la portería de la unidad residencial donde vivía. Allí, bajo la supervisión del portero, un tipo de unos treinta años y que sé que sentía una fuerte atracción sexual hacía mí, nos sentamos en una de las escalas de ingreso. Siempre supe que a aquel tipo le gustaba por la manera como me miraba y he de reconocer que en no pocas ocasiones me encantaba provocarlo. No lo niego, pero el tema aquí es David. Conversamos un rato. La verdad fui bastante cortante. Piolo lloraba y apenas podía escucharlo por sus balbuceos. Hablaba de un tipo con el cual se había metido y que había salido con nada. Nunca había pensado que tenía esos gustos. Ahora eso poco importaba. Ya me sentía cansada de esta relación tan extraña. También decía que, en casa, su padre le dijo que, si era que ya se había vuelto marica, y que eso era la peor desgracia que pudiera haber tenido la familia. Y después de darle unos palazos con una escoba, le dijo que se fuera de la casa y se olvidará de él.  

Años después, una fría tarde bogotana me encontré de frente, sin esperarlo, con Catalina una excompañera del colegio. Recuerdo que apenas nos tolerábamos. Era una de esas viejas con las que uno no quisiera volver a encontrarse por su fama de chismosa y atravesada y ser reconocida por casi todos los estudiantes de los grados superiores y entonces andar mucho a su lado suponía cosas de uno. Al menos eso creía, quizás por aquello que el que entre la miel anda algo se le pega. Era la típica mujer que aquello que no sabe se lo inventa. Y es cierto, en aquella época, yo era bastante ingenua en cosas de sexo. Le tenía físicamente miedo y esa es la verdad. Más de una vez me invitó a salir con sus amigos y a pasar bueno según su entender a lo cual me negaba.

Aquel día esperaba un vuelo para New York a un congreso de sociología. Estaba cansada y no logre visualizarla a tiempo para habérmele escondido. Se acerca rapidamente, me toma de los brazos y con un tono de voz bastante entusiasta me dice:

—Hola Andrea. No lo puedo creer. —Mientras me da el típico beso de Judas.

Después de preguntarme por mis padres y todo lo que más pudiera de mi vida, que, si estaba casada, si tenía hijos, que había estudiado entre otras cosas. A todo respondí de manera escueta. Bien se dice que no hay que dar demasiada información al enemigo. Todo fueron evasivas y medias verdades. Después de un rato nos quedamos en silencio y sin esperar, exclama, como si un recuerdo llegará de improviso:

—¿Adivina quién está en Miami?

Con desinterés simplemente le dije:

—¿Quién?  

—Pues tú amigo del colegio, aquel muchacho trigueño, delgado, alto que me encantaba y me moría de ganas que tuviéramos sexo, lamentablemente nunca me dio la hora. Ese aire de malandro era quizás lo que más me atraía de él. Era tú novio, ¿cierto? —pregunta arqueando la ceja derecha.

Supe entonces de quien me hablaba. La imagen de David volvió a mi mente. Ya casi se había borrado de mis recuerdos como toda la vida del colegio que fue un tránsito supremamente difícil, con muchas situaciones incomodas que hubiera querido jamás haber vivido.

— ¿Te refieres a David? —y agregue—, él no era mi novio.

—Pero entonces tenía que ser gay —dando por sentada la incongruencia de la amistad entre un hombre y una mujer en una edad donde los deseos y los impulsos más inconfesables emergen con toda su fuerza. Y agrega:

—Siempre andaba contigo. ¿De verdad? Era muy extraño.

Después otro largo silencio mientras mirábamos la información de los vuelos en los tableros nos arropamos un poco más por el frio. Yo simulaba ver mi celular y ella escuchar música. Finalmente, afirma con toda la tranquilidad del caso:

—Parecían las mejores amigas o unas hermanitas gemelas. ¿Recuerdas que les decían las siamesas? —lo dice con cierto tono de burla— Nunca se separaban. ¿Verdad que aguantaba hambre?

El comentario se me hizo atrevido y sin poner mucha atención, pregunté:

— ¿Y cómo está?

—Pues te cuento un día estaba en la playa de Miami Beach. De pronto observo a un salvavidas que me miraba. Se veía buenísimo, alto, un pecho, unas piernas gruesas, fuertes, con un bronceado espectacular.

Empieza a caminar hacia donde estaba y me dice:

—¿Eres Catalina?

—Sí claro.

Me preguntó que si me acordaba de él. Le dije que no. Entonces se presentó diciéndome que estudiamos en el Colegio San Judas Tadeo.  

—Soy David Ramírez, era amigo de Andrea.

Grité de la emoción, me levanté y lo abracé. Finalmente pude darle una apretadita bien rica —agrega como para hacerme dar celos— Fue mi sueño cumplido.

Contó que David esta como los vinos. Con el tiempo se había puesto mejor y cuando término su turno, fuimos a una heladería al final de la playa. Sonríen y conversan. Se acercan a hacer el pedido y él pregunta:

—¿Qué quieres tomar?

—Una limonada estaría bien.  ¿Y tú? —respondí.

Él sonríe con suspicacia.

—Un café negro.

Continúa su relato diciendo que cuando la chica de la heladería se aprestaba a procesar el pedido pregunta a David, ¿cuántas de azúcar? Y entonces dice que, sin azúcar, que le gusta el café amargo para que le recuerde lo amarga que es la vida. Aquella empleada lo contempla con desconcierto y continúa procesando el pedido. Luisa me dice que trató de explicarle que la vida con todo el desencanto que podía tener, resultaba un viaje fantástico. A lo que responde que sí, que es cierto, que solo estaba jugando. En ese momento sonreí al imaginar a David expresar aquella frase tan suya.  

Relató que se instalaron en las mesas del frente hacía la playa para recibir la brisa del mar. Luisa pregunta por la vida de él después del colegio. David le dice que hace cinco años se encontraba en crisis y que es un adicto en recuperación. Llegó un momento en que quería morirse. Una noche que estaba drogado fue a buscar a Andrea. No sabía la hora. Apareció al rato en la portería. Me hizo sentar en las escaleras, en las afueras del conjunto. Se notaba molesta porque me dijo que dejara la película y que organizará de una buena vez mi vida. Y entonces le conté que eso trataba. Le dije que compartía un apartamento con un hombre y que a él se le perdieron unas cosas y me acuso de ladrón. ¿Te imaginas lo que eso significa?  Ella me mira con aire incrédulo a lo cual yo respondí diciéndole que sí, que yo sabía que no era ninguna perita en dulce, que me respetara, me fui y no volví a saber de ella.

David dice que camino mucho por el país desde ese día, aunque no tenía idea para donde iba y mucho menos que quería. Estuvo en Bogotá. Llego a vivir en el Cartucho o más bien a esconderse allí. Después viajo a Cartagena donde encontró una organización de esas que fundan los políticos para conseguir votos y dinero con los adictos.  Recordó siempre las palabras de Andrea… «Haga algo con su vida. Claro que sí, la vida no es fácil, que podía ser amarga, que no me quedará quejándome y una cantidad de otras cosas…».

David una noche despertó en una calle en Cartagena por una patada en el estómago de un negro grande y mal encarado. Dijo que por momentos me pareció que se asemejaba a inmenso gorila y no tenía claridad si andaba en una traba o qué. Todo se le hacía irreal. El tipo decía que me moviera, que ese no era lugar para vagos. Sintió que me iba a morir cuando sacó una pistola y se la puso en la boca. Suplique por mi vida me dijo, pero en sus ojos encontraba solo odio. «Vea triple hijo de puta si lo vuelvo a ver por estos lados lo mato. ¿Entendió?» Y apenas pudo mover la cabeza en sentido de afirmación.

Al final David le dijo que: «creo que fue el café más amargo que me tomé en mi vida porque fue un despertar. Y entonces empecé a tomar el tratamiento del centro en serio. Decidí que debía cambiar. De pronto pude ver las cosas de manera más clara. Andrea tenía razón, era responsable de mi vida. Demostré un auténtico interés en mejorar y las cosas se fueron dando. No sé si hay un Dios. Comprendí que no estaba solo y que debía crear una conexión con todo lo que me rodeaba. Cuando ya estaba bien, busqué un primo en Medellín. Me apoyó con escepticismo y como solo había logrado aprender inglés en el colegio, lo perfeccioné y estudié turismo. Pude conectarme con una empresa del sector acá en Miami y, en fin, puede ver el resto. He procurado cuidarme, aprender a amarme y vivir los momentos. Por eso, un café amargo, que aún me encanta, es un recuerdo de estar atento, despierto, vivo».

En ese momento, el vuelo de Luisa María empezó a ser llamado. «Pasajeros con destino a Miami, vuelo número 1548 de la aerolínea…» Toma su celular y rápidamente me muestra una foto de ellos juntos. Se veía diferente, pero conservaba algunos de sus rasgos y claro se veía mucho mejor de cómo lo recordaba. Y no lo puedo negar, estaba como los vinos. El tiempo lo había hecho más atractivo. Era un hombre bello, que refleja luz. Siento una punzada en el estómago. Quiero que se vaya. Sigue hablando y hablando, ya no la escucho, mientras toma sus cosas. Finalmente agrega que han seguido viéndose y que vendrían a Colombia para ir al Parque Tayrona. «¿Te gustaría ir con nosotros y algunos amigos?» pregunta. No pude evitar sentir un dejo de frustración y envidia, porque entre tanto, yo seguía sola. Tenía un excelente trabajo, podía viajar a donde quisiera en el mundo, pero estaba sola. «Ya te ubiqué en Twitter, te contactaré» escuchó decir mientras los sonidos de sus pasos firmes al caminar se hacen sentir.

Mientras la observo alejarse supe que seguía siendo una mujer popular, sensual y seductora, alegre y por momentos empalagosa, a la vez que más madura y dueña de sí misma. Tiene un hermoso cuerpo, pero no deja de ser lo que era, una puta. Parecen felices. ¿Será que están enamorados? pienso. Vuelvo a mirar los tableros del aeropuerto y el vuelo a New York sigue con retraso. Voy a un café, buscando una aromática [7]y algo de comer. Y mientras veo la gente pasar a las carreras de un lado para otro, dormitar en las sillas, indisponerse con cada nuevo anunció en los parlantes y el frío aumentar hasta helar los huesos, me acerco a la caja a hacer el pedido. Al lado una mujer toma un café oscuro caliente. Bebe lentamente. Se ve tan dueña de sí misma que siento envidia. Y entonces pedí un tinto. Y ese día me tome el primer café amargo de mi vida.




[1] Amigos o compañeros de vida cotidiana.
[2] Expresión propia del lenguaje en el occidente de Colombia que tiene la connotación de referirse a una habladuría sin sentido o propósito.
[3] Expresión que refiere a la generación del milenio es decir a los nacidos entre 1981 y 1999, que actualmente tienen una edad comprendida entre 16 y 36 años aproximadamente.
[4] Aspirada del humo. En un sentido general es fumar.
[5] Traba es una expresión propia que se usa en Colombia referida a una persona drogada o enmarihuanada. “El muchacho está trabado” “Eso es una traba ni la brava”.
[6] Expresión del lenguaje en Colombia que refiere al hecho de no mostrar los verdaderos problemas que se tienen tales como el hambre o una necesidad determinada.
[7] Infusión o bebida de agua caliente que se prepara en Colombia con diferentes tipos de hierbas o frutas tales como papayuela, maracuyá, mora, limonaria, albahaca, entre otras.

jueves, 16 de julio de 2020

Nada se pierde


Miguel Ángel Salabarría Cervera

Natalia está emocionada por los preparativos para su boda con Alejandro. El tiempo se le acorta a pesar de estar en el mes de octubre y la boda ser el tres de mayo del próximo año. Se siente presionada por las actividades que realiza en una revista quincenal de línea cultural y social en la ciudad de San Lázaro, donde tiene que cubrir diferentes eventos y luego elaborar sus notas en las oficinas de su centro de trabajo, en especial los fines de semana; quedándole su día libre: el lunes.
Ella era originaria de la ciudad distante de San Juan Bautista, hacía seis años había emigrado para estudiar Ciencias de la Comunicación en San Lázaro, por lo tanto, vivía sin su familia rentando un pequeño departamento. Esta situación fortaleció su carácter haciéndola una persona independiente y acostumbrada a tomar decisiones propias desde su vida estudiantil y ahora profesional.
En la universidad conoció a Alejandro, del que se hizo novia desde el segundo semestre de la licenciatura, llevando una relación tranquila y estable durante toda la carrera.
Una calurosa tarde al concluir la última hora de clase mientras el grupo se retiraba, Natalia se me acercó y me dijo:
─Maestro, voy a faltar a la facultad mañana porque voy con el médico, por favor no me considere la falta.
─No hay ningún problema ─le respondí e intrigado por su salud me atreví a preguntarle, porque era una alumna participativa además de asistir todos los días─, ¿tienes problemas de salud?
─Bueno, sí y no, voy a un chequeo médico con el ortopedista.
─¿Y eso?
─¿Ha notado que cuando camino la pierna izquierda está más corta y que no uso zapatillas?
─No soy observador ─le respondí.
─Le voy a contar ─me dijo con familiaridad─. Hace como cuatro años cuando estudiaba la secundaria en San Juan Bautista, me atropelló una moto y me arrastró, tuve varías fracturas en la pierna izquierda, además se me rompió la cadera. ─Con expresión de tristeza continuó relatándome─. Me realizaron varias operaciones en la pierna izquierda, quedándome dos centímetros más corta que la pierna derecha, por esta razón arrastro ligeramente la pierna izquierda y por lo mismo no puedo usar zapatillas, solo zapatos con tacón de dos centímetros.
─Lo importante es que estés bien ─le respondí─ esos detalles no son trascendentes.
─Ni se crea ─con expresión de desolación me dijo─ lo peor fue lo que me ocurrió en mi vientre.
─No tienes por qué contarme lo que te aconteció en esa parte de tu cuerpo.
Manifestándome su confianza me sorprendió al decirme:
─Maestro, no se sienta incómodo, al contrario, inspira confianza y es «buena onda», siempre tratamos cualquier tema en clase, y nadie se agüita.
─Si gustas, Natalia.
─Al fracturarme la cadera, unos fragmentos se me incrustaron en los ovarios y en otras partes de mi aparato reproductor, por tal motivo quedé imposibilitada para tener bebés.
Guardé un comprensivo silencio, mientras miraba el mar que se divisaba por la ventana del tercer piso del edificio, luego le dije:
─Bueno Natalia, hay circunstancias que acontecen en la vida que están fuera de nuestras posibilidades de solución. ─Trataba de encontrar las palabras adecuadas a lo que ella me confiaba y agregué─Sin embargo, tienes otras capacidades que te hacen ser una gran persona y con seguridad serás excelente profesionista.
─Pues sí, pero Dios dirá más adelante en mi vida.
─Así es, vete tranquila, tómate los días que necesites.
Ella dio media vuelta y abandonó el salón para reunirse con Alejandro que la esperaba en el balcón, mientras yo me quedaba sumido en mis pensamientos asimilando la confesión de Natalia.
Acudí como todas las mañanas a mis labores en la Secretaría de Educación, hacía una semana que se habían reanudado las actividades después del período vacacional, me dirigí al escritorio que ocupaba; ya instalado saqué los pendientes que tenía que resolver y en ese momento se acercó Marina una compañera de trabajo a la que conocía de años atrás y a boca de jarro me dijo:
─Oye, ¿así que le das clase a mi hijo?
─¿Quién es tu hijo?
─Es Alejandro Rodríguez usa lentes.
─No lo identifico.
─Pues conócelo bien, para que no lo repruebes.
─Mejor dile que me conozca bien, para que no repruebe.
─Siempre estás con tus ironías, no cambias.
Dio media vuelta y se alejó, mientras me quedaba con una sonrisa disfrutando el enojo que le causó mi respuesta. Luego me ensimismé en mis actividades.
Al día siguiente por la tardé acudí a dar clases a la escuela de Ciencias de la Comunicación con el primer semestre, grupo en el que estaba el hijo de la compañera de trabajo, lo identifiqué al pase de lista; las palabras de su madre no influyeron para que tuviera un trato preferencial, porque la relación con el grupo era la misma para todos.
Con el paso de las semanas me di cuenta que Alejandro era un alumno poco participativo, de actitud discreta, manifestaba carencia de iniciativa, haciéndome inferir que se debía a la personalidad de su progenitora, al ser ella sobreprotectora e intuía su influencia sobre su hijo.
Una mañana estando en mis ocupaciones matutinas en la Secretaría de Educación, Marina se acercó a mi escritorio, al verla le pregunté:
─¿Vienes a venderme algo?
Ella ignoró mis palabras para preguntarme.
─¿Sabes que Alejandro está de novio con Natalia?
─No, la verdad no me fijo en esas cosas, respeto sus relaciones cuando las percibo.
─Ella es una buena chica, viene de fuera a estudiar está sola, la invité a que me visite con frecuencia y ha aceptado, además tú sabes que tengo tres hijos varones y me sirve de compañía cuando salgo.
─Te felicito por tu generosidad para con ella.
─Bueno, te dejo y no te esfuerces de más, que nunca te van a construir tu monumento ─me dijo al retirarse, mientras se reía.
Me quedé pensando en Natalia, porque al conocer cómo era la madre de su novio, sabía que no le iría muy bien en caso que no hiciera la voluntad de ella, sin embargo, no era asunto que me fuera relevante.
El tiempo transcurrió hasta terminar Natalia y Alejandro la licenciatura, al graduarse perdí el contacto con ambos, casualmente me los encontraba en algún lugar los saludaba a la distancia, si era ella con quien coincidía platicábamos sobre sus actividades profesionales, de ser él, fingía no verme. En una ocasión al asistir a un evento en el teatro, coincidí con ella que de inmediato me saludó y diciéndome que platicaría conmigo al concluir el evento.
Así sucedió, al salir del teatro Natalia me esperaba afuera a pesar del frío de la noche, con afecto nos saludamos:
─¡Hola! Qué gusto de verlo de nuevo y encontrarlo en este sitio.
─Para ambos ─le respondí.
─Le tengo noticias ─me comentó.
─¿Te va bien en tu trabajo?
─Sí, pero se trata de otro asunto.
─No me imagino ─le dije.
Sin esperar me dio la noticia que no imaginaba.
─¡Me voy a casar!
─¡Felicidades! ─le pregunté en son de broma─ ¿Con el mismo?
─¡Ja, ja, ja! Sí, con el mismo ─agregó─ cuando esté próxima la fecha, le llevaremos la invitación para que nos acompañe.
Le deseé lo mejor y la felicité por el paso trascendental en su vida, como también por el éxito en su trabajo. Nos despedimos y tomamos nuestros propios rumbos.
Me encontraba desempeñando mis labores matutinas en la Secretaria de Educación, cuando Marina se acercó al escritorio que yo ocupaba, al verla le pregunté:
─¿Vienes a que te entregue la programación del curso para fin de mes?
─No ─respondió─, vengo a comentarte algo.
─Dime de qué se trata.
─Fíjate que Natalia y Alejandro se van a casar. ¿Lo sabías?
Tuve que mentir y le respondí:
─No sé, porque no tengo contacto con ellos, ─agregué─ pero has de estar contenta pues me platicaste que tienes frecuente contacto con Natalia y que la recibes en tu casa.
─Es verdad, ella es una buena chica, muy afanosa ayudándome en la casa cuando me visita, además ya está trabajando y gana bien.
─Entonces es para tus gustos… una excelente futura nuera.
Se puso muy seria, como dudando de platicarme algo que tenía en mente, estuvo así unos segundos al fin se decidió y continuó con la charla:
─¿Estás enterado que Natalia no puede tener hijos?
Me la quedé mirando fijamente y volví a mentir:
─¿Cómo crees que esté enterado de algo muy personal de Natalia?
─Pensé, porque tienes mucha relación con tus alumnos. Pero bueno, entiendo que ya no ves a Natalia y Alejandro ─me miró y dijo con tristeza─. He conversado con ellos respecto a que no podrán darme nietos y me responden que han platicado mucho sobre tener o no hijos, que quieren estudiar una maestría, viajar y después adoptar un niño.
─Me parece muy buena la decisión de ambos. ─Mirando al infinito le comenté─. Es algo que hacen las nuevas parejas, prefieren superarse en lo académico, estabilizarse económicamente y después piensan en los hijos ya sea naturales o adoptados y en caso extremo, adoptan un perro ─solté una carcajada y le dije─ ese será tu ansiado nieto.
Visiblemente enojada me expresó:
─No sé por qué vengo a platicar estas cosas contigo ─y sin despedirse se alejó.
Me quedé pensando las palabras de la madre de Alejandro, la conocía porque habíamos trabajado desde doce años atrás, sabía de su carácter impositivo y manipulador con los compañeros de trabajo; por lo tanto, imaginaba la suerte que correría Natalia al no poder tener hijos y la forma de pensar de ambos por los planes que tenían respecto a esta situación que enfrentarían en su futuro.
No volvió Marina a platicarme más sobre el asunto, algo que le agradecí porque se me hacían fastidiosas esas charlas; tampoco me topé a Natalia y Alejandro en mucho tiempo.
Una tarde, estaba en la central de buses despidiendo a unos amigos, cuando vi a Natalia, al reconocernos nos aproximamos a saludarnos con afecto, me comentó que tenía dos semanas de vacaciones y que viajaría a San Juan Bautista a visitar a su madre que estaba delicada de salud, le deseé que se recupera de sus padecimientos.
Me preguntó:
─¿Recuerda que le platiqué que me iba a casar con Alejandro el tres de mayo?
─Sí, por cierto, no me invitaste ─le respondí.
─Pues no me casé ─dijo con tranquilidad─. De eso tiene más de un año que iba a suceder y Dios sabe porque ocurren las cosas y la verdad no se de cuantas cosas me libré. Estoy serena y me siento bien.
─Es lo importante, que te encuentres en paz contigo misma ─le dije en apoyo a lo que me confiaba.
─Le voy a contar.
─No te preocupes por hacerlo si no quieres o te causa «mal sabor de boca».
Con templanza que me asombraba empezó a relatarme.
─Me dediqué solo yo a los arreglos de la boda, algunas veces me acompañaba doña Marina; en diciembre compramos los vinos y licores, en el mes de febrero que es el carnaval compramos toda la cerveza, y lo almacenábamos en casa de Alejandro ─yo guardaba silencio, mientras ella hablaba─ faltando dos meses para la boda, me entero que Alejandro estaba de novio con una muchacha y ahí no termina el asunto, ¡la fulana estaba embrazada de él!
Con tranquilidad y madurez, prosiguió con su historia
─Fui a verlo a pesar del calor que se sentía a las tres de la tarde, llegué a su casa y le pregunté a su madre de lo que me había enterado, al conocer el motivo de mi visita, me comentó con indiferencia que esto era asunto nuestro y que lo arregláramos en forma civilizada. Le respondí que no se preocupara, que solo quería hablar a él para aclarar nuestra situación y esperaba no volver a tener trato con su familia
Natalia me charlaba el trance que había vivido y yo no salía de mi admiración, por momentos me sentía incómodo, pero sabía que la confianza que se había generado entre nosotros la llevaba a compartir conmigo una etapa trascendental de su vida.
Al llegar Alejandro no mostró sorpresa al verme en su casa, con seguridad doña Marina lo había prevenido. Le pregunté si eran verdad los rumores que me habían llegado, con frialdad me contestó que sí. ─En este momento mi enojo se derrumbó porque como un rayo entendí la situación y la causa de su proceder─. Sin embargo, le dije con tranquilidad: «No te preocupes comprendo la razón de tu actitud».
Él me respondió:
─Bueno, no hay nada más que decir.
Le pregunté:
─Y de todo lo que hemos comprado, ¿qué vas a hacer?
En ese momento se anunció la salida del autobús para San Juan Bautista que esperaba Natalia quien, con una sonrisa de experiencia y seguridad personal, cuando se despedía me dijo las últimas palabras de Alejandro.
─Cínicamente me respondió: «Lo utilizaré en mi boda que es la próxima semana, porque… nada se pierde».